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miércoles, 31 de julio de 2024

Tradwives

«Hoy a Pablo le apetecía comer pescado, así que me he hecho a la mar con el capitán Ahab para cazar a la monstruosa bestia marina que atormenta sus pesadillas. Luego la he fileteado, la he congelado para evitar el anisakis, la he cocinado y se la he servido con verduritas». 

Si estás crónicamente online (como, a estas alturas, lo estamos todos) habrás reconocido el chiste. Roro es la influencer de moda. Una chica dulce, con gafitas, que habla con una impostada voz de niña y que publica vídeos en los cuales se toma un montón de trabajo en complacer a su novio, el tal Pablo. Los más populares son aquellos en los que cocina platos complicados desde cero, pero a mí me impactó especialmente uno en el que encuadernó un libro con sus manitas, porque no le convencía ninguna de las ediciones que veía. ¡Ahora es el libro favorito de Pablo!

El libro era El príncipe de Maquiavelo, y esto ya nos dice algunas cosas, primero, de Pablo (¿qué clase de patán puede tenerlo como libro favorito?) y, segundo, de qué va la vaina esta. Porque anda que no habrá ediciones de El príncipe para elegir. Si decides publicar un vídeo encuadernando el texto de ese libro, permíteme que no me crea tu excusa de que ninguna edición te gustaba: tú lo que querías era enseñarle al mundo el abnegado amor que sientes hacia tu novio. Y es justo aquí donde quiero llegar.

Se ha hablado ya mucho sobre si Roro es o no es una tradwife, pero voy a hacer un resumen. Tradwife no significa, para mi decepción, «esposa traductora» (aunque la tal Roro sea traductora de profesión), sino «esposa tradicional». Es una manifestación más de la manosfera, esa sentina de Internet que agrupa a incels, PUA, MRA, MGTOW y otras siglas y acrónimos ya un tanto desfasados pero que siguen por ahí. Hombres enfadados que no encuentran su lugar en este capitalismo tardío y deciden solucionarlo volviéndose de la ultraderecha más rancia: supremacismo blanco, homofobia, rígidos roles de género, etc.

Las tradwives son la enésima iteración de estas ideas. La principal novedad es que sus protagonistas no son hombres, sino mujeres. Chicas jóvenes y de aspecto normativo, que se graban realizando trabajo doméstico. Ojo, no cualquier trabajo doméstico: solo aparece trabajo cuqui y bonito (cocinar cosas ricas sí, limpiar culos no), y que ha sido innecesariamente complicado. Hablamos de cosas como hacer tu propio pan o tu propio queso desde cero, algo que no es ni mínimamente necesario para hacer una comida rica. No hay ni que decir que las autoras de estos vídeos siempre van de punta en blanco, y no tienen el aspecto de una persona que se ha pasado toda la mañana metida en una cocina. Por favor, que la tal Roro lleva hasta los anillos cuando cocina.

¿A quién van dirigidos estos vídeos? ¿A mujeres, para venderles la moto de que la felicidad las espera en una vida sencilla en la que sirven a su amado? ¿O a hombres, para convencerlos de que van a conseguir una especie de sierva sexy y joven, que pueden follarse después de que les haga galletas? Mi barrunto es que a ambos. Al fin y al cabo, estamos en Internet, donde más visibilidad significa más dinero y más oportunidades. ¿Por qué engañar solo a un género si puedes intentar timar a los dos?

Porque sí, el movimiento tradwife es un engaño. Para los que aún creen en Papá Noel: no, los vídeos en Internet de los aspirantes a influencers no son casuales escenas de su vida cotidiana, sino piezas pensadas, guionizadas y producidas con un nivel profesional. Todo lo que sale en ese vídeo ha sido decidido con antelación. Así que su conexión con la realidad puede ser tan real o tan tenue como quiera la autora. Igual que cuando escarbas en los influencers que hablan de temas financieros descubres que todos esos cochazos, yates y chalets son alquilados, uno puede analizar los vídeos de las tradwives como puras piezas de ficción.

Volvamos a Roro. Ahora que se ha hecho más famosa sí parece que es verdad que el tal Pablo es su pareja. Pero ¿antes? No sería tan improbable que hubiera contratado a cualquier colega por dos duros para que saliera de fondo y se hubiera puesto a lanzar los vídeos. Hablamos de alguien que busca vivir de Internet. Al principio hacía vídeos de fitness y bienestar (por cierto, con una voz más normal). Como no le funcionaron, dio el giro al contenido de servilismo hacia su pareja, y ahí sí ha encontrado su nicho.

Entonces, ¿es Roro una tradwife? La respuesta es sí, sin duda. No conozco su relación con Pablo ni sé si le hace platos sofisticados y encuadernaciones de libros. Tampoco sé cuál es su ideología real: en una reciente entrevista se declara feminista (aunque con los matices habituales) y dice haberse alejado del movimiento tradwife. Pero sé lo que promueve en sus vídeos, la imagen que da, el tipo de gente que comenta en apoyo y los subtextos que muestra.

Creo que lo más importante que hay que entender del movimiento tradwife es que no son mujeres que se repliegan hacia una femineidad supuestamente tradicional, de servicio y crianza, como la que tuvieron sus abuelas. Muy al contrario, son mujeres que ocupan el espacio público con mensajes de derechas, sea en el texto o sea en el subtexto. Tu abuela nunca llamó a la radio para contarles a todos los oyentes cómo había complicado la receta del cocido para servir mejor a tu abuelo. Dicen en público que tienen una vida tradicional, pero el mero hecho de decirlo en público desmiente dicha tradicionalidad. Estas influencers, como todas, buscan ser referentes y personas públicas, por razones ideológicas o, como parece ser el caso de Roro, por dinero.

En la entrevista que he enlazado más arriba, Roro se queja de que la gente opina de su relación sin conocerla, pero es que su relación es irrelevante. Si todos los vídeos están guionizados, lo que menos importa de una tradwife es la relación que de verdad tenga con su pareja, o incluso si tiene pareja. Roro vio un nicho vacío (contenido tradwife en castellano), se tiró a llenarlo y le ha salido bien. Eso es lo único importante.

Hemos ventilado el elemento personal, podemos volver a hablar de este movimiento en abstracto. Hace un momento he dicho que las tradwives promulgan (aunque no practican) un repliegue hacia lo que he llamado la femineidad supuestamente tradicional. La palabra importante es «supuestamente». En el ideario de estos movimientos neomachistas / masculinistas hay una serie de épocas que se toman como ideales, señaladamente el EE.UU. de los años ’50.

Todos sabemos a qué nos referimos. Expansión económica, expansión demográfica, estabilidad social. Eclosión de los suburbios como modelo de ciudad. Padre que trabaja en un lugar alejado al que va en coche, mujer que le espera en casa poniendo a enfriar la tarta de manzana, niños que los quieren con locura. Orden. Todo es muy blanco y ya nos encargamos de que lo siga siendo. No ha empezado la guerra de Vietnam. Los hippies y los punkies son aún inimaginables; el rock es la única transgresión. Y así sucesivamente.

Eso es lo que en EE.UU., un país sin historia, pasa por tradicional. El problema es que es una rareza histórica. Las mujeres siempre han trabajado. Siempre. Y no me refiero solo al trabajo del hogar, sino a toda clase de labor, desde bregar en la explotación económica familiar hasta, por supuesto, aguantar a un jefe a cambio de un sueldo. A principios del siglo XX, las mujeres de clase media de los países opulentos dejaron de trabajar, hasta el punto de que, cuando años después se invirtió la tendencia, se habló de «incorporación de la mujer al mercado laboral». Pero no hubo ninguna incorporación: las mujeres siempre han trabajado y las de clase obrera nunca dejaron de hacerlo.

Esa es la fantasía tradicionalista que se promueve desde los grupos de ultraderecha: un espejismo, una anomalía que se dio en algunos países durante unas pocas décadas. A eso quieren volver. Pero claro, no es posible. Lo que sucedió en EE.UU. en los años ’50 es que la clase media intentó imitar a los ricos (vivir en fincas en vez de en pisos, moverse a todas partes en coche, que la mujer no trabaje) y les funcionó por una serie de razones económicas, sociales y demográficas que hoy en día no existen.

Estos movimientos masculinistas siempre caen en la misma falacia: antes había estabilidad económica, sentido, pertenencia y orden, y no había ni feministas ni negros ni gente LGTBI. Si eliminamos a las feministas, devolvemos a los negros a sus guetos y les quitamos derechos a la gente LGTBI, volverá a haber estabilidad económica, sentido, pertenencia y orden. Al margen de que su visión del «antes» está tremendamente idealizada, el razonamiento es erróneo. El capitalismo necesita expansión constante y convertirnos a todos en consumidores y en producto; le molesta todo lo comunal y todo lo que no pueda venderse. Esta tendencia no va a revertirse con medidas conservadoras. Si la derecha triunfa en su proyecto de anular el siglo XX, quienes la apoyaron seguirán siendo los mismos hombrecillos tristes y mediocres incapaces de encontrarle sentido a su vida, pero ahora tendrán el derecho legal de tiranizar a su mujer.

Por eso el movimiento tradwife es una máquina de provocar frustraciones. Primero, porque no hay mujer en el siglo XXI que vaya a ceder voluntariamente su independencia económica (o, al menos, no hay suficientes para todos). Ni siquiera las señoras ricas y de derechas quieren ya meterse en semejante callejón sin salida. Con estos vídeos de mujeres sumisas y laboriosas, pero aun así sexys, lo que se hace es alimentar las expectativas imposibles de un montón de hombres.

Y segundo, porque esta utopía tradicionalista se basa en que el hombre es el proveedor y el que mantiene la casa. Toda tradwife necesita su tradhusband. ¿Vas a sosteneros con un solo sueldo a ti, a tu mujer y a los hijos que vengan? Ah, ya me parecía. ¡Que es que encima, estos mismos tíos, cuando se encuentran con una mujer que desea ser mantenida, la llaman aprovechada y gold digger! Es una buena forma de ver que esto es más una fantasía para hacerse pajas que un proyecto de vida serio: que los hombres que dicen sostenerlo no quieren poner de su parte lo imprescindible para que funcione.

Además, y siendo realistas, aunque se quiera, no se puede: en esta fase del capitalismo es imposible sostener a una familia con un solo sueldo de clase media.

Como en realidad esto es obvio, a los neomachistas rabiosos solo les queda repetir una y otra vez las mismas consignas. La primera es: «eh, mujer, ¿es que acaso es mejor estar esclavizada por un jefe que dedicarte a cuidar a tu familia?» A veces lo dicen así, a veces con memes cuquis. Cualquier mujer sensata podría contestar que por supuesto que es mejor, porque «esclavizada» para un jefe una gana su propio dinero, que le permite salir de situaciones de mierda. Dedicándose a la familia, pues ya tal. Ante tal objeción, el discurso masculinista se disuelve como un azucarillo en chistecitos sobre antidepresivos, vibradores y gatos.

Al final todo acaba en un lloriqueo superficial que niega las implicaciones políticas y sociales del discurso tradwife y dice cosas como «no, esto no es difundir contenido ultraderechista, esto es una chica cuidando a su novio; ¿es que no os gusta cuidar?» Pero claro, es que no va de eso. Cuidar a alguien no es sinónimo de cazar una ballena cada vez que quiera comer pescado. Es algo más pequeño, más doméstico y menos de grandes gestos. No podemos esperar que lo entiendan los payasos que quieren una Roro para su propio uso.

 

 

 

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martes, 2 de julio de 2024

Lexit

La noticia de que la Diputación Provincial de León ha votado una moción a favor de su autonomía ha sacudido un poco la prensa de verano, siempre vacía de noticias. No he podido acceder al contenido de la moción, pero parece ser más una propuesta política que un intento real de iniciar los trámites autonómicos. Además, probablemente morirá pronto. Aun así, da para hablar un poco de ello. 

Para saber de dónde viene este sentimiento regionalista leonés (que a muchos ya nacidos en democracia nos pilla un poco a desmano) hay que remontarse, como siempre, al siglo XIX. En el siglo XIX el Estado liberal hace una cosa que antes no había sido conceptualmente posible: afirmar el control sobre su territorio. Antes, el rey recibía en herencia unos territorios dados, con identidad propia, y en principio no podía modificarlos ni suprimirlos. Después de las revoluciones liberales, el Estado representa a la nación y tiene pleno derecho a regular las divisiones de su propia tierra.

En España esto se hizo en 1833 (aunque había habido otros intentos anteriores) y el encargado fue el ministro de Fomento Javier de Burgos. La fecha es llamativa. Ese año fue en el que murió Fernando VII y España empezó a transitar definitivamente hacia el Estado-nación liberal. Y casi lo primero que hizo fue ordenar el territorio.

Javier de Burgos pensó en un modelo al estilo francés: medio centenar de provincias, de tamaño y población similares, de tal manera que desde cualquier punto del territorio pudiera llegarse a la capital en menos de un día. Las provincias recibirían el nombre de su capital, para evitar identidades regionales. Este modelo hizo fortuna, y es el que conservamos hoy: salvo algunas modificaciones menores de fronteras (la más notable fue la división de la provincia de Canarias en las dos actuales), nuestro sistema provincial es el mismo que en 1833. Vamos para dos siglos, lo cual muestra que parece que ha tenido éxito.

Pero Javier de Burgos, por muy centralista que fuera, no pudo evitar por completo el regionalismo. Agrupó sus 49 provincias en quince regiones, algunas uniprovinciales (como Baleares, la ya citada Canarias o Navarra), pero la mayoría pluriprovinciales. Estas regiones no tenían competencias, órganos de gobierno ni ninguna clase de relevancia jurídica: el poder central se entendía directamente con las provincias, a cada una de las cuales mandaba un gobernador civil (1). Pero existían. Eran la supervivencia conceptual de los antiguos reinos y territorios que habían conformado España desde tiempos medievales.

Cuando uno mira la división territorial de 1833 ve inmediatamente que esas quince regiones a veces se corresponden con nuestras Comunidades Autónomas actuales (véanse Galicia, Asturias, Aragón, Cataluña, Extremadura o Valencia), pero en varios casos no. La diferencia más notable es que León es una región distinta a Castilla la Vieja, formada por las provincias de León, Zamora y Salamanca. Tiene pleno sentido histórico. León y Castilla siempre habían sido entidades distintas: como sabemos, de León salió Castilla y luego el centro del poder pasó a esta, pero aquel nunca quedó asimilado, sino que siempre conservó una identidad propia.

Pasaron las décadas y los siglos. La división de Javier de Burgos continuó en vigor, tanto las provincias como las regiones, que siguieron sin tener competencias o autoridades propias. Pero entonces llegó la Constitución de 1978, se inició el proceso autonómico y todas esas regiones históricas ganaron la autonomía. Fue ahí cuando Castilla la Vieja y León se unieron en una única autonomía, que inicialmente iba a tener las once provincias de ambos territorios, pero que se quedó en las nueve actuales (Cantabria y La Rioja se desgajaron, para formar Comunidades Autónomas uniprovinciales).

No fue un proyecto que surgiera de la nada. La posibilidad de unir a León y a Castilla la Vieja (e incluso, en algunas formulaciones, a Castilla la Nueva) en un único ente se había discutido durante todo el siglo XIX y XX: en la Segunda República se empezó incluso a elaborar un Estatuto de Autonomía. Pero, por supuesto, también había opiniones en contra, y una de las más señaladas era la del leonesismo, que aspiraba a una Comunidad Autónoma leonesa, separada de la castellana.

Hoy, cuarenta años después, el leonesismo sigue presente en las tres provincias del León histórico. Aparte de que hay un partido que lo lleva por bandera (Unión del Pueblo Leonés), parece ser un poco una cuestión transversal, algo de sentido común local: muchos leoneses no se sienten castellanoleoneses y tienen bastante claro que son una cosa distinta de Castilla, aunque no hagan de esa identidad el eje de su vida, ni siempre voten de acuerdo con esas ideas. En el debate sobre la moción de autonomía, incluso quienes se opusieron hacían encendida profesión de fe leonesista: el líder del PP provincial justificó su voto en contra por razones de forma, nunca de fondo.

La idea de que ha sido Valladolid quien se ha beneficiado de la Comunidad Autónoma y ha dejado a verlas venir al resto de provincias (tanto castellanas como leonesas) es una de las bases de este pensamiento. En esta clarificadora entrevista al alcalde de León, se dice una cosa que me parece importante: «Si la comunidad hubiera servido de verdad para vertebrar el territorio con un crecimiento lógico de la misma, con una atención proporcional a los territorios, aunque el debate histórico siempre hubiera estado ahí, los argumentos serían mucho menores y habrían frenado ese deseo y ese anhelo de los leoneses de salir de esta comunidad. Pero no ha sido así».

Bueno, y ahora, ¿qué pasa? Es importante tener en cuenta que, como decía al principio, este no es el inicio formal del proceso autonómico, sino una moción para trasladar la petición a las Cortes autonómicas y a las estatales. Yo personalmente no creo que vaya más allá: habría que contar con todas las fuerzas políticas y ver si Zamora y Salamanca se pronuncian también a favor, lo que exige un grado de acuerdo notable, especialmente teniendo en cuenta que en esos dos territorios el leonesismo tiene menos presencia.

Pero supongamos que se tira para delante. ¿Es esto posible? Sí, lo es. Hoy en día, que todo el territorio del país forma parte de una Comunidad Autónoma u otra, parece mentira pensar que las cosas podrían no haber salido así. La Constitución no recoge un listado de Comunidades Autónomas, sino unas instrucciones de uso para constituir las que se necesiten. Parte de una situación de base en la cual el territorio se divide en provincias con una autonomía muy escasa, y les da las herramientas para agruparse y formar Comunidades Autónomas. Al final todas las provincias tomaron esta decisión, pero podrían no haberlo hecho.

Se ha hablado mucho de que debería reformarse la Constitución para cerrar el proceso e incluir en nuestra Ley Fundamental un listado de Comunidades Autónomas, pero nunca se ha hecho. Así que ahora León, Zamora y Salamanca pueden perfectamente iniciar un proceso autonómico sin contar con las Cortes de Castilla y León. Por ser más precisos: el hecho de que exista ya una Comunidad Autónoma de Castilla y León es irrelevante a estos efectos. La Constitución reconoce el derecho a las provincias, y no dice que solo puedan ejercerlo una sola vez, ni que no puedan ejercerlo si ya están integradas en otra Comunidad Autónoma.

El derecho a la autonomía se reconoce a «las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes». No creo que haya ningún problema en demostrar que las tres provincias leonesas, que fueron parte de la misma región hasta finales de los ’70, cumple este requisito. En el caso de que Zamora y Salamanca no se apuntaran, León podría aun así constituirse como comunidad uniprovincial, derecho que se reconoce a «las provincias con entidad regional histórica».

Existen dos vías de acceso a la autonomía:

  • La vía ordinaria o lenta es la del artículo 143.2 CE. La iniciativa corresponde a todas las Diputaciones interesadas y a 2/3 de los municipios que representen a más del 50% del censo electoral de cada provincia. Todas estas entidades deben votar a favor en el plazo de 6 meses desde el primer acuerdo.
  • La vía rápida es la prevista en el artículo 151.1 CE. La iniciativa corresponde a todas las Diputaciones interesadas y a 3/4 de los municipios que representen a más del 50% del censo electoral de cada provincia. Todas estas entidades deben votar a favor en el plazo de 6 meses desde el primer acuerdo. Una vez conseguido este requisito, además, la iniciativa debe ratificarse por referéndum apoyado por la mayoría absoluta de los electores de cada provincia.

 

Una vez ejercida la iniciativa, en ambas vías se redacta un proyecto de Estatuto de Autonomía y se tramita en las Cortes como ley orgánica (aunque el trámite es distinto en uno y otro caso). Las de vía rápida, además, exigen que el Estatuto sea aprobado en referéndum. Cuando se cumplen estos trámites, ya existe la nueva Comunidad Autónoma.

Estas vías se llaman así porque la vía lenta permite asumir un nivel reducido de competencias durante 5 años, mientras que la rápida (que exige más acuerdo) concede desde el principio todas las funciones a la Comunidad Autónoma naciente. En el caso leonés, nadie parece considerar la vía rápida, pero, si se logra la autonomía, no sería descabellado pensar que el Estado pueda cederle las competencias que faltan: esto ya se hizo para Valencia y Canarias durante los ’80. Las dos vías son, en esencia, un mecanismo ideado para ir despacito con el experimento autonómico, y no tienen sentido en 2024.

Esto es lo que hay. La verdad, no es un asunto sobre el que yo tenga una opinión muy fuerte, porque ni soy de León ni conozco el territorio, pero oye, si los leoneses quieren, ¿por qué no?

 

 

 

 

(1) El término «gobernador civil» es posterior a la época de Javier de Burgos. Cuando se hizo la división territorial, lo que había en las provincias eran jefes políticos y subdelegados de Fomento.

 

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