La libertad ha sufrido un duro golpe. A la vez que Burger King anuncia un restaurante especializado en productos vegetarianos, el Ministerio de Consumo establece que va a prohibir la publicidad de dulces dirigida a los niños. ¡El ataque a nuestros derechos inalienables a comer animales muertos y a empacharnos de azúcar no puede quedar impune! Vamos, camaradas, ¡subid a redes sociales fotos con la hamburguesa más cutre que podáis comprar en el súper o empapuzandoos de azúcar! ¡Escribid artículos presuntamente sesudos donde citéis a Foucault para llegar a la conclusión de que las hamburguesas vegetales no existen! ¡Libertad!
Más allá de la autoparodia de la que parecen estar haciendo gala ciertos opinadores de la derecha, la cuestión es que cada vez nos preocupa más qué comemos y cómo lo comemos. Nos preocupa el tema de la carne, tanto a nivel individual (bienestar animal) como colectivo: el impacto ecológico de la producción intensiva de carne roja es notable. Y nos preocupa el tema de los azúcares, los ultraprocesados y la obesidad, porque el exceso de peso y la mala alimentación está muy extendido en los países ricos. Casi es un tópico decir que la obesidad es una de las epidemias de nuestro tiempo.
Con respecto a la carne, escribí ya un artículo hace unos meses, cuando la UE se planteó prohibir que se usaran denominaciones tradicionalmente asociadas al producto cárnico (como «hamburguesa» o «salchicha») para compuestos que no llevan animales. Al final no salió adelante, y la derrota hizo llorar a muchos hombres de verdad, que no pueden soportar el horrible engaño a los consumidores que constituye el llamar «hamburguesa» a un disco de seitán o de soja.
Por supuesto, el argumento del engaño a los consumidores no se sostiene ni medio segundo. Y, la verdad sea dicha, muchas veces parece que los fans de la carne ni siquiera quieren afirmarlo en serio. Pasan con facilidad y rapidez de argumentos pseudo-racionales a lloriqueos en redes, fotos de chuletones y/o chistes sobre gente que come soja. La mayoría de estos lloricas de redes, por cierto, son varones.
Entiéndaseme: yo soy hombre y no soy vegetariano ni vegano. Como carne. Pero la relación entre consumo de carne roja y masculinidad en nuestra cultura es tan obvia que no me voy a molestar ni en discutirla. En serio, si alguien me viene a hacer mimimi en los comentarios con ese tema no responderé, porque es una relación tan evidente, un vínculo tan claro, que quien pretenda negarlo es porque no viene a discutir de buena fe y yo no tengo por qué perder el tiempo con él. Todos sabemos que los hombres de verdad comen carne, cuanto más roja y sangrante mejor. De la hamburguesa al chuletón pasando por la barbacoa, la carne es parte de la identidad del hombre de verdad.
Sí, he dicho «identidad» de forma deliberada. Resulta que toda esta defensa de la carne a ultranza no es más que una política identitaria de esas que tanto les molesta al rojipardismo patrio, si bien esta en concreto parece darles un poco igual. Por lo que sea. Si el Ministerio de Consumo alerta de que consumir tanta carne es malo para la salud y para el medio ambiente o si Burger King, después de los oportunos estudios de mercado, decide que le va a salir rentable abrir un local donde solo se vendan productos vegetarianos (productos que ya existían en su carta, por cierto), esto ataca directamente a la identidad de muchos hombres. Y se quejan en consecuencia.
El ataque es solo a la identidad, no a los derechos ni a las posibilidades de nadie. El Ministerio de Consumo solo se hizo eco de unas recomendaciones científicas que llevan lustros siendo consenso, no dijo que vaya a imponer una tarjeta de racionamiento para la carne. Y en cuanto al Burger King vegetariano, supongo que todos sabemos que puedes no entrar. Tranquilo, José Alberto, puedes seguir hartándote de carne todo cuanto quieras, tres veces al día y siete días a la semana, sin consumir una sola hortaliza porque «lo verde para las vacas». Nadie te lo va a impedir. Supongo que lo saben. Pero, aun así, se enfadan, porque que te digan desde un Ministerio que tu estilo de vida es poco recomendable y que, a la vez, te muestren que se puede vivir de otra manera, tiene que ser desagradable cuando has basado tu identidad en dicho estilo de vida.
Con el azúcar pasa un poco lo mismo, aunque me temo que aquí el cabreo viene de otra parte. No es tanto «nadie me va a decir lo que no puedo comer» como «nadie me va a decir cómo tengo que educar a mis hijos». Tener criaturas y educarlas de una u otra manera es una decisión profundamente identitaria. A tus hijos le transmites tus valores. Además, es algo que interseca directamente con tus posibilidades económicas y con lo absorbente que sea tu trabajo.
Eso significa que, de nuevo, cuando el Ministerio dice de forma oficial que no está bien que tu crío coma tantos Phoskitos (algo que ya sabes o sospechas), pues te cabreas. Parte de ese cabreo tiene sentido, porque, a lo que parece, la crianza es un compromiso constante entre lo deseable y lo posible, y no siempre es posible dar una alimentación sana, rica, variada y equilibrada. Pero parte es identitario, un «a mí nadie me va a decir lo que tengo que hacer en este tema». Y, para muestra, el arte que ha generado dicha banda de ofendiditos.
Para las personas cabreadas con la regulación del azúcar tengo una mala noticia: esto va a ser el principio de la discusión, no su final. Se va a empezar con normas de etiquetado y publicidad, coordinadas sin duda con campañas de concienciación. Y luego se va a ver que con eso no basta. ¿Cuándo empezó a bajar de verdad el consumo de tabaco? Cuando se limitaron sus puntos de venta y sus lugares de consumo. Las medidas no serán las mismas (la bollería no produce humos que afecten a terceros) pero serán análogas. La prohibición de máquinas de vending en centros educativos, hospitales y estaciones de transporte parece un buen punto para empezar, por ejemplo.
No tengo mucho más que decir. La alimentación es una preocupación pública, y lo es porque no solo afecta al sujeto, sino también al planeta. Y el planeta y su crisis climática no son cosas abstractas, como a veces parecen cuando se habla de ellas: el planeta es el lugar donde vivimos, y la crisis climática la que va a hacer cada vez menos sostenible la vida en regiones enteras. Con todo lo que eso implica a nivel demográfico, político y económico.
La carne y el azúcar no van a estar prohibidos, al menos a corto
plazo. Pero se va a ejercer presión sobre ellos, se va a intentar que se
consuma menos, se van a prohibir ciertas formas de comercialización y se van a
fomentar las alternativas. Hay que tenerlo claro y empezar a cambiar el chip. Porque
no podemos estar rasgándonos las vestiduras cada vez que alguien señale que
nuestras costumbres son insostenibles y dañinas. De verdad que empieza a ser
ridículo.