Se ha vuelto un tópico común decir que en
España no dimite nadie. Parece apropiado hablar de ello cuando Ana Mato acaba
de renunciar a su cargo de ministra, porque lo cierto es que es verdad: en este
país no dimite nadie salvo que se le fuerce a ello, porque acaba pringado en un
procedimiento judicial o porque se le impide realizar su labor política. Creo
que ahora mismo sólo recuerdo a una persona (el ex ministro Fernández Bermejo)
que dimitiera por puras razones de ética. Entendiendo “razones de ética” en el
amplio sentido de “podría haber seguido en el cargo sin quedar total y
absolutamente desacreditado”.
Pensemos en este mismo gobierno. Ha habido
dos dimisiones, digamos, traumáticas (1): Alberto Ruíz Gallardón y Ana Mato. El
primero no dimitió después de ponerse delante a toda la profesión jurídica (jueces,
fiscales, abogados, procuradores, secretarios judiciales… incluso
registradores) con su ley de tasas, su reforma de la justicia universal y su
control político del CGPJ. Dimitió cuando el presidente del Gobierno, después
de meses de retrasarlo, desautorizó públicamente el que era su proyecto
estrella: la ley del aborto. Ana Mato, por su parte, no ha dimitido por las
presiones de la marea blanca después de recortar en su departamento, ni por el
caso más concreto de su desastrosa gestión del tema del ébola, sino porque
ha acabado pringada en la Gürtel: Ruz la considera partícipe a título lucrativo
de los delitos de su marido.
[Inciso para explicar lo que es un “partícipe
a título lucrativo” o “receptador civil”. Se trata de una persona que se ha
beneficiado económicamente de los delitos de un tercero pero sin saber que esos
bienes eran producto de un ilícito. Simplemente es que los efectos procedentes
de un delito están ahora en manos de un tercero que en principio no sabía nada:
esta situación no es culpa suya pero tiene que devolverlos. Es decir, Mato no
está imputada por ningún delito ni le van a poder imponer una pena. Más
información en el auto de Ruz, FJ 4 (página 188).]
¿Qué nos dice esto? Sencillo: que en
España no hay dimisiones, hay pseudo-destituciones. Los ministros (y como ellos
los consejeros, alcaldes, etc.) aguantan hasta que de facto son destituidos por las dos razones que apuntaba más
arriba: que su presidente bloquee sus iniciativas políticas o que estén tan
enfangados en un procedimiento judicial que se les exija su dimisión porque si
no pringan al resto. Da igual que su gestión provoque protestas, firmas,
sentadas, huelgas o manifestaciones, que sea nefasta o plagada de errores: si
su presidente les apoya y se mantienen razonablemente apartados de los Juzgados
seguirán en el cargo hasta que haya elecciones o una remodelación del Gobierno.
Cuando decimos que en España no hay
cultura de la dimisión nos referimos exactamente a esto: a que, con pocas
excepciones, los políticos se aferran al cargo hasta que les echan desde
arriba. Por eso raras veces veréis dimitir a un alcalde o a un presidente de Comunidad
Autónoma o del Gobierno: porque no tienen a un superior jerárquico que les
pueda dar la patada. Pero esta falta de responsabilidad política tiene un
segundo efecto: que las dimisiones (y las eventuales peticiones de perdón que
les suelen acompañar) parecen algo fantástico y maravilloso, cuando no son más
que el grado mínimo de responsabilidad política. Efectivamente, ¿se os ocurre
alguien ante cuya dimisión no hayáis pensado “tendría que haber sido hace meses”?
Porque a mí no.
La repugnante cultura política de España
es tal que se pretende lavar con dimisiones incluso ilícitos penales, como si
salir del puesto de poder fuera el mayor sacrificio que puede hacerse. Supongo
que lo ven así. Se han socializado en un entorno donde la impunidad es la norma,
han trepado hasta el puesto de ministro a golpes de puñaladas y, los que no han
robado, han visto como sus compañeros, subordinados y opositores lo hacían sin
que pasara nada. ¿No es lógico que piensen que el mayor castigo posible es
salir, probablemente de por vida, de los círculos de poder? Al fin y al cabo,
saben que no les va a pasar nada más.
No tengo la solución a este problema.
Simplemente insistir en lo que suelo decir: la cultura política nos permea a
todos. Una corrupción generalizada en el nivel político es consecuencia (y
también causa) de una cultura que no ve con malos ojos la apropiación de dinero
público. Cuando empecemos a cambiar ese extremo veremos cómo las dimisiones
comienzan a verse como algo más normal.
(1) La tercera, la de Arias Cañete, no la
cuento porque se fue para presentarse a otras elecciones.