La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma está provocando muchas reacciones. Tal es así que, con solo una nota de prensa y cuatro frases filtradas sin contextualizar a El País (sí, pese a todo lo que has leído sobre el tema, la sentencia aún no está publicada en ninguna parte), ya hay reacciones, artículos de prensa, hilos de Twitter y un debate muy arduo sobre la legitimidad democrática del TC y sobre las diferencias entre figuras legales. Yo, que no quiero ser menos, quiero sumarme a ese debate. No sobre la sentencia, claro (no he podido leerla, por lo que ya he dicho) sino sobre todo lo que lo ha rodeado.
En marzo de 2020, el Gobierno se enfrentaba a una cuestión difícil. Había una pandemia que provocaba varias decenas de muertos al día y miles de hospitalizaciones que amenazaban con colapsar el sistema hospitalario. Los expertos decían que era necesario establecer una cuarentena: evitar que la gente saliera de casa salvo para cuestiones esenciales. Para ello, el Gobierno decidió echar mano de los estados excepcionales previstos en la Constitución.
Descartado el estado de sitio (el más grave de los tres), quedaban dos: el estado de alarma y el estado de excepción. Como sabemos, escogió el estado de alarma. Y a priori parecía buena idea, ya que uno de los presupuestos que permiten declarar el estado de alarma es, como bien dice el artículo 4.b de su ley reguladora, «Crisis sanitarias, tales como epidemias». Eso era lo que había en marzo de 2020.
Pero una norma no solo tiene presupuestos habilitantes, sino consecuencias jurídicas. Y las consecuencias jurídicas del estado de alarma son también claras: tanto la Constitución como la ley reguladora deja claro que no puede suspender derechos fundamentales. Se pueden tomar medidas como «Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos», que ciertamente inciden sobre derechos fundamentales (más en concreto, la libertad de circulación del artículo 19 CE), pero que no implican su suspensión.
Aquí está la crítica al estado de alarma, que lleva haciéndose desde marzo de 2020, que yo comparto en cierta medida y que ahora el TC parece que avala: que una limitación de derechos como la que se dio en marzo de 2020 (y en las sucesivas prórrogas) es tan intensa que puede hablarse de verdadera suspensión del derecho. Recordemos el artículo 7.1 del decreto de estado de alarma, precepto ahora anulado: durante las 24 horas del día, solo se podía salir a la calle por motivos tasados, como adquirir alimentos, ir al trabajo, acudir al hospital o cuidar a dependientes.
La discusión entre qué medidas son limitación y cuáles son suspensión del derecho no es fácil ni es una ciencia. Debe hacerse caso por caso, y atendiendo a conceptos como la recognoscibilidad: lo que queda después de aplicar las medidas, ¿sigue siendo reconocible como libertad de circulación? Parece que el Tribunal Constitucional entiende que no, y podemos entender por qué lo dice: si solo puedo salir de mi casa por razones tasadas -y además tan estrictamente tasadas-, está claro que ya no tengo libertad de circulación (1).
Entonces, cae de suyo decir que el estado de alarma no es la herramienta adecuada y que debería haberse acudido al de excepción, que sí contempla la suspensión del derecho fundamental a la libre circulación, tanto en su configuración constitucional como en la legal. En efecto, el artículo 55.1 CE permite suspender la libre circulación cuando se acuda a este mecanismo. Tiene razón el TC, ¿no?
Pues tampoco está tan claro. Porque en el estado de excepción nos pasa lo contrario de lo que nos sucedía con el de alarma: las consecuencias jurídicas son las que queremos, pero los presupuestos habilitantes no cuadran con la crisis del COVID. En efecto, este estado solo se puede declarar «Cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para restablecerlo».
Ya en los primeros meses del confinamiento pude leer artículos que intentaban cuadrar, a veces incluso a martillazos, lo que estaba sucediendo con esta previsión legal. Es difícil. Como mucho se podría decir que el COVID-19 afectaba al «normal funcionamiento (…) de los servicios públicos esenciales para la comunidad», porque colapsaba los hospitales. Pero para declarar el estado de excepción es necesario que este normal funcionamiento se vea tan gravemente alterado que no pueda restaurarse por medios ordinarios.
¿Debería el Gobierno haber permitido que la situación se degradara hasta este punto? Ni siquiera voy a hablar del coste político, que resulta obvio. Es más simple. Los poderes públicos tienen la obligación de velar por la salud pública. Una decisión consistente en dejar de emplear las potestades extraordinarias porque estás esperando a que la cosa se hunda hasta que estén claramente justificadas no es una decisión aceptable.
En marzo de 2020, entonces, el Gobierno se enfrentaba a una papeleta compleja. Debía actuar ya, no solo porque se lo pedían todos (incluso el propio partido nazi cuyo recurso ahora ha anulado el estado de alarma) sino porque era su responsabilidad jurídica. Era obvio que procedía un estado excepcional. Pero los dos caminos tenían problemas: estábamos en el presupuesto habilitante del estado de alarma, pero esa figura no llegaba a lo que queríamos; no estábamos en el presupuesto habilitante del de excepción, que era el que permitía tomar las medidas necesarias.
En ese sentido, el estado de alarma fue el mal menor. Y lo fue por varias razones:
- Es más rápido. El estado de alarma lo declara el Gobierno. El estado de excepción lo propone el Gobierno y lo acepta el Congreso después de introducirle los cambios que quiera.
- Puede durar más. El estado de excepción tiene una duración de 30 días prorrogables por otros 30. Tras esa prórroga, supongo que se podría haber intentado una nueva declaración, pero aquello habría estado cerca del fraude de ley. El estado de alarma, por el contrario, dura 15 días y luego se puede renovar las veces que haga falta y por el tiempo que haga falta. Ya estaba la experiencia del estado de alarma de 2010, por la crisis de los controladores, que se renovó por un mes sin que nadie pusiera pegas.
- Es la herramienta pensada para crisis sanitarias. El estado de excepción está pensando más en insurrecciones civiles y otros atentados al orden público. En este sentido, un cierto exceso en las medidas tomadas con la herramienta correcta no es tan grave como la aprobación de una medida mucho más autoritaria y potencialmente más lesiva.
Creo que, en marzo de 2020, el Gobierno no podía hacer otra cosa que declarar el estado de alarma. Y por ello pienso que, atendiendo al caso concreto y ponderando los intereses en juego, el TC debería haber declarado constitucional su aplicación. Limitar un derecho fundamental hasta que se parece a una suspensión es grave, sin duda, pero peores habrían sido cualesquiera otras alternativas, incluida la inacción.
Para terminar, dos palabras sobre los otros dos actores del conflicto. En primer lugar, el partido nazi siempre en su línea: reclamó el estado de alarma, votó a favor de su primera prórroga y luego lo ha recurrido y ganado. Una nueva muestra de deshonestidad institucional, similar a otras muchas a las que ya nos tiene acostumbrados.
En cuanto al Tribunal Constitucional, no voy a detenerme en el hecho de que, tras la destitución de Valdés (magistrado del «bloque progresista», ahora mismo juzgado por violencia de género), el órgano está dominado por los conservadores. Quiero hablar de otra cosa. Se ha dicho estos días que la decisión del TC ha sido antidemocrática, porque se ha adoptado por una mayoría escasa, de seis votos a favor contra cinco en contra.
La cosa es que la propia existencia del Tribunal Constitucional, aunque adopte sus decisiones por unanimidad, es antidemocrática. Esto se ha denunciado desde la aparición de esta clase de órganos, en los años ’30: que una mayoría de magistrados no elegidos, a veces (como en este caso) muy exigua, pueda imponerse al legislador democrático, es claramente un límite a la democracia.
No, el problema no es que el Tribunal Constitucional no sea democrático: ese es un precio que pagamos por una mayor separación de poderes. El problema es que el Tribunal Constitucional español es muy malo. No es ya solo esa división tan sonrojante entre magistrados «progresistas» y «conservadores», qué va. Esa división podría tener un pase si estos magistrados no fueran, en general, absolutas nulidades jurídicas, algunas veces demasiado conectados con la sede de aquellos partidos que les nombraron. Así salen esas sentencias, todas cortadas por el mismo patrón: muchos argumentos y un lenguaje jurídico suave y preciso para acabar defendiendo lo que Alana Portero ha denominado «pantomima de lo razonable».
El Tribunal Constitucional es el guardia de la porra de un sistema que se descompone, y sus decisiones lo corrompen más que apuntalarlo. Hoy es esto, mañana será otra cosa. Cada vez es menos creíble todo lo que hace y dice. Y es un problema, porque es el único órgano que puede enmendarle la plana al legislador, el supremo garante de nuestros derechos fundamentales y la autoridad que expulsa del derecho a cualquier norma (y hasta a cosas que no son normas) que considere oportuno. Se supone que debería tener la autoridad que da la sabiduría y el depurado conocimiento técnico.
Esto, hoy en día, no es así. Y no parece que vaya a serlo
próximamente.
(1) No se puede decir lo mismo del estado de alarma de octubre, por cierto. Este era mucho más leve, porque solo imponía el toque de queda durante siete horas al día.
Yo diría que adoptasen la norma del TC alemán (elección de los jueces por Congreso y Senado mediante mayoría de 2/3) si no fuese porque con el partidismo que hay en España no se aprobarían miembros nunca https://en.wikipedia.org/wiki/Federal_Constitutional_Court
ResponderEliminarEl problema no es la forma de elección. El problema es quienes son elegidos y por qué razón lo son. Dicho eso, sí: si se necesitaran esas mayorías, la derecha lo bloquearía.
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