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jueves, 13 de febrero de 2025

Dalas y la confidencialidad

Siempre me alegro de ver caer a quien parecía intocable. Daniel Santomé, alias Dalas Review, está empezando a perder juicios importantes. Para quien no sepa de qué hablo, este señor es un youtuber sobre el que llevan años pesando toda clase de graves acusaciones de maltrato, formuladas por sucesivas ex parejas. Estos días han sido particularmente malos para él, porque le han notificado dos sentencias en contra: la primera, del Tribunal Supremo por intromisión en el derecho al honor de su ex suegro; la segunda, de una jueza de Barcelona, en el que anula el acuerdo de confidencialidad que hizo firmar a una de sus parejas.

Es de este segundo caso del que quiero hablar, porque lo del acuerdo de confidencialidad es una cosa loquísima. Me apresuro a decir que no he podido leer la sentencia, porque no está disponible en repositorios a los que tenga acceso y ningún medio la ha publicado, que yo sepa. Me baso en la información publicada por Europa Press, que es la más completa de todas las que he encontrado y la única que parece hablar de primera mano y en la que el periodista se ha enterado de algo.

El asunto ha tenido sus avatares. Al parecer empezó en 2017, cuando la ex, Anne Reburn, publicó una serie de carpetas de Drive con las conversaciones que había sostenido con Santomé. En 2019, Santomé demandó a Reburn ante un juzgado de Barcelona, exigiéndole 40.000 € por ruptura del contrato de confidencialidad. Reburn no compareció y se la declaró en rebeldía, que es algo menos chulo de lo que parece. Un rebelde es, simplemente, un demandado que decide no comparecer ni defenderse, así que el juicio sigue sin él. Esta figura existe en la jurisdicción civil, que era donde sucedía el proceso.

El juicio acabó a favor de Santomé, pero, cuando la sentencia se hizo pública y él alardeó de ella, se destapó el pastel: la demandada no era rebelde, sino que no había sido correctamente notificada. Los datos que de ella había aportado el demandante eran erróneos, puesto que ella ya no vivía en esa casa. Y claro, una cosa es que tú te declares rebelde (es decir, conozcas el procedimiento y decidas pasar), y otra que de la nada aparezca una sentencia en cuyo procedimiento nunca pudiste entrar para defenderte. Lo segundo causa una indefensión obvia, y la garantía de no sufrir indefensión es uno de los componentes más importantes del derecho a la tutela judicial efectiva.

Así que Reburn interpuso lo que se llama un incidente extraordinario de nulidad. Este mecanismo es, como su nombre indica, excepcional: solo lo pueden promover quienes hayan visto vulnerado alguno de sus derechos fundamentales, como el susodicho derecho a la tutela judicial efectiva, siempre que no haya podido alegarse durante el proceso y que la sentencia sea ya firme. Si se estima esta nulidad de actuaciones, lo que se hace es retrotraer el procedimiento: nos vamos al momento donde sucedió el vicio (la notificación fallida a Reburn) y repetimos desde ahí.

En este caso, como la notificación a la parte demandada es lo primero que se hace, eso ha significado repetir todo el procedimiento. Pero con una novedad importante: Reburn ha presentado lo que en el lenguaje de la calle se llama «contrademanda» y en términos jurídicos denominamos «reconvención». Se trata de un escrito en el que el demandado no se limita a defenderse, sino que pide algo extra. En este caso, la nulidad del acuerdo de confidencialidad en el que se sustenta todo el litigio.

Vamos ya al lío, entonces. Lo primero es entender qué es un acuerdo de confidencialidad, y aquí es donde nos encontramos con el primer obstáculo, ya que se trata de un contrato atípico. En derecho, un «tipo» es la descripción que hace la ley de cualquier elemento jurídico. Hablamos de «tipos delictivos» para referirnos a la conducta castigada por una pena, y de «contratos típicos» para hablar de aquellos contratos que están regulados en la ley. La mayoría de los contratos que conocemos, como la compraventa o el arrendamiento, son típicos. Pero las personas, en ejercicio de su libertad, pueden inventarse los contratos que quieran. Claro, el problema es que, para hablar de ellos, no podemos ir a la ley. Los jueces tienen que enjuiciar estos casos atendiendo a la regulación general de contratos, y establecer una jurisprudencia que luego los demás podamos usar de base.

Además, el acuerdo de confidencialidad es especialmente peliagudo, porque interseca con un derecho fundamental, que es la libertad de expresión. En principio, la libertad de expresión nos da la capacidad de hablar de nuestras propias experiencias y conocimientos tanto como nos dé la gana. Un acuerdo de confidencialidad, al limitar esta posibilidad, choca con este derecho. Por ello, no puede adoptarse en todas las circunstancias ni puede tener todos los contenidos. Recordemos que no se puede renunciar a derechos fundamentales, y que estos solo se pueden limitar en casos concretos.

¿Cuáles son, entonces, las características del acuerdo de confidencialidad? Lo primero es que estos pactos solo pueden firmarse cuando hay intereses profesionales o empresariales que proteger. No puedes ir por ahí haciendo que los demás firmen acuerdos de confidencialidad para lo que quieras, sino que estamos ante una herramienta de negocios. Haces que lo firme un proveedor, un cliente, un administrador, un trabajador… Alguien que puede conocer secretos de los que depende tu posición en el mercado. Es decir, tiene que haber una relación mercantil o laboral preexistente que ponga en riesgo esos elementos que quieres mantener reservados.

Aparte de eso, algunas características comunes de los acuerdos de confidencialidad son que pueden ser bilaterales (ambos se comprometen a guardar los secretos del otro, como en un contrato entre socios) o unilaterales (uno se compromete a guardar los secretos del otro, como en un contrato entre empresario y trabajador), que deben definir muy concretamente qué se considera información confidencial y que deben tener una duración determinada. Todo ello, insisto, son características que han ido definiendo los jueces, a la luz de la regulación general de contratos.

Y ya que hablamos de eso, tenemos que mencionar un último elemento para que se entienda bien esta sentencia. En el derecho español, todos los contratos deben tener estos tres elementos:

  1. Consentimiento, es decir, voluntad de las personas de vincularse por medio del contrato. Si el contrato está escrito, el consentimiento se expresa por la firma. Si no, puede ser más difícil de probar.
  2. Objeto, es decir, las obligaciones sobre las que versa el contrato, los intereses regulados en él. Para un pacto de confidencialidad, el objeto son las informaciones que han de guardarse en secreto.
  3. Causa, es decir, la razón por la que se realiza el contrato. Para un pacto de confidencialidad, la causa es esta relación mercantil o laboral cuya honestidad se trata de proteger.

 

Si alguno de estos elementos no existe o tiene un vicio grave (el consentimiento ha sido obtenido por engaño, el objeto es imposible, la causa es ilegal), el contrato no tiene efectos (1).

Y ahora vayamos, por fin, al pacto de confidencialidad que Daniel Santomé hizo firmar a Anne Reburn. En el primer juicio, cuando Reburn no había sido notificada, el demandante sostuvo que las relaciones con ella eran profesionales aparte de personales. Dijo que simplemente eran amigos y que llevaron a cabo un contrato verbal de prestación de servicios, por el cual ella traduciría y editaría sus vídeos en inglés. Ese contrato es la base del pacto de confidencialidad. Como vemos, aquí el abogado de Santomé ha hecho bien los deberes: ha alegado que había una relación profesional y que de esa relación profesional dependía un contrato de confidencialidad. Con el asunto planteado en estos términos, es obvio que Reburn rompió la confidencialidad.

Pero en el segundo juicio, donde Reburn sí pudo intervenir, la historia resultó ser muy diferente. La demandada alegó que Santomé y ella sí fueron pareja, que jamás acordaron ninguna prestación de servicios y que las supuestas pruebas que demostraban dicho contrato verbal (que ella había editado unos vídeos de él, que él le había pagado un dinero) se debían a otras razones. Además, y supongo que esto ha sido clave, Reburn trajo al proceso otros contratos idénticos, que Santomé hacía firmar a otras de sus parejas. Es decir, que no hay relación mercantil que amerite una confidencialidad, sino un señor intentando evitar que sus ex hablen de las cosas que les ha hecho.

Y es que el contrato es para verlo. De acuerdo con lo que parece ser su primera página, se considera información confidencial no solo la habitual cháchara sobre temas empresariales, sino también la relativa a actividades personales, de ocio y sexuales, lo cual queda muy lejos de la relación profesional. En los ejemplos del clausulado que han ido saliendo se insiste en el tema de las actividades sexuales y de ocio, que «solo podrán ser reveladas en forma de que la otra Parte no pueda ser relacionada de ninguna forma ni mencionada bajo ninguna sospecha o dar pistas, con dicha experiencia común».

Esta parte del contrato, que parece redactada por un imbécil con escaso grado de verbalización, probablemente el propio Santomé, quiere prohibir que las ex novias hablen en público de los avatares de su relación, salvo que lo hagan de forma tan general que no haya ni sospecha ni pistas (madre mía los términos usados) sobre de quién están hablando. Otras cláusulas prohíben divulgar la información confidencial en términos negativos para la contraparte, solo positivos, lo cual no tiene sentido si estamos hablando de secretos comerciales.

Al final ¿qué resuelve la jueza? Pues lo único posible: que el contrato no es válido. Para ello da una serie de argumentos que parecen atacar a dos de los tres elementos esenciales que mencionábamos más arriba: el consentimiento y la causa. Respecto del consentimiento, dice que Reburn no dominaba bien el castellano y que, además, el contrato emplea términos poco claros, de tal manera que la chica no podía entender bien lo que estaba firmando. Y respecto de la causa, declara que no existió jamás esa supuesta relación profesional que permitiría firmar un acuerdo de confidencialidad. Conclusión: contrato nulo y demanda desestimada.

Me interesa especialmente el hecho de que, al menos según lo publicado en la prensa, la mayoría de argumentos para determinar la nulidad del contrato proceden del contrato en sí, no de las condiciones personales de Reburn. Eso quiere decir que no habría particular problema en que otros jueces apreciaran esos mismos argumentos para ir anulando el resto de contratos que quedan. Por supuesto, habrá que ver qué pasa con la apelación que ha metido Santomé, pero no tiene buena pinta para él.

 

 

 

 

(1) Dependiendo del vicio en estos tres elementos fundamentales hablaríamos de contratos nulos o anulables, pero no quiero entrar en ese jardín sin media docena de catedráticos de Civil flanqueándome.


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jueves, 30 de enero de 2025

Proposición no de ley y cuestión de confianza

La política es un sainete. Diría que «la política de este país», pero, en realidad, la de todos. La semana pasada, dos decretos-ley con varias medidas importantes decayeron en el Congreso, porque no consiguieron la mayoría necesaria. Uno de ellos, un decretito con un impuesto a las eléctricas, me interesa menos. Es el otro decreto, un ómnibus de 140 páginas que modificaba más de 30 leyes, el que está centrando toda la atención y al que me voy a referir. Del rechazo de las derechas estatales no voy a hablar, porque es lo de siempre: se agarraron a la tontería del palacete del PNV para tirar un decreto gigantesco. Incluso ya han dicho que votarán a favor de la versión troceada que se aprobó el martes. 

Es el rechazo de la derecha catalanista el que me interesa. Junts fue aliado del Gobierno en la investidura, y logró negociar con él la amnistía. Pero ahora, con los jueces paralizándola y Puigdemont incapaz aún de volver a España, las relaciones se han enfriado. El Gobierno tiene el problema de querer («querer», ya me entendéis) implementar medidas de izquierdas con una mayoría parlamentaria de derechas (entre la derecha estatal, Junts y el PNV suman 182 escaños), y eso quiere decir andar negociando cada paso y peleándose constantemente.

Hace unas semanas, Junts anunció que suspendía su apoyo parlamentario al Gobierno, al que acusaba de incumplir los pactos reiteradamente. Había presentado una proposición no de ley para exigir al Gobierno que presentara la cuestión de confianza, y se negaban a apoyar nada hasta que dicha proposición no se desbloqueara. El PSOE y Sumar tienen mayoría en la Mesa del Congreso y pueden bloquear lo que les dé la gana. Con el pacto firmado el martes, dicha proposición se desbloquea y la nueva versión del decreto-ley podrá salir adelante.

Y es en este momento cuando los tecnicismos nos abruman y nos impiden ver lo ridículo que es este sainete. ¿Qué es un decreto-ley y por qué tiene que aprobarse en bloque? ¿Por qué la prensa le llama decreto ómnibus? ¿Qué es una proposición no de ley? ¿De qué va eso de la cuestión de confianza, qué consecuencias tiene? A esto viene este artículo, a explicar qué está pasando por debajo de la broza legal.

En España, como en todos los Estados democráticos, hay una separación muy clara entre legislativo y ejecutivo. El poder legislativo hace la ley, es decir, la norma de más alto rango por debajo de la Constitución, la más básica, la que debe regular las cuestiones más importantes. Y el poder ejecutivo, el Gobierno, la lleva a la práctica, para lo cual dicta reglamentos, es decir, normas que están por debajo de la ley y que lo que hacen es concretarla y especificarla.

Pero existen excepciones. Una de ellas es el decreto-ley, que es legislación de urgencia. La Constitución entiende que, cuando hay una cuestión que debe regularse de manera inaplazable («extraordinaria y urgente necesidad», dice el texto constitucional), se le puede dar al Gobierno la capacidad de dictar normas con rango de ley. Eso sí, esta fórmula tiene límites, y uno de los más importantes es que después de aprobar un decreto-ley, este debe ser presentado al Congreso, que puede convalidarlo o rechazarlo. Claro, una cosa es que el Gobierno pueda aprobar normas de urgencia y otra que, una vez pasada la urgencia, esas normas puedan incorporarse al derecho sin intervención de las Cortes. Al fin y al cabo, son normas con rango de ley.

Los decretos-ley se presentan para su convalidación en bloque. Es lógico, porque no es una iniciativa legislativa que haya que debatir punto por punto, sino una norma que ya está aprobada y produciendo efectos. Lo que debe juzgar el Congreso es si el Gobierno empleó bien la fórmula del decreto-ley, y para ello basta con una sola votación sobre el conjunto. Lo más habitual es que sean convalidados (1), pero, como vimos la semana pasada, pueden no serlo.

Lo que pasa es que ese concepto de «extraordinaria y urgente necesidad» se ha ido estirando y estirando. Los Gobiernos de la democracia han abusado de la fórmula del decreto-ley, y así han aparecido los llamados decretos ómnibus: normas muy grandes, con muchos temas, algunos francamente poco urgentes. Es una fórmula que se usa cada vez más, porque facilita la aprobación: se espera que, al juntar varias medidas, la oposición transija con las que no le gustan a cambio de aprobar las que sí. Esta vez no funcionó, pero muchas otras veces lo hace.

Tenemos ya claro qué es un decreto-ley y por qué conviene tener armada una mayoría suficiente para aprobarlo en bloque. Ahora, vamos a ver qué ha exigido Junts para sumarse a esa mayoría, qué es esa jerigonza de la proposición no de ley y de la cuestión de confianza.

En estos años hemos hablado mucho de mociones de censura, así que estamos familiarizados con lo que son: un mecanismo del Congreso para hacer caer al Gobierno. La cuestión de confianza es un poco el contrario: es un mecanismo que tiene el Gobierno para valorar si sigue teniendo el apoyo del Congreso que lo invistió. El presidente del Gobierno la plantea sobre su programa o sobre una declaración de política general, el Congreso la debate y luego la vota. Se necesita mayoría simple, es decir, más votos a favor que en contra. Si sale aprobada, no pasa nada, el Gobierno ha revalidado la confianza de la Cámara. Si se rechaza, el Gobierno dimite y el Congreso elige otro por el procedimiento común.

En España solo se han presentado dos veces cuestiones de confianza. Una la presentó Adolfo Suárez en 1980, en la I Legislatura, en un momento muy convulso: a pesar de que había superado una moción de censura y superó también la cuestión de confianza, dimitiría unos meses después. La segunda la presentó Felipe González en 1990, a un Congreso en el que tenía justo 175 diputados, por lo que solo necesitaba que uno de la oposición votara en blanco o a favor, cosa que consiguió de sobra.

En tiempos recientes, el año pasado se especuló con que Pedro Sánchez iba a presentar la cuestión de confianza cuando mandó aquella famosa carta a la ciudadanía, pero al final no lo hizo. Ahora es lo que le pide Junts, y parece ser que ha llegado a un acuerdo con esta formación, pero, al tiempo, ha declarado que no presentará la cuestión de confianza. ¿Qué es lo que ha pasado realmente? Que el acuerdo al que ha llegado el Gobierno es un poco diferente: no ha acordado presentar la cuestión de confianza, sino desbloquear una proposición no de ley sobre el tema. Y vamos de cabeza al tercer concepto que nos permite entender el sainete actual.

Una proposición no de ley es el nombre poco afortunado que recibe una moción no vinculante, es decir, un procedimiento parlamentario por el que la Cámara fija su posición en cierto asunto y exige algo a alguna autoridad, normalmente al Gobierno. Las propone cualquier grupo y, si el Congreso la aprueba, pasa a ser su posición oficial. Pero, y esto es lo más importante, la autoridad destinataria de la petición no tiene por qué obedecer.

En este caso, Junts tiene presentada una proposición no de ley en la que exige al Gobierno que presente la cuestión de confianza. El PSOE y Sumar la estaban bloqueando. Y el acuerdo es desbloquearla. Dejar que se tramite. Será previsiblemente aprobada (las derechas tienen suficientes diputados como para alcanzar la mayoría absoluta) y entonces habrá una petición oficial del Congreso al Gobierno para que este presente la cuestión de confianza. Pero esta seguirá siendo competencia del Gobierno, que ya ha dicho que no la presentará.

Voy a ponerlo en otras palabras: el Gobierno ha acordado desbloquear la posibilidad de que el Congreso le pida hacer una cosa que ya ha declarado que no va a hacer. Todo el asunto se antoja contradictorio. Si el Congreso aprueba una proposición en la que exige que el Gobierno presente la cuestión de confianza, será porque tiene una mayoría que no confía en el Gobierno, en cuyo caso la proposición no de ley funcionaría como un voto de censura «light»: manda el mensaje pero no tiene efectos jurídicos. Pero es que el Congreso ya le demostró al Gobierno que no tiene su confianza rechazando el decreto ómnibus. El mensaje está más que mandado.

Además, si esta proposición va a poder tramitarse es porque el Gobierno ha pactado con Junts recomponer la mayoría parlamentaria que lo invistió, al menos para el tema del decreto-ley. Si el Congreso exige que el Gobierno presente la cuestión de confianza y a cambio le aprueba el decreto-ley ómnibus, ¿de qué estamos hablando? ¿Hay confianza parlamentaria o no la hay? Más que contradictorio es un poco ridículo, ¿no? Un verdadero y delicioso sainete.

Al final, esto va de dos cosas. La primera, que Junts necesita como el comer un Gobierno españolista, intransigente y cerrado, porque esas son las aguas en las que pesca. Pero no puede facilitarlo demasiado obviamente, así que acaba en maniobras como estas. Y la segunda, que en España las mociones de censura son constructivas, es decir, exigen que se presente un candidato alternativo. No se puede presentar una moción de censura para echar a Sánchez, sino que siempre deberá ser para echar a Sánchez y sustituirlo por Feijóo (o por quien sea). Y claro: Junts, el PP y los nazis votando a favor de eso es una foto inasumible para dos de los tres partidos.

Se ha especulado con la posibilidad de algo así: una moción de censura que dé paso a un Gobierno breve, que se limite a disolver las Cortes y a convocar elecciones generales, ya que Sánchez no quiere hacerlo. Yo no creo que Junts trague. Por mucho que sea en esos términos, sigue siendo una foto muy incómoda para ellos.

Pero oye, quizás me equivoque. Lo bueno del sainete es que siempre te sorprende.

 

 

 

 

 

(1) Tan habitual era la convalidación (desde 1978 hasta 2017 solo se rechazaron dos decretos-ley, uno en 1979 y otro, por error, en 2006) que ni siquiera estaba demasiado claro cuáles eran los efectos jurídicos del rechazo. Desde 2017 sí se han rechazado algunos más, pero tampoco es algo que ocurra habitualmente: los dos de la semana pasada son el séptimo y el octavo respectivamente.

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viernes, 17 de enero de 2025

Fiestas discriminatorias

El cartel de una fiesta en Torremolinos que pretendía prohibir el acceso al público homosexual («no maricones», decía, junto a otras prohibiciones como las de peleas, drogas, gorras o chanclas) ha desatado un comprensible cabreo. Cabreo, además, unánime, porque como se da la casualidad de que los promotores de la fiesta dicen ser marroquíes, el facherío local ha salido a presumir de tolerancia y a aprovechar para soltar soflamas racistas. 

Bien, vayamos a la chicha jurídica del asunto. ¿Es legal prohibir a una persona la entrada a un local por su orientación sexual? Al fin y al cabo, los locales recreativos abiertos al público tienen derecho de admisión, ¿no? Pueden admitir a quienes quieran. Y la respuesta es sencilla: no, el derecho de admisión no ampara las actuaciones discriminatorias. Vamos a verlo en detalle.

Todo lo que son locales abiertos al público se amparan bajo los términos de «espectáculos públicos» y «actividades recreativas». Cada Comunidad Autónoma tiene una ley que regula esta materia, pero emplean conceptos similares, porque todas beben del Real Decreto 2816/1982, una norma estatal que establece condiciones generales para todo lo que sean establecimientos abiertos al público.

El Real Decreto estatal no define los conceptos, pero las leyes autonómicas sí. Así, la ley andaluza (la aplicable al caso del que hablamos), utiliza los siguientes términos:

  • Espectáculo público: función o distracción que se ofrezca públicamente para la diversión o contemplación intelectual y que se dirija a atraer la atención de los espectadores. El Real Decreto estatal incluye en esta categoría el cine, el teatro, los conciertos, los circos, los espectáculos taurinos y las actividades deportivas (concepto que abarca desde el fútbol y el baloncesto hasta los gimnasios, pasando por hipódromos, canódromos, carreras en las vías públicas, regatas, etc.).
  • Actividad recreativa: el conjunto de operaciones tendente a ofrecer y procurar al público, aislada o simultáneamente con otra actividad distinta, situaciones de ocio, diversión, esparcimiento o consumición de bebidas y alimentos. El Real Decreto estatal incluye en esta categoría los juegos de azar (casinos, bingos, máquinas tragaperras, tómbolas), las atracciones (ferias, parques de atracciones, zoos) y también cosas como verbenas, discotecas, manifestaciones folklóricas, salas de fiesta con espectáculo, festivales, etc.
  • Establecimientos públicos: aquellos locales, recintos o instalaciones de pública concurrencia en los que se celebren o practiquen espectáculos o actividades recreativas. El Real Decreto estatal incluye en esta categoría los restaurantes, los cafés, los bares, los tablaos flamencos, las salas de exposiciones y conferencias, etc.

 

En definitiva, sea por medio de la definición conceptual que hace la norma autonómica o por la enumeración que hace el Anexo del Real Decreto estatal, tenemos una conclusión: casi cualquier actividad que no sea caminar por la calle está sujeta a la normativa sobre espectáculos públicos y actividades recreativas.

¿Y qué dice esta normativa sobre el derecho de admisión? Hasta 2023, el Real Decreto estatal no decía gran cosa, simplemente prohibía al público «entrar en el recinto o local sin cumplir los requisitos a los que la Empresa tuviese condicionado el derecho de admisión» (artículo 59). Dichos requisitos debían constar públicamente, pero no se decía si había algún límite a la hora de establecerlos. En 2023, sin embargo, se incluyó como obligación de la empresa gestora la siguiente (artículo 51):


No discriminar a las personas usuarias por razón de raza, lugar de procedencia, sexo, discapacidad, edad, orientación sexual, religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social. (…). En concreto, el ejercicio del derecho de admisión no puede utilizarse para impedir, restringir o condicionar el acceso de nadie por motivo de discapacidad o cualquier otra discriminación.

 

En cuanto a la normativa autonómica, la ley andaluza dice desde 1999 (y salvo algún pequeño cambio de matiz) que los titulares de establecimientos públicos pueden establecer condiciones de admisión, pero esas condiciones deben ser objetivas. No pueden ser contrarias a los derechos reconocidos por la Constitución, suponer un trato discriminatorio o arbitrario para los usuarios o colocarlos en situaciones de inferioridad, indefensión o agravio comparativo (artículo 7). Es decir, se puede prohibir a la gente pelearse, drogarse, llevar gorra o ir en chanclas. No se puede prohibir el acceso a «maricones».

Vamos un paso más allá. La Ley LGTBI estatal, que se aplica a toda persona física o jurídica, pública o privada, que resida, se encuentre o actúe en territorio español, establece que las Administraciones tienen las siguientes obligaciones (artículo 25):

  • Garantizar la igualdad de trato y no discriminación de las personas LGTBI en el ámbito de la cultura y el ocio.
  • Fomentar el conocimiento y la correcta aplicación del derecho de admisión para que las condiciones de acceso y permanencia en los establecimientos abiertos al público, así como el uso y disfrute de los servicios que en ellos se prestan, en ningún caso puedan restringirse por razón de orientación sexual, identidad sexual, expresión de género o características sexuales.

 

Asimismo, establece que las cláusulas de los contratos y negocios jurídicos que vulneren el derecho a la no discriminación serán nulas y se tendrán por no puestas (artículo 64). Recordemos que la compra de una entrada es un contrato entre el empresario y el asistente.

Ah, y para evitar defensas estúpidas del estilo de «si le impedí entrar fue por sus pintas, ¿yo qué sé si es maricón o no?», la ley también establece los conceptos de discriminación por asociación y de discriminación por error, que son exactamente lo que parecen: no me discriminan por ser X, sino por tener relación con X (voy en un grupo donde hay personas LGTBI y no nos dejan entrar a ninguno) o porque la persona que me discrimina se cree que soy X aunque no lo sea, respectivamente.

Creo que no queda ninguna duda de cómo funciona el derecho de admisión. Una anécdota no relacionada: recordemos que, durante la desescalada, tuvieron que promulgar normas específicas para que salieran adelante los «pasaportes COVID», porque, en otras circunstancias, exigir a los asistentes pruebas de su estado de salud e impedirles la entrada dependiendo del resultado de la prueba habría sido discriminatorio.

Vale, es ilegal, nulo y todo lo que queramos, pero ¿y las consecuencias? La primera, y más obvia, la prohibición de la fiesta por discriminatoria, prevista en el artículo 3 de la ley andaluza de espectáculos públicos y actividades recreativas. El artículo 20 de la misma norma considera infracción grave (de 300 a 30.000 €) «la utilización de las condiciones de admisión de forma discriminatoria, arbitraria o con infracción de las disposiciones que lo regulan».

Las leyes LGTBI también sancionan esta clase de conductas. La estatal considera infracción grave «la realización de actos o la imposición de disposiciones o cláusulas en los negocios jurídicos que supongan (…) un trato menos favorable a la persona por razón de su orientación o identidad sexual, expresión de género o características sexuales» (artículo 79.3). Estas infracciones tienen sanciones de entre 2.001 y 10.000 €, y pueden llevar aparejadas la pérdida de subvenciones y la prohibición de acceder a ayudas públicas y de contratar con la Administración. La autonómica andaluza tiene una infracción grave análoga, pero en su caso la sanción es mayor (de 6.001 a 60.000 €) e incluye el cierre del local o su suspensión temporal hasta 3 años.

Y, por último, es delito. El artículo 512 del Código Penal sanciona a «quienes en el ejercicio de sus actividades profesionales o empresariales denegaren a una persona una prestación a la que tenga derecho por razón de» diversas circunstancias discriminatorias, entre las que por supuesto entra la orientación sexual. Eso sí, la pena es una simple inhabilitación especial para ejercer cierto oficio por un periodo de hasta 4 años. Y si alguien cree que esto no se aplica, en prensa han salido al menos tres casos, dos a mujeres trans (uno en 2014, que fue pionero, y otro en 2019), y uno a un chaval negro.

De hecho, mientras ayer escribía este artículo, el organizador de la fiesta fue detenido en aplicación de este artículo.

Así que sí, es ilegal de todo punto pretender que en tu fiesta no entren «maricones». Si quieres controlar el acceso hasta ese punto, la haces en tu casa o alquilas un local para ti y para tus amigos, pero en el momento en que la fiesta es abierta, en el momento en que es un local en el que cualquiera puede entrar desde la calle, tienes que cumplir la legislación sobre espectáculos públicos.

Esto, que consideramos tan básico, no lo es. Inicialmente, la igualdad fue concebida como igualdad ante la ley, ante los poderes públicos. La idea de que puede darse discriminación en las relaciones entre particulares y que se debe luchar contra ella (es decir, que hay que prohibir al empresario que decida con quién quiere contratar) es algo muy posterior. Pero es algo que ya tenemos incorporado a la ley y a nuestro patrimonio jurídico. Así que, antes de organizar fiestas, ten cuidado con lo que pones en los anuncios, no vaya a ser que acabes detenido.

 

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