En
octubre del año pasado, el Parlament catalán dictó una resolución republicana. En ella, se criticaba que el rey interviniera en “el conflicto
catalán” para justificar la violencia policial del 1 de octubre de 2017 y
además se reafirmaba el compromiso con “los valores republicanos” y apostaba
por la abolición de la monarquía, institución a la que denominaba “caduca y
antidemocrática”. El Gobierno de la Nación, muy ofendido, anunció que
recurriría el asunto ante el Tribunal Constitucional porque aquello no podía
ser.
En
su momento, yo escribí un artículo en este blog (que es, de hecho, lo que está
enlazado más arriba), donde hablaba de los pocos visos de prosperar que le veía
a ese recurso. Sí, el Gobierno puede impugnar las resoluciones de las Comunidades
Autónomas, pero ¿qué vía iba a emplear en este caso? ¿Iba a decir que la
resolución tenía un problema de forma (es decir, que el Parlament catalán carecía de competencias para criticar la actuación de una autoridad política) o que
lo tenía de fondo (es decir, que las expresiones políticas antimonárquicas son
inconstitucionales las diga quien las diga)? Ambos argumentos parecían más bien
poco plausibles.
Por
desgracia, y citando a Krahe, la España cañí nunca puede dejar de darnos
españazos. El Tribunal Constitucional ha anulado el acuerdo de octubre de 2018:
si alguien quiere la sentencia puede consultarla aquí. Algún día, dentro
de treinta años, cuando escriban la historia de cómo se descompuso el régimen
del 78, deberán dedicar libros enteros al papel del Tribunal Constitucional
como pilar mamporrero que apuntala todo el sistema a costa de ir perdiendo, él
mismo, toda su credibilidad. Porque es que esta sentencia no hay por donde
cogerla. Ni con pinzas.
En
primer lugar, el abogado de la Generalitat intentó interponer un “óbice de
inidoneidad”, lo que en jerga jurídica significa que intentó convencer al
Tribunal de que no podía entrar a juzgar un documento semejante, por ser una
resolución que no tenía efectos jurídicos sino que se agotaba en sí misma. Al
fin y al cabo, el Tribunal Constitucional es una institución que decide sobre
la constitucionalidad de normas y de resoluciones que despliegan efectos
obligatorios, no de posicionamientos políticos. No se puede anular una toma de
posición política, no se puede decir “usted ya no es republicano, a usted ya le
parece bien la actuación del rey el 1 de octubre de 2017”.
El
Tribunal Constitucional no acepta este argumento. Entiende que la resolución no
es un mero posicionamiento político sino un verdadero acto jurídico, más en
concreto uno en el que la Cámara catalana “se arrogaba una potestad de censura
de aquel acto regio”, que iba inserto en una resolución dictada “en defensa de
las instituciones catalanas y las libertades fundamentales”, que usaba términos
tan duros (“carga peyorativa” es el concepto que emplea el TC) como 'rechazar' y 'condenar' y que se adoptó en un debate de política general. Nada de lo cual
convierte a un posicionamiento político en un acto jurídico, claro está (1),
pero el TC parece opinar que sí.
Pasando
ya al fondo del asunto, el resto de la sentencia es una larguísima disertación
sobre la posición del rey en las monarquías parlamentarias y lo bueno que es que
tengamos esta figura de consenso. Viene a recordar que la Corona es una institución
especial, que se sitúa por encima del debate político, cuyo titular es
inviolable (está más allá de cualquier censura o control) y no
está sujeto a responsabilidad (no sufre consecuencias por sus actos (2)).
Además, no tiene facultades propias de decisión ni actúa de forma autónoma.
También
dedica unas líneas a distinguir entre las críticas a instituciones políticas
hechas por ciudadanos (que en principio serían intocables, al estar amparadas
por la libertad de expresión) y las hechas por instituciones políticas, que son entidades dotadas de unas competencias de las cuales no pueden salirse. Pone la venda antes que
la herida: el Parlamento de Cataluña, igual que cualquier otra entidad
colectiva pública o privada, no tiene derecho a la libertad de expresión porque
los derechos fundamentales derivan de la dignidad humana.
Las
conclusiones de todo lo anterior son una barbaridad antijurídica que uno ni
siquiera esperaba de un estercolero jurídico como es el Tribunal Constitucional
español. Juro que la he releído dos y tres veces porque no me acababa de creer
lo que pone. Pero no, no estoy equivocado. Todo lo que voy a citar procede del
fundamento jurídico 4.c, ya al final de la sentencia.
La
sentencia dice que la resolución (que usaba los verbos “rechazar” y “condenar”
para referirse a la actuación del rey) “toma posición institucional emitiendo
un juicio de valor que es contrario a la configuración constitucional de la
Institución de la Corona”. En otras palabras, “aquellas afirmaciones de
“rechazo” y “condena” al rey son contrarias al art. 1.3 y 56.1 CE, que
determinan el estatus constitucional del Monarca”. El artículo 1.3 de la
Constitución es el que determina que la forma del Estado español es la
monarquía parlamentaria. Sí, el Tribunal Constitucional ha dicho que ninguna
institución puede criticar la actuación del rey porque ello va contra la propia
concepción de la monarquía.
También
dice (insisto que no me estoy inventando nada: FJ 4.c) que, como el rey es
neutral respecto a la contienda política, eso le asegura un respeto
institucional “cualitativamente distinto” al de las demás instituciones del
Estado. En tercer lugar, pone negro sobre blanco el argumento competencial del
cual yo me reía hace unos meses: “tal decisión de la Cámara autonómica ha sido adoptada
fuera del ámbito propio de sus atribuciones, que son las que le confieren la
Constitución, el Estatuto de Autonomía de Cataluña y su propio Reglamento
Orgánico, que no le reconocen ninguna potestad de censura o reprobación de los
actos regios”.
Por
último, insiste en la idea de que como el rey no tiene ninguna responsabilidad
política (recordemos: inviolable y no sujeto a responsabilidad), pretender
imputársela y sancionarle por ello, aunque la sanción sea en forma de
resolución de rechazo, significa desconocer el sistema competencial previsto en
la Constitución. La conclusión no puede ser otra: se anula por inconstitucional
la resolución del Parlament de Catalunya de octubre de 2018. Ea, todos para
casa.
Es
real que se me ha cortado la respiración leyendo esta sentencia. Qué país. Qué
país, de verdad. ¿En qué cabeza cabe que una Cámara legislativa, el lugar donde
reside la soberanía popular, tenga límites a la hora de hablar sobre un tema de
actualidad y de tomar resoluciones al respecto? Porque esto no es un tema del
Parlamento autonómico de Cataluña: esto es una prohibición general dirigida a
todas las instituciones del Estado, desde el Gobierno de la Nación hasta el
último municipio del país. A partir de ahora, nada de criticar los actos del rey.
Aparte,
la resolución, pese a tanta palabrería y tanta supuesta razonabilidad, es mala
a más no poder. Sí, es cierto que el rey es inviolable, pero eso significa que
no puede ser procesado judicialmente, no que no podamos opinar sobre lo que
hace. Sí, es cierto que no está sujeto a responsabilidad, pero eso solo quiere
decir que no se le puede sujetar a una moción de censura o a ningún
procedimiento similar, no que las instituciones no puedan reprobar sus actos
reprobables. Sí, es cierto que no tiene iniciativa política directa, pero
también lo es que realiza actividades de proyección pública porque es un jefe de Estado.
Al
final, son muchas páginas para tratar de intelectualizar algo muy simple: los
reyes, como podríamos decir en una retórica casi rajoyesca, hacen cosas. Puede
que no las hagan por iniciativa propia, y puede que de esas cosas no sea
posible hacer derivar para ellos consecuencias jurídicas ni políticas. Pero
esas cosas tienen una dimensión pública indudable, y eso puede generar un
debate. A veces ese debate tiene lugar no en el bar o en el supermercado sino
en cámaras legislativas (porque precisamente esa es la función primordial de
éstas: debatir sobre la actualidad política y tomar decisiones al respecto) y puede llevar a una resolución que fije una postura. Esta vía está
prevista en todos los reglamentos parlamentarios del país, y exigir una
competencia específica para criticar o rechazar los actos regios (en vez de
permitir que se haga con este mecanismo general) es hacer trampas.
Escribir
este artículo me ha costado, no por la lectura de la sentencia sino por lo que
dice sobre nuestra descomposición institucional. Que haya que estar defendiendo
así al rey de una crítica, de un simple posicionamiento contrario, deja clarito
el pozo en el que estamos. Para librarse de una simple crítica, que en realidad
ni siquiera era para tanto –se hablaba de “rechazo” y de “condena”, ya está, no
se pedía asaltar la Zarzuela ni poner la guillotina en la Puerta del Sol– han
tenido que inventarse una doctrina según la cual la inviolabilidad del rey
alcanza las opiniones sobre su persona cuando son emitidas por una institución.
El monarca pasa de inviolable a intangible.
Sigamos
tensando la cuerda, sigamos. Total, es gratis.
(1)
Pensemos en qué pasaría si se hubiera aprobado el mismo texto, exactamente el
mismo texto, pero donde critica “el posicionamiento del rey Felipe VI” y “la
monarquía” hubiera dicho “el posicionamiento de la Comisión Europea” y “la UE”.
¿Estaríamos entonces teniendo este debate?
(2)
Los actos del rey deben ser firmados por un ministro, por el presidente del
Gobierno o por el presidente del Congreso de los Diputados y son éstos los que
responden, tanto política como jurídicamente, de dicho acto. Es lo que se llama
“refrendo”.
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