El Gobierno de Pedro Sánchez lo tiene
jodido. Se basa en una extraña combinación parlamentaria que incluye partidos
que están más a la izquierda que el suyo y partidos de derechas pero con
aspiraciones nacionalistas o incluso independentistas. Además, cualquier
reforma constitucional exige el consenso del PP, que es quien controla el
Senado; ese mismo control le permite poner palos en las ruedas a cualquier
legislación progresista que se quiera implementar. Por último, al menos para
2018 tiene que gobernar con unos presupuestos heredados.
Así las cosas, a Sánchez le quedan
básicamente las políticas de gestos, que cuesten poco y recuerden al electorado
que el PSOE se define a sí mismo como partido progresista. Si no analizo mal la
situación, su mejor estrategia es pasarse los dos años que quedan de
legislatura dedicándose en cuerpo y alma a la tarea de no ser el PP: derogar
las partes más duras de la ley mordaza, tratar el tema catalán con diálogo y no
con palos, legislar por decreto sobre temas poco costosos, etc. La idea, por
supuesto, es que eso le conduzca a un resultado electoral decente en 2020 y a
revalidar el cargo.
Las políticas de memoria histórica se
prestan muy bien a este juego. Son baratas, cabrean a los fachas, unen a los
propios y obligan a Podemos a prestar apoyo casi incondicional. El PSOE lleva
tiempo moviendo este asunto y hablando de reformar la Ley de Memoria Histórica
para incluir extremos que se dejaron fuera la otra vez, como la anulación de
las condenas impuestas por los tribunales franquistas. Y parece que Sánchez
quiere evitar que el tema se convierta en otro “hay-que-denunciar-el-concordato”
(algo que siempre se promete en la oposición pero nunca se hace en el Gobierno),
porque ha declarado que en menos de un mes los restos de Franco estarán fuera del Valle de los Caídos.
La exhumación del dictador se enmarca en
un paquete de medidas memorialistas tales como considerar que el trabajo de
localización de fosas comunes sea una tarea del Estado, ilegalizar la Fundación
Francisco Franco o reformar el Valle de los Caídos para que deje de ser un
símbolo de victoria. Lo que más gracia me ha hecho es que Sánchez ha declarado
que la exhumación se va a hacer sin anuncio previo para evitar manifestaciones,
pero que tendrá un carácter de “normalidad democrática”. Lo siento, señor
presidente, pero no cuela. Si tienes que hacer el trabajo de noche y sin avisar
porque si no se te llena aquello de fachas que te montan un disturbio, mucha
normalidad democrática no hay.
Pero lo que más me preocupa del traslado
de la mojama de Franco no es el cómo, sino el dónde: ¿se lo van a devolver a la
familia, para que lo meta en el pazo de Meirás? ¿O van a hacer lo que sería lo
apropiado, que es incinerarlo hasta que no queden ni los restos? Hay quien se
echa las manos a la cabeza cuando propongo esto, e invoca el respeto a los
muertos. Pero es que no estamos ante un muerto cualquiera, sino ante un
dictador: un personaje público que sojuzgó España durante casi cuarenta años
mediante un régimen del cual es heredera la democracia en la que vivimos. Si ésta
quiere merecer tal nombre, tiene que desmarcarse de la figura de ese criminal,
y para ello cuantos menos miramientos mejor. Nada de enterrarlo en otro sitio,
porque entonces los herederos ideológicos del régimen irán a reunirse a ese
otro sitio.
El poder de los símbolos es importante, y
ningún símbolo es mejor que un buen monumento funerario… o su ausencia. Esto lo
sabían los partisanos que enterraron a Mussolini en una fosa común, los alemanes
que construyeron un aparcamiento encima del búnker donde se suicidó Hitler, los
soviéticos que montaron todo un mausoleo para honrar a Lenin y los faraones
egipcios que mandaban borrar de las estelas los nombres de sus antecesores. Y
por supuesto lo sabía Franco cuando decidió construir el Valle y hacerse
enterrar allí. Si quieres que una figura sea recordada y admirada, montas un monumento
en su honor; si quieres que sea denostada y que su culto público sea mal visto,
lo demueles. Sánchez tiene que decidir en qué lado está.
Hay quien me ha dicho que destruir el
cuerpo del dictador (y demoler el Valle, otra idea que defiendo yo mucho) es
precisamente una negación de la memoria histórica, ya que ¿acaso los alemanes
han arrasado los campos de concentración nazis? No cuela, porque no es lo mismo
en absoluto. Monumentos de recuerdo a las víctimas de la dictadura y centros de
estudio histórico de la guerra, los que se quieran; lugares de peregrinación de
los nostálgicos del franquismo, cero.
Así que sí, me reitero en lo que dije enun artículo de hace un año: que el fuego acabe con el problema. Cuando
escribí esas líneas el PSOE estaba en la oposición y no podía ni siquiera soñar
con que iba a tocar poder en algún momento de los siguientes siete años; podía
permitirse hacer promesas sobre el tema, y de hecho las hizo. Ahora se ha
girado la tortilla y mandan ellos, así que toca retratarse. Y como las
condiciones lo favorecen, creo que lo van a hacer. Veremos si lo hacen hasta el
final.
Góngora escribió un verso que se adecúa
muy bien a la situación, y no me voy a resistir a citarlo para cerrar este artículo.
Que tengo yo cuerpo de Góngora, vamos. Y es que ya es hora de que el cadáver
del dictador se convierta, como dijo el poeta, “en tierra, en humo, en polvo,
en sombra, en nada”.