Siempre que hay una acusación pública a cualquier personaje famoso pasa lo mismo. De repente le salen fans hasta de debajo de las piedras (incluyendo gente que, habrías jurado, jamás había oído hablar de él) y estos, con una vehemencia digna de mejor causa, lo defienden de tan injustas y calumniosas críticas. ¿Cómo se atreve nadie a decir esas cosas en público de nuestro artista, político o cineasta favorito, de este genio de su campo?
Ironías aparte, estas críticas suelen ser siempre iguales. A poco que la conducta del famoso tenga visos de ser delito y sea mínimamente personal, se exige a las personas acusadoras que vayan al juzgado a interponer la correspondiente denuncia. Salen a relucir distintas variantes del discurso «una víctima real habría denunciado, no estaría llorando en redes / en el periódico», incluyendo «una víctima real no habría tardado tanto en denunciar» y «una víctima real habría tenido tal o cual conducta durante o después de los hechos».
Y luego, claro está, se menciona la presunción de inocencia. Es como un mantra. Vale para no posicionarse y para criticar a quienes creen a los acusadores y critican la conducta del famoso. Solo hay un problema, y es que la presunción de inocencia no vale para eso.
La presunción de inocencia es un derecho fundamental. Nuestra Constitución lo recoge en el artículo 24.2 junto con otros derechos del acusado en un proceso penal, como son el de conocer la acusación, el de utilizar medios de prueba, el de no declarar contra sí mismo y el de no confesarse culpable. Se trata de un haz de facultades que fueron ideadas durante la Ilustración y las revoluciones liberales para combatir el modo en el que se llevaban los procesos penales durante el Antiguo Régimen.
Antes de las revoluciones liberales los procesos penales eran oscuros, escritos, sin derechos para el reo. A veces era legal la tortura, a veces se presumía la culpabilidad y era el acusado quien tenía que probar su inocencia, a veces ni siquiera sabía uno de qué le acusaban. Esta situación es notoriamente injusta. Ante la maquinaria jurídico-penal, el acusado está inerme, es casi una hormiguita. Es necesario dotarle de una serie de derechos que le permita hacer frente a esas ruedas trituradoras.
Ese, justo ese, es el sentido de la presunción de inocencia: que el acusado tiene derecho a que se suponga su inocencia durante todo el proceso penal. Eso tiene toda una serie de consecuencias. Una es que el estado por defecto de todo encausado es la libertad sin fianza. Solo se tomarán otras medidas (detención, prisión provisional, libertad con fianza o con retirada del pasaporte) si hay indicios que las aconsejan, y siempre por decisión judicial, durante plazos limitados y sin prejuzgar el fondo del asunto. Otra emanación de este principio es que es la culpabilidad la que debe probarse, por lo que, si no se hace de forma fehaciente, hay que absolver (in dubio pro reo). Y así sucesivamente.
Donde no juega la presunción de inocencia es en las relaciones sociales. Jueces, fiscales y policías tienen que mantenerse neutrales y no prejuzgar al encausado: yo no. Cuando a mí me cuentan una historia, tengo pleno derecho a opinar lo que a mí me dé la gana de sus protagonistas y a exteriorizarlo. Me la puedo creer o no, y puedo dar más crédito a lo que dice una de las partes que a lo que dice la otra. No tengo ninguna obligación de ser ecuánime ni de indagar por mi cuenta.
Podría pensarse que, dado que la presunción de inocencia es un elemento básico de nuestro sistema penal, haríamos bien en adoptarlo como principio ético. No creernos que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario parece, a priori, una buena regla. Pero no nos lleva a ninguna parte. Para empezar, fuera de las estrictas normas del proceso penal, ¿qué significa «demostrar lo contrario»? ¿Cuándo consideramos suficientemente demostrada una culpabilidad? ¿Cuando hay sentencia? Pero si el hecho nunca se denuncia, o si la sentencia tarda, ¿nos mantenemos durante años en una prístina posición de neutralidad? No parece sostenible. ¿Entonces? ¿La consideramos demostrada cuando hay una investigación periodística, cuando la organización donde sucedieron los hechos publica un informe, cuando hemos visto pruebas y escuchado testimonios? Al final, cada cual decide qué le vale como prueba de culpabilidad, lo cual convierte esta regla ética en inoperante, porque es lo mismo que pasa ahora.
En segundo lugar, el proceso penal está diseñado para que, aunque deba presumirse la inocencia del acusado, ello no implica afirmar que la persona que lo acusa está mintiendo. Los jueces son, en teoría, personas neutrales que buscan averiguar la verdad y que se han formado para sostenerse en ese equilibrio. A nivel de calle esto no es así. Presumir la inocencia de alguien suele significar, en la práctica, llamar mentiroso a su acusador. Y como mentir en esas circunstancias es delito (calumnia, denuncia falsa, falso testimonio), resulta que le estás imputando un delito al acusador… sin respetar su presunción de inocencia. Utilizar la presunción de inocencia en el ámbito privado nos lleva a una contradicción.
Vale, entonces ¿puedo llamar asesino o violador a cualquiera sin que me pase nada? Y si puedo, ¿por qué los periodistas no lo hacen, sino que utilizan el «presunto» para todo? Para resolver estas dudas hay que entender que la presunción de inocencia no es el único derecho fundamental que reconoce nuestra Constitución. También está, entre otros, el derecho al honor, definido como el derecho a que se respete la reputación, fama o imagen pública de una persona. Si yo llamo asesino a alguien, en especial si es una persona con proyección pública, estaría atentando contra su derecho al honor. Es por eso que a los periodistas no se les cae el «presunto» de las teclas: porque llamar a alguien asesino puede atentar contra su derecho al honor (y conllevar los juicios correspondientes), pero decir que es un presunto asesino simplemente indica que hay un proceso penal abierto (2).
Puede ser que el párrafo anterior confunda más que aclarar. Es obvio que este artículo está escrito a raíz del reportaje que ha publicado El País sobre Carlos Vermut, en el cual se le imputan actos muy probablemente delictivos. ¿Esto atenta contra el derecho al honor del cineasta, entonces? La respuesta es no, y la razón la tenemos en un tercer derecho fundamental: la libertad de expresión. Una de las facultades amparadas por este derecho es «comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión». Y la palabra importante es veraz.
Información veraz no es sinónimo de información verdadera. Si solo tuviéramos derecho a comunicar información verdadera, los periodistas no podrían publicar nada, porque, a la mínima que la noticia resultara no ser cierta (el periodista cree descubrir unos hechos que luego no son así), el medio se enfrentaría a demandas. Información veraz es algo más amplio. Una información será veraz cuando la persona que la publica la haya contrastado y haya tenido diligencia suficiente a la hora de buscar la verdad. Vaya, que haya hecho su trabajo. Si lo ha hecho, la información será veraz y estará amparada por la libertad de expresión, aunque luego resulte ser falsa.
Esta exigencia de veracidad está recogida en el Código Penal cuando regula los delitos contra el honor, es decir, la calumnia (imputarle a otro un delito) y la injuria (imputarle a otro un acto que, sin ser delictivo, atenta contra su dignidad). Esas imputaciones solo serán delito cuando se cometan sabiendo que son falsas o con «temerario desprecio hacia la verdad», es decir, sin haber realizado las constataciones suficientes para determinar que la información es veraz. Esta misma expresión se repite en el delito de denuncia falsa.
Estas son las reglas por las que se rige el debate público en estos casos. No hay que seguir la presunción de inocencia, pero sí respetar el derecho al honor de la persona sobre la que hablamos. Eso incluye realizar investigaciones periodísticas veraces y no extenderse en la valoración de lo publicado. Se puede decir que Carlos Vermut hizo tales y cuales cosas porque hay una investigación detrás, pero definirlas como agresión sexual (y al autor como agresor sexual) ya puede ser más delicado, porque el periodista no es juez y no tiene por qué saber si esa es la calificación correcta. Él habla de hechos y deja a otros el derecho (3).
Un último apunte. Hemos empezado el artículo hablando del debate público y lo hemos terminado hablando de información publicada por periodistas. Esto no es casual. Históricamente ha existido una separación nítida entre el ciudadano de a pie y el periodista, que requería de más protección por su importante labor social, pero al que le era exigible también mayor responsabilidad, ya que sus palabras forman opinión pública. Es por eso que toda la regulación y la jurisprudencia sobre honor, expresión y veracidad ha surgido al amparo de la actividad periodística.
En la era de Internet esta
separación ya no es clara. Todo el mundo tiene un altavoz potencialmente
infinito, e incluso dueños de cuentas no muy grandes pueden ver cómo un mensaje
que no han pensado demasiado se viraliza e impacta en el debate del momento. Es
todo más espontáneo y más difuso. Aun así, las reglas anteriores se siguen
aplicando: conviene atenerse solo a información veraz y no hacer valoraciones jurídicas
salvo con mucha cautela. Eso sí, no tienes que presumir la inocencia de nadie.
(1) O, en general, en un proceso sancionador de cualquier tipo, ya que se aplican las mismas garantías.
(2) Tanto lo usan que lo acaban empleando mal, para hablar del hecho («presunto asesinato») en vez de hablar de la culpabilidad de su autor. Aparte de que, si nos ponemos puristas, lo correcto sería decir «supuesto asesino», ya que lo que se presume es la inocencia.
(3) Por supuesto, estas reglas no
siempre se aplican con precisión, y no hay más que ver en qué delitos las víctimas
«mueren» y en cuáles «son asesinadas».