Tengo que decir algo. Para sorpresa de absolutamente nadie, yo no soy cristiano. Además, nunca me he llevado especialmente bien con mi familia. No es que sean mala gente (la mayoría) sino que no me une nada a ellos; no son personas que hayan estado presentes en mi vida de una manera intensa ni tengo, por tanto, razón alguna para querer verlos. Eso quiere decir que hace muchos años que considero algo alienígenas las celebraciones de estas épocas. Para mí son días normales, y como tal los tomo a la hora de preparar mi comida y mi cena.
Si he mencionado lo de la familia es porque supongo que todos tenemos claro que la Nochebuena, la Navidad y los Reyes ya no son fiestas católicas. Hace bastante que el sentido religioso de estas fiestas ha desaparecido, sepultado por anuncios estridentes, decoración de Papá Noel, regalos bajo el árbol y jerseys feos. Sí, sigue habiendo villancicos, y los Ayuntamientos siguen poniendo belenes. Si preguntas por la calle todo el mundo sabe lo que se celebra. Pero nadie lo vive como tal. ¿Cuánta gente va a la misa del gallo? ¿Cuánta gente piensa en estas semanas como los días santos donde Jesucristo, el hijo de Dios y él mismo dios también, nace con el fin de salvarnos a todos? No diré que absolutamente nadie, pero más bien poca gente.
Eso significa que no ser cristiano no te incapacita para celebrar la Navidad, porque la principal fuerza que nos lleva en estos días no es la devoción sino la inercia. Celebramos comidas y vemos a la familia porque es lo que hemos hecho toda la vida. Porque es lo que «se hace». A veces la gente lo vive como algo aplastante, triturador: tener que ver, por pura inercia, a personas a las que no se soporta, o a las que se aprecia de manera distante. Sin embargo, a mí me resultó fácil romperla. Un año dejé de ir a todo y al año siguiente nadie contaba de verdad conmigo. Éxito.
Una de las cosas que más me estragaba de estas fiestas era la cantidad de comida. Yo no soy una persona de mal comer, pero hay niveles y niveles. Entrante, primero, segundo, tercero, postres y, al lado, quesos para servirse. Alcohol, turrones, carne y pescado caros. Comida especial que ha requerido tremendo esfuerzo para prepararse y lo requerirá para limpiar y recoger. Cebarse aunque no haya dinero, y así durante varios días. Ese derroche, ese tirar la casa por la ventana, ese acabar necesitando sal de frutas y tumbarse un rato, de verdad que no lo entiendo.
Por supuesto, tampoco se llevará nadie una sorpresa si digo que es generacional. Somos nietos de quienes vivieron la posguerra. Mucha gente pasó hambre durante los veinte años que van del «cautivo y desarmado» al final de la autarquía, y eso dejó su poso en la clase media que surgió después. No hay más que releer los cómics de Bruguera de aquella época: en Navidad, se come bien y se aparenta. El peor miedo es no poder comprar el pavo y pasar la Nochebuena comiendo sopas de ajo, más aún si hay algún invitado a la mesa que pueda ver que no hay prosperidad sino apariencia.
Lo que tienen las cosas generacionales es que se acaban cuando siguen pasando generaciones. Resulta que a mi alrededor se sigue celebrando la Navidad. Esa inercia continúa y continuará. Pero la forma en que se celebra ha cambiado muchísimo, hasta el punto de que, en los últimos años, sí he decidido participar en las fiestas, e incluso ser yo anfitrión de alguna de ellas. Porque claro, cuando celebras de una manera que te gusta, la cosa cambia.
Una reunión con la «familia elegida», que es la manera en que los pedantes posmodernos llamamos a las amistades cercanas. Juegos de mesa en vez de agrias discusiones sobre política. Evitación por completo del discurso del rey, el belén y el arbolito. Comida hecha por cada uno de los asistentes, sin que el anfitrión (la anfitriona) tenga que matarse a cocinar, y sin llenar la mesa de viandas pesadas y de consumo casi obligatorio («pero ¿no vas a tomar ni un trocito pequeño?»). Así sí celebro, joder.
¿Cómo evolucionarán estas fiestas en las décadas que vienen? Bueno, podría pasar cualquier cosa, pero parece claro que vivimos en una sociedad cada vez más laica y donde cada vez se consideran menos inamovibles los lazos familiares. Tener relación superficial con la familia de origen va a estar cada vez mejor visto, al igual que va a estarlo no aguantar a quien no quieres aguantar. Las tradiciones de índole religiosa seguirán transformándose en una actividad festiva sin ninguna clase de connotación mística.
Asimismo, cada vez hay más personas de las generaciones que no hemos conocido (de forma generalizada) el hambre y que, por el contrario, sí conocemos de primera mano los problemas asociados a la alimentación, como el sobrepeso y la obesidad. Por ello, daremos menos importancia a los atracones como símbolo de estatus. Las comidas y cenas familiares, se celebren con quien se celebren, serán menos pesadas y más variadas, porque cada vez prestamos más atención a las opciones éticas de la gente en cuanto al menú.
Quien cree que la religión es un freno al capitalismo puede considerar que este es un futuro horrible. Ya me veo a ciertos popes de la derecha (incluso algunos que se hacen llamar de izquierdas) deplorar que la gente pase un poco de padres y abuelos y celebre las fiestas como se le cante, o no las celebre en absoluto. ¡Atomización, pérdida de valores! Tenemos que celebrar la Navidad de la misma forma que se ha celebrado siempre, porque esas reuniones, esos atracones y esa paliza de curro que se daba la abuela no eran, en ningún caso, producto de circunstancias históricas concretas: eran atemporales.
Claro, esto es mentira. Ni siquiera creo que todo este sector que brama contra cierto fantasma de «izquierda brilli brilli malasañera» lo piense de verdad: es solo un discurso que les sirve para rellenar su columnita semanal. Lo cierto es que los tiempos cambian y los valores también lo hacen. Unas fiestas con personas a las que se quiere de verdad y en las que se come de manera moderada no son intrínsecamente peores que la tonelada de pavos y turrones que ordena la tradición. Habría incluso quien diría que pueden ser mucho menos consumistas, porque, de hecho, se consume menos en ellas.
Sea como sea, las cosas están cambiando. La fiesta pasó de
ser algo religioso a pura ostentación, lujo y artificio ante familiares y
extraños, y ahora está volviendo a mutar. Quizás en tiempos venideros sea solo
una simple excusa para sentarnos con aquellos a quienes queremos, pasar un rato
agradable y luego cada uno a su casa y Dios a la de nadie porque no existe. Yo,
desde luego, por unas navidades así sí que firmo.