La jornada de 40 horas semanales parece que ha llegado al fin de su camino histórico. En España, muchos convenios colectivos recogen ya jornadas completas que son inferiores a esa cifra, y la discusión sobre si reducirla a 30 horas semanales (es decir, 6 diarias, o bien 7,5 diarias y el viernes libre) se renueva periódicamente. Y no es imposible que salga adelante, aunque lo más probable es que se vaya desplegando poco a poco.
Un buen ejemplo de lo que digo es la forma en que se está desarrollando la discusión. Hay al menos un partido del arco parlamentario que lo propone de manera continua, hasta convertirlo en parte de su marca. Incluso algunas empresas grandes han dicho de boquilla que la aceptaban. Luego resultaba que lo que hacían era reducir la jornada a 30 horas y bajar el sueldo en proporción, es decir, crear jornadas parciales, pero esta clase de jujas era esperable. Lo que me importa es que la idea cala.
Sin embargo, las resistencias me parecen curiosas. A poco que busques en redes sociales la discusión sobre el tema te encuentras a gente que no parece capaz de entender la medida. Y eso que es simple: la jornada máxima semanal, que ahora es de 40 horas, pasa a ser de 30, con todo lo que ello implica. El sueldo completo se cobra con 30 horas, la jornada parcial se mide desde ese módulo de 30 horas, etc. Pero tenemos tan metido en la cabeza el mantra de las 40 horas semanales (es decir, 8 diarias) que salirnos de ahí es un ejercicio mental consciente que no todo el mundo es capaz de hacer.
Quizás ya conozcáis el concepto de realismo capitalista, que lleva un tiempo circulando por ahí. Para quien no, ahí va: se trata de la concepción mental que considera que el capitalismo es el único sistema posible y viable, que no hay alternativa. Una frase atribuida a varios pensadores de izquierda lo expresa muy bien: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. O, en otras palabras, cuando imaginamos escenarios postapocalípticos (y sabe Dios que en la ficción de las últimas décadas los hay a patadas), siempre están construidos siguiendo las pautas del capitalismo.
Si yo digo «apocalipsis» lo que aparece en tu cabeza es lo esperable: un gran desastre natural que saca lo peor de las personas. La demostración definitiva de que, en última instancia, somos egoístas y solo podemos funcionar a partir del comercio (a ser posible desde una posición de ventaja) o la violencia. Eso es realismo capitalista: creer que cuando se acabe la sociedad estructurada el capitalismo todavía seguirá allí porque, de alguna manera, es la forma menos mala de todas aquellas que ha probado la Humanidad para organizarse. Lo cual es tristísimo, claro.
Hoy en día ciertas conquistas sociales se han incorporado al marco capitalista. Es el caso de la jornada de 40 horas. No importa que haya mucha gente que trabaje más de eso ni que todos tengamos claro que, si por la patronal fuera, no existiría jornada máxima. Esas cifras (40 horas a la semana, 8 al día) están en nuestras cabezas como lo ideal, lo sensato y lo razonable. Y cuando se cuestionan hacia abajo, es decir, cuando se propone su reducción, muchas personas reaccionan de forma airada.
Ese es el poder del realismo capitalista: que consigues a una legión de muertos de hambre obvia y objetivamente perjudicados por el capitalismo defendiendo a ese sistema como si les fuera la vida en ello. Además, defendiéndolo de una reforma mínima, plenamente viable y que no cambia en nada la relación de producción que hay debajo. Que hablamos de trabajar dos horas menos al día, no de tomar el Palacio de Invierno y mandar a todos los empresarios a construir la autopista Vladivostok-Don Benito.
Estamos ante reacciones que tienen más que ver con lo identitario que con lo racional. Tenemos el capitalismo tan metido en la cabeza que tratamos un pequeño cuestionamiento del mismo como si fuera una especie de blasfemia. Mira que me he metido en follones durante los años que llevo en Twitter, pero pocas veces he visto tanta amargura y tanto cabreo como cuando le he dicho a un tieso cualquiera que su jornada debería ser inferior. Enseguida salen a relucir ideas tan desarrolladas como «entonces la empresa quebraría», «ya, también quiero un Ferrari, pero hay que ser realistas» y «es que no quieres trabajar, vago». Y cuando respondo que claro que quiero trabajar lo menos posible, la cosa explota.
Sin embargo, la jornada de ocho horas no es una ley natural puesta por Dios para regular el trabajo y el descanso de la Humanidad. Es fruto de luchas sociales, y nunca se planteó como punto de llegada, sino como un mínimo en un contexto, el capitalismo del siglo XIX, donde las personas trabajaban 10, 12 o 14 horas diarias dependiendo de edad, sexo y sector. Un mínimo al que se fue llegando, además, por pasos: hubo leyes que establecían la jornada máxima en 12 y en 10 horas, por ejemplo.
Lo que se propuso fue dividir el día en tres partes: ocho horas de sueño, ocho de trabajo y ocho de ocio. Esta tripartición viene de los socialistas utópicos y es la que ha acabado permeando nuestras cabezas, porque es muy visual y parece justa: dedicarle 1/3 de tu vida al trabajo y tener el resto para ti suena razonable. Pero está viciada ya de base. Excluye todo el trabajo doméstico, que no se puede hacer durante el tercio de trabajo (¡en esas horas estás vendiendo tu fuerza laboral a un empresario!) y que sin duda no es descanso ni ocio. Si trabajas 8 horas en la empresa y además te tienes que hacer la comida, poner lavadoras, atender a personas dependientes y sacar un rato para meterle mano a la cisterna que gotea, no tienes 8 horas para el ocio ni 8 para el sueño ni de coña.
Pero es que es peor. ¿Qué pasa con el tiempo que se tarda en ir y volver al trabajo? ¿Y con la hora (o las dos horas) de la comida, que en muchos casos no permite volver a casa y obliga, por tanto, a seguir vinculado a tu empresa? Puede que no sea tiempo de trabajo, ya que no estás produciendo ni se te remunera, pero sin duda tampoco es tiempo de ocio ni tiempo de descanso. En consecuencia, y dado que la jornada de trabajo es de unas inamovibles 8 horas, todas esas actividades, que tienen una significación laboral indudable (estás yendo para el trabajo, volviendo de él o comiendo en medio del mismo), se hacen en lo que debería ser tu tiempo de sueño y en tu tiempo de ocio. Y no es que sea poco rato, que hay quien pierde así más de cuatro horas diarias.
Lo voy a poner en otras palabras: si queremos mantener la vieja tripartición, entonces la jornada diaria debe ser menor de 8 horas (y probablemente menor de 6) para incluir en el «tercio laboral», como mínimo, los desplazamientos y los tiempos para comer. El sistema puede aguantarlo, puesto que la productividad se ha multiplicado en las últimas décadas: esta medida, por cierto, no la hundiría, puesto que ahora sabemos que la concentración se desploma a partir de la cuarta o quinta hora dedicada a la misma tarea. Además, permitiría distribuir mejor la carga de cuidados y conciliar más.
En definitiva, estamos ante una medida más socialdemócrata que otra cosa, que apuntala el sistema en vez de ir contra él. Algo que permite que el empresario mantenga su Ferrari en vez de expropiárselo para convertirlo en cosechadoras. Dice mucho del momento histórico en el que nos encontramos el que esto se reciba con hostilidad.
La jornada de 8 horas apareció en un
momento histórico concreto para resolver los problemas que tenían en esa época.
Sin embargo, han pasado casi dos siglos desde que se teorizó y siglo y medio
desde que empezó a acceder a las leyes. Tiempo suficiente para que le agradezcamos
los servicios prestados y busquemos condiciones de trabajo mejores. Nos las
merecemos.