Parece que se acabó: el Tribunal Supremo inadmitió en diciembre el recurso de casación que había presentado
el Ayuntamiento de Tordesillas en el asunto del Toro de la Vega. Los términos
son importantes, como siempre. “Inadmitir” no significa que hayan analizado el
asunto y le hayan quitado la razón al Ayuntamiento de Tordesillas, sino que ni
siquiera han visto ni siquiera que el asunto merezca su atención. Estaba en
realidad bastante claro, desde el momento en que la norma que prohíbe la muerte
del toro es un decreto-ley.
Los decretos-ley son normas con rango de
ley, pero emitidas por el Gobierno, que solo podrá dictarlas en caso de
necesidad extraordinaria y urgente. Ese es el régimen previsto en la
Constitución para el caso nacional, pero los distintos Estatutos de Autonomía
(entre ellos el de Castilla y León) lo han adaptado sin demasiados cambios a
sus normativas internas. El requisito de necesidad extraordinaria y urgente se
suele interpretar con bastante flexibilidad, lo cual en la práctica otorga a los
Gobiernos la capacidad de legislar sin pasar por el Parlamento.
Pues bien: en 2016 la Junta de Castilla y
León dictó el decreto-ley 2/2016, que tenía un único artículo: “En la
Comunidad de Castilla y León queda prohibido dar muerte a las reses de lidia en
presencia del público en los espectáculos taurinos populares y tradicionales”.
El resto del precepto definía qué se considera espectáculo “popular”
(encierros, vaquillas, capeas) y “tradicional” (aquellos con celebración
arraigada socialmente y que se celebren desde tiempo inmemorial o, al menos,
desde hace 200 años).
Este decreto es interesante por dos
cosas. En primer lugar, es un ejemplo típico de legislación aparentemente
general pero que solo se va a aplicar a un supuesto: en 2016, el Toro de la
Vega era el único espectáculo taurino popular y tradicional celebrado en
Castilla y León donde se daba muerte al toro. Sin embargo, hacer una ley para
prohibir este festejo no habría quedado bien. Se supone que las normas
jurídicas tienen que expresarse en términos generales, y ese automatismo
aparece incluso cuando es absurdo que aparezca.
En segundo lugar, el decreto-ley 2/2016
es una muestra del divorcio entre la tauromaquia “culta” (es decir, la que se
hace en plazas de toros) y los festejos populares taurinos (el Toro de la Vega
y espectáculos similares). Aquí también hay clasismo. ¿Que por qué digo eso?
Bueno, entre otras cosas porque este decreto lo firma un Gobierno del PP. ¡Del
PP! El mismo PP que defiende el toreo allá donde va, que lo convierte en BIC en
las zonas donde gobierna y que critica y recurre su prohibición en las que no.
Sin embargo, este mismo partido ahora considera que el Toro de la Vega ya es
pasarse.
No es el único. Desde hace tiempo vengo
detectando, cuando leo por Internet el debate sobre el Toro de la Vega, esa
separación. Muchos taurófobos (yo lo siento, pero si te gusta ver cómo matan
toros no eres taurófilo sino taurófobo) consideran que el festejo de
Tordesillas traspasa ciertas líneas esenciales: que es excesivo, demasiado
bárbaro, demasiado cruel, demasiado sangriento. No hará falta decir que el
argumento me fascina, porque es la hipocresía pura. Se trata del mismo acto (la
muerte de un toro a manos de una cuadrilla de humanos) pero mientras que en un
caso nos hacemos pajas en torno a conceptos como Arte, Tradición y Peligro, en
otro hablamos de gañanes incultos.
Como digo, el decreto recoge esta
separación. Al definir de forma tan tajante lo que es un “espectáculo popular y
tradicional” no deja una sola posibilidad de que se aplique a las corridas
tradicionales: en las plazas de toros castellanoleonesas seguirán muriendo
astados. En cuanto a las razones de la decisión, se habla de la “ética social”
y de la “sensibilidad de una sociedad que se manifiesta de manera reiterada y
creciente” a través de toda clase de medios incluyendo “movilizaciones
públicas” (que son mencionadas dos veces en la Exposición de Motivos del
decreto-ley). Razonamiento sorprendente por cuanto podría aplicarse, palabra
por palabra, a la lidia “culta” en plaza de toros.
En fin, quizás también hay que tener en
cuenta que no solo los defensores del tauricidio están permeados de clasismo,
sino también sus atacantes. Torturar y matar un toro es un acto esencialmente
idéntico, lo hagan unos palurdos borrachos o José Tomás en estado de gracia,
pero igual que hay menos protaurinos dispuestos a defender la barbaridad
tordesillana, hay más antitaurinos con ganas de implicarse en acciones contra
ellas. También hay que tener en cuenta que un único festejo de un único pueblo
es un objetivo más asequible que una industria que, aunque mucho menos potente
de lo que fue en tiempos, sigue teniendo presencia en todo el territorio
nacional y moviendo decenas de miles de euros.
Leo los párrafos anteriores y parece que
me lamento de que hayan prohibido el Toro de la Vega. No es así. De hecho, me
alegro bastante: era un espectáculo que no podía continuar. Simplemente quería
señalar las interrelaciones entre esta prohibición y el clasismo de quien
rechaza un festejo popular por “bárbaro” y acepta esencialmente la misma cosa
cuando la hace un individuo vestido de payaso en una plaza de toros ante todos
los notables de la provincia.
Sentado eso, vamos a analizar un poco lo
que intentó hacer el Ayuntamiento de Tordesillas para evitar el decreto-ley.
Recordemos que estamos ante una norma con rango de ley, así que los medios de
defensa del perjudicado son escasos, y pasan por acudir al Tribunal
Constitucional o a Europa. En primer lugar, intentó iniciar un proceso en defensa
de la autonomía local: se trataba de alegar ante el TC que la norma
castellanoleonesa invadía competencias locales al decirle cómo tiene que regular
el torneo del Toro de la Vega.
No coló, claro. La Comunidad Autónoma
tiene competencia exclusiva sobre fiestas y tradiciones populares y sobre
espectáculos públicos y actividades recreativas (párrafos 31º.f y 32º del artículo 70.1 del Estatuto de Autonomía, así como competencia de desarrollo en
materia de sanidad animal (artículo 71.1.9º ET). Al prohibir la muerte
del Toro de la Vega está tutelando intereses supramunicipales y lo está
haciendo en ejercicio de sus competencias. En esas condiciones, el Tribunal
Constitucional directamente inadmitió el recurso por no estar bien
fundamentado.
Tras esta resolución, al Ayuntamiento de
Tordesillas solo le quedaba el recurso al pataleo, y a patalear se ha dedicado
durante tres años. En 2016 presentó solicitud para celebrar el Toro de la Vega
sin adaptar los estatutos del torneo al nuevo decreto-ley. La Administración
autonómica se la denegó, claro: si hay una ley que prohíbe matar al toro en
festejos populares y yo convoco un festejo popular donde se va a matar al toro,
pues no me van a dar la licencia. El Ayuntamiento recurrió el asunto,
sucesivamente, al Juzgado de lo Contencioso-administrativo (que desestimó su
recurso), al TSJ autonómico (que desestimó su recurso) y al Tribunal Supremo
(que es quien, ahora, ha inadmitido su recurso de forma definitiva).
En estos tres recursos judiciales, los
letrados del Ayuntamiento debían saber que no tenían nada que hacer: la norma
era clara (“se prohíbe dar muerte a las reses de lidia en los espectáculos
taurinos populares y tradicionales”) y el acto administrativo recurrido se
basaba en esa única razón. Así que intentaron recurrir la constitucionalidad de
la norma. Y, como un tribunal ordinario no puede valorar si una ley es
constitucional o no, trataron de convencer a los sucesivos órganos judiciales
(primero el Juzgado, luego el TSJ y luego el Supremo) de que le preguntaran al
Tribunal Constitucional si el decreto-ley 2/2016 era conforme a la
Constitución.
No solo ninguno hizo caso, sino que los
tirones de orejas son importantes. El TSJ, al analizar el recurso que
presentan contra la sentencia del Juzgado, dice que “no contiene (…) ninguna
crítica a la sentencia de instancia [es decir, a la sentencia que se recurre],
limitándose la parte apelante a reproducir las alegaciones realizadas en la vía
administrativa”. También afirma que no hay razones para cuestionar la
constitucionalidad de la norma autonómica, señalando entre otras cosas que el decreto fue convalidado sin votos en contra
y que “la tradición sin más no es un argumento para justificar la persistencia
de determinados ritos”. Vamos, que se han limitado a reproducir en todas partes
unos argumentos que, además, no van a ningún sitio.
¿Y ahora? Ahora nada. A nivel político,
no creo que la cosa cambie mucho después de las elecciones del 26 de abril. Aunque
Vox obtenga representación parlamentaria y ésta sea necesaria para que el PP
revalide su Gobierno (sinceramente no creo que pase algo así: el PP parte de
una situación de casi mayoría absoluta: tiene justo la mitad de los escaños de
las Cortes castellanoleonesas), la cuestión del Toro de la Vega es
relativamente menor. No es de las que condicionan gobiernos, y más teniendo en
cuenta que la prohibición sucedió hace tres años y que es algo que, por mucho
revuelo que cause, afecta a un único pueblo.
A nivel jurídico, los de Tordesillas han
dicho que van a encargar un informe jurídico para estudiar “qué posibilidades
se abren”, insinuando que van a recurrir a la Unión Europea. Buena suerte con
eso. El derecho de la Unión, al formular sus políticas, debe tener “plenamente
en cuenta las exigencias en materia de bienestar de los animales como seres
sensibles” (artículo 13 TFUE). De inmediato matiza y dice que esta norma
respetará las costumbres y leyes de cada Estado, pero eso no se aplica a
nuestro caso: puede que la UE no vaya a venir a prohibir la tauromaquia, pero
sin duda no va a levantar una decisión de un Estado miembro que tiene como
único contenido impedir que en una fiesta popular se dé muerte a un animal.
Así que si los de Tordesillas encargan un
informe para ver qué posibilidades se abren, la única conclusión puede ser “plegarse
a la norma, que para eso está”. Ya lo llevan haciendo unos cuantos años. El Toro
de la Vega se ha hecho ya dos años en su versión adaptada y, aunque en realidad
tampoco es óptimo que el núcleo de las fiestas del pueblo consista en perseguir
a un animal por las calles del mismo, eso será una batalla que se luchará (y se
ganará, no me cabe duda) en el futuro. Si no hay un cambio político a corto
plazo, esos dos años de torneo no sangriento se convertirán pronto en diez, y
luego en veinte, y antes de eso se habrán asentado en la normalidad y a los
tordesillanos les empezará a parecer una absoluta marcianada salvaje la
costumbre que tenían antes. Entre otras cosas porque lo era.
El Toro de la Vega está prohibido, y es una
victoria. Una victoria de una sociedad que cada vez aguanta menos el maltrato
animal, a quien los festejos de reses taurinas (desde corridas hasta encierros,
pasando por capeas, lidias de vaquillas y toda la tipología) cada vez resultan
más ajenos. Creo, de hecho, que la muerte definitiva de la costumbre taurina vendrá
más por el completo desinterés del público general que por la actividad de los
animalistas: éstos podrán darle la puntilla –toma símil taurino–, pero el hecho
es que esta fiesta hace mucho que no le interesa a nadie.
Por eso está herida de muerte: porque a
la sociedad española ya no le interesa presenciar en directo la muerte de un
toro. Así, cuando los grupos animalistas y antitaurinos hacen un poco de
presión para que se recorten sus subvenciones, para que se prohíba en alguna
zona del territorio o para que se elimine alguna de sus manifestaciones que
tiene fama de ser especialmente cruel, el tema tiene muchas posibilidades de
salir adelante.
Y de eso nos alegramos todos.