La intersección del derecho y de los
idiomas extranjeros es siempre problemática. Cuando una persona litiga en un
país que no es el suyo, y más si en ese país se habla un idioma que no domina,
hay que andar con mil ojos para que no quede indefenso. Se añaden trámites:
traducir contratos, probar la existencia de leyes extranjeras, contratar a un
intérprete para que medie entre el extranjero y el sistema judicial… Es por eso
que vamos a dedicar esta entrada y la siguiente a dos profesionales de la
traducción jurídica: el traductor jurado y el intérprete judicial.
Empezaremos con la diferencia: el
traductor trabaja por escrito y el intérprete de forma oral. Si alguna vez vais
a una charla dada por un ponente extranjero y hay una persona a su lado que la reproduce
en español, lo que está haciendo esa persona es interpretar, no traducir. De hecho,
si queréis ver cómo se le hincha la vena del cuello a un intérprete, no tenéis
más que decirle que es muy buen traductor.
Antes me he referido a estas dos
profesiones como “traductor jurado” e “intérprete judicial”. No es exacto. Un profesional
jurado es aquel que dota a su trabajo
de carácter oficial, de forma que el texto resultante podrá presentarse ante organismos
públicos. Un profesional judicial es
simplemente aquel que trabaja en un Juzgado o Tribunal. Es decir, que ambos
pueden realizar tanto traducción como interpretación. De hecho, el nombre
oficial de ambas profesiones sería traductor-intérprete jurado y
traductor-intérprete judicial.
Sin embargo, un examen de cómo funcionan
ambas profesiones nos muestra un cierto desequilibrio. Los profesionales jurados tratan sobre todo con documentos
escritos: contratos, acuerdos, testamentos, normas legales, etc.; solo en casos
puntuales realizarán trabajo verbal (por ejemplo, en negociaciones). Por el
contrario, los profesionales judiciales,
debido a que nuestros procedimientos están presididos por el principio de
oralidad, realizan principalmente actuaciones verbales: interpretar la
declaración del extranjero que lo necesite y contarle a éste el juicio.
Esa es la razón por la cual, aunque no
sea exacto, he optado por hablar de “traductor jurado” e “intérprete judicial”
en vez de usar los nombres completos de ambas profesiones, que pueden prestarse
a confusión. Así, esta entrada y la siguiente deben leerse teniendo claro que
el traductor jurado también interpreta y que el intérprete judicial también
traduce, porque la diferencia principal entre ambos no es si trabajan en lo
oral o en lo escrito.
Hablemos, pues, de intérpretes
judiciales. Tradicionalmente el panorama en España ha sido desolador en esta
materia, tanto a nivel legislativo como de práctica. Esta conferencia que dio una jueza penal madrileña en 2010 es bien ilustrativa. Donde es más
vital una buena traducción es sin duda en la jurisdicción penal, porque
normalmente la necesitará un acusado que se está jugando una multa, una
privación de derechos o incluso un internamiento forzoso. Es decir, alguien con
quien hay que ser especialmente cuidadoso para asegurarse de que puede
defenderse de forma correcta.
Pues bien: en el momento en que se dio
esta conferencia, ni la Ley Orgánica del Poder Judicial (que es la norma básica
en materia jurisdiccional) ni la Ley de Enjuiciamiento Criminal (que regula el
procedimiento penal) exigían que los intérpretes judiciales tuvieran título
alguno. El juez podía nombrar a cualquiera que supiera el idioma, lo cual
supone un problema porque si el juez no entiende urdú es incapaz de determinar
la competencia en urdú de los candidatos (1). Aparte de que saber el idioma a
interpretar no basta para ser intérprete judicial: es necesario hablar un buen
español y también entender el proceso judicial y sus tecnicismos. Sin estas
tres patas no se puede hacer bien el trabajo.
Esta inadaptación legal provocaba que el
sistema de selección de intérpretes judiciales fuera absolutamente kafkiano. Estaba
atribuido a empresas privadas, que malpagaban a sus trabajadores (10 €
brutos/hora) y que ni siquiera controlaban la cualificación de éstos. El resultado
era intérpretes que tenían, con suerte, una de las tres patas en que deben
apoyar su trabajo. Cuando empiezas a buscar información lees anécdotas
espeluznantes, como la del intérprete de bengalí que hablaba un bengalí perfecto
pero era incapaz de entender las preguntas que le hacía el fiscal en español.
En 2015, el legislador se puso las pilas
y transpuso una directiva europea sobre derecho a la interpretación y
traducción en los procesos penales. El resultado fueron los artículos 123 a 127 LECrim, que pretenden garantizar que el imputado que no hable español o
lengua cooficial pueda defenderse del proceso seguido contra él. Se reconocen derechos
bastante amplios: derecho a tener intérprete en todas las actuaciones (tanto
policiales como ante su abogado, y por supuesto en el juicio) y a que le
traduzcan los documentos esenciales para garantizar su derecho a la defensa,
por supuesto con el coste sufragado por la Administración. El derecho se
reconoce también a las personas con discapacidad sensorial.
La nueva norma también incide en la forma
en que se seleccionan estos intérpretes. Se establece la creación de un
registro oficial de profesionales, al cual solo podrán acceder traductores e
intérpretes habilitados: cuando sea necesario contar con un servicio de este
tipo, se tirará del registro. También se añaden normas que hasta ahora no
existían, como la obligación de confidencialidad del intérprete o la posibilidad
de designar a un nuevo profesional si el juez o el fiscal consideran que el
actual no ofrece garantías de exactitud. En definitiva, un sistema mucho más
moderno, que pretende garantizar los derechos fundamentales del imputado.
Y que no se cumple.
La ley de 2015 que arbitraba esta reforma
le daba al Gobierno un año para presentar un proyecto de ley que creara el registro
de intérpretes judiciales. Ya estábamos en retraso sobre retraso, porque se
supone que la directiva europea de 2010 debería haber estado transpuesta en
2013. Pero ese retraso se alarga y se alarga: en 2018, ese proyecto de ley
sobre el registro de intérpretes ni está ni se le espera. Por supuesto, una vez
presentado deberá ser discutido, aprobado y desarrollado reglamentariamente, lo
cual aumenta de nuevo los plazos.
Eso quiere decir que seguimos con el
sistema de licitación a empresas, sueldos de miseria e intérpretes
infracualificados. Este artículo de 2016, donde el periodista consiguió
ser citado a un juicio como intérprete de árabe sin saber una palabra de este
idioma, es esclarecedor. Y claro, es un tema que no preocupa, porque tanto los
afectados como los propios intérpretes son extranjeros, de clase trabajadora y
países pobres. Por no hablar de que en otras jurisdicciones no existen ni
siquiera estas exigencias mínimas que tiene la penal: el artículo 143 LEC
permite nombrar como intérprete a “cualquier persona conocedora de la lengua de
que se trate” y las normas procesales contencioso-administrativa y social ni
siquiera mencionan el tema.
Así pues, mi conclusión a este artículo sobre
la profesión de traductor-intérprete judicial solo puede ser una: no te metas
en esta profesión si puedes evitarlo.
(1) En puridad, el artículo 398 LECrim,
que remitía al 440 y 441 de la misma norma, sí exigía que se escogiera con
preferencia a un intérprete titulado “si los hubiera en el pueblo”. Esta norma,
vieja y no adaptada a una España mucho mejor comunicada, se aplicaba solo al
procedimiento ordinario, es decir, a aquel que se sigue por delitos que tienen
pena superior a nueve años de prisión. En el resto de casos, la ley declaraba
expresamente que no era necesario que el intérprete tuviera título alguno.
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