Esta tarde, mientras llevaba una carga de libros al contenedor de reciclaje, me dio por pensar en mi relación con la letra impresa. Fue como si el tiempo se detuviera y yo mirara a una cámara imaginaria mientras decía «Sí, ese soy yo. El que tira libros. Os preguntaréis cómo he acabado aquí». Vale, en realidad no ha pasado nada de eso, pero lo que sí es cierto es que en los últimos meses he bajado al contenedor kilos y kilos de libros viejos. Y ello me suscita una serie de reflexiones.
Sin entrar en muchos detalles, yo nací en un entorno de clase media ilustrada. Abuelos con buen pasar económico, padres universitarios, todo el mundo muy rojeras (votar al PSOE era un baldón y un oprobio), omnipresencia de la lectura. En este entorno, destruir un libro se consideraba casi un pecado. Se decían cosas como «Quien le hace daño a un libro es capaz de quemar su casa con toda su familia dentro». Los libros se compraban, se leían, se comentaban y se almacenaban sin mayor cuestionamiento: era lo que se hacía. Por supuesto, también se usaban las bibliotecas y los préstamos entre amistades.
La devoción a la letra impresa era total, y yo la asimilé como todo crío asimila las cosas que se hacen en su familia: con absoluta normalidad. Así, de adolescente frecuentaba librerías de segunda mano y habitaba las bibliotecas, deplorando a esos incultos que iban a estos últimos establecimientos a usar Internet o a sacar en préstamo DVD en vez de libros. ¡Cuánto mejor era yo, sacando tomos impresos! Las historias que contenían podían ser infames o pésimas, pero eran libros impresos; por tanto, superiores,
Cuando aparecieron los libros electrónicos yo me posicioné muy fuerte en el debate: los libros de verdad eran los impresos; los otros serían, en todo caso, un sustituto más o menos pobre dependiendo del modo de lectura del archivo en cuestión. ¿Razones? No demasiadas. Desconocimiento de las prestaciones que tenían los lectores de ebooks y referencias genéricas al olor del papel. Así es, yo fui parte de las filas de esa gente a la que una amiga llama «esnifalibros»: el olor como argumento.
Luego me regalaron un Kindle.
Ese fue el primer momento en el que mi identidad de esnifalibros y amante del papel impreso empezó a flaquear. ¿Qué dices de pobre sustituto? Es más ligero, los libros son más baratos (existe hasta un servicio de préstamo bibliotecario de ebooks), puedes ajustar la letra para que se adapte a tu agudeza visual y a veces el lector te da incluso la sensación de pasar página. Por no mencionar el tema del almacenamiento.
Que no se me entienda mal, me siguen gustando los libros físicos. Para empezar, para algunas cosas son mejores: consultar una referencia es mucho más inmediato (abrir un libro por la página 122 es más rápido que buscar una palabra clave en un buscador o que repasar una lista de marcadores) y, en general, son mucho más cómodos si necesitas pasar rápido entre varias secciones. Son más perdurables que un archivo digital. Me sigue gustando el tacto y el olor de los libros, y sigue tranquilizándome a nivel intelectual la vista de una estantería repleta.
Entiendo que algunas de estas razones tienen más de fetichismo que de utilidad real. Otras, como la mayor perdurabilidad, no me importan tanto: no voy a vivir tanto tiempo y siempre habrá conversores de archivos para cuando cambie la tecnología de lectura. En todo caso, no creo tampoco que los libros en papel vayan a desaparecer. Decía Irene Vallejo en El infinito en un junco que son objetos que han evolucionado hasta una forma casi perfecta, que ya no puede cambiar mucho más. Hay algo de verdad en eso. El vídeo no mató a la radio y el ebook no va a matar al libro impreso. Seguiremos queriendo papel.
Sin embargo, lo que le ha dado un golpe definitivo a mi fetichismo libresco no ha sido el ebook, sino tener que gestionar yo, bajo mi propia responsabilidad, toda esa inmensa colección de libros acumulada por dos generaciones de miembros de mi familia, tres si me contamos a mí. Esta responsabilidad me cayó encima en febrero. Tocaba pintar la casa, lo cual implicaba mover toneladas de libros. Y tocaba reorganizarla, y eso me hizo darme cuenta de que había muchos de esos libros que no quería.
Entonces uno se da cuenta de lo verdaderamente limitadas que son las opciones para deshacerse de libros viejos. Las agoté bastante, eso sí. Las colecciones especializadas se pueden donar a instituciones públicas, y ahí se fueron diez baldas de feminismos en dirección al Instituto de las Mujeres. Los libros infantiles y juveniles pueden tener buena acogida en proyectos que trabajen con menores: tanto en el colegio y en el instituto de mi barrio como en Somos Tribu Vallecas hay ahora libros que me hicieron felices cuando era niño. Los que están en buen estado pueden venderse, y mi perfil de Wallapop da cuenta de ello.
Pero ya está. Las bibliotecas no aceptan donaciones de libros viejos, porque ya tienen todos los que quieran tener. Las librerías de segunda mano me generaban otro problema: vender «al peso» en ellas me habría obligado a hacer de una sola vez la división entre lo que quería conservar y lo que no (no iba a estar el tío de la librería viniendo a mi casa cada semana), y eso era imposible dada la cantidad de libros que había. Los clásicos, por su parte, son invendibles. Quien quiera el Lazarillo de Tormes o Fortunata y Jacinta los puede encontrar en Internet, en bibliotecas o incluso en su propia casa. Raro será que lo compre. Si lo hace es, probablemente, porque se lo ha mandado algún profesor, y en ese caso se lo comprará nuevo.
Así, el contenedor azul se erigía como solución para las decenas, quizás centenares, de volúmenes que no habían podido encontrar otro acomodo. Al principio lo que tiré fueron cosas que tenían menos caché que la Alta Literatura: diccionarios, enciclopedias, métodos de inglés, revistas, fascículos no encuadernados, códigos legales viejos, etc. Esa clase de objetos acaban en contenedores con cierta frecuencia. Después salieron los libros de literatura que estaban irrecuperables: rotos, subrayados hasta la náusea, con cuadernillos desgajados y páginas faltantes. Al fin, cuando la tarea de deshacer y reconstruir la casa empezó a adquirir velocidad, por el mismo camino se fueron libros que estaban en perfecto estado pero que no tenían sitio en la nueva configuración.
Esta tarea de tirado de libros ha generado algunos incidentes curiosos. Una vez, una vecina a la que yo solo conocía de vista (nunca había intercambiado palabra con ella) me abordó para que le permitiera revisar una caja de libros antes de tirarla. Se lo permití y no se llevó ninguno, pero me pidió que la avisara antes de tirar más. Durante unas semanas guardé libros con idea de decírselo, pero luego volví a la cordura. Esta señora y yo no teníamos ninguna forma de ponernos en contacto más allá de cruzar la calle, ir a picarle la puerta y que resultara que tenía un rato para revisar unos libros de los cuales, yo lo tenía claro, no se iba a llevar ninguno.
Y es que, si hay una cosa que tengo clara, es que la práctica totalidad de lo que he tirado era morralla. Novela histórica o romántica de tiempos añejos, ficción general pasada de moda, clásicos en ediciones baratas, ensayos sobre temas superados hace cincuenta años y así sucesivamente. Nadie iba a querer eso. Cualquier deseo de rebuscar se debía a un impulso parecido al que he tenido yo durante años: hay que evitar a toda costa la destrucción de los libros. Aunque no tanto como para llevarse a casa los volúmenes que a uno no le interesan, claro, que el espacio es limitado.
El segundo incidente me tocó algo más las narices, porque incluyó gritos y un enfrentamiento. Estaba tirando una carga de libros libros cuando escuché que, desde lo alto de la obra de enfrente, un obrero me estaba increpando. No eran insultos, eran burlas del estilo de «Hala, a la mierda los libros, a la mierda la cultura». Estuve a punto de pasar, pero luego me cabreé, así que le dije que, si los quería, no tenía más que venir a cogerlos. Prefirió seguir gritándome, así que lo mandé a tomar por culo y me volví a mi casa con una sensación de mal cuerpo.
Tirar libros es un tabú cultural. Yo tuve que vencerlo, y estas dos personas de las que hablo obviamente lo tenían interiorizado. Si tiras o dañas libros eres un nazi, o eso nos decimos los unos a los otros. Luego uno aprende que los nazis no quemaban libros genéricos en plan «muera la inteligencia» sino que destruían escritos muy concretos (de comunismo, temas LGTB, etc.) y se siente un poco menos culpable por haber tirado a la basura esa edición barata de «La nueva obra de Donnadie García, en la que explora con precisión de cirujano los sentimientos y pulsiones de la clase media estadounidense (1963)». Y creedme que había muchas así.
Todo escritor busca la trascendencia. Yo, como escritor, lo sé muy bien. A quienes juntamos palabras y las mandamos imprimir nos gustaría creer que esas palabras se van a conservar por siempre y a servir de entretenimiento, ayuda o inspiración a las generaciones futuras. Pero lo cierto es que la mayoría de lo que escribimos es tan contextual que dentro de veinte años solo unas pocas de nuestras obras habrán trascendido el nivel de mera curiosidad.
Y eso no es malo. Ni bueno, vaya. Es lo que es: las cosas pasan de moda, nuestros gustos evolucionan, lo que antes encantaba ahora aburre y nuestro tiempo y nuestro espacio son limitados. O eso me han dicho algunas de las personas que me han ayudado en mi labor. Y son filólogas, algo tienen que saber sobre la evolución de la literatura.
No es que me vaya a dedicar a partir de ahora a tirar por la ventana, entre carcajadas maníacas, todo libro que haya terminado de leer. Pero sí que voy a ser más consciente de lo que tengo en mi casa, del espacio que me ocupa y de si voy a leerlo o no. ¿Puede hacer feliz a otra persona? Excelente, se lo venderé o donaré. Pero si no es así, si hablamos de libros que han agotado cualquier propósito de vida útil, cuya única esperanza es languidecer en una librería de segunda mano hasta que los compre alguien por curiosidad, no me duele tirarlos al contenedor azul. Al fin y al cabo, con ellos se hará papel y con ese papel se imprimirán nuevos libros.
Supongo que eso es lo que he aprendido tirando libros: que
la literatura también está sujeta al ciclo de la vida.
La reverencia al libro es algo que a muchos nos han inculcado desde pequeños. No tanto al libro como objeto (hablo de cuando los ebooks eran impensables) sino a "lo escrito" por encima de otros tipos de creación, por ejemplo el cine. Tanto en el aspecto físico como en el de contenidos me parece totalmente superado.
ResponderEliminarNi la literatura me parece superior a otras expresiones ni prefiero el papel a lo electrónico, salvo cuando el objeto es insustituible (catálogos de arte, pop-ups, etc.).
A mí no me parece superado, sigo disfrutando de un buen libro antes que de una buena película o de un buen videojuego. Pero ciertos niveles de devoción son inasumibles.
EliminarCon los libros, primero te falta dinero para comprarlos, luego te falta tiempo para leerlos, después te falta espacio para guardarlos y al final te faltan ganas de leerlos.
ResponderEliminarEstoy entre el paso 1 y el 2.
EliminarEl padre de un excuñado mío si terminaba un libro y no le había gustado, lo rompía. Durante mucho tiempo me pareció una burrada y no tengo claro si aún me lo sigue pareciendo o si ha crecido en mi la idea de que, al final, todo es efímero.
ResponderEliminarYo asumí hace no tanto tiempo que no me iba a dar tiempo a leer todo lo que tengo en casa. Pero bueno, eso tampoco es malo. Después de todo, un biblioteca en la que no te has leído todos los libros es un lugar en el que aún puedes encontrar algo sorprendente.
Cielos, qué radical xD
EliminarMe temo hubiera podido ser el gañán de la obra. Aunque como tu vecina yo si hubiese bajado a rebuscar.
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