El
principio de precaución es algo a lo que vamos a tener que enfrentarnos los
escépticos durante mucho tiempo, especialmente aquellos que tienen como campo
de actuación los transgénicos, el medio ambiente o las vacunas. Es algo que ha
llegado para quedarse, y por ello el movimiento escéptico tiene que entenderlo
bien. Este texto pretende ser una breve introducción a qué es y cómo funciona.
Tradicionalmente
el Derecho se enfrentaba a lo que ha dado en llamarse “peligros”. Los peligros
son amenazas de daño que derivan de la naturaleza, como puedan ser los
incendios forestales, las sequías, las hambrunas, las enfermedades o los
terremotos. Se trata de amenazas accesibles al conocimiento medio, lo que
significa que cualquiera puede ver que son una amenaza. Por ello no hay ningún
problema en que el Derecho los tipifique como elementos a eliminar. Se busca el
“peligro cero”: erradicar las enfermedades, evitar las hambrunas, atajar los
incendios y evitar su propagación, etc.
Para
evitar los peligros nuestros mejores aliados son la ciencia y la tecnología. El
nuevo conocimiento que éstas aportan nos permite producir más alimentos, llevar
el agua a todas partes, poder curar y prevenir las enfermedades y demás. Sin
embargo la ciencia, a la vez que nos salva de peligros, nos aboca a riesgos.
Los riesgos son precisamente amenazas que no vienen de fuera, sino que derivan
de la decisión humana plasmada en tecnología.
Al
contrario que los peligros, los riesgos no son accesibles al conocimiento
medio: es necesario conocimiento experto, científico, para medirlos o incluso
para saber que están ahí. Y a veces ni siquiera eso basta: en materias
punteras, que avanzan muy rápido, es perfectamente posible que haya debates
sobre qué es y qué no es seguro. Los estudios tardan en hacerse, publicarse y
replicarse, y aquí el tiempo es vital porque si hay un riesgo éste puede
concretarse en cualquier momento. Puede que los científicos que hacen algunos
de los estudios se equivoquen, o simplemente que no se les ocurra cruzar los
efectos de la materia en que trabajan con los efectos de otra distinta. A la
larga el problema se corregirá pero, como hemos dicho, aquí el tiempo importa.
El
Derecho no puede reaccionar hacia los riesgos de la misma manera que hacia los
peligros. No se puede tender al riesgo cero, porque ello implicaría prohibir la
tecnología que genera el riesgo y caer de nuevo en manos del peligro, y eso es
inasumible. Al contrario, el Derecho debe buscar alejarnos de los peligros, y
en consecuencia legalizar, regular e incluso fomentar las tecnologías
arriesgadas. Para ello, ha de fijar el nivel de riesgo que una sociedad tolera,
y regular a partir de ahí.
Esta
decisión no tiene bases científicas sino políticas: los científicos pueden
medir, con mayor o menor precisión, qué riesgo tiene una tecnología, pero eso
no dice nada sobre si una sociedad va a tolerar ese nivel de riesgo o no. Aquí
se plantea por primera vez el principio de precaución, que está presente en el
debate sobre qué debe regularse, cómo y con qué umbrales.
Supongamos
que este primer estadio ha pasado ya y la tecnología está legalizada. De
repente se concreta el riesgo. Nadie ha actuado con negligencia, nadie ha
mentido para obtener una licencia, no hay dolo… simplemente se concreta un
riesgo que todos sabían que podía darse. Aún peor: tenemos un daño que parece
que deriva del riesgo pero no se puede estar seguro. Esto supone un problema
nuevo de la sociedad del riesgo: antes si se concretaba un peligro se sabía qué
era y dónde estaba. Un incendio forestal es un incendio forestal: se sabe dónde
está y se tienen protocolos preparados para enfrentarse a él. Ahora, con los
riesgos, no es así. ¿Qué pasa si el Estado manda retirar un producto
presuntamente dañoso y luego se demuestra su inocuidad? Y, en sentido
contrario, ¿qué pasa si el Estado permanece pasivo y luego se demuestra que el
producto era dañoso?
En
el caso que acabamos de describir los hechos son imposibles de determinar por
el momento y sin embargo se le está exigiendo al Estado que actúe y que lo haga
ya porque se están irrogando daños. Esto es algo absolutamente novedoso en
Derecho, porque tradicionalmente la Administración puede esperar a saber, al
menos, qué está pasando. Aquí, haga lo que haga va a carecer de cobertura
jurídica, porque no tiene base fáctica ni para decidir actuar ni para decidir
no actuar. Al final, actúe o no, tendrá que enfrentarse a reclamaciones por
parte de los afectados por la medida.
Es
aquí, precisamente aquí, donde opera el principio de precaución en su versión
más jurídica. Es una cobertura para que el Estado pueda actuar de urgencia
contra productos de los que se sospecha que pueden estar causando daños. Con el
principio de precaución se asume que el Estado puede equivocarse y no por ello
va a tener que enfrentarse a reclamaciones judiciales por parte de los
empresarios afectados. Por supuesto, para que el principio de precaución le
proteja debe aplicarlo de forma proporcionada.
Un
buen ejemplo está en la crisis de los pepinos en Alemania: de repente empiezan
a aparecer enfermos en hospitales, algunos de los cuales mueren. Al comparar
las listas de alimentos los indicios apuntan a una partida de pepinos
procedentes de España. No hay tiempo de hacer análisis ni pruebas: está
muriendo gente y hay que ir contra cualquier cosa que pueda ser la causa, para
evitar, simplemente, que siga habiendo muertos. Finalmente el Estado se
equivocó, pero con las pruebas que tenía y el escaso tiempo de reacción de que
disponía tampoco podría haber hecho otra cosa.
Este
es el verdadero sentido del principio de precaución. Sin embargo, cabe decir
que después del desastre de Fukushima se ha visto algo modificado en su
formulación. Después de Fukushima ya no es necesario que se produzca un daño
para aplicar el principio, sino que se puede invocar ante meras hipótesis. Esto
y no otra cosa es un test de estrés, se le aplique a las centrales nucleares o
a la banca: comprobar que la entidad examinada podría resistir los embates de
una situación externa extremadamente grave (aunque su probabilidad sea muy
baja) y sancionarle si no lo hace.
En
conclusión, el principio de precaución es una realidad jurídica muy concreta,
que surge para gestionar los riesgos derivados de la técnica. Supone una
auténtica revolución por cuanto capacita al Estado para incidir de forma
sustancial en la esfera jurídica privada sin que se haya probado un solo hecho.
Para
ampliar conocimiento sobre este tema:
·
Sobre
la influencia de la gestión del riesgo en el Derecho administrativo. José
ESTEVE PARDO, 2003. “De la policía administrativa a la gestión de riesgos”, en Revista española de Derecho administrativo (nº
119).
·
Sobre
el principio de precaución en España y la UE. Dimitry BERBEROFF (coord.), 2003.
El principio de precaución y su
aplicación en el Derecho administrativo español. CGPJ-Centro de
Documentación Judicial.
·
Una
visión crítica sobre el tema. Cass R. SUNSTEIN, 2009. Leyes de miedo: más allá del principio de precaución. Katz.