En junio del año pasado el diario El País
publicó una noticia titulada “Todas las leyes que el Gobierno quiere aprobar antes de convocar elecciones”. Se trataba de una recopilación de normas jurídicas
que estaban en diversos estadios de su tramitación y a las que el Ejecutivo pretendía
poner el turbo. Un montón de normas sobre los más diversos temas, desde aborto
a carreteras, pasando por tributos, procedimiento administrativo, formación
profesional, jurisdicción voluntaria o enjuiciamiento criminal. Incluso había
un proyecto de Código Penal Militar.
La fecha de publicación de la noticia no
es baladí: en junio de 2015 ya se habían celebrado las elecciones municipales y
autonómicas y era evidente que después de las generales el PP no iba a tener
mayoría absoluta. Era dudoso incluso si iba a poder gobernar. Es decir, estaba
trabajando para aprobar, en el último trimestre de la legislatura (1), un
montón de normas que afectan a prácticamente toda la estructura del Estado. Hablamos
de casi cincuenta leyes en tres meses. Eso es ir a todo ritmo, ¿no?
Pues en realidad, mirando la actividad
legislativa de este Gobierno, tampoco. A Rajoy se le puede acusar de muchas
cosas, pero no de legislar poco. En un interesante artículo sobre técnica
legislativa publicado en el número de noviembre de la Revista del Consejo General de la Abogacía se cifraba en 254 el número de normas con rango de
ley que ha publicado el BOE esta legislatura: 41 leyes orgánicas, 128 leyes
ordinarias, 9 decretos legislativos de refundición y la friolera de 76
decretos-ley (2). Es decir, más de 5 normas con rango de ley al mes. No, no es
que se haya quedado precisamente inactivo.
Esta verborrea legislativa es un problema
para todo el mundo, pero más para quienes, como yo, trabajamos con el Derecho. ¿Ejemplos?
La Ley Orgánica del Poder Judicial ha sido modificada 14 veces esta
legislatura. La de Enjuiciamiento Civil, 22. La Concursal, 16. La de
Enjuiciamiento Criminal, 7. La de Régimen Jurídico de las Administraciones
Públicas y Procedimiento Administrativo Común, 5. El Estatuto de los
Trabajadores, 16 La Ley General de la Seguridad Social, 28. Los tres últimos
textos que he mencionado, por cierto, después de todas estas reformas se han
derogado para ser sustituidos por otras normas.
Y así sucesivamente: reforma sobre
reforma, cada una con su fecha de entrada en vigor y sus mecanismos de
transitoriedad. A veces las modificaciones se superponían y afectaban a los
mismos preceptos que habían sido reformados meses antes. ¿Cómo se supone que un
abogado, un juez o un funcionario (y no digamos ya un particular) puede
enterarse de cuáles son sus derechos y obligaciones? ¿Qué clase de seguridad jurídica
tenemos? Una cosa es que las leyes deban adaptarse a la realidad y otra que
cada mes y medio cambie la ley que regula la Seguridad Social.
Esta verborrea legislativa no está
planificada ni deriva de la ideología de quien mande, sino que es consecuencia
de una notable imprevisión por parte del legislador. No es que gobiernen sin
mirar el largo plazo: es que gobiernan sin mirar el mes que viene. Modifican leyes
y se dejan cosas, tramitan a la vez varias normas que reforman la misma, no planifican,
no prevén, no piensan. No es que sean tontos en vez de malos: es que son malos
y además tontos.
Curiosamente dos de las últimas normas
publicadas en la legislatura, las Leyes 39/2015 y 40/2015, que aún no han
entrado en vigor, pretenden cortar un poco esta verborrea introduciendo algo de
racionalidad en el procedimiento legislativo. Las principales novedades son:
- Una serie de “principios de buena regulación” a
los que debe ajustarse la iniciativa legislativa: necesidad, eficacia,
proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia y eficiencia. La Exposición
de Motivos de cada norma debe razonar su adecuación a los mismos.
- Reevaluación periódica de la normativa vigente
para adaptarla a estos principios.
- Los proyectos se someterán a consulta pública de
la ciudadanía mediante Internet.
- Normas más razonables de vacatio legis para evitar cosas como las leyes de 200 páginas que
entran en vigor al día siguiente de su publicación. Sólo se aplica a leyes que
añadan obligaciones a profesionales o empresarios.
- Cada norma irá acompañada de una Memoria de Impacto
Normativo donde se estudien cosas como la oportunidad de la propuesta, las
normas que quedan derogadas, su impacto económico y presupuestario e incluso su
impacto de género.
- La
medida estrella: el Gobierno debe ajustar sus iniciativas legislativas a un
Plan Anual aprobado el año anterior y coordinado por una sola autoridad. Esa misma
autoridad debe analizar la calidad técnica de la norma y el cumplimiento del
resto de requisitos de buena legislación.
Suena bien, ¿eh? La verdad es que sí. Casi
me gustaría creérmelo. Pero no va a funcionar. Las mejores instituciones no
valen para nada si no hay intención de hacer que funcionen. Vivimos en el país
donde la excepcionalidad es regla: casi todas las normas que he mencionado
dejan huecos para desobedecerlas. Hay causas amplias para prescindir de la
consulta pública o para aprobar normas no incluidas en el Plan Anual, por
ejemplo. Esto es lógico (no todo se
puede prever a un año vista) pero me temo que muy pronto veremos que esas
excepciones son lo habitual.
Y aunque no se empleen los huecos, ¿qué
más da? Si una ley se aprueba sin estar incluida en el Plan Anual, sin
justificar su adecuación a los principios de buena regulación, sin redactar la memoria o sin someterla a
consulta pública, no pasa nada. No puede pasar nada, porque la ley posterior prevalece
sobre la ley anterior. El legislador no está atado a sus actos previos. Para que estas normas obligaran al legislador deberían
estar en la Constitución. Hasta que no lo estén, son palabras bonitas y tan
vacías de contenido como se quiera.
Con suerte me estoy equivocando. A lo
mejor sí hay una voluntad política de cumplir con estas restricciones
autoimpuestas. Si es así me alegraré, pero sin perder de vista que las reglas
de buena legislación no son la panacea. Los problemas de nuestro sistema legal
no son sólo de verborrea. Podemos mencionar otros como la escasa claridad en la
redacción de las normas, la superposición y fragmentación de las regulaciones (3), el abuso del decreto-ley y de la norma ad
hoc, las leyes ómnibus, la legislación por disposición (4), etc. Y las
nuevas normas no mencionan estas malas prácticas.
Así que me vais a perdonar si soy
escéptico y sigo creyendo que sumergirse en el BOE es un deporte de riesgo… y
lo va a seguir siendo durante años.
(1) De primeros de junio (fecha de
publicación del artículo) a finales de octubre (fecha de disolución de las
Cortes) cuento 3 meses porque en julio y agosto no hay sesiones parlamentarias.
(2) Digo la friolera porque se supone que
el decreto-ley es una medida para casos de “extraordinaria y urgente necesidad”.
Sin embargo el Tribunal Constitucional ha convalidado la utilización de esa
fórmula incluso para cosas como un decreto-ley de 172 páginas que
regulaba toda clase de asuntos cuya urgencia era más bien discutible. Realmente
es complicado tragarse que en cuatro años se hayan dado 76 situaciones de
urgencia que obliguen a responder con esta clase de norma.
(3) Un ejemplo maravilloso de ello es que
la propia lista de medidas para mejorar la calidad legislativa está dispersa en
dos leyes que se superponen en su contenido, a veces incluso con las mismas
palabras. ¿No me creéis? Mirad el artículo 133 de la Ley 39/2015 y el artículo
26 de la Ley del Gobierno (introducido por esta Disposición Final). Podéis
llorar ahora.