Si lees este blog de forma habitual puede
que te hayas dado cuenta de que yo no uso lenguaje inclusivo. En realidad sí
intento que lo que escribo englobe al mayor número de gente posible (y por eso
a veces abuso de las perífrasis y frases hechas), pero no empleo genéricos con
a, con x, con @ ni con e. Las razones por las que no lo hago quedan para otro
día. Hoy quiero hablar de otra cosa: en general las razones que se esgrimen
contra el lenguaje inclusivo me parecen débiles, más propias de la vaguería y
de las pocas ganas de cambiar que de un pensamiento conservador articulado. Voy
a discutir el tema.
Podemos empezar con una afirmación en la
que creo que todo el mundo estará de acuerdo: el lenguaje es importante. Las palabras
que se emplean para describir una realidad no son neutras, siempre añaden una
carga valorativa. Si me vas a decir que no estás de acuerdo con esta premisa sé
coherente y promete que nunca más vas a decir “no es una crisis, es una estafa”,
a afirmar que “no se llama copago sino repago”, a criticar que Podemos defina
al grupo dominante en esta sociedad como “casta” ni a atacar la retórica neoliberal
que emplea el Gobierno. Si el lenguaje no es importante no lo es para nada en
absoluto, y nunca procede corregirle a un adversario político el uso que hace
del mismo.
Entonces, si el lenguaje es importante,
no parece que haya nada de malo en querer diferenciar el genérico del masculino.
Al fin y al cabo, uno de los postulados tradicionales del feminismo dice que,
en el patriarcado, el hombre es lo general y la mujer lo particular. Para poder
construir un mundo en el que no sea así debemos tener un lenguaje que nos
permita nombrarlo. Diga lo que diga la RAE.
En general sacar a la RAE en una
discusión me parece mala idea. El trabajo de esta institución puede tener dos
significados: descriptivo (dice cómo se habla en la realidad) o normativo
(establece cómo se debe hablar). Si el trabajo de la RAE es descriptivo no
puede usarse para corregir a otros hablantes. Sin embargo, si es prescriptivo (1),
eso no significa que sus normas deban cumplirse ciegamente. La RAE no deja de
ser un grupo de señores (y alguna señora) con privilegio económico. No son
objetivos. En consecuencia, los criterios que usan para establecer normas
lingüísticas no son absolutos ni palabra divina: podemos discutirlos y
priorizar otros, como puedan ser la justicia social o la mejor representación
de todas las realidades.
Normalmente al llegar a este punto de la
discusión aparece la analogía biológica: comparar al idioma con un ser vivo. “Bueno,
es que el lenguaje evoluciona”, se dice. “No puede cambiarse así, a golpe de
diccionario”. El problema de la analogía biológica es que puede volverse muy
fácilmente contra quienes la esgrimen. Sí, los seres vivos evolucionan por
selección natural, pero ¿acaso no existe la selección artificial (para intentar
crear especies más eficientes), y no fue de hecho observando la misma, entre
otras cosas, como se llegó a la conclusión de que la otra era posible? Y si eso
es así con los animales, ¿por qué no va a poder hacerse con un idioma, que es
una construcción humana (2)?
Los idiomas son las estructuras más
democráticas del mundo: la lengua la define quienes la hablan, y en ese sentido sí vive una evolución espontánea que las autoridades académicas sólo pueden
aspirar a recoger. Pero precisamente por eso no hay nada de malo en proponer
cambios y esperar que la masa de hablantes los acepte. Lo más que puede pasar es que sean rechazados, ¿no? Y sí, tampoco tengo nada
en contra de usar los resortes del poder (prensa, diccionarios, educación
pública) para enseñar y difundir la nueva gramática. Por supuesto siempre habrá
gente que ponga el grito en el cielo y hable de neolengua, demostrando así que
no ha leído la obra de Orwell: la neolengua es un instrumento pensado para
sacar realidades de la mente de los hablantes y que éstos no puedan criticar al
poder. El lenguaje inclusivo tiene el objetivo contrario: la representación más
fiel de realidades diversas.
En definitiva: no hay nada de malo en
pretender guiar la evolución de un idioma, incluso desde las instituciones. Lo peor que puede pasar es que la masa de hablantes no acepte las modificaciones y que,
por tanto, la tentativa fracase. Entonces, ¿hay alguna razón para oponerse,
aparte de la falta de ganas de acometer un cambio tan grande? No parece, pero
la tradición, la invocación a la RAE y la inercia son lastres demasiado poderosos. Es muy sencillo limitarse a decir que “el idioma no funciona así” sin pensar en si
debería hacerlo. Y eso es un error, porque no podemos olvidar que la lengua es
una construcción humana: podemos influir sobre ella y tenemos el deber de
hacerlo para evitar la preterición de millones de seres humanos.
(1) Como de hecho son el Diccionario o la
Gramática, aunque en el preámbulo de la 23ª edición del DRAE (antepenúltimo párrafo) haya un
descargo de responsabilidad más propio de una obra descriptiva.
(2) La pregunta es evidentemente
retórica: puede hacerse y de hecho se hace. Un ejemplo: desde que la RAE aceptó
“gais” como plural de “gay” yo cada vez lo veo en más sitios, incluso en
colectivos LGTB, cuando hasta hace dos o tres años se usaba el anglicismo.