Hoy me han preguntado por la diferencia
entre matrimonio y pareja de hecho. No es la primera vez. Parece que una de las
muchas cosas que se han cargado los millennials
es el matrimonio, porque a mi alrededor hay bastante gente a la que le cuesta
entender la diferencia. Y lo cierto es que esas diferencias existen, aunque son
cada vez más pequeñas. Por eso, para no liarse, vamos a analizar ambas figuras.
Podemos definir el matrimonio como el
negocio jurídico que le daba efectos legales a la convivencia conyugal. Se
trata de un conjunto de formalidades que cambian el estado civil de los
participantes. Hasta entonces estaban solteros, ahora están casados. Eso determina
toda una serie de derechos y deberes: acceso a pensión de viudedad, posibilidad
de presentar declaración conjunta de IRPF, permisos para cuidar al otro
cónyuge, derechos hereditarios, etc. También a nivel económico hay diferencias
sustanciales.
Durante buena parte de la historia,
casarse ha sido un acto importante. Trascendente, incluso. No solo por el
cambio que significaba a nivel social (era un rito de paso), sino porque se trataba
de algo irrevocable. En la cultura católica el matrimonio era indisoluble salvo
casos de no consumación. Incluso cuando en España se aprobó el divorcio, era complicado
acceder a él: primero había que separarse, luego dejar pasar una cantidad de
años y por último alegar una causa de divorcio de las tasadas en la ley. Sí, se
trata de algo que hoy en día cuesta comprender, pero tenías que pedirle a un
juez que te divorciara y éste podía negarse.
En esta situación, no es extraño que la
gente pasara de casarse. En cuanto acabó el franquismo y la sociedad se abrió
un poco, empezó a haber parejas que convivían pero no estaban casadas. Tiene sentido:
casarse era un compromiso muy grande en tiempos cada vez más cambiantes, y
cuando las cosas van bien nadie echa de menos los derechos que te da el estar
casado. Así, comenzaron a proliferar parejas que se llamaron “de hecho” en contraposición
a los matrimonios, que serían las parejas “de derecho”. Los miembros de las
parejas de hecho no cambiaban de estado civil ni adquirían derechos especiales.
Ahora bien, pronto estas parejas de hecho
empezaron a reclamar derechos. Es un cierto sinsentido jurídico (la “pareja con
derechos” ya existe: es el matrimonio), pero la cosa es que coló. Empezaron a
aparecer registros autonómicos de parejas de hecho, que tienen exactamente la
misma función que el Registro Civil en el caso de los matrimonios: probar a
terceros que la pareja existe. Y poco a poco las leyes fueron equiparando ambas
figuras en distintos temas.
Algunos ejemplos son muy lógicos. Por ejemplo,
cuando en 2004 se aprobó toda la legislación de violencia de género, se
equiparó al matrimonio con las “relaciones de análoga afectividad” incluso sin
convivencia: no vamos a dejar desprotegidas a mujeres solo por el hecho de no
estar casadas. Un poco la misma lógica rige toda la legislación sobre derechos del
menor frente a sus progenitores, donde no importa si hay matrimonio o no. Sin
embargo, en otras áreas no era tan imperativo igualar derechos y aun así se ha
hecho: muchas Comunidades Autónomas han equiparado el matrimonio y la pareja de
hecho en materia hereditaria (1), también se ha hecho en algunos convenios
colectivos a efectos de derechos laborales, y a nivel estatal son iguales en
cuanto a derechos en el alquiler de vivienda.
Mientras todo esto pasaba, el matrimonio
perdía esa nota de irrevocabilidad que le había caracterizado siempre. La
reforma del divorcio de 2005 facilitó muchísimo la disolución del matrimonio:
ahora uno se puede divorciar después de solo tres meses de casado, sin
separación previa y sin necesidad de alegar causa. En 2015 se dio a los
notarios la posibilidad de tramitar los divorcios de mutuo acuerdo, lo que
aceleró aún más los procesos. Hoy en día, divorciarse es cuestión de semanas.
Además, vivimos en una sociedad mucho más
abierta y menos pacata que hace cuarenta años: el matrimonio se ve de forma
mucho más pragmática, como una forma de adquirir derechos, no como un medio de perfeccionar
el amor de pareja. Se ha reducido la carga simbólica de las bodas, porque todo
el mundo es consciente de que el matrimonio es un estado temporal. Sí, la gente
sigue invirtiendo dinero en hacer bodorrio, pero se centran en el convite: en
cuanto a la ceremonia, cada vez más parejas optan por prescindir de ella. Los
matrimonios religiosos se han desplomado e incluso se ha hecho común celebrar
el banquete un día e “ir a firmar” (es decir, casarse propiamente) otro.
El resultado de todo esto es que el
matrimonio y la condición de pareja de hecho se han ido acercando. Han
desaparecido tanto la principal traba para casarse (la dificultad para
divorciarse) como la consideración social del matrimonio como acto solemne y
único; al mismo tiempo, muchas de las desventajas de la pareja de hecho se han
ido limando. Hoy en día las principales diferencias entre matrimonio y pareja de
hecho son en materia de herencia en las Comunidades Autónomas de derecho común
y en materia de pensión de viudedad (2). Aparte de eso, ambas figuras se
parecen mucho.
Así pues, la confusión es normal. Esto no
lo podríamos haber afirmado hace treinta años, pero ahora sí: el matrimonio y
las parejas de hecho se parecen mucho. Y la equiparación no puede más que
avanzar, según vayan ampliándose los tipos de familia y la gente siga reclamando
derechos sin tener que pasar por el aro de casarse. Que así sea.
(1) En España hay dos clases de Comunidades
Autónomas: las forales (que tienen su propio derecho civil) y las comunes (que
aplican el Código Civil estatal). Lógicamente solo las Comunidades Autónomas forales
han podido intentar esa equiparación.
(2) A nivel fiscal, también es cierto que
solo los matrimonios pueden hacer la declaración conjunta del IRPF. Pero no lo cuento como una ventaja porque esa
modalidad solo beneficia a las parejas en las que entra un único salario,
situación rara entre quienes optan por pareja de hecho.