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miércoles, 27 de diciembre de 2023

Mandato imperativo

No hay nadie en este país que me parezca más simple y bobo que los trevijanistas. Puede que ahora mismo no sepáis de quiénes hablo, pero en cuanto empiece a caracterizarlos vais a caer enseguida. Se trata de estos pesados que, cada vez que se habla de política, empiezan a usar palabros tipo «libertad constituyente», «democracia formal», «partitocracia» o «sistema mayoritario uninominal a una vuelta». Todo son términos de la ciencia (xd) política, pero usados todos juntos delatan más una posición política (ellos lo llaman pre-política) que otra cosa.

Empecemos por el principio. Antonio García-Trevijano fue un abogado de cierto predicamento entre la oposición al franquismo. Fundó la Junta Democrática de España, una alianza improbable del PCE, otros partidos marxistas, fuerzas carlistas e incluso intelectuales del Opus, todos ellos unidos para articular una alianza antifranquista. También fue uno de los artífices de la unión de esta Junta con la Plataforma de Convergencia Democrática, una organización similar que incluía al PSOE. Es decir, fue una persona importante en su tiempo.

Y luego, llegó la transición y se olvidaron de él. En los debates de aquellos años él apostaba por la ruptura, mientras que los autores de la transición optaron por la reforma. Así que se fue de la política y, como no le pidieron que volviera, se dedicó a escribir libros y a aparecer en tertulias enarbolando el «todo mal». Como nota definitoria, la sinopsis de Teoría pura de la república, su obra magna, es: «Sin antecedentes doctrinales y sin pensadores de referencia, la Teoría Pura ha tenido que observar (…) los hechos (…), repetidos sistemáticamente en todos los Estados de partidos, para llegar a la conclusión de que las razones del fracaso (…) de éstos son congénitas e institucionales». En otras palabras, estamos ante un gurú, alguien a quien no le vale ninguna teoría política y que opina que solo él observa los hechos como son.

Podría seguir esbozando el carácter de Trevijano y de sus seguidores, ver hasta qué punto están impulsados por el resentimiento (1) y explicar cómo se han ido escorando hacia la derecha (2), pero me interesan más otras cosas. Esta gente son magufos de la política. Identifican una disfunción, que es el sistema de partidos y la supuesta nula separación de poderes. Lo convierten en el problema central, gigante, insoslayable, de todo el sistema. Y luego te venden una solución que no funciona. Por ejemplo, una de sus piezas fundamentales es una república con diputados elegidos en distritos uninominales a dos vueltas y con un presidente elegido también a dos vueltas. Es decir, Francia. Donde, como todos sabemos, no hay partidos políticos fuertes.

El otro día discutí con uno de estos trevijanistas, y pude ver en directo cómo funciona esta manera de razonar. El hombre hablaba de la prohibición de mandato imperativo, contenida en el artículo 67.2 CE. En esencia, el mandato imperativo es la posibilidad de que los electores den órdenes a su diputado. En las Cortes y Parlamentos del Antiguo Régimen, cada diputado representaba a un distrito, e iba a las reuniones con unos cuadernos de peticiones o quejas elaborados por sus electores, cuadernos que tenían fuerza vinculante. Los diputados debían rendir cuentas de si habían obedecido o no ese mandato.

El mandato imperativo es contrario a la lógica de las instituciones surgidas de la revolución liberal. En el siglo XIX, se entiende que el Parlamento representa en conjunto a la nación, no que cada diputado representa a su distrito. El Parlamento es un lugar donde personas salidas de todo el país van a hablar y a llegar a los mejores acuerdos posibles para dicho país. Para ello, tienen que ser libres de cambiar de opinión y, por tanto, queda prohibido el mandato imperativo.

Claro, pasan las décadas y los siglos. El mandato imperativo sigue prohibido, pero los partidos políticos empiezan a ganar cada vez más peso. Es difícil ser diputado sin formar parte de un partido, y aparece el concepto de disciplina de voto. La pregunta es obvia. ¿Afectan todos estos cambios a la prohibición del mandato imperativo? Es una preocupación legítima sobre la que merece la pena hacer un análisis sosegado.

Lo que hacía la persona con la que discutí no era un análisis sosegado. Este hombre había decidido, agarrándose al artículo 67.2 CE y a su análisis que hay disponible en la web del Congreso (análisis que había leído parcialmente y que no había entendido) que la disciplina parlamentaria es siempre mandato imperativo. Así que, como todas las leyes se han aprobado con disciplina parlamentaria, todas son inconstitucionales. Pero nadie lo ha declarado así porque el Tribunal Constitucional está controlado por los políticos.

Esto es tan obviamente un razonamiento magufo (lleno de saltos lógicos y de conspiranoia) que no merece la pena detenerse demasiado en él (3). Pero, como a veces hacen los magufos, plantea un problema real. ¿Cómo pueden cohonestarse, si es que pueden hacerlo, la prohibición del mandato imperativo y la disciplina de voto? Para responder a esta pregunta no te puedes agarrar a un único artículo constitucional, sino que tienes que hacer una interpretación integrada.

Porque la Constitución hace más cosas aparte de prohibir el mandato imperativo. Por ejemplo, habla de los partidos políticos como entidades nucleares del sistema. El artículo 6 dice que estas organizaciones «expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». Es decir, no son meros advenedizos. El sistema está pensado para que la voluntad popular y la representación se articule por medio de partidos, no solo de diputados y senadores que discuten libremente.

Ya que hablamos de representación, miremos el artículo 23. Este reconoce el derecho de todos los ciudadanos «a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes». Este derecho es muy novedoso en nuestra historia constitucional. Las Constituciones anteriores no contienen nada parecido: en todas ellas votar se concibe más como una función que garantiza el sistema que como un derecho subjetivo de los ciudadanos (4).

Entenderlo de esta segunda manera es muy relevante, porque cambia la lógica del modelo y vuelve, un poco, a las líneas que había antes de las revoluciones liberales. Si los ciudadanos tienen derecho a participar en la política por medio de representantes, no es descabellado exigir que estos representantes sigan siendo durante todo el mandato verdaderamente representativos de quienes los eligieron. Quienes garantizan esta permanencia son los partidos, con su disciplina de voto. Ellos presentan unas listas (abiertas o cerradas) de personas que van a defender unas ideas, y nosotros las votamos porque nos interesan más las ideas que representa el partido que los nombres y biografías de cada candidato concreto.

Además, hay que tener en cuenta que los partidos son organizaciones creadas para promover unas ciertas ideas. Quien se afilia a los mismos se supone que desea ese mismo objetivo, más aún cuando consigue que el partido le nombre candidato a cualquier cargo. Si una vez elegido se pone a defender otras ideas (es decir, traiciona el compromiso que asumió libre y voluntariamente), ¿cómo no va a poder el partido echarle de sus filas o imponerle cualquier otra sanción? Si alguien se va a desmarcar de la línea que defiende su partido, es obvio que no puede seguir formando parte del mismo. Toda organización verdaderamente autónoma tiene que poder expulsar a aquellos de sus miembros que no cumplan las normas, y en una organización de carácter ideológico una norma vital es promover la ideología que sea.

Entonces, ¿en qué queda la prohibición del mandato imperativo? Pues queda algo arrinconada, pero sigue existiendo. En las elecciones votamos a partidos, y esos partidos actúan con disciplina de voto. Si alguien la rompe, su organización le puede sancionar. Pero, y esto es importante, la sanción solo puede darse en el ámbito de la organización: expulsarlo de la misma, quitarle el salario del partido, echarlo del grupo parlamentario, etc. No puede privarle de su cargo de diputado o senador, ni del sueldo correspondiente, ni de sus derechos parlamentarios.

Esto es lo que significa la prohibición de mandato imperativo hoy en día: la idea de que, por mucho que un diputado sea miembro de un partido, el escaño es suyo y no del partido. El partido puede, en ejercicio de su autonomía organizativa, expulsar o sancionar a sus miembros, pero no puede obligarlos a dimitir para nombrar a otro más obediente, porque eso sería también un fraude al derecho de representación. Sí, la gente votó a una lista bajo unas siglas, pero esa lista tenía también unos nombres concretos.

Entiendo que este equilibrio entre dos polos tan opuestos pueda ser insatisfactorio para muchas personas. Cuando alguien comete un acto de transfuguismo, parece que no hay muchas consecuencias, pues puede seguir siendo diputado. Y, por el otro lado, uno se pregunta para qué tenemos tantos parlamentarios si la votación final la deciden los jefes de los partidos (5). Quizás en el futuro haya que arrumbar uno de los dos principios: o bien nos cargamos los partidos y volvemos a un Parlamento tipo decimonónico (aunque me gustaría saber cómo articulas la representación política de 45 millones de personas sin partidos fuertes) o bien pasamos de todo y permitimos el mandato imperativo.

Pero lo que no puede ser es ponernos en plan magufos de lo jurídico, agarrarnos a un único artículo e impugnar a partir de ahí todo el sistema. Esto lo hacen mucho los trevijanistas, pero no es patrimonio suyo: es más corriente de lo que se cree. Yo he necesitado casi 2000 palabras, citar varios artículos constitucionales y hablar un poco de historia para dar una explicación muy superficial de un tema complejo.

Supongo que lo que vengo a decir es: anda, no seáis bocas y no habléis de lo que no sabéis. O, al menos, intentad hacerlo sin sentar cátedra.

 

 

 

 

(1) En la web de su movimiento dicen que el presidente actual es un tal Miguel Gómez «tras el abandono y la dimisión de los demás que fueron nombrados por el fundador». Esta frase no solo es de resentidito, sino que también muestra que, en la Alianza Democrática de Demócratas por la Democracia, a los jefes los elige a dedo el fundador.

(2) Rubén Gisbert, el abogado inútil que a mediados de noviembre intentó acampar ante el Congreso, es una de las caras más visibles del movimiento trevijanista.

(3) Solamente por señalar el absurdo principal: ¿por qué iban los creadores de la actual partitocracia a incluir en la Constitución una cláusula que anularía todas las leyes creadas por dicha partitocracia?

(4) La Constitución de 1869 prohíbe privar del voto a españoles que estén en pleno goce de sus derechos civiles, y la de 1931 declara que los ciudadanos mayores de 23 años de ambos sexos tienen los mismos derechos electorales. Y ya.

(5) La respuesta es, claro, porque se necesita mucha gente para trabajar en detalle sobre todos los textos que llegan a las Cortes y para llegar a esos acuerdos que luego las cúpulas de los partidos ejecutan vía disciplina parlamentaria.


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sábado, 16 de diciembre de 2023

Prohibir los móviles

«Dos profesoras registran en el Parlamento más de 63.000 firmas para prohibir el uso de móviles en la infancia», titulaba el otro día ABC. Curiosamente, era verdad. La noticia habla de un par de profesoras que se han tomado un currazo inútil, porque con 63.000 firmas solo consigues que los trabajadores del Congreso tengan papel en sucio para escribir por el otro lado. Y más si son de Change.org, donde cualquiera puede firmar diecisiete veces y no se comprueba la validez de nada.

No voy a negar que tengo un sesgo en contra de quienes siguen pensando, en 2023, que las peticiones en Change.org valen para algo más que para regalarle datos a Change.org. Y más si se trata de un tema tecnológico. Utilizar esta plataforma dice bastante sobre cómo crees que funciona la tecnología. Si la empleas precisamente para pedir que se prohíba el uso de cierta tecnología, pues no puedo evitar juzgarte.

Pero, en fin, intentaremos desligarnos de los antecedentes de la propuesta y analizarla como se merece. Detrás de esta idea (con la cual, ya lo adelanto, no estoy de acuerdo) hay unos miedos y unas preocupaciones bastante entendibles. El móvil con acceso a Internet ha supuesto un cambio enorme en nuestra dinámica social. Tenemos acceso inmediato a la mayor base de datos que ha construido el esfuerzo humano, a varias formas de comunicarnos con todos nuestros conocidos, a millones de memes y chistes, a información y opinión sobre todos los temas que existen y a la posibilidad de grabar vídeo y audio con una calidad que hace cincuenta años no estaba ni al alcance de profesionales.

Es lógico que todo eso cambie la forma en que nos comunicamos. La tecnología nos permea y nos da opciones. Si los nacidos en los ’80 tuvieron acceso a los primeros ordenadores personales y los de los ’90 pasamos nuestra adolescencia entre Messenger, foros y blogs, los chavales de los ’00 y los ’10 viven en un mundo donde la televisión es a la carta, el móvil es una extensión natural de la mano, hay varias pantallas por cabeza en casa y mandar un audio es más natural que hacer una llamada. No tiene mucho sentido indignarse o luchar contra ello.

Hace años yo objetaba a la expresión «nativos digitales». Me parecía un invento de señores mayores que no eran capaces de sintonizar la televisión: no me gustaba porque suponía en los jóvenes un conocimiento digital que no teníamos, al menos no de partida. Sin embargo, hoy es un término que me convence más, porque creo que sí capta nuestra relación con lo tecnológico. El nativo de un idioma se comunica en ese idioma, pero no sabe sus reglas salvo que le enseñen gramática. El nativo de una ciudad llega de manera eficiente de su casa al trabajo y del supermercado al cine, pero no tiene por qué conocerse sus hitos turísticos ni cuáles son sus hoteles.

Si entendemos que el nativo de algo es una persona que tiene un conocimiento superficial, práctico y asistemático de ese algo, entonces los nacidos de los ’90 para delante somos nativos digitales. Los niños y adolescentes necesitan que alguien les enseñe la «gramática» digital, igual que necesitan que les enseñen la de su lengua materna. Es eso a lo que se refieren todas esas menciones a la competencia digital que hay en las leyes educativas y en los planes de estudios, por cierto.

Estas dos profesoras han optado por el camino contrario. En vez de educar en competencia digital, prohibir los móviles. Porque ojo, no quieren que se impida su uso en el colegio o en el instituto, no: eso es algo que ya pueden hacer los centros educativos y que esta misma semana el Ministerio de Educación ha propuesto que se implante a nivel nacional. Ellas van más allá. Quieren que los menores de 16 tengan prohibida la mera tenencia y uso de dispositivos móviles, que sus padres no puedan comprárselos y que (supongo) se sancione a quien incumpla tan dura legislación.

¿Cuáles son los argumentos? Se pueden leer tanto en la noticia como en su Change.org. En primer lugar, mucha cháchara sobre la «adicción» al móvil. Esto es un tópico, un lugar común que no quiere decir nada. El móvil es una herramienta multifuncional: sirve para ver vídeos, para comunicarte, para jugar a videojuegos, para escribir… Si hace muchas cosas es lógico que se use mucho, y eso no quiere decir que haya una adicción (1). En todo caso, se podrá hablar de adicción a uno o varios de los comportamientos que se instrumentan por medio del aparato. Pero hablar de adicción al móvil es tan absurdo como decir que alguien es adicto a su navaja suiza porque la usa para abrir botellas, cortar embutidos y sacar tornillos.

Luego hay otra serie de argumentos sobre la perniciosa influencia de las pantallas en la concentración y la atención de los chavales. Es aquí donde siempre se cita «un estudio» sobre problemas del móvil, sin explicar cuál es, quiénes son los autores, qué mide ni cuál es la metodología. Y también hay hueco para la apreciación personal de las dos profesoras: «los adolescentes, en el aula, "desconectan" rápidamente si las instrucciones o explicaciones no son muy cortas, o si no hay un cambio constante de dinámica. Cada vez más tienen problemas para comprender lo que se les pide en un enunciado (…), a menudo porque no llegan a leerlo hasta el final, pues lo encuentran demasiado largo».

No voy a discutir sobre las percepciones personales de las autoras de la campaña ni a rebatir el estudio ignoto. Pero sí me llama la atención una cosa: que nada de lo que dicen es culpa de los móviles. Suponiendo que sea verdad que los adolescentes ahora se desconcentran más fácilmente o les es más difícil enfrentarse a textos largos (amén de otros perjuicios que suelen mencionarse en este debate, como el acceso muy temprano a porno), la razón estaría en Internet, no en el aparato que usamos para entrar en él.

Lo cierto es que puedo creerme que Internet ha propiciado mayor cultura de la inmediatez, algo que se agrava en su configuración actual (con muchas redes sociales y con predominio del vídeo sobre el texto) y que eso puede afectar a cerebros en formación. Pero la culpa no es del dispositivo. Este es un punto de acceso muy cómodo porque lo llevamos en el bolsillo y lo desbloqueamos con unos toques, pero, si se prohíbe, los niños y adolescentes seguirán teniendo ordenadores, portátiles y televisiones para entrar en TikTok o ver a sus youtubers favoritos hacer apología del fascismo. Sería como permitirles fumar y luego ilegalizar que compren mecheros.

Y ya que hablamos de fumar, un tercer bloque de argumentos es la comparación con las drogas legales. No lo dicen en la campaña, pero sí se menciona en otra noticia relacionada, sobre un grupo de papis que también están a favor de la prohibición: reclaman «un cambio en la legislación, como ocurrió con el tabaco y el alcohol». La razón es obvia: hoy en día no aceptaríamos que los progenitores, en su libertad educativa, dieran alcohol a sus hijos. Lo veríamos como un atentado a sus derechos y a su crecimiento. Y estos padres lo que esperan es un cambio legislativo y cultural similar.

La comparación es absurda, claro. El alcohol y el tabaco son venenos. Sí, también son mecanismos de socialización y marcadores de edad y de clase, pero, por encima de cualquier otra característica, son venenos. Algo con un enorme potencial adictivo y cuya única dosis segura es cero. Eso es lo que justifica prohibir su consumo por parte de personas en desarrollo. En cuanto a otras cosas a las que los menores tampoco pueden acceder legalmente, como el porno o las apuestas, la prohibición se justifica con ideas parecidas: no son venenos, pero el primero puede interferir de forma seria en el desarrollo sexual de los chavales y las segundas directamente están pensadas para ser adictivas.

¿Se aplica esta idea al móvil? Es obvio que no. El teléfono es una herramienta, algo que se puede usar bien o se puede usar mal, pero que, sobre todo, se puede emplear para muchas cosas. Ya he mencionado la versatilidad del aparato, pero quiero recalcarla: el móvil sirve para lo que tú quieres que sirva, y puede ser vehículo de comportamientos nocivos o adictivos tanto como ser un mecanismo de socialización, aprendizaje y crecimiento. Y si eso es así, tiene que prevalecer la libertad de las familias para criar a sus hijos como quieran, con más o menos pantallas: que el Estado intervenga con una prohibición arbitraria podría incluso ser inconstitucional.

Hay un último tema, que es el que va a hacer que esta campaña nunca llegue a cumplir sus objetivos, y es que está desconectada de la realidad. Es absurda. Prácticamente todos los adultos del mundo tenemos ya un móvil inteligente, y lo usamos para mil cosas. No podemos esperar que esos mismos adultos, cuando sean padres, se vayan a dedicar a impedir que sus hijos empleen una herramienta tan básica. En el improbable caso de que la idea llegara a ser ley, nadie la cumpliría. ¿Cómo vas a fiscalizar lo que hace la gente en su casa? ¿De verdad esperan que los policías se pongan a identificar y multar chavales por usar el teléfono en la calle? Venga, venga.

Tanto Internet como el móvil que le sirve de puerta de acceso son imprescindibles en 2023. Todo pasa por ahí. Los adolescentes tienen que aprender a utilizarlos, igual que tienen que aprender a usar los electrodomésticos de su casa. Pero para aprender a usar algo hay que, bueno, usarlo. Igual que la cárcel no sirve para enseñar a nadie cómo se vive en libertad (y por eso los programas de resocialización a lo más que pueden aspirar es a no desocializar demasiado), no puedes aprender el uso responsable de las TIC si no usas las TIC. Y eso incluye cometer errores.

Yo entiendo que la escuela pública está saturada, que con ratios de 30 personas no es posible ponerse a explicar la «gramática» de Internet y que la solución más fácil ante un problema es pensar en prohibirlo. Pero también veo mucho pánico moral y mucha negativa a entender que lo digital está para quedarse (tiene narices decir esto en 2023) y ha cambiado la forma en que nos relacionamos. No la va a cambiar, no: ya la ha cambiado. No va a retroceder y no lo vas a poder prohibir. O aprendes a vivir en un mundo donde este cambio ya se ha producido o te hundes.

 

 

 

 

(1) Se viene batallita. Yo, como niño de los ’90, no era adicto al móvil, sino al ordenador, al menos según creían en mi casa. Intenté hacerles comprender que para mí el ordenador era lo que para un adolescente de otra época eran el teléfono, la televisión, los deberes y los juegos, todo a la vez. No hubo forma.

 

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jueves, 14 de diciembre de 2023

El canon bibliotecario

La afirmación de que las bibliotecas hoy no podrían inventarse se ha convertido en un lugar común. Se la he oído a varias personas, y yo mismo la he dicho con esa voz engolada que uno, que ya venía pedante de casa, pone cuando se dispone a descubrir el Mediterráneo.

Pero es que es cierta. ¿Un lugar público donde puedes ir a sentarte hasta que desgastes la silla, a estudiar tranquilo y a leer los miles de libros que tienen a tu disposición? ¿Un sitio donde puedes sacarte un carnet sin pagar nada y utilizarlo para llevarte en préstamo toda clase de material, con la sola obligación de devolverlo a tiempo y en buen estado? ¿Y donde además se hacen actividades, puedes encargarles libros o pedir que te traigan los que ya hay en otra biblioteca, todo ello también gratis? Imposible inventarlo de la nada.

Es por eso que ciertos sectores no las ven con buenos ojos. Y existen campañas, por suerte poco sistemáticas, para cargárselas. Al fin y al cabo, bajo el reinado del neoliberalismo, sobra cualquier actividad que no le dé beneficio rápido y directo a una empresa concreta. Salir a la calle para no consumir y obtener conocimiento o entretenimiento sin pagar son anatemas en nuestra querida época.

Creo que el otro día asistimos a uno de los primeros pasos de una campaña anti-bibliotecas, y no nos dimos ni cuenta. La empezó Javier Castillo, un tipo del cual yo no había oído hablar en la vida pero que al parecer es un escritor muy vendido. Al hilo de los nuevos ministros, le dejó una perlita al de Cultura: «Cada vez que tomas prestado un libro de una biblioteca, es el autor quien te lo presta gratis. O mejor dicho, el acceso universal a los libros que proporcionan las maravillosas bibliotecas está financiado por los autores». Por supuesto, la gente le dijo que de qué coño iba, y el autor laureado borró el tuit.

Ahí se habría acabado la cosa, con la boutade de un tonto, si no fuera porque el tonto decidió seguir escribiendo. Por supuesto, no se disculpó, sino que hizo la típica de «Siento que no me hayáis entendido». Al parecer, el señor Castillo no está en contra de las bibliotecas, sino que las ama y adora fuerte. Y lo único, que le parece poco el dinero que reciben los autores por los préstamos, el llamado canon bibliotecario. Esa cantidad debería incrementarse, no para él (¡que nadie piense que busca lucro personal!), sino para los autores pequeños. A lo cual contestaron las cuentas oficiales de Penguin y de CEDRO, nada menos, dándole la razón y explicando por qué es importantísimo que se aumente dicho canon bibliotecario.

Es ahí cuando a mi mente conspiranoica le pareció ver una campaña orquestada. Un tuit polémico, un borrado y unos hilos de reacción (nada menos que de uno de los principales grupos editoriales del mundo y de la mayor asociación de autores del país) con el fin de poner un tema en la agenda. Por suerte, de momento parece que nadie les ha hecho demasiado caso, una vez pasada la indignación inicial.

¿Qué es todo esto del canon bibliotecario, CEDRO y demás? Ya hablé de ello hace años, pero lo vuelvo a explicar porque ha llovido mucho. En el año 1992, la Unión Europea estableció que los autores tienen el derecho de autorizar (y, por tanto, de prohibir) el préstamo o alquiler de sus obras. Como eso se cargaría el sistema bibliotecario, en la misma norma se prevé una excepción: los Estados pueden retirarles a los autores ese derecho si, a cambio, les garantizan una remuneración por estos préstamos. Son los Estados quienes determinan libremente esta remuneración.

No fue hasta que esta obligación fue reiterada en una directiva de 2006 que España se puso las pilas, reformando en 2007 la Ley de Propiedad Intelectual para introducir el canon bibliotecario, que en realidad no estuvo reglamentado hasta 2014 y en total funcionamiento hasta 2016. Así que en España este canon lleva menos de diez años implantado según su configuración actual.

El canon establece una obligación de remuneración por los préstamos realizados por instituciones públicas (museos, archivos, bibliotecas, filmotecas…), salvo los establecimientos públicos de pueblos pequeños y las bibliotecas de las instituciones docentes. Quienes deben pagar no son estas instituciones culturales, sino los órganos y organismos que sean titulares de las mismas, es decir, el Ayuntamiento o Comunidad Autónoma de turno. El pago se realiza a través de las entidades de gestión de derechos de autor, que no son más que un nombre rimbombante para las asociaciones de autores. La SGAE es una entidad de gestión de derechos centrada en la música. CEDRO es otra, que se enfoca en los libros.

La cuantía global del canon se calcula cada año y es la suma de dos cantidades: 0,004 € por cada obra objeto de préstamo y 0,05 € por cada usuario que haya usado el servicio de préstamo. En el primer semestre del año siguiente, esta cantidad global se distribuye entre las entidades de gestión, que satisfacen a los autores la parte que les corresponda, según un criterio que deciden ellas mismas, aunque debe ser objetivo, proporcional y de público conocimiento.

De esto se quejaba el autor laureado y de esto se quejaban CEDRO y Penguin: de que estas cantidades son muy pequeñas. ¡Un 97% inferior a la media europea, según Penguin! Subirlas ayudaría a la creación literaria, «motor real de las bibliotecas públicas» (según la editorial), ya que la situación actual «crea una desventaja competitiva para el sector editorial y frena el pensamiento crítico y la lucha contra la desinformación» (según la entidad de gestión). ¡Toma ya! Nada más y nada menos que el pensamiento crítico depende de que le demos a Javier Castillo diez céntimos en vez de 0,4 cada vez que alguien saca uno de sus bodrios de la biblioteca.

Los defensores del canon bibliotecario suelen sostener (de hecho Penguin lo dice en su hilo) que no son los usuarios ni las propias bibliotecas quienes lo pagan. Hombre, solo faltaría. Sí, está claro, este canon lo pagan las Administraciones. Pero lo pagan de los presupuestos culturales, así que cuanto más alto sea este canon, menos dinero tendrán los museos, bibliotecas, archivos o filmotecas para adquirir material o programar actividades. Es decir, para cumplir su finalidad cultural.

Por eso digo que la defensa del canon bibliotecario es anti-bibliotecas. Por mucho que se quiera cubrir con grandes ideales (protección a los autores pequeños, apoyo a la creación literaria, lucha contra la desinformación), lo que hace en la práctica es descapitalizar a las instituciones que ponen la cultura al alcance de todo el mundo. El dinero público a manos privadas.

¿A qué manos? Eso es una buena pregunta. Como ya hemos visto, las Administraciones pagan una cuantía global que depende de cada libro prestado, y esa cuantía global la distribuyen las entidades de gestión entre sus socios. Es decir, que si yo voy a la biblioteca a sacar una novela policíaca de una autora estadounidense ya fallecida, la Comunidad de Madrid le quita en mi nombre 0,4 céntimos al presupuesto de bibliotecas y se los paga a CEDRO para que se los dé a Javier Castillo. Pues hombre, como arreglo me parece mejorable, la verdad (1).

Yo aboliría el canon bibliotecario. Vamos a ponernos jurídico-económicos. Cuando yo escribo un libro, el producto resultante es mío, una propiedad intelectual. Entonces me dirijo a una empresa que trabaja moviendo propiedades intelectuales (es decir, una editorial) y le propongo convertirme en su proveedor: le permito explotar mi obra y venderla al público con la expectativa de obtener una ganancia (2). A cambio, claro, me tiene que pagar lo que pactemos, normalmente un porcentaje de las ventas. Y una vez hecho esto, una vez yo ya he cobrado la cantidad pactada, ¿qué más me da lo que hagan los clientes con los libros que han comprado? ¿Qué más me da que los almacenen, los presten, los quemen o los pongan en préstamo, en especial si son instituciones públicas culturales? ¡Son suyos! ¡Yo ya he recibido mi parte!

«No, pero la piratería», se dirá. Y es ahí donde yo quería llegar: a que esto va de lo de siempre, de piratería, definida como cualquier forma de acceder a la cultura sin pasar por caja. No lo digo yo, ¿eh? Tanto la exposición de motivos de la directiva europea de 1992 como la de 2006 dicen en el mismo párrafo que «El alquiler y préstamo de obras amparadas por los derechos de autor (…) tienen cada vez más importancia, en particular para los autores (…). La piratería constituye una amenaza cada vez más grave». Ea, ahí lo tienes: el alquiler y préstamo de obras del intelecto es importante porque son formas de piratería.

Es la vieja táctica de considerar que todo libro que se lee sin comprarlo es una venta perdida y, por tanto, un lucro cesante para el autor. Solo desde esa perspectiva se puede defender un derecho tan imbécil como el de poder vetar que tus libros estén en bibliotecas, y exigir a los Estados que paguen a los autores a cambio de que no lo tengan. Pero es que esa equivalencia no va a ninguna parte, no se basa en la realidad. Cuando te gusta leer, los libros que quieres leer son siempre más de los que estás dispuesto a comprar (por dinero y/o por espacio de almacenamiento). Si a mí no me atrae un libro lo suficiente como para comprarlo, no lo compraré; si eliminan cualquier otra opción de leerlo, pues no lo leeré. Será por libros.

Y bueno, este canon bibliotecario, ¿beneficia al menos a los autores, aunque parta de premisas erróneas y perjudique a los usuarios? Pues tampoco. El sistema de reparto es oscuro (los Estatutos de CEDRO, en su artículo 55, usan bastante palabrería pero no dicen nada), pero beneficia, como es lógico, a los más prestados. Es decir, a los que ya son más vendidos. Siempre que sean socios de CEDRO, claro; si no, no cobran nada.

Es coherente. Esto no ha ido nunca de proteger al autor. Aunque en todos estos temas se hable siempre de él, la lucha contra la piratería (aunque sea la practicada por una biblioteca de barrio) protege sobre todo a las empresas. En especial, claro está, a las grandes, a las que mueven miles de autores y millones de euros. Ellas son las que tienen verdaderos intereses contra cualquier forma de acceder a la cultura que no pase por comprarles cosas, y las primeras interesadas en abrir debate sobre el canon bibliotecario, lo injusto que es y lo mucho que debería elevarse. Son ellas, específicamente, las que hoy en día harían imposible que se inventaran las bibliotecas.

Y es de ellas de quienes tenemos que defenderlas.

 

 

 

(1) En teoría hay convenios con las entidades similares de algunos países para que el canon generado en España por autores de allí vaya a ellos y viceversa, lo que atenuaría un poco la absurdez del sistema.

(2) O, en el caso de las editoriales de ciencia ficción, sin esa expectativa.

 

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