El asalto del Capitolio de EE.UU. por parte de una turba
armada de ultraderecha ha puesto sobre la mesa la fragilidad de los regímenes
democráticos. Vale que EE.UU. nunca ha sido una democracia muy fuerte (digan
ellos lo que digan) sino un país con graves carencias institucionales, pero
algo así no les había pasado nunca. Fascistas armados y con banderas
confederadas paseándose por su sede parlamentaria para impedir que se confirme
la elección de su presidente. Mientras tanto, pasan cosas similares en
Capitolios estatales.
Las consecuencias, a varios días de los hechos, están siendo
impensables. Twitter ha suspendido las cuentas de Donald Trump y de otros
reconocidos líderes de la ultraderecha conspiranoica porque siguen agitando el
avispero y echando más leña al fuego. El propio Trump, aún presidente, ha leído
una declaración en la que condena los hechos, pero luego ha dicho que se niega
a acudir a la toma de posesión de su rival el día 20 porque le han robado las
elecciones. Apple ha dejado de dar soporte a Parler, una red social de derechas
(sí, eso existe) porque en ella se estaban preparando nuevas intentonas los
días 17 y 20.
En el otro campo, Alexandria Ocasio-Cortez y otras
congresistas de izquierdas planean un impeachment contra Trump para
impedir que tenga los beneficios del puesto de ex presidente. Parece ser que
los artículos del impeachment fueron escritos la propia tarde del 6
mientras se desarrollaban los acontecimientos. También se ha solicitado de
manera formal el empleo de la Enmienda 25, que permite inhabilitar a un
presidente en caso de que “se imposibilite para ejercer los poderes y
obligaciones de su cargo”, es decir, cuando enloquezca (1).
Ante esto, varias personas me han preguntado qué delitos
podrían estar cometiendo los asaltantes del Capitolio y quienes, como Trump,
les han incitado a hacerlo. Por desgracia, no lo sé. Yo de derecho
estadounidense sé lo que se ve en las películas y poco más, y me temo que eso
no es derecho de verdad. Pero sí puedo explicar qué delitos podría haber si
estos hechos se hubieran cometido en España. Lo cual, visto cómo está el patio,
igual es útil de aquí a un futuro.
Lo primero de todo, algunas palabras de contexto:
- En EE.UU., “Congreso” es el nombre que recibe su
Parlamento bicameral, formado por Cámara de Representantes y Senado. Sí, es una
terminología distinta a la española.
- El edificio asaltado, el Capitolio, es la sede
del Congreso. En realidad en las propiedades del Capitolio hay dependencias de
muchos tipos (el Tribunal Supremo, la Biblioteca del Congreso, oficinas…) pero
parece que solo fue asaltado el Congreso propiamente dicho.
Lo que estaba haciendo el Congreso el 6 de enero era estudiar
las certificaciones del Colegio Electoral que eligió como presidente a Joe
Biden, para determinar si había alguna reclamación contra las mismas. El
Partido Republicano estaba planteando toda clase de objeciones en varios
Estados, pero no se aprobó ninguna. Recordemos que el presidente estadounidense
no es un cargo de elección directa sino indirecta. Fuera la
manifestación arreciaba, y cuando empezaron a rechazarse objeciones, se produjo
el asalto. Asalto facilitado por la falta de medios (Washington DC no es un
Estado, tiene pocas competencias en materia de seguridad) y, se dice, por la
complicidad de la policía.
Los terroristas irrumpieron en el Capitolio por puertas y
ventanas, rompieron objetos (por ejemplo, estanterías con libros sobre mujeres
en política), asaltaron despachos, se tomaron fotos enseñoreándose del lugar y
al final se fueron cuando la Guardia Nacional -enviada por Pence, no por Trump-
retomó el Capitolio. Más grave aún: interrumpieron la sesión, intentando traspasar
las barricadas, abriendo extintores, dando avisos de bomba, colocando paquetes
sospechosos y demás. Cuanto más sabemos de los hechos más aparecen vídeos y testimonios de la violencia del día, algo alejado de la kermesse
trumpista que parecía en un primer momento. El saldo fue de más de cincuenta
policías heridos y de cinco muertos: un policía a manos de los asaltantes, una terrorista
por un disparo de los agentes mientras intentaba superar una barricada y otros
tres, también trumpistas, por condiciones médicas (2).
Estos hechos, ¿qué calificación merecen según el Código
Penal español? Por supuesto, quedan aparte los delitos concretos cometidos
contra personas o bienes. Los fascistas que asesinaron a un policía responderán
por homicidio como si no estuvieran en medio de una revuelta, y el que se llevó
un atril es culpable del delito contra la propiedad que proceda. Pero el motín
en sí, ¿cómo se califica? ¿Qué pena tiene?
El análisis jurídico de las revueltas, desórdenes y
levantamientos se puede hacer desde dos puntos de vista. Por un lado, se puede
entender que atacan el orden público. El orden público es un concepto de muy
difícil concreción jurídica, que puede definirse de varias formas dependiendo
incluso de la rama del derecho de la que estemos hablando: convivencia pacífica
entre españoles dentro de la ley, respeto a los derechos fundamentales, normal
funcionamiento de las instituciones, etc. Los delitos que atentan contra el
orden público son los de criminalidad organizada y terrorismo, los desórdenes
públicos, atentado y resistencia a la autoridad y, como tipo más grave, la
sedición.
Por otra parte, están los delitos contra la Constitución. Decíamos hace poco que estos delitos son los que atacan el núcleo más básico de
nuestro sistema constitucional: la separación de poderes y los derechos
fundamentales. Aquí están los delitos contra las instituciones del Estado (como
por ejemplo la invasión violenta de una cámara legislativa en sesión), los delitos
contra la Corona y el delito de rebelión.
Quiero fijarme en los dos delitos más graves de ambos
conjuntos, la rebelión y la sedición. La rebelión es el alzamiento
violento y público con fines inconstitucionales, entre los que el Código Penal
menciona los siguientes: disolver o impedir la reunión o deliberación de las
Cortes o cualquiera de sus Cámaras, arrancarles una resolución, sustraerles
alguna de sus competencias y sustituir por otro el Gobierno de la nación.
España no tiene un sistema presidencialista, pero si lo tuviera parece que lo
que sucedió en el Congreso el 6 de enero cuadraría bastante: los golpistas
entraron en el Capitolio para evitar que se certificara a Biden (impedir
deliberar a las Cámaras, sustraerles alguna de sus competencias) y para que se
aprobaran las locas teorías de Trump sobre el robo electoral (arrancarles
alguna resolución, sustituir por otro el Gobierno), y de hecho consiguieron detener
la sesión.
En cuanto a la sedición, es un alzamiento público y tumultuario
(no habla aquí el Código de “público y violento”) para impedir, por la fuerza o
fuera de las vías legales, que se apliquen las leyes o que cualquier autoridad
o funcionario ejerza sus competencias. Ningún acto puede ser a la vez rebelión
y sedición, porque el artículo que acabamos de citar lo excluye expresamente.
Un tumulto de semejantes características o es rebelión o es sedición. ¿Con cuál
de las dos nos quedamos? Pues no sé qué decir. ¡Ojalá hubiera alguna sentencia
reciente del Tribunal Supremo donde delimitara ambas figuras!
Espera un momento…
La STS 459/2019, que resolvió el caso principal del
proceso de independencia de Cataluña, deslindó entre rebelión y sedición. Tanto
fiscalía como acusación particular habían acusado a los implicados de un delito
de rebelión. Sin embargo, el Tribunal Supremo dedica una decena de páginas
(263-275) a diferenciar ambas figuras, para concluir que en ningún caso los
acusados eran culpables de rebelión. Mi intención es usar ese análisis para argumentar
que los actos sucedidos en el Congreso estadounidense, si se hubieran cometido
en España, serían delito de rebelión.
La rebelión, como ya hemos visto, es un alzamiento que tiene
tres características: público (eso va casi de suyo con el concepto de
“alzamiento”), violento y con una serie de finalidades, entre las que se
cuentan impedir que se reúna una cámara parlamentaria o arrancarle una
resolución. Creo que no es dudoso que los requisitos 1 y 3 se cumplen en el
caso de EE.UU. Hubo un alzamiento público: una muchedumbre de personas que rebasaron
los cordones policiales, entraron donde no era legal que entraran, pelearon con
la fuerza pública e incluso mataron a una persona (o a dos si contamos a su
correligionaria que murió pisoteada).
En cuanto al requisito de finalidad, ya hemos hablado
bastante de él. Puede haber la tentación de minusvalorarlo o de pensar que los
asaltantes no tenían un propósito claro que la asonada durara más allá de unos
minutos, pero no hay que ponerse paternalista. Eso puede ser cierto en caso de
los manifestantes de base, que de repente se encontraron dentro del Capitolio.
Pero en el Gobierno federal hay políticos que, simultáneamente, redujeron al
mínimo la protección del edificio y enardecieron a la multitud todo lo que les
fue posible. Incluyendo al propio Trump, que pidió en su mitin marchar hacia el
Capitolio. Y entre el tumulto había gente con años de experiencia en grupos
neonazis, que enseguida se pusieron en cabeza. El hecho de que la intentona
haya fracasado no quiere decir que no tuviera un objetivo serio.
Queda, por tanto, el requisito de la violencia. A ella
dedica el Supremo español la mayor parte de su análisis en la sentencia que
citamos. Y empieza con una precisión que me parece relevante: una rebelión solo
puede juzgarse cuando ha fracasado, así que no podemos exigir como requisito
que la violencia sea la suficiente como para tener éxito (3). ¿Entonces?
Entonces no me resisto a copiar algunas de las frases de nuestro alto tribunal,
todas ellas del fundamento jurídico B.3.2 de la sentencia (páginas 265-271):
La violencia tiene que ser una violencia instrumental,
funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que
animan la acción de los rebeldes.
Cuando exige que la violencia sea instrumental quiere decir que
debe servir como medio para que los rebeldes alcancen su fin. Por eso se
descarta que la violencia ocurrida en los actos del procés sea del tipo
rebelde: porque sucedió al final del proceso, cuando ya estaban aprobada todas
las leyes de secesión. No era instrumento de la rebelión, sino su culminación:
la supuesta independencia ya se había hecho con referendos, votaciones y leyes.
Pero en el caso del asalto al capitolio, la violencia fue un estallido que quería
conseguir, por la pura fuerza de las armas, el cambio en los resultados
electorales. Los organizadores no habían logrado nada con sus actos previos
(demandas judiciales, agitación en redes) así que tramaron esta última
intentona con la finalidad de que el Congreso declarara como ganador a Trump.
Cuando exige que la violencia sea funcional quiere decir que
debe ser de un nivel a priori adecuado para conseguir sus fines, siempre
teniendo en cuenta el hecho, ya mencionado, de que solo se juzgan las
rebeliones fracasadas. La rebelión es un delito de tentativa, dice el Tribunal
Supremo, y las tentativas solo se castigan cuando de verdad se puede considerar
que se ha dado comienzo a los actos que conducirían a consumarlas. Por ello, la
violencia claramente inidónea (como la del procés, en donde la conjura
se disolvió al aplicarse el artículo 155 CE) no puede constituir rebelión. Dice
el Tribunal Supremo:
Pese al despliegue retórico de quienes fueron acusados, (…)
la inviabilidad de los actos concebidos para hacer realidad la prometida
independencia era manifiesta. El Estado mantuvo en todo momento el control de
la fuerza, militar, policial, jurisdiccional e incluso social.
(…)
La tipicidad surge desde la puesta en peligro de tales
bienes jurídicos. Pero ese riesgo -insistimos- ha de ser real y no una mera
ensoñación del autor o un artificio engañoso creado para movilizar a unos
ciudadanos que creyeron estar asistiendo al acto histórico de fundación de la
república catalana y, en realidad, habían sido llamados como parte tácticamente
esencial de la verdadera finalidad de los autores.
(…)
Es claro que los alzados no disponían de los más
elementales medios para, si eso fuera lo que pretendían, doblegar al Estado
pertrechado con instrumentos jurídicos y materiales suficientes para, sin
especiales esfuerzos, convertir en inocuas las asonadas que se describen en el
hecho probado. Y lo sabían.
Sentada esta doctrina, yo entiendo que es discutible cómo
puede aplicarse al caso de EE.UU., y más cuando no hay una causa formada con
unos imputados concretos y un listado de hechos probados. Mi posición es que sí
es aplicable, y lo es porque no restrinjo la conducta a la acción descoordinada
y exaltada de una masa de personas. Muy al contrario, lo que creo que sucedió
es que Trump, Giuliani y otros políticos conservadores reunieron a una multitud
encabronada y la lanzaron hacia un Congreso al que previamente habían dejado
sin seguridad.
¿Se llegó a poner en peligro el bien jurídico? ¿Llegó a
haber un riesgo real de que el Congreso fuera disuelto, le impidieran
deliberar, le arrancaran alguna resolución o le sustrajeran atribuciones? Tal y
como fueron las cosas, creo que sí. De hecho, no es que se generara un riesgo: es
que durante un breve tiempo se cortó de hecho la deliberación del Congreso y hubo
que trasladar a sus miembros a un lugar más seguro.
Si opto por aplicar el tipo de rebelión, y no otros más
simples como el de sedición, desórdenes públicos o invasión violenta de una
Cámara legislativa es por la preparación que creo que hubo detrás. Lo que pasó
el 6 de enero no fue una decisión de unos pocos manifestantes descontentos,
sino un intento de autogolpe de Estado. Trump pidió a la muchedumbre que
le mantuviera en el poder, ilegalmente y por la fuerza, mediante la invasión
armada de las Cámaras que estaban rechazando todas y cada una de sus
objeciones.
Un dato significativo: después de la intentona, Ted Cruz,
aliado de Trump, pidió que las alegaciones sobre fraude electoral dejaran de
examinarse durante diez días para hacer una auditoría de lo que había pasado.
¡Diez días! Diez días con Biden sin proclamar, en los que el Congreso habría
mostrado una debilidad notable y en los que un Trump moralmente victorioso
habría podido seguir montando algaradas. Si las cosas le hubieran salido bien,
el día 20 de enero Joe Biden no habría estado aún confirmado como presidente.
Pues claro que el bien jurídico estuvo en peligro. Pues
claro que Donald Trump, presidente de los Estados Unidos y millonario, tenía
medios para doblegar al Estado. Pues claro que fue necesario recurrir a
refuerzos especiales (la Guardia Nacional) para revertir una situación que no
se había dado en la Historia estadounidense desde 1814: la invasión hostil del
Capitolio. Sí, sí, fue rebelión.
Por lo demás, la pena del delito español de rebelión depende
del puesto que se ejerza en la misma:
- Inductores, promotores y jefes principales,
quince a veinticinco años de prisión y el mismo tiempo de inhabilitación
absoluta. Si los jefes no son conocidos se reputan como tales a los que de
hecho dirijan a los sublevados.
- Mandos subalternos (¿quizás el tipo de los cuernos?),
diez a quince años de prisión y el mismo tiempo de inhabilitación absoluta.
- Meros participantes, cinco a diez años de
prisión y seis a diez de inhabilitación especial para empleo o cargo público.
Sin embargo, si los rebeldes han esgrimidos armas, ha habido
combates, se han causado estragos en propiedad pública, ejercido violencia
grave contra las personas o distraído caudales públicos (y como mínimo algunas
de esas cosas sucedieron el 6 de enero) las penas de prisión pasan a ser de
veinticinco a treinta años para jefes, de quince a veinticinco para mandos
subalternos y de diez a quince años para participantes.
Existe también una exención de pena para los que delaten a
los demás rebeldes a tiempo para poder evitar las consecuencias de los hechos.
Hay una reducción de pena para los meros participantes que depongan las armas
antes de haber hecho uso de ellas, y para los rebeldes que, intimados por la
autoridad, se disuelvan o sometan sin necesidad de que se use la fuerza contra
ellos. No parece que estemos en ninguno de los dos casos.
Así que sí, Trump es un rebelde. No un rebelde guay de los
que salen en las películas, sino un rebelde siniestro de los que envía a una
multitud enfurecida a asaltar la sede del poder legislativo de su país pidiendo
la cabeza de su vicepresidente por no apoyar las enloquecidas teorías legales
que le permitirían seguir en el cargo. Las responsabilidades van a llegar hasta
él porque está pringado hasta el cuello, y esperemos que esto sirva para
detener la oleada de mierda.
Porque si no, lo que tiene esto es que se contagia. Y las
infecciones de EE.UU. suelen ser bastante contagiosas.
(1) Paralelismos chungos que nos da la Historia: en 1823 las
instituciones españolas huían ante las tropas del duque de Angulema. Fernando
VII se negó a seguir huyendo, ya que quería caer en manos del duque para
recuperar su poder omnímodo. Las Cortes le declararon imposibilitado para
reinar en Sevilla, lo llevaron a Cádiz -días u horas de viaje- y le devolvieron
su autoridad. Su reacción fue responder “¿Con que ya no estoy loco? Bien,
bien”.
(2) Las condiciones médicas son: infarto, derrame
cerebral y aplastamiento por parte de los miembros de la multitud. Se dice que el
tío que murió de infarto lo hizo por haberse dado con su propio táser en los
huevos, pero no he encontrado ninguna referencia fiable de esta información.
(3) Bueno, de hecho el TS empieza incluyendo la intimidación
en la violencia, pero en este caso no parece que sea un punto a analizar dadas las
cifras de heridos y el policía muerto. Hubo violencia física contra las
personas.
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