Ya han sido las elecciones catalanas y
España parece (parece) que no se ha resquebrajado aún. De hecho, dado el
porcentaje de votos que han recibido las listas pro-independencia y que
probablemente la CUP no votará a Más si le proponen como candidato, parece que
el proceso de independencia está bloqueado. Pero en la emoción de las
elecciones parece que nos estamos olvidando de algo: la reforma de la Ley
Orgánica del Tribunal Constitucional que presentó el PP (no el Gobierno) hace
pocos días.
El texto de la proposición (que
aún está en trámite parlamentario) es aterrador. Modifica sólo tres preceptos
de la norma, pero su alcance es enorme. Sin duda lo más debatido es la
propuesta del nuevo artículo 92 LOTC. El texto actual de este precepto permite
que el Tribunal Constitucional disponga quién debe ejecutar sus sentencias y
que anule las resoluciones que contravengan éstas. La proposición amplía de
manera exorbitante estos poderes: le permite aprobar cualquier medida de
ejecución que considere oportuna y ordenar a cualquier Administración que la
cumpla.
¿Y si esta autoridad incumple estas
órdenes de ejecución? Pues si esta reforma se aprueba el Tribunal
Constitucional podrá multar a las personas que incumplan (sí, a las personas
concretas que dejen de cumplir la resolución, no a la entidad o institución)
con hasta 30.000 €, ordenar al Gobierno que pase por encima de sus competencias
y ejecute él la sentencia e incluso suspender en sus funciones a las personas
que dejen de cumplir. Ahí queda eso.
Esta reforma es, no hace falta decirlo,
inconstitucional. Por ejemplo, la segunda medida que he mencionado (que se
ordene al Gobierno ejecutar la sentencia pasando por encima de las competencias
de la autoridad que incumpla) implica que el Tribunal Constitucional puede
decidir, por las buenas, suspender la autonomía de una Comunidad Autónoma. Esta
posibilidad está prevista en el artículo 155 CE, pero es para casos graves
y, como decisión política que es, la tiene que aprobar un órgano político, en
este caso el Senado.
En cuanto a la posibilidad de suspender
en sus funciones a las personas que dejen de incumplir, sanción que además
puede imponerse sin un límite superior de tiempo (la medida durará “el tiempo
preciso” para que se cumpla la sentencia), atenta directamente contra todo
orden institucional. La reforma está pensada para ser aplicada a las Comunidades
Autónomas, pero cualquiera de las autoridades o empleados del Estado, incluido
el presidente del Gobierno, podría ser afectado. Esta reforma permite que el Tribunal
Constitucional (un órgano sin legitimidad democrática) expulse de su puesto a
cualquier funcionario público durante el tiempo que desee y sin posibilidad de
recurso.
Esta competencia que la reforma pretende
atribuir al Tribunal Constitucional es inconstitucional porque vulnera el
principio parlamentario (artículo 1.3 CE): la suspensión de empleo no
está prevista en la Constitución ni en los Estatutos de Autonomía, y si lo
estuviera no quedaría en manos de este órgano sino del Congreso de los
Diputados o del Parlamento autonómico.
Es cierto que también está prevista como pena
de algunos delitos, pero se trata de un caso muy diferente, donde ha habido un
proceso con todas las garantías ante un tribunal que se presume imparcial. Aquí
ni se prevé proceso alguno (más allá de genéricas remisiones a las leyes
procesales ordinarias) ni el tribunal es imparcial, porque sus miembros han
sido nombrados por actores políticos y porque va a juzgar a personas a las que
él mismo acusa de haber incumplido su sentencias. Ante el incumplimiento de
sentencias del Tribunal Constitucional lo que habría que hacer es llevar a las
autoridades y funcionarios incumplidores ante la jurisdicción ordinaria,
acusarles de un delito de desobediencia y esperar que, ahora sí, sean
suspendidos de sus funciones o incluso inhabilitados.
Además, vengo pensando en suspensiones
cortas, de unos pocos días o semanas. Pero no olvidemos que suspender a alguien
de sus funciones durante el tiempo suficiente es equivalente de facto a cesarle, y las causas de cese
del presidente del Gobierno y de los ministros, por ejemplo, son tasadas y
están previstas en la Constitución (artículos 100 y 101). En definitiva,
que no hay por dónde cogerlo.
Esta norma, de ser aprobada, alterará
totalmente el equilibrio institucional, dándole al Tribunal Constitucional el derecho
de vida y muerte sobre cualquier cargo público. Lanzará a este órgano a la
primera línea de la política (como si ya no lo estuviera) y, en consecuencia,
devaluará aún más el rigor técnico de sus resoluciones… que son la única fuente
de autoridad y credibilidad que tiene un órgano jurisdiccional. Pretende convertirlo
en un gendarme, un guardia de la porra del tráfico político.
Pero es que además es una torpeza
política propia de un gobierno como el de Mariano Rajoy. Como he dicho, es una
reforma pensada para enfrentarse al desafío independentista de cierto sector de
la sociedad catalana. Pero pensemos que el proceso separatista sigue adelante y
tenemos Declaración Unilateral de Independencia. El Gobierno catalán sale
conscientemente de la legalidad española y pretende fundar una nueva. ¿Y qué
hace el Gobierno español para enfrentarse a esto? Sacar el espantajo del Tribunal
Constitucional. ¿No suena un poco ridículo?
Amenazar con el Tribunal Constitucional a
alguien que pretende situarse fuera del alcance del Derecho español es como amenazar
a un ateo con el infierno: puede quedar bien ante los compañeros de partido,
pero útil, lo que se dice útil, no es. Artur Mas y todos los demás implicados
ya saben que lo que van a hacer es ilegal y les da igual porque su proyecto
político ha sido sistemáticamente bloqueado en todas las vías legales. Ya saben
que como salga mal los tribunales españoles van a tener mucho que decir, ya han
asumido ese riesgo. ¿Qué sentido tiene amenazarles con un órgano más?
El domingo pasado, el 48% de los votantes
catalanes apoyaron a opciones que quieren la independencia de España, en unos
comicios donde ha habido alta participación. Esta cifra parece que no para de
crecer, y la verdad es que me resulta normal viendo cómo tratan el problema las
instituciones, los partidos, los periodistas y buena parte de la sociedad
española. Pero tenemos que ser conscientes de una cosa: si ese porcentaje sigue
creciendo al final se van a ir, Tribunal Constitucional o no.
Yo no quiero que los catalanes se vayan
porque significaría un fracaso a muchos niveles. Pero para eso la vía es la de
la democracia, el diálogo y el pacto. Que puedan irse pero que no quieran. Con
la represión nunca se llega a nada a largo plazo y, además, es muy injusto para
las personas a las que se les dice que tienen medios legales para plantear
reclamaciones y posteriormente se les impide el empleo de dichos medios. Ojalá la
Constitución española permitiera el derecho de autodeterminación. Otro gallo
nos cantaría.