El Tribunal Constitucional, ese guardia de la porra del régimen del ’78, no da puntada sin hilo. A iniciativa suya, se ha imputado a Roger Torrent, actual conseller de Cataluña, por un delito de desobediencia que cometió cuando era presidente del Parlamento autonómico. ¿En qué consistió ese delito? En permitir que se aprobara una resolución independentista y otra antimonárquica en noviembre de 2019.
Repasemos los hechos. En octubre de 2018 se produjo el famoso referéndum de independencia y la consiguiente declaración-de-independencia-pero-no. En respuesta, el rey hizo un discurso muy duro. En el futuro, cuando alguien serio estudie el papel de las instituciones en la descomposición del régimen del ’78, va a fijarse muy en serio en ese discurso cuando llegue al capítulo sobre la Corona. El Parlament respondió a ese discurso con una declaración política en la que reprobaba el acto regio.
El asunto acabó en el Tribunal Constitucional, que respondió con una de las sentencias más vergonzosas que ha tenido el honor de evacuar tan insigne órgano, y mira que tiene auténticas joyas. En ella se argumentaba que el Parlament catalán carece de competencias para «censurar» los actos reales, y que por tanto las declaraciones en ese sentido son una invasión competencial y un ataque a la propia forma de Estado de nuestro querido país. Ahí es nada, ¿eh?
Por eso digo que el Tribunal Constitucional no da puntada sin hilo. ¿Para qué vale una sentencia semejante? A priori para nada. Pero el hecho es que el Parlament catalán, presidido por Torrent, reiteró su posicionamiento antimonárquico hasta dos veces, una en julio de 2019 y otra en noviembre del mismo año. En ese momento el independentismo estaba muerto: los líderes del procés estaban en la cárcel o en fuga, y de lo que se trataba era de hacer como que nada había sucedido para recuperar un poco la normalidad. Aun así, el Tribunal Constitucional anuló la declaración republicana de julio y prohibió nuevas aprobaciones.
Así pues, cuando en noviembre se planteó y aprobó la nueva declaración republicana (junto con otra sobre la autodeterminación), el Tribunal Constitucional le pidió al Ministerio Fiscal que procediera por un delito de desobediencia. Es este el juicio que empieza a tramitarse ahora. Y lo más probable es que Torrent acabe condenado, porque de hecho ha desobedecido órdenes directas del Tribunal Constitucional, e incluso maniobró para aprobar esta resolución antes de que se le comunicara su suspensión.
El delito de desobediencia es, pese a que solo tiene
tres artículos en el Código Penal, una de las piezas claves del sistema constitucional.
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El artículo 410 castiga a aquellas autoridades o
funcionarios públicos que se nieguen a cumplir resoluciones judiciales o
decisiones de la autoridad superior, salvo que estas sean claramente ilegales
(1). La pena es de 3 a 12 meses de multa y de 6 meses a 2 años de
inhabilitación para cargo público.
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El artículo 411 contiene una conducta más grave:
la desobediencia reiterada. Si una autoridad sigue incumpliendo las órdenes de
sus superiores cuando estos ya han desaprobado su conducta desobediente previa,
le cae una pena de 12 a 24 meses de multa y de 1 a 3 años de inhabilitación
para cargo público.
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El artículo 412 contiene una figura hermana de
la desobediencia: la denegación de auxilio a la Administración de Justicia u
otro servicio público (cuando se lo requiriera la autoridad competente), o a un
particular que se lo solicite (cuando su cargo le obligue a prestarlo).
Como podrá comprenderse, estos artículos, sobre todo el primero, son la única manera de mantener la obediencia de la Administración hacia las resoluciones de los tribunales. Si una autoridad o funcionario desobedece a un superior, dentro de la Administración hay mecanismos suficientes para castigarlo: el régimen disciplinario. Pero si desobedece a un juez, el único medio para restaurar la legalidad es este delito de desobediencia.
Cabe notar que la imputación de un delito es siempre individual. Así que, por ejemplo, si una Administración no paga una indemnización a la que le ha condenado un juez, no se imputará como desobediente a esa Administración (en abstracto), sino a los concretos funcionarios y autoridades responsables del impago. A personas con nombres y apellidos. La amenaza de algo así pone las pilas a cualquiera. El Tribunal Constitucional no es un órgano judicial pero sí emite resoluciones obligatorias, y por ello tiene sentido la aplicación del tipo penal de desobediencia si cualquier autoridad las incumple.
Pero claro, hay una diferencia sustancial entre el Tribunal Constitucional y un órgano jurisdiccional. Las sentencias de órganos jurisdiccionales pueden ser corregidas en instancias superiores. Hay primera instancia, segunda instancia, casación, e incluso recurso al TC y al TEDH para los casos más graves. Es menos probable que una barbaridad permanezca, porque el caso lo ve más gente. En el Tribunal Constitucional, por el contrario, solo hay doce magistrados (a veces menos) decidiendo cuestiones que afectan a todos, y esas sentencias no las va a revisar nadie salvo que afecten a derechos fundamentales y lleguen al TEDH. Y, para entonces, en España ya se habrán ejecutado.
Al final el Tribunal Constitucional no es más que un recinto cerrado de doce señores (a veces se les cuela alguna señora (2)) a quienes nadie va a cuestionar salvo, muy de vez en cuando, el TEDH. En un entorno así, es vital mantener fuertes los controles internos para evitar la deriva del órgano y de su jurisprudencia. No parece que sea así. La división entre magistrados progresistas y conservadores, la baja calidad jurídica de algunos de sus miembros y el aumento de competencias del órgano juegan en su contra. Y sí, sé que es la segunda vez en un mes que me quejo de esto, pero, como bien ha dicho uno de sus magistrados, la deriva de este órgano produce fatiga intelectual.
Lo único que tiene un órgano de este tipo es su autoridad. Y esa autoridad se la da la calidad técnica de sus sentencias, que deben proteger la Constitución pero también facilitar el encaje de todo el mundo en el sistema constitucional y favorecer una interpretación garantista y extensiva de los derechos fundamentales. Si se desvía de esa función, si se convierte en el guardia de la porra de un sistema que se hunde, entonces pierde toda su legitimidad. Cuando el régimen del ’78 se vaya al carajo, se llevará con él al Tribunal Constitucional y a toda su jurisprudencia.
Y, la verdad, a estas alturas del partido, no seré yo quien
lo lamente.
(1) Gracias a este límite un funcionario no puede alegar obediencia debida ante órdenes manifiestamente ilegales, como la de torturar a un sospechoso. Un policía que tortura a instancias de su superior es claramente culpable.
(2) Ese «a veces» es literal: 6 mujeres de un total de 63 miembros
que ha tenido el órgano. Menos de un 10%.