jueves, 30 de diciembre de 2021

Las navidades del futuro

Tengo que decir algo. Para sorpresa de absolutamente nadie, yo no soy cristiano. Además, nunca me he llevado especialmente bien con mi familia. No es que sean mala gente (la mayoría) sino que no me une nada a ellos; no son personas que hayan estado presentes en mi vida de una manera intensa ni tengo, por tanto, razón alguna para querer verlos. Eso quiere decir que hace muchos años que considero algo alienígenas las celebraciones de estas épocas. Para mí son días normales, y como tal los tomo a la hora de preparar mi comida y mi cena.

Si he mencionado lo de la familia es porque supongo que todos tenemos claro que la Nochebuena, la Navidad y los Reyes ya no son fiestas católicas. Hace bastante que el sentido religioso de estas fiestas ha desaparecido, sepultado por anuncios estridentes, decoración de Papá Noel, regalos bajo el árbol y jerseys feos. Sí, sigue habiendo villancicos, y los Ayuntamientos siguen poniendo belenes. Si preguntas por la calle todo el mundo sabe lo que se celebra. Pero nadie lo vive como tal. ¿Cuánta gente va a la misa del gallo? ¿Cuánta gente piensa en estas semanas como los días santos donde Jesucristo, el hijo de Dios y él mismo dios también, nace con el fin de salvarnos a todos? No diré que absolutamente nadie, pero más bien poca gente.

Eso significa que no ser cristiano no te incapacita para celebrar la Navidad, porque la principal fuerza que nos lleva en estos días no es la devoción sino la inercia. Celebramos comidas y vemos a la familia porque es lo que hemos hecho toda la vida. Porque es lo que «se hace». A veces la gente lo vive como algo aplastante, triturador: tener que ver, por pura inercia, a personas a las que no se soporta, o a las que se aprecia de manera distante. Sin embargo, a mí me resultó fácil romperla. Un año dejé de ir a todo y al año siguiente nadie contaba de verdad conmigo. Éxito.

Una de las cosas que más me estragaba de estas fiestas era la cantidad de comida. Yo no soy una persona de mal comer, pero hay niveles y niveles. Entrante, primero, segundo, tercero, postres y, al lado, quesos para servirse. Alcohol, turrones, carne y pescado caros. Comida especial que ha requerido tremendo esfuerzo para prepararse y lo requerirá para limpiar y recoger. Cebarse aunque no haya dinero, y así durante varios días. Ese derroche, ese tirar la casa por la ventana, ese acabar necesitando sal de frutas y tumbarse un rato, de verdad que no lo entiendo.

Por supuesto, tampoco se llevará nadie una sorpresa si digo que es generacional. Somos nietos de quienes vivieron la posguerra. Mucha gente pasó hambre durante los veinte años que van del «cautivo y desarmado» al final de la autarquía, y eso dejó su poso en la clase media que surgió después. No hay más que releer los cómics de Bruguera de aquella época: en Navidad, se come bien y se aparenta. El peor miedo es no poder comprar el pavo y pasar la Nochebuena comiendo sopas de ajo, más aún si hay algún invitado a la mesa que pueda ver que no hay prosperidad sino apariencia.

Lo que tienen las cosas generacionales es que se acaban cuando siguen pasando generaciones. Resulta que a mi alrededor se sigue celebrando la Navidad. Esa inercia continúa y continuará. Pero la forma en que se celebra ha cambiado muchísimo, hasta el punto de que, en los últimos años, sí he decidido participar en las fiestas, e incluso ser yo anfitrión de alguna de ellas. Porque claro, cuando celebras de una manera que te gusta, la cosa cambia.

Una reunión con la «familia elegida», que es la manera en que los pedantes posmodernos llamamos a las amistades cercanas. Juegos de mesa en vez de agrias discusiones sobre política. Evitación por completo del discurso del rey, el belén y el arbolito. Comida hecha por cada uno de los asistentes, sin que el anfitrión (la anfitriona) tenga que matarse a cocinar, y sin llenar la mesa de viandas pesadas y de consumo casi obligatorio («pero ¿no vas a tomar ni un trocito pequeño?»). Así sí celebro, joder.

¿Cómo evolucionarán estas fiestas en las décadas que vienen? Bueno, podría pasar cualquier cosa, pero parece claro que vivimos en una sociedad cada vez más laica y donde cada vez se consideran menos inamovibles los lazos familiares. Tener relación superficial con la familia de origen va a estar cada vez mejor visto, al igual que va a estarlo no aguantar a quien no quieres aguantar. Las tradiciones de índole religiosa seguirán transformándose en una actividad festiva sin ninguna clase de connotación mística.

Asimismo, cada vez hay más personas de las generaciones que no hemos conocido (de forma generalizada) el hambre y que, por el contrario, sí conocemos de primera mano los problemas asociados a la alimentación, como el sobrepeso y la obesidad. Por ello, daremos menos importancia a los atracones como símbolo de estatus. Las comidas y cenas familiares, se celebren con quien se celebren, serán menos pesadas y más variadas, porque cada vez prestamos más atención a las opciones éticas de la gente en cuanto al menú.

Quien cree que la religión es un freno al capitalismo puede considerar que este es un futuro horrible. Ya me veo a ciertos popes de la derecha (incluso algunos que se hacen llamar de izquierdas) deplorar que la gente pase un poco de padres y abuelos y celebre las fiestas como se le cante, o no las celebre en absoluto. ¡Atomización, pérdida de valores! Tenemos que celebrar la Navidad de la misma forma que se ha celebrado siempre, porque esas reuniones, esos atracones y esa paliza de curro que se daba la abuela no eran, en ningún caso, producto de circunstancias históricas concretas: eran atemporales.

Claro, esto es mentira. Ni siquiera creo que todo este sector que brama contra cierto fantasma de «izquierda brilli brilli malasañera» lo piense de verdad: es solo un discurso que les sirve para rellenar su columnita semanal. Lo cierto es que los tiempos cambian y los valores también lo hacen. Unas fiestas con personas a las que se quiere de verdad y en las que se come de manera moderada no son intrínsecamente peores que la tonelada de pavos y turrones que ordena la tradición. Habría incluso quien diría que pueden ser mucho menos consumistas, porque, de hecho, se consume menos en ellas.

Sea como sea, las cosas están cambiando. La fiesta pasó de ser algo religioso a pura ostentación, lujo y artificio ante familiares y extraños, y ahora está volviendo a mutar. Quizás en tiempos venideros sea solo una simple excusa para sentarnos con aquellos a quienes queremos, pasar un rato agradable y luego cada uno a su casa y Dios a la de nadie porque no existe. Yo, desde luego, por unas navidades así sí que firmo.

 

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viernes, 24 de diciembre de 2021

Lo que he aprendido tirando libros

Esta tarde, mientras llevaba una carga de libros al contenedor de reciclaje, me dio por pensar en mi relación con la letra impresa. Fue como si el tiempo se detuviera y yo mirara a una cámara imaginaria mientras decía «Sí, ese soy yo. El que tira libros. Os preguntaréis cómo he acabado aquí». Vale, en realidad no ha pasado nada de eso, pero lo que sí es cierto es que en los últimos meses he bajado al contenedor kilos y kilos de libros viejos. Y ello me suscita una serie de reflexiones.

Sin entrar en muchos detalles, yo nací en un entorno de clase media ilustrada. Abuelos con buen pasar económico, padres universitarios, todo el mundo muy rojeras (votar al PSOE era un baldón y un oprobio), omnipresencia de la lectura. En este entorno, destruir un libro se consideraba casi un pecado. Se decían cosas como «Quien le hace daño a un libro es capaz de quemar su casa con toda su familia dentro». Los libros se compraban, se leían, se comentaban y se almacenaban sin mayor cuestionamiento: era lo que se hacía. Por supuesto, también se usaban las bibliotecas y los préstamos entre amistades.

La devoción a la letra impresa era total, y yo la asimilé como todo crío asimila las cosas que se hacen en su familia: con absoluta normalidad. Así, de adolescente frecuentaba librerías de segunda mano y habitaba las bibliotecas, deplorando a esos incultos que iban a estos últimos establecimientos a usar Internet o a sacar en préstamo DVD en vez de libros. ¡Cuánto mejor era yo, sacando tomos impresos! Las historias que contenían podían ser infames o pésimas, pero eran libros impresos; por tanto, superiores,

Cuando aparecieron los libros electrónicos yo me posicioné muy fuerte en el debate: los libros de verdad eran los impresos; los otros serían, en todo caso, un sustituto más o menos pobre dependiendo del modo de lectura del archivo en cuestión. ¿Razones? No demasiadas. Desconocimiento de las prestaciones que tenían los lectores de ebooks y referencias genéricas al olor del papel. Así es, yo fui parte de las filas de esa gente a la que una amiga llama «esnifalibros»: el olor como argumento.

Luego me regalaron un Kindle.

Ese fue el primer momento en el que mi identidad de esnifalibros y amante del papel impreso empezó a flaquear. ¿Qué dices de pobre sustituto? Es más ligero, los libros son más baratos (existe hasta un servicio de préstamo bibliotecario de ebooks), puedes ajustar la letra para que se adapte a tu agudeza visual y a veces el lector te da incluso la sensación de pasar página. Por no mencionar el tema del almacenamiento.

Que no se me entienda mal, me siguen gustando los libros físicos. Para empezar, para algunas cosas son mejores: consultar una referencia es mucho más inmediato (abrir un libro por la página 122 es más rápido que buscar una palabra clave en un buscador o que repasar una lista de marcadores) y, en general, son mucho más cómodos si necesitas pasar rápido entre varias secciones. Son más perdurables que un archivo digital. Me sigue gustando el tacto y el olor de los libros, y sigue tranquilizándome a nivel intelectual la vista de una estantería repleta.

Entiendo que algunas de estas razones tienen más de fetichismo que de utilidad real. Otras, como la mayor perdurabilidad, no me importan tanto: no voy a vivir tanto tiempo y siempre habrá conversores de archivos para cuando cambie la tecnología de lectura. En todo caso, no creo tampoco que los libros en papel vayan a desaparecer. Decía Irene Vallejo en El infinito en un junco que son objetos que han evolucionado hasta una forma casi perfecta, que ya no puede cambiar mucho más. Hay algo de verdad en eso. El vídeo no mató a la radio y el ebook no va a matar al libro impreso. Seguiremos queriendo papel.

Sin embargo, lo que le ha dado un golpe definitivo a mi fetichismo libresco no ha sido el ebook, sino tener que gestionar yo, bajo mi propia responsabilidad, toda esa inmensa colección de libros acumulada por dos generaciones de miembros de mi familia, tres si me contamos a mí. Esta responsabilidad me cayó encima en febrero. Tocaba pintar la casa, lo cual implicaba mover toneladas de libros. Y tocaba reorganizarla, y eso me hizo darme cuenta de que había muchos de esos libros que no quería.

Entonces uno se da cuenta de lo verdaderamente limitadas que son las opciones para deshacerse de libros viejos. Las agoté bastante, eso sí. Las colecciones especializadas se pueden donar a instituciones públicas, y ahí se fueron diez baldas de feminismos en dirección al Instituto de las Mujeres. Los libros infantiles y juveniles pueden tener buena acogida en proyectos que trabajen con menores: tanto en el colegio y en el instituto de mi barrio como en Somos Tribu Vallecas hay ahora libros que me hicieron felices cuando era niño. Los que están en buen estado pueden venderse, y mi perfil de Wallapop da cuenta de ello.

Pero ya está. Las bibliotecas no aceptan donaciones de libros viejos, porque ya tienen todos los que quieran tener. Las librerías de segunda mano me generaban otro problema: vender «al peso» en ellas me habría obligado a hacer de una sola vez la división entre lo que quería conservar y lo que no (no iba a estar el tío de la librería viniendo a mi casa cada semana), y eso era imposible dada la cantidad de libros que había. Los clásicos, por su parte, son invendibles. Quien quiera el Lazarillo de Tormes o Fortunata y Jacinta los puede encontrar en Internet, en bibliotecas o incluso en su propia casa. Raro será que lo compre. Si lo hace es, probablemente, porque se lo ha mandado algún profesor, y en ese caso se lo comprará nuevo.

Así, el contenedor azul se erigía como solución para las decenas, quizás centenares, de volúmenes que no habían podido encontrar otro acomodo. Al principio lo que tiré fueron cosas que tenían menos caché que la Alta Literatura: diccionarios, enciclopedias, métodos de inglés, revistas, fascículos no encuadernados, códigos legales viejos, etc. Esa clase de objetos acaban en contenedores con cierta frecuencia. Después salieron los libros de literatura que estaban irrecuperables: rotos, subrayados hasta la náusea, con cuadernillos desgajados y páginas faltantes. Al fin, cuando la tarea de deshacer y reconstruir la casa empezó a adquirir velocidad, por el mismo camino se fueron libros que estaban en perfecto estado pero que no tenían sitio en la nueva configuración.

Esta tarea de tirado de libros ha generado algunos incidentes curiosos. Una vez, una vecina a la que yo solo conocía de vista (nunca había intercambiado palabra con ella) me abordó para que le permitiera revisar una caja de libros antes de tirarla. Se lo permití y no se llevó ninguno, pero me pidió que la avisara antes de tirar más. Durante unas semanas guardé libros con idea de decírselo, pero luego volví a la cordura. Esta señora y yo no teníamos ninguna forma de ponernos en contacto más allá de cruzar la calle, ir a picarle la puerta y que resultara que tenía un rato para revisar unos libros de los cuales, yo lo tenía claro, no se iba a llevar ninguno.

Y es que, si hay una cosa que tengo clara, es que la práctica totalidad de lo que he tirado era morralla. Novela histórica o romántica de tiempos añejos, ficción general pasada de moda, clásicos en ediciones baratas, ensayos sobre temas superados hace cincuenta años y así sucesivamente. Nadie iba a querer eso. Cualquier deseo de rebuscar se debía a un impulso parecido al que he tenido yo durante años: hay que evitar a toda costa la destrucción de los libros. Aunque no tanto como para llevarse a casa los volúmenes que a uno no le interesan, claro, que el espacio es limitado.

El segundo incidente me tocó algo más las narices, porque incluyó gritos y un enfrentamiento. Estaba tirando una carga de libros libros cuando escuché que, desde lo alto de la obra de enfrente, un obrero me estaba increpando. No eran insultos, eran burlas del estilo de «Hala, a la mierda los libros, a la mierda la cultura». Estuve a punto de pasar, pero luego me cabreé, así que le dije que, si los quería, no tenía más que venir a cogerlos. Prefirió seguir gritándome, así que lo mandé a tomar por culo y me volví a mi casa con una sensación de mal cuerpo.

Tirar libros es un tabú cultural. Yo tuve que vencerlo, y estas dos personas de las que hablo obviamente lo tenían interiorizado. Si tiras o dañas libros eres un nazi, o eso nos decimos los unos a los otros. Luego uno aprende que los nazis no quemaban libros genéricos en plan «muera la inteligencia» sino que destruían escritos muy concretos (de comunismo, temas LGTB, etc.) y se siente un poco menos culpable por haber tirado a la basura esa edición barata de «La nueva obra de Donnadie García, en la que explora con precisión de cirujano los sentimientos y pulsiones de la clase media estadounidense (1963)». Y creedme que había muchas así.

Todo escritor busca la trascendencia. Yo, como escritor, lo sé muy bien. A quienes juntamos palabras y las mandamos imprimir nos gustaría creer que esas palabras se van a conservar por siempre y a servir de entretenimiento, ayuda o inspiración a las generaciones futuras. Pero lo cierto es que la mayoría de lo que escribimos es tan contextual que dentro de veinte años solo unas pocas de nuestras obras habrán trascendido el nivel de mera curiosidad.

Y eso no es malo. Ni bueno, vaya. Es lo que es: las cosas pasan de moda, nuestros gustos evolucionan, lo que antes encantaba ahora aburre y nuestro tiempo y nuestro espacio son limitados. O eso me han dicho algunas de las personas que me han ayudado en mi labor. Y son filólogas, algo tienen que saber sobre la evolución de la literatura.

No es que me vaya a dedicar a partir de ahora a tirar por la ventana, entre carcajadas maníacas, todo libro que haya terminado de leer. Pero sí que voy a ser más consciente de lo que tengo en mi casa, del espacio que me ocupa y de si voy a leerlo o no. ¿Puede hacer feliz a otra persona? Excelente, se lo venderé o donaré. Pero si no es así, si hablamos de libros que han agotado cualquier propósito de vida útil, cuya única esperanza es languidecer en una librería de segunda mano hasta que los compre alguien por curiosidad, no me duele tirarlos al contenedor azul. Al fin y al cabo, con ellos se hará papel y con ese papel se imprimirán nuevos libros.

Supongo que eso es lo que he aprendido tirando libros: que la literatura también está sujeta al ciclo de la vida.

 

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viernes, 17 de diciembre de 2021

Cadena perpetua II: los votos particulares

El mes pasado explicamos la sentencia del Tribunal Constitucional que dio por buena la cadena perpetua. Sin embargo, esa resolución no fue unánime. Tres de los magistrados del órgano emitieron dos votos particulares que son interesantes, pues en ellos se concentran los principales argumentos en contra de esta aberración jurídica. El primero de esos dos votos particulares es un ataque completo a la propia cadena perpetua; el segundo explica por qué la suspensión de la pena (esas «revisiones» que han sido clave para declararla constitucional) es casi imposible de alcanzar.

 

1. Argumentos contra la cadena perpetua

Este voto particular está firmado por Xiol, Conde-Pumpido y Balaguer, y se basa en tres motivos. El primero tiene que ver con la evolución de la cultura jurídica democrática. La cultura jurídica democrática, basada en los derechos humanos, debe estar avanzando constantemente hacia una mayor profundización de esos derechos, pues es un proyecto civilizatorio. En ese sentido, los textos internacionales sobre derechos humanos, como el Convenio Europeo de Derechos Humanos, tienen un valor importante:

  • Son un mínimo, porque cada país debe reconocer, como poco, el nivel de derechos humanos que se prevé en los tratados que ha firmado (principio de interpretación conforme).
  • No son un máximo, ya que cada país puede establecer estándares de derechos humanos superiores al de los textos internacionales (principio de no limitación).
  • No son un instrumento que permita perjudicar a los derechos fundamentales que se consoliden en el nivel estatal (principio de no regresión).
  • Los Estados que los ratifican se comprometen a buscar en el ámbito interno una efectividad cada vez mayor de los derechos humanos (principio de progresividad).

 

Estos principios no salen de la nada, sino que están en dichos textos internacionales y, por tanto, forman parte del derecho español. Y dichos principios, tomados en conjunto, impiden considerar constitucional la cadena perpetua.

En el artículo anterior me limité a mencionar los argumentos del TC, sin preocuparme demasiado de sus referencias normativas, pero es cierto que se remitía mucho a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y eso es un problema, porque el hecho de que una norma sea válida según la doctrina de dicho tribunal no quiere decir, de inmediato, que sea constitucional en España. Principio de no limitación: la jurisprudencia del TEDH es un mínimo, no un máximo. La Constitución española puede establecer, y de hecho establece, un estándar en derechos humanos superior al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Así, la Constitución española establece que los derechos humanos se basan en la dignidad humana (artículo 10) y que las penas deben orientarse a la reinserción (artículo 25), algo que no menciona el Convenio.

En cuanto al principio de no regresión, prohíbe lo que estos magistrados llaman el «retorno peyorativo en el nivel de consolidación de una situación» salvo que haya razones extraordinarias que lo justifiquen. O sea, no se puede volver hacia atrás en la garantía de los derechos humanos. Y aquí se ha hecho, porque uno de los fines de las instituciones liberales es la disminución de la crueldad y la imposición de penas cada vez más humanas.

Dicen aquí los magistrados una cosa interesante: toda la jurisprudencia del TEDH que ha ido considerando válidos ciertos casos de cadena perpetua ha sido posible porque, en esos supuestos, la cadena perpetua era un avance porque sustituía a la pena de muerte. Ese no es el caso de España. España lleva casi un siglo (desde 1928) sin tener cadena perpetua: esta no se recuperó ni siquiera durante la dictadura. Si la Constitución española no abolió expresamente la cadena perpetua (como sí hizo con la de muerte) es porque esa pena era desconocida en 1978: llevaba cincuenta años fuera del derecho español. Reincorporarla ahora, sin que haya razones de extraordinaria necesidad que lo justifiquen (en España hay muy pocos homicidios) atenta contra el principio de no regresión.

Un segundo grupo de argumentos tiene que ver con el mandato de reinserción social. Recordemos que, según el artículo 25.2 de la Constitución, las penas deben estar orientadas hacia la reinserción del reo. Por tanto, las penas que puedan frustrar ese objetivo (como las potencialmente perpetuas) serían inconstitucionales. Más aún si leemos el artículo 25.2 a la luz del principio de progresividad que hemos enunciado más arriba. Los magistrados firmantes del voto particular aportan aquí varios argumentos a favor de su tesis: otros países han constitucionalizado la prohibición de cadena perpetua por esta razón, durante la aprobación de la Constitución parecía claro que el mandato de reinserción prohibía las penas perpetuas y el propio legislador español, antes de la reforma penal de 2015, también lo entendía así.

Por último, el hecho de que la pena sea temporalmente indeterminada (es decir, que el reo no pueda saber cuándo va a salir) atenta contra varios derechos y principios, como el de legalidad sancionadora (artículo 25.1 CE). Los magistrados discrepantes señalan que el Tribunal Constitucional ya ha anulado antes sanciones sin límite superior (por ejemplo, multas o suspensiones de derechos) en ocasiones pasadas. La legalidad sancionadora está en conexión con la seguridad jurídica y con el derecho a la libertad, así que no es un problema menor.

 

2. Práctica imposibilidad de la suspensión

Según el voto particular que acabamos de comentar, no hay mucho más que decir. La prisión permanente revisable es contraria a la Constitución, por suponer un retroceso injustificado en la protección de los derechos humanos y, de manera más concreta, por afectar de manera grave a varios de esos derechos. Pero hay un segundo voto particular, redactado por Conde-Pumpido (firmante también del primero), en el que abunda en una segunda cuestión: la suspensión de la pena, elemento básico para que el TC la declarara constitucional, es casi imposible de alcanzar.

Recordemos lo que ya dijimos en la entrada anterior. Para obtener la suspensión de la pena es necesario:

  • Un requisito temporal. Hay que haber cumplido un mínimo de 25 años, que se eleva a 28, 30 o hasta 35 años si hay varios delitos.
  • Un requisito penitenciario. El penado tiene que estar en tercer grado, lo cual no puede suceder hasta los 15 años en el caso general, y a 18, 20, 22, 24 o hasta 32 años en casos particulares.
  • Un pronóstico favorable de reinserción emitido por el órgano sentenciador.

 

Este régimen es tan riguroso que impide de facto la puesta en libertad. Así, aunque la sentencia del TC se remita a los 25 años como si fuera el caso único, no hay que olvidar que, en la mayoría de ocasiones, los delitos por los que se prevé cadena perpetua son, en realidad, casos de concurso de delitos. Es decir, supuestos en los que hay más de un delito. Por ello, el periodo mínimo sube hasta 28, 30 o hasta 35 años, lo cual es una barbaridad tanto en comparación con otros Estados europeos (algunos de los cuales llegan a poner la primera revisión a los 15 años) como a normas penales internacionales (donde la pena es facultativa y dura un máximo de 25 años).

Una cosa que critica Conde-Pumpido a sus compañeros es que en toda la sentencia se basen en la mejor hipótesis que admite la norma, es decir, tercer grado a los 15 años y libertad condicional a los 25. Una pena así puede ser constitucional. Pero el hecho es que la norma admite otras hipótesis mucho más discutibles a la hora de hacer el juicio de proporcionalidad. Por ejemplo, la decisión judicial sobre el pronóstico de reinserción no solo se funda en la conducta del reo, sino también en los antecedentes penales o en el propio delito cometido. Es decir, en cosas en las que el penado ya no puede influir.

El autor concluye que todo lo anterior es contrario al mandato resocializador de la Constitución: la pena es indeterminada, el tercer grado tarda demasiado en concederse, su duración mínima es alta y los criterios de revisión son abstractos. En esas condiciones, ¿cómo se va a resocializar a nadie?

 

 

 

3. Conclusión

Estos votos particulares no analizan todo lo que hay de malo en la sentencia de la mayoría, pero la desmontan bastante. El argumento principal, el del avance progresivo de la cultura jurídica democrática, es mixto jurídico-político, y no sé si me termina de convencer en un voto particular. Sin embargo, los demás sí me resultan pertinentes.

Al fin y al cabo, aquí hay dos problemas fundamentales. El primero es la seguridad jurídica, que sufre con las sanciones sin límite máximo. El segundo es el derecho a la reinserción, que no se cumple si no hay expectativa de libertad ni si los criterios para obtenerla no pasan por la conducta futura del reo. Teniendo en cuenta estos dos supuestos la situación es clara: la cadena perpetua, al menos en su configuración actual, no cabe en el derecho español.

Termino con dos reflexiones. La primera es que, si esta cadena perpetua es tan dura (recordemos: entre 25 y 35 años hasta la primera revisión) en comparación con la de otros países, es porque tenía que insertarse en un sistema de penas que ya era muy duro. En el derecho español ya había periodos de seguridad (plazos en los que el penado no puede acceder al tercer grado) y ya existía la posibilidad de condenas de hasta 40 años. Meter aquí una cadena perpetua que tiene su primera revisión a los 10 o 15 años habría sido incoherente con un sistema que ya era tan duro. Prueba, por cierto, de que esta pena no se necesitaba para nada.

La segunda reflexión es que entre los grupos parlamentarios que en 2015 interpusieron el recurso de inconstitucionalidad estaban el PSOE e IU (recordemos que en 2015 Podemos aún no había entrado en las Cortes), que son quienes ahora están en el Gobierno. Se puede presuponer que están en contra de esta pena. Entonces, ¿por qué han pasado casi dos meses desde esta sentencia y aún no se está redactando una propuesta de ley que se la cargue?

Ya, ya, no respondáis. Yo también sé la respuesta.

 

 

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viernes, 10 de diciembre de 2021

Legalidad, ética y estética del pasaporte COVID

La cuestión del pasaporte COVID está sacando a pasear las vergüenzas de todo ese sector poblacional al que Mauro Entrialgo califica, con acierto, como «nazis magufos»: ultraderechistas que han abandonado del todo cualquier atisbo de pensamiento crítico que pudieran tener y que han adoptado como estética el gorrito de papel de plata. Una de sus lideresas, Cristina Seguí (fundadora, qué sorpresa, del partido verde vómito), ha arremetido esta semana contra un restaurante valenciano que no la dejó pasar debido a que no enseñó ese documento.

Una de las frases del tuit de Seguí me ha llamado la atención. Dice que el restaurante «discrimina y niega ilegalmente la entrada a las personas que no tengan pasaporte COVID». Ilegalmente. Niega ilegalmente la entrada. Curiosa formulación, muestra de una tendencia más corriente de lo que creemos: considerar ilegal cualquier cosa que no nos guste, a veces con razonamientos más o menos torticeros y a veces (como en este caso) sin razonamiento alguno.

El pasaporte COVID es el nombre que se le ha dado a un documento que expiden las Comunidades Autónomas y que certifica que el sujeto tiene en orden su pauta vacunal. Allí donde se aplica es necesario mostrarlo para entrar en negocios de hostelería, con el fin de prevenir la transmisión del virus. Es polémico, entre otras cosas, porque diversos Tribunales Superiores de Justicia han adoptado decisiones variadas al respecto de la legalidad de la medida. Así, el TSJ de Valencia lo aceptó, pero otros (Galicia, País Vasco, Cantabria, Andalucía) lo rechazaron, si bien en varias ocasiones han sido corregidos por el Tribunal Supremo, que ha mantenido un criterio pro-pasaporte.

En otras palabras, se trata de una medida plasmada en una norma jurídica, a veces con rango de ley, y validada por un tribunal. Es muy difícil sostener que es «ilegal». Dicha norma obliga a los hosteleros a exigir y revisar el pasaporte y a impedir la entrada a quienes no lo muestren. Los obliga. No es una decisión autónoma que adopte cada hostelero con amparo en el derecho de admisión: es una obligación jurídica.

[Y aquí hay que hacer un excurso. El simple derecho de admisión no puede justificar el rechazo de una persona que no esté vacunada. El derecho de admisión es, en esencia, una medida para echar de tu local a personas que están molestando o agrediendo, no un escudo para poder excluir a cualquier categoría de personas. Y menos cuando la base de esa exclusión son circunstancias personales plasmadas en datos de acceso restringido, como el estado vacunal. Ahí sí podríamos estar hablando de discriminación. Fin del excurso.]

No quiero decir que no se pueda sostener que tal o cual decisión es ilegal. Pero hay que saber de lo que se habla. Los actos del legislador, del Gobierno y de la Administración gozan de presunción de constitucionalidad y legalidad: se consideran ajustados a derecho hasta que el TC o cualquier otro tribunal declare lo contrario. En este caso, la jurisdicción ordinaria ya ha dicho que el pasaporte COVID es legal. Claro, uno puede criticar sus argumentos o esperar que dentro de varios años el TC rechace. Eso es legítimo. Lo que no es legítimo es intentar hundir un negocio por cumplir una norma jurídica.

Al final, mensajes como el de Seguí son un intento lamentable de hacer pasar las propias opiniones por hechos. Que no te guste el certificado COVID no es un argumento jurídico en su contra: está vigente, es legal y obliga. Otra cosa es lo que nos pueda parecer a nivel ético. A mí, por ejemplo, me causa sentimientos encontrados. Por un lado, le reconozco una utilidad evidente, al permitir que se relajen algunas medidas (aforos, mascarillas) dentro de locales y restaurantes. Resulta útil para proteger la salud de otros, al separar en la hostelería a vacunados de no vacunados. Si se ha adoptado es por algo.

Tampoco me causan particular empatía los antivacunas. En general, las personas conspiranoicas me dan ganas de rascarme. Ignoran todas las conspiraciones del mundo real (que son tan chuscas, cortoplacistas y evidentes que ni siquiera pueden denominarse como tales) y pasan a vivir en un mundo de planes a largo plazo esbozados por grandes mentes criminales. Convierten la conspiración en parte de su identidad. Corrompen a otras personas y las llevan a la inacción política (porque es más cómodo sentirse el más listo de un mundo incontrolable que hacer algo para cambiar las cosas), cuando no a la pura ultraderecha (1). Y, lo que es peor, imponen sus chorradas a las personas que dependen de ellos. Que no puedan entrar a bares me importa más bien poco.

Pero, por otro lado, no me gusta nada que el Estado te pueda obligar a que te saques un documento con tu estado de salud, lo lleves encima y se lo enseñes a cualquiera que tenga un local al que quieras pasar. Se trata de datos privados, conectados a nuestra intimidad más nuclear. Llevarlos encima y andar mostrándolos por ahí es peligroso. Y encima, como siempre cuando hablamos de restricción de derechos, es una pendiente resbaladiza. Hoy es el COVID-19, que es una enfermedad sobre cuya vacuna el análisis coste-beneficio está muy claro, pero mañana puede ser algo más difuso. Es lo de siempre: que una cosa mala le pase a gente mala no convierte esa cosa en algo bueno.

Derivado de esto está el debate sobre si invitar o no a tu familiar antivacunas a las celebraciones navideñas. Aquí tengo yo una posición más clara: si hago yo la cena y pongo yo la casa, invito a quien yo quiera. El dilema ético no es ni mucho menos tan acentuado, porque no afecta a los derechos como consumidor que tiene mi pariente (venir a mi casa a comer asado no es un derecho) ni se está condicionando a obtener y mostrar un documento con datos privados: él mismo ha aireado dentro de la familia que no se ha vacunado. No vacunarse es una conducta perfectamente legal, pero yo no tengo por qué dejar que me pongas en riesgo a mí o a mis seres queridos, ni tengo que cargar con la culpa de haberte contagiado de una enfermedad que puede ser muy jodida y para la que no quisiste inmunizarte.

Por último, no me resisto a hablar un poco de la estética de todo el asunto. Llevar meses con la turra antivacunas y al final acceder a pincharte porque si no te vetan de tu cena de empresa y del bareto de tu barrio es lo más cutre que he visto en mucho tiempo. Es vender tus principios a cambio de una cervecita y cuatro gambas. Que no es algo que no se sospechara (creo que todos sabíamos que estos paladines de la libertad claudicarían en cuanto afrontaran la más mínima consecuencia real de sus acciones), pero resulta entre divertido y deprimente verlo en directo.

Ojo, tampoco hay que pasarse. Es muy fácil ponerse a rajar sobre que «esto es España» y que «país de analfabetos», pero el hecho es que esta gente son una minoría muy minoritaria. Los datos actuales nos dicen que la población diana (mayores de 12 años) está vacunada en un 90%; si esta población diana era, a su vez, más o menos un 90% de la población española, resulta que los rechazantes son menos del 10% del total. Ahora que se va a ampliar la población objetivo para incluir a los mayores de 5 años, los índices de vacunación crecerán de nuevo.

No puedo insistir lo suficiente en esto. La población española ha corrido a vacunarse, ha fundido las aplicaciones de cita, ha hecho sus colas y esperado sus plazos, y todo ello de manera, en general, ejemplar. Hay muchas razones por las cuales la estrategia vacunal española ha sido un éxito, y una de ellas ha sido la forma en que hemos respondido. Eso es un orgullo y cuatro antivacunas pasados de vueltas no deben empañarlo. Que, cuando se habla de estética, también tenemos que señalar lo que es bonito.

 

 

 

 

 

 

(1) De la relación entre magufismo y ultraderecha habrá que hablar un día en serio. La deriva de programas como el de Iker Jiménez es preocupantísima.