No hay nadie en este país que me parezca más simple y bobo que los trevijanistas. Puede que ahora mismo no sepáis de quiénes hablo, pero en cuanto empiece a caracterizarlos vais a caer enseguida. Se trata de estos pesados que, cada vez que se habla de política, empiezan a usar palabros tipo «libertad constituyente», «democracia formal», «partitocracia» o «sistema mayoritario uninominal a una vuelta». Todo son términos de la ciencia (xd) política, pero usados todos juntos delatan más una posición política (ellos lo llaman pre-política) que otra cosa.
Empecemos por el principio. Antonio García-Trevijano fue un abogado de cierto predicamento entre la oposición al franquismo. Fundó la Junta Democrática de España, una alianza improbable del PCE, otros partidos marxistas, fuerzas carlistas e incluso intelectuales del Opus, todos ellos unidos para articular una alianza antifranquista. También fue uno de los artífices de la unión de esta Junta con la Plataforma de Convergencia Democrática, una organización similar que incluía al PSOE. Es decir, fue una persona importante en su tiempo.
Y luego, llegó la transición y se olvidaron de él. En los debates de aquellos años él apostaba por la ruptura, mientras que los autores de la transición optaron por la reforma. Así que se fue de la política y, como no le pidieron que volviera, se dedicó a escribir libros y a aparecer en tertulias enarbolando el «todo mal». Como nota definitoria, la sinopsis de Teoría pura de la república, su obra magna, es: «Sin antecedentes doctrinales y sin pensadores de referencia, la Teoría Pura ha tenido que observar (…) los hechos (…), repetidos sistemáticamente en todos los Estados de partidos, para llegar a la conclusión de que las razones del fracaso (…) de éstos son congénitas e institucionales». En otras palabras, estamos ante un gurú, alguien a quien no le vale ninguna teoría política y que opina que solo él observa los hechos como son.
Podría seguir esbozando el carácter de Trevijano y de sus seguidores, ver hasta qué punto están impulsados por el resentimiento (1) y explicar cómo se han ido escorando hacia la derecha (2), pero me interesan más otras cosas. Esta gente son magufos de la política. Identifican una disfunción, que es el sistema de partidos y la supuesta nula separación de poderes. Lo convierten en el problema central, gigante, insoslayable, de todo el sistema. Y luego te venden una solución que no funciona. Por ejemplo, una de sus piezas fundamentales es una república con diputados elegidos en distritos uninominales a dos vueltas y con un presidente elegido también a dos vueltas. Es decir, Francia. Donde, como todos sabemos, no hay partidos políticos fuertes.
El otro día discutí con uno de estos trevijanistas, y pude ver en directo cómo funciona esta manera de razonar. El hombre hablaba de la prohibición de mandato imperativo, contenida en el artículo 67.2 CE. En esencia, el mandato imperativo es la posibilidad de que los electores den órdenes a su diputado. En las Cortes y Parlamentos del Antiguo Régimen, cada diputado representaba a un distrito, e iba a las reuniones con unos cuadernos de peticiones o quejas elaborados por sus electores, cuadernos que tenían fuerza vinculante. Los diputados debían rendir cuentas de si habían obedecido o no ese mandato.
El mandato imperativo es contrario a la lógica de las instituciones surgidas de la revolución liberal. En el siglo XIX, se entiende que el Parlamento representa en conjunto a la nación, no que cada diputado representa a su distrito. El Parlamento es un lugar donde personas salidas de todo el país van a hablar y a llegar a los mejores acuerdos posibles para dicho país. Para ello, tienen que ser libres de cambiar de opinión y, por tanto, queda prohibido el mandato imperativo.
Claro, pasan las décadas y los siglos. El mandato imperativo sigue prohibido, pero los partidos políticos empiezan a ganar cada vez más peso. Es difícil ser diputado sin formar parte de un partido, y aparece el concepto de disciplina de voto. La pregunta es obvia. ¿Afectan todos estos cambios a la prohibición del mandato imperativo? Es una preocupación legítima sobre la que merece la pena hacer un análisis sosegado.
Lo que hacía la persona con la que discutí no era un análisis sosegado. Este hombre había decidido, agarrándose al artículo 67.2 CE y a su análisis que hay disponible en la web del Congreso (análisis que había leído parcialmente y que no había entendido) que la disciplina parlamentaria es siempre mandato imperativo. Así que, como todas las leyes se han aprobado con disciplina parlamentaria, todas son inconstitucionales. Pero nadie lo ha declarado así porque el Tribunal Constitucional está controlado por los políticos.
Esto es tan obviamente un razonamiento magufo (lleno de saltos lógicos y de conspiranoia) que no merece la pena detenerse demasiado en él (3). Pero, como a veces hacen los magufos, plantea un problema real. ¿Cómo pueden cohonestarse, si es que pueden hacerlo, la prohibición del mandato imperativo y la disciplina de voto? Para responder a esta pregunta no te puedes agarrar a un único artículo constitucional, sino que tienes que hacer una interpretación integrada.
Porque la Constitución hace más cosas aparte de prohibir el mandato imperativo. Por ejemplo, habla de los partidos políticos como entidades nucleares del sistema. El artículo 6 dice que estas organizaciones «expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». Es decir, no son meros advenedizos. El sistema está pensado para que la voluntad popular y la representación se articule por medio de partidos, no solo de diputados y senadores que discuten libremente.
Ya que hablamos de representación, miremos el artículo 23. Este reconoce el derecho de todos los ciudadanos «a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes». Este derecho es muy novedoso en nuestra historia constitucional. Las Constituciones anteriores no contienen nada parecido: en todas ellas votar se concibe más como una función que garantiza el sistema que como un derecho subjetivo de los ciudadanos (4).
Entenderlo de esta segunda manera es muy relevante, porque cambia la lógica del modelo y vuelve, un poco, a las líneas que había antes de las revoluciones liberales. Si los ciudadanos tienen derecho a participar en la política por medio de representantes, no es descabellado exigir que estos representantes sigan siendo durante todo el mandato verdaderamente representativos de quienes los eligieron. Quienes garantizan esta permanencia son los partidos, con su disciplina de voto. Ellos presentan unas listas (abiertas o cerradas) de personas que van a defender unas ideas, y nosotros las votamos porque nos interesan más las ideas que representa el partido que los nombres y biografías de cada candidato concreto.
Además, hay que tener en cuenta que los partidos son organizaciones creadas para promover unas ciertas ideas. Quien se afilia a los mismos se supone que desea ese mismo objetivo, más aún cuando consigue que el partido le nombre candidato a cualquier cargo. Si una vez elegido se pone a defender otras ideas (es decir, traiciona el compromiso que asumió libre y voluntariamente), ¿cómo no va a poder el partido echarle de sus filas o imponerle cualquier otra sanción? Si alguien se va a desmarcar de la línea que defiende su partido, es obvio que no puede seguir formando parte del mismo. Toda organización verdaderamente autónoma tiene que poder expulsar a aquellos de sus miembros que no cumplan las normas, y en una organización de carácter ideológico una norma vital es promover la ideología que sea.
Entonces, ¿en qué queda la prohibición del mandato imperativo? Pues queda algo arrinconada, pero sigue existiendo. En las elecciones votamos a partidos, y esos partidos actúan con disciplina de voto. Si alguien la rompe, su organización le puede sancionar. Pero, y esto es importante, la sanción solo puede darse en el ámbito de la organización: expulsarlo de la misma, quitarle el salario del partido, echarlo del grupo parlamentario, etc. No puede privarle de su cargo de diputado o senador, ni del sueldo correspondiente, ni de sus derechos parlamentarios.
Esto es lo que significa la prohibición de mandato imperativo hoy en día: la idea de que, por mucho que un diputado sea miembro de un partido, el escaño es suyo y no del partido. El partido puede, en ejercicio de su autonomía organizativa, expulsar o sancionar a sus miembros, pero no puede obligarlos a dimitir para nombrar a otro más obediente, porque eso sería también un fraude al derecho de representación. Sí, la gente votó a una lista bajo unas siglas, pero esa lista tenía también unos nombres concretos.
Entiendo que este equilibrio entre dos polos tan opuestos pueda ser insatisfactorio para muchas personas. Cuando alguien comete un acto de transfuguismo, parece que no hay muchas consecuencias, pues puede seguir siendo diputado. Y, por el otro lado, uno se pregunta para qué tenemos tantos parlamentarios si la votación final la deciden los jefes de los partidos (5). Quizás en el futuro haya que arrumbar uno de los dos principios: o bien nos cargamos los partidos y volvemos a un Parlamento tipo decimonónico (aunque me gustaría saber cómo articulas la representación política de 45 millones de personas sin partidos fuertes) o bien pasamos de todo y permitimos el mandato imperativo.
Pero lo que no puede ser es ponernos en plan magufos de lo jurídico, agarrarnos a un único artículo e impugnar a partir de ahí todo el sistema. Esto lo hacen mucho los trevijanistas, pero no es patrimonio suyo: es más corriente de lo que se cree. Yo he necesitado casi 2000 palabras, citar varios artículos constitucionales y hablar un poco de historia para dar una explicación muy superficial de un tema complejo.
Supongo que lo que vengo a decir es:
anda, no seáis bocas y no habléis de lo que no sabéis. O, al menos, intentad
hacerlo sin sentar cátedra.
(1) En la web de su movimiento dicen que el presidente actual es un tal Miguel Gómez «tras el abandono y la dimisión de los demás que fueron nombrados por el fundador». Esta frase no solo es de resentidito, sino que también muestra que, en la Alianza Democrática de Demócratas por la Democracia, a los jefes los elige a dedo el fundador.
(2) Rubén Gisbert, el abogado inútil que a mediados de noviembre intentó acampar ante el Congreso, es una de las caras más visibles del movimiento trevijanista.
(3) Solamente por señalar el absurdo principal: ¿por qué iban los creadores de la actual partitocracia a incluir en la Constitución una cláusula que anularía todas las leyes creadas por dicha partitocracia?
(4) La Constitución de 1869 prohíbe privar del voto a españoles que estén en pleno goce de sus derechos civiles, y la de 1931 declara que los ciudadanos mayores de 23 años de ambos sexos tienen los mismos derechos electorales. Y ya.
(5) La respuesta es, claro, porque
se necesita mucha gente para trabajar en detalle sobre todos los textos que
llegan a las Cortes y para llegar a esos acuerdos que luego las cúpulas de los
partidos ejecutan vía disciplina parlamentaria.