miércoles, 31 de octubre de 2018

Matrimonio y pareja de hecho


Hoy me han preguntado por la diferencia entre matrimonio y pareja de hecho. No es la primera vez. Parece que una de las muchas cosas que se han cargado los millennials es el matrimonio, porque a mi alrededor hay bastante gente a la que le cuesta entender la diferencia. Y lo cierto es que esas diferencias existen, aunque son cada vez más pequeñas. Por eso, para no liarse, vamos a analizar ambas figuras.

Podemos definir el matrimonio como el negocio jurídico que le daba efectos legales a la convivencia conyugal. Se trata de un conjunto de formalidades que cambian el estado civil de los participantes. Hasta entonces estaban solteros, ahora están casados. Eso determina toda una serie de derechos y deberes: acceso a pensión de viudedad, posibilidad de presentar declaración conjunta de IRPF, permisos para cuidar al otro cónyuge, derechos hereditarios, etc. También a nivel económico hay diferencias sustanciales.

Durante buena parte de la historia, casarse ha sido un acto importante. Trascendente, incluso. No solo por el cambio que significaba a nivel social (era un rito de paso), sino porque se trataba de algo irrevocable. En la cultura católica el matrimonio era indisoluble salvo casos de no consumación. Incluso cuando en España se aprobó el divorcio, era complicado acceder a él: primero había que separarse, luego dejar pasar una cantidad de años y por último alegar una causa de divorcio de las tasadas en la ley. Sí, se trata de algo que hoy en día cuesta comprender, pero tenías que pedirle a un juez que te divorciara y éste podía negarse.

En esta situación, no es extraño que la gente pasara de casarse. En cuanto acabó el franquismo y la sociedad se abrió un poco, empezó a haber parejas que convivían pero no estaban casadas. Tiene sentido: casarse era un compromiso muy grande en tiempos cada vez más cambiantes, y cuando las cosas van bien nadie echa de menos los derechos que te da el estar casado. Así, comenzaron a proliferar parejas que se llamaron “de hecho” en contraposición a los matrimonios, que serían las parejas “de derecho”. Los miembros de las parejas de hecho no cambiaban de estado civil ni adquirían derechos especiales.

Ahora bien, pronto estas parejas de hecho empezaron a reclamar derechos. Es un cierto sinsentido jurídico (la “pareja con derechos” ya existe: es el matrimonio), pero la cosa es que coló. Empezaron a aparecer registros autonómicos de parejas de hecho, que tienen exactamente la misma función que el Registro Civil en el caso de los matrimonios: probar a terceros que la pareja existe. Y poco a poco las leyes fueron equiparando ambas figuras en distintos temas.

Algunos ejemplos son muy lógicos. Por ejemplo, cuando en 2004 se aprobó toda la legislación de violencia de género, se equiparó al matrimonio con las “relaciones de análoga afectividad” incluso sin convivencia: no vamos a dejar desprotegidas a mujeres solo por el hecho de no estar casadas. Un poco la misma lógica rige toda la legislación sobre derechos del menor frente a sus progenitores, donde no importa si hay matrimonio o no. Sin embargo, en otras áreas no era tan imperativo igualar derechos y aun así se ha hecho: muchas Comunidades Autónomas han equiparado el matrimonio y la pareja de hecho en materia hereditaria (1), también se ha hecho en algunos convenios colectivos a efectos de derechos laborales, y a nivel estatal son iguales en cuanto a derechos en el alquiler de vivienda.

Mientras todo esto pasaba, el matrimonio perdía esa nota de irrevocabilidad que le había caracterizado siempre. La reforma del divorcio de 2005 facilitó muchísimo la disolución del matrimonio: ahora uno se puede divorciar después de solo tres meses de casado, sin separación previa y sin necesidad de alegar causa. En 2015 se dio a los notarios la posibilidad de tramitar los divorcios de mutuo acuerdo, lo que aceleró aún más los procesos. Hoy en día, divorciarse es cuestión de semanas.

Además, vivimos en una sociedad mucho más abierta y menos pacata que hace cuarenta años: el matrimonio se ve de forma mucho más pragmática, como una forma de adquirir derechos, no como un medio de perfeccionar el amor de pareja. Se ha reducido la carga simbólica de las bodas, porque todo el mundo es consciente de que el matrimonio es un estado temporal. Sí, la gente sigue invirtiendo dinero en hacer bodorrio, pero se centran en el convite: en cuanto a la ceremonia, cada vez más parejas optan por prescindir de ella. Los matrimonios religiosos se han desplomado e incluso se ha hecho común celebrar el banquete un día e “ir a firmar” (es decir, casarse propiamente) otro.

El resultado de todo esto es que el matrimonio y la condición de pareja de hecho se han ido acercando. Han desaparecido tanto la principal traba para casarse (la dificultad para divorciarse) como la consideración social del matrimonio como acto solemne y único; al mismo tiempo, muchas de las desventajas de la pareja de hecho se han ido limando. Hoy en día las principales diferencias entre matrimonio y pareja de hecho son en materia de herencia en las Comunidades Autónomas de derecho común y en materia de pensión de viudedad (2). Aparte de eso, ambas figuras se parecen mucho.

Así pues, la confusión es normal. Esto no lo podríamos haber afirmado hace treinta años, pero ahora sí: el matrimonio y las parejas de hecho se parecen mucho. Y la equiparación no puede más que avanzar, según vayan ampliándose los tipos de familia y la gente siga reclamando derechos sin tener que pasar por el aro de casarse. Que así sea.





(1) En España hay dos clases de Comunidades Autónomas: las forales (que tienen su propio derecho civil) y las comunes (que aplican el Código Civil estatal). Lógicamente solo las Comunidades Autónomas forales han podido intentar esa equiparación.

(2) A nivel fiscal, también es cierto que solo los matrimonios pueden hacer la declaración conjunta del IRPF. Pero no lo cuento como una ventaja porque esa modalidad solo beneficia a las parejas en las que entra un único salario, situación rara entre quienes optan por pareja de hecho.


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lunes, 29 de octubre de 2018

El militar de la Manada expulsado del Ejército

Los delitos mediáticos generan grandes quebraderos de cabeza a todas las personas relacionadas. Hablemos, por ejemplo, del caso de la Manada. Dos de los condenados son trabajadores del sector público, y encima en ramas tan sensibles como la Guardia Civil y el Ejército. Cuando este dato trascendió, se alzó un clamor exigiendo su expulsión. Sin embargo, la Administración Pública no lo tiene tan fácil a la hora de echar a alguien, pues sus normas de despido son, comprensiblemente, rígidas.

Pensemos en Alfonso Jesús Cabezuelo, el militar de la Manada. Cuando entró en prisión preventiva, fue suspendido en funciones. La suspensión se produce cuando un militar resulta implicado en un proceso penal o en un procedimiento disciplinario por falta muy grave. No puede durar más de seis meses o del tiempo que se pase en prisión preventiva; como cuando a Cabezuelo se le levantó la prisión provisional (junio de este año) ya habían pasado más de seis meses desde su imputación, el Ejército no tuvo otra que reincorporarle al servicio activo. Eso sí, sin asignarle destino, una posibilidad que prevé la ley para los casos en que aún está pendiente la sentencia firme.

Estos días, ha salido una nueva noticia: las Fuerzas Armadas directamente expulsan a Cabezuelo. Cabezuelo tenía lo que se conoce como “compromiso de larga duración”: había firmado para ser militar hasta los 45 años. Este compromiso puede resolverse en caso de condena por delito doloso (artículo 10.1.i de Ley de Tropa y Marinería). Ojo, he dicho “puede resolverse”. Esto no es como el final de la situación de suspensión de servicios, que es automática, sino que aquí hay que instruir un expediente y dar audiencia al interesado. Ese expediente ya se ha instruido y el Ejército ha decidido que Antonio Jesús Cabezuelo no puede seguir siendo miembro de las Fuerzas Armadas.

Cabezuelo ha dicho que recurrirá. Y, por mucho que me duela, creo que tiene razón. La condena en el asunto de la Manada todavía no es firme. Es cierto que la ley no requiere la firmeza para resolver el compromiso (habla simplemente de la “imposición de condena por delito doloso”), pero a mí me parece un requisito obvio. Una condena no firme es una condena que aún es recurrible (en este caso, de hecho, está recurrida) y que, por tanto, puede ser anulada en una instancia superior. No se puede ejecutar, y si no se puede ejecutar no debería tener otras consecuencias ni habría que tenerla en cuenta para nada.

Derivar efectos de una sentencia que aún no es firme es de lo más discutible desde el punto de vista jurídico. Además, plantea una serie de problemas prácticos bastante importantes. Supongamos que el TSJ o el TS absuelven a Cabezuelo. La decisión de resolver su compromiso con el ejército sería ya firme (ya sabemos cuánto tardan las cosas en este bendito país), por lo que no se podría recurrir. Cabezuelo tendría que iniciar su carrera profesional desde cero, y a lo mejor ya ni siquiera podría por razones de edad. En otras palabras, tendríamos a una persona que ha resultado absuelta pero a la que se ha expulsado de su trabajo como si estuviera condenada. Ya digo: un sinsentido.

Más allá de estas cuestiones formales, está la pregunta (planteada por @nielisse en Twitter, y que ha sido la que me ha motivado a escribir esta entrada) de hasta qué punto es útil, desde la perspectiva de la reinserción, privar a un delincuente condenado de su medio de vida. En otras palabras: ¿tiene razón ese clamor popular pro-expulsión del Ejército del que hablábamos al principio? Es una pregunta difícil, porque creo que aquí nadie siente la menor simpatía por Cabezuelo, pero hay que hacérsela.

El problema es que no hay respuesta fácil. No solo es una cuestión ética y no fáctica, sino que hay que tener en cuenta muchos factores: el derecho a la reinserción de Cabezuelo, la naturaleza y gravedad del delito, el tipo de trabajo del que se pretende echarle, el derecho de la Administración de evitar que sus trabajadores cometan conductas que le impidan conseguir sus fines constitucionales, etc. Me da la sensación de que no se puede dar una solución general, sino que hay que ponderar cada caso.

Por ejemplo, veamos el tipo del delito. El propio Cabezuelo tiene condenas anteriores por delitos de riña tumultuosa (peleas grupales, como las de bar o las de bandas) y nunca se ha valorado su expulsión del ejército (1). Sin embargo, no es lo mismo una pelea de bar que un abuso sexual que veremos si no acaba calificándose como violación. La gravedad, la intencionalidad, y la   afectación a bienes jurídicos de terceros no tienen nada que ver entre ambos delitos.

El hecho de que el delito sea privado (es decir, que no se haya cometido en relación a la condición militar de Cabezuelo) no es, en principio, impedimento para su expulsión. El Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo tienen más que dicho que la finalidad de la Administración es servir los intereses generales y que por ello la conducta privada de sus trabajadores no es de su incumbencia salvo que redunde en perjuicio del servicio. Esta doctrina se ha aplicado, por ejemplo, a oficiales de policía: se ha considerado que la Administración tiene derecho a que éstos sean irreprochables penalmente, pues tener unos cuerpos policiales formados por delincuentes condenados afecta sin duda al servicio público. La misma doctrina se puede trasladar a los militares.

En cuanto a la reinserción, no la veo comprometida aquí. Los mecanismos de reinserción deben adecuarse al delincuente y a las razones que le han llevado a delinquir. Si hay una adicción de por medio, habrá que intentar curarla; si se trata de problemas psicológicos, imponer el tratamiento adecuado; si estamos ante una persona que delinque para vivir, procurarle otros medios de vida. En la mayoría de esos casos, privar al condenado de su trabajo afecta directamente a su derecho a la reinserción.

El caso de Cabezuelo no es así. Cabezuelo y sus secuaces no cometieron su delito por ninguna de estas causas, así que el hecho de que tengan un trabajo concreto no es demasiado relevante. La reinserción vendrá, si es que viene por algún sitio, por cursos de formación, concienciación y sensibilización. Que Cabezuelo siga siendo militar no incide demasiado en su proceso de reinserción, y sí perjudica la imagen y los intereses de la Administración del Estado, por lo que en este supuesto pienso que está justificada su expulsión. Siempre, por supuesto, que se alcance una sentencia firme condenatoria.

Los mismos argumentos se aplican, claro está, al guardia civil de la Manada. Sin embargo, sí estaría en contra de que un empleador privado los despidiera: una cosa es que tener tal o cual trabajo no sea relevante para la reinserción y otra que les vayan despidiendo de todos los sitios donde consiguen ser contratados. Pero en fin, nada que no sepan los miles de excarcelados de este país que intentan encontrar trabajos legales.

Es importante no olvidar que los derechos fundamentales están en una pendiente resbaladiza permanente, y que los reclusos se encuentran en la parte de debajo de la rampa. Son los canarios en la mina. Por muy mal que nos caigan y por muy injustificables que sean los delitos que han cometido, no podemos ceder al populismo punitivo. No ya por compasión o por empatía, sino por mero egoísmo: nosotros vamos detrás.









(1) Dato que sabemos por su abogado, que en vez de callarse la boca lo ha usado como argumento a su favor en este caso.


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jueves, 18 de octubre de 2018

Una resolución republicana


El otro día el Parlament catalán aprobó una resolución antimonárquica. Esta afirmación, que en una democracia de verdad resultaría casi trivial (¿de verdad que los Comunes y los independentistas son contrarios a la monarquía? ¡Nunca lo había pensado!), ha traído toda clase de llanto y rechinar de dientes. Para saber de lo que hablamos, voy a transcribirla. ¡Y en español, por si eres de los que se empeñan en ir a Cataluña y no obedecer letreros escritos en catalán porque “no tengo obligación de entenderlos”!

Se trata de una resolución “Por la defensa de las instituciones catalanas y las libertades fundamentales”, y dice así en dos de sus puntos:

El Parlamento de Cataluña:
3.- Rechaza y condena el posicionamiento del rey Felipe VI y su intervención en el conflicto catalán, así como su justificación de la violencia por parte de los cuerpos policiales el 1 de octubre.
4.- Reafirma el compromiso con los valores republicanos y apuesta por l abolición de una institución caduca y antidemocrática como es la monarquía.

Y ya está. Eso es todo. Una condena a cierta actuación de una autoridad pública y un rechazo genérico de la monarquía como institución. Uno podría preguntarse, con cierta retranca, qué hace el Parlamento de la independiente república catalana pronunciándose sobre la forma de Gobierno del reino de España, pero más allá de esa broma es una toma de posición perfectamente asumible. No llama a la violencia, no pide la guillotina en la Puerta del Sol, no reclama la toma del Palacio de la Zarzuela… es un simple “esto no me gusta”.

Esta declaración política debería haber tenido una respuesta política por parte del Estado. Ciertamente, Carmen Calvo afirmó que esa respuesta política iba a darse, y es lógico. Así funciona la política: tú dices una cosa, yo digo otra, si son compatibles nos pondremos de acuerdo y si no no. El problema es que para el Gobierno la “respuesta política” es llevar al Tribunal Constitucional la resolución parlamentaria catalana.

Hay vía para ello. Los artículos 76 y 77 LOTC, basados directamente en el artículo 161.2 CE, permiten recurrir no solo las normas legales de los Parlamentos, sino también las “disposiciones y resoluciones” sin fuerza de ley adoptadas por cualquier órgano autonómico. Aquí estaríamos ante lo que el reglamento del Parlamento catalán llama “resolución”: se trata de mociones “para impulsar la acción política y de Gobierno” (artículo 167 RPC) que en este caso se presentan después del debate anual sobre la orientación política del gobierno autonómico (artículo155 RPC).

El recurso del Gobierno se sustancia por los mismos trámites que el conflicto de competencias positivo (se trata como si el Parlamento catalán se hubiera atribuido funciones que no tiene), y tiene la peculiaridad de que produce la suspensión del acto recurrido. Es decir, que si al final el Gobierno lo interpone, la resolución antimonárquica quedaría suspendida y todos podríamos leer en la prensa que “el Tribunal Constitucional suspende la declaración del Parlamento de Cataluña”. Lo cual no es cierto: la suspensión se produce de forma automática, y el Tribunal Constitucional lo que puede hacer es levantarla.

Sin embargo, que exista un cauce procesal para llevar este asunto no impide que todo el tema me llene de perplejidad. Los artículos constitucionales y legales que he citado están pensados para servir como cláusula de cierre en relación a la impugnación de normas. De normas, no de declaraciones políticas. Es cierto que su dicción literal permite recurrir cualquier clase de “disposición o resolución”, pero toda la regulación está pensando en disposiciones que contengan normas, no con rango de ley (para eso está el recurso de inconstitucionalidad) pero sí con intención de obligar: el reglamento del Parlamento autonómico, decretos de cualquier tipo, circulares internas, etc.

Buena prueba de ello es el propio hecho de que se prevea la suspensión del acto recurrido. Algo se suspende para que no tenga efectos mientras se decide si es constitucional o no lo es. Las declaraciones políticas no tienen efectos: se agotan en la propia toma de la decisión. ¿Cómo se suspende un posicionamiento político? “Soy republicano”; “No, mire, no lo es hasta que no decidamos si le levantamos la suspensión, para lo cual tenemos un plazo de cinco meses”. Es absurdo.

Es más: ¿cómo se argumenta la inconstitucionalidad de un posicionamiento político? Existirían dos mecanismos: por la forma y por el fondo de la declaración. Por la forma, se trataría de negar que el Parlamento de Cataluña pueda pronunciarse sobre política; en otras palabras, entender que la resolución es inconstitucional porque su autor no es competente para dictarla. Pero eso es absurdo: la práctica parlamentaria de todo el mundo está llena de cámaras que votan sobre cuestiones políticas. Uno casi podría decir que la función de un Parlamento es, precisamente, debatir sobre la actualidad política. Y está bastante claro que la actuación pública de un jefe de Estado y la forma de gobierno de un país son dos materias políticas.

Parece que el Gobierno va a escoger la otra vía, la relativa al fondo: se trataría de afirmar que las expresiones políticas antimonárquicas son inconstitucionales. Así lo ha dicho Calvo, quien ha afirmado que la figura del jefe de Estado debe quedar fuera del debate partidista. Esto es una mamarrachada como un piano, y además peligrosa. ¿Cómo que no podemos discutir sobre la figura del rey? Claro que podemos, precisamente porque esto es (o se supone que es) una democracia con libertad de expresión.

El rey es una figura pública sometida a la crítica. La monarquía es una forma de gobierno con la cual se puede estar de acuerdo o no. El pensamiento republicano es plenamente lícito, como lo es cualquier ideología que pretenda una modificación constitucional. Y si esto es así, tan lícita es la expresión republicana hecha por un particular como la hecha por una institución pública siguiendo el juego de las mayorías. Me pone de mal humor que haya que estar recordando esto a estas alturas.

En cuanto al recurso, le preveo poco recorrido. Es posible que ni se presente, y si se presenta no irá a ninguna parte. Creo que ni siquiera un Tribunal Constitucional tan politizado como el nuestro va a convalidar semejante ataque a la libertad de expresión. Claro, puedo equivocarme, pero la verdad es que espero no hacerlo: solo faltaría que el Tribunal Constitucional declarase que, en España, el pensamiento político republicano es inconstitucional.




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lunes, 15 de octubre de 2018

Patreon, Verkami y los impuestos


El otro día, al hilo de la entrada sobre las cooperativas de facturación, varias personas me preguntaron por la fiscalidad de los procesos de micromecenazgo. ¿Cómo tributan las operaciones realizadas por Patreon, Verkami, Ko-fi y plataformas similares? La respuesta en principio no es muy complicada: exactamente igual que si se hicieran fuera de Internet, porque la naturaleza de la operación se mantiene sin importar el medio por el que se cierre.

Así, si le regalas 10 € a una persona es una donación, y tributará como donación independientemente de que se la hagas a un familiar o a un desconocido cuyo proyecto te gusta. Si a cambio de ese dinero te envía un bien o te presta un servicio, estaríamos ante una compraventa o ante un arrendamiento de servicios, y la tributación sería la propia de esas figuras aunque el contrato se haya realizado por Internet.

Pasa lo mismo con las campañas de micromecenazgo asociadas a proyectos. Aquí podría haber alguna duda: al fin y al cabo, yo aporto para la campaña sin saber si ésta cumplirá los objetivos mínimos (en cuyo caso recibiré los bienes por los que he pagado) o si no los cumplirá (momento en el cual me devolverán el dinero, o directamente no me lo cobrarán). Sin embargo, esta peculiaridad no implica que la operación deje de ser una compraventa: al contrario, será una compraventa sometida a una condición, que en este caso es el cumplimiento de los objetivos de la campaña.

Entonces, ¿cómo tiene que tributar la persona que recibe dinero del micromecenazgo? Hay que diferenciar las operaciones gratuitas de las onerosas.

Operaciones gratuitas (donaciones)
En las operaciones gratuitas, el mecenas da dinero a cambio de nada. Hablamos de aportaciones como las que se hacen por medio de la plataforma Ko-fi o del botón de PayPal que tengo yo en el blog. A ver, entendámonos, no es que se haga estrictamente a cambio de nada: quien dona dinero a un desconocido de Internet lo hace porque le ha gustado su obra, sea ésta un hilo de Twitter, una entrada de blog o un microrrelato. Cuando digo “a cambio de nada” quiero decir que la entrega de dinero no es un pago por un bien o servicio concreto, sino una mera liberalidad, una gracia.

Las donaciones tributan en el Impuesto de Sucesiones y Donaciones, ese que quieren abolir los liberales. Es un impuesto cedido a las Comunidades Autónomas, por lo que no se puede decir mucho de él a nivel general: grava las operaciones gratuitas y normalmente tiene beneficios fiscales cuando éstas se producen dentro de la familia. Al tratarse de donaciones entre desconocidos, no podrás acogerte a ninguna de estas rebajas.

Aquí hay un caso especial: los casos donde el mecenas da dinero a cambio de algo que tiene un valor ínfimo, como pueda ser “nuestro agradecimiento” o “tu inclusión como mecenas de nivel 1 en el producto”. Esto ¿es una donación o es una compraventa? La cuestión es discutible, pero no creo que llegue nunca a ningún tribunal porque se trata siempre de muy poco dinero. Por ello, yo le doy una solución práctica: si en tu crowdfunding no has metido una opción de donar, no trates esto como una donación. ¿Por qué? Porque al fin y al cabo estás dando algo a cambio, y tratarlo como una donación solo multiplicará el papeleo.

Operaciones onerosas (compraventas o prestaciones de servicios)
En las operaciones onerosas, el mecenas da dinero como pago anticipado de un bien o servicio que recibirá si se completa la campaña o, en el caso de Patreon, al acabar el mes. La aportación se vincula a la recepción de unos productos concretos, que son conocidos antes de comprometer el pago. Por tanto, el receptor del dinero deberá tributar esas cuantías en el IRPF, como hace con el resto de ingresos no gratuitos que recibe a lo largo del año.

El IRPF agrupa los ingresos en distintas categorías: procedentes del trabajo personal, del capital, de variaciones patrimoniales, etc. El dinero obtenido en un crowdfunding computa, claramente, como rendimiento de actividades económicas. Se trata de la categoría prevista para los trabajadores por cuenta propia y para los empresarios individuales; la ley considera que una actividad es económica cuando cumple los siguientes requisitos:
  • Consiste en el trabajo personal del contribuyente y/o del uso de capital.
  • Supone la ordenación, por parte del contribuyente, de medios de producción y/o recursos humanos.
  • Busca producir o distribuir bienes o servicios.


Una definición un tanto alambicada, pero que cuadra con el funcionamiento de cualquier campaña de micromecenazgo llevada a cabo por una persona física: alguien que, mediante su trabajo personal y la ordenación de medios de producción (aunque estos se limiten a un ordenador cutre en el que escribir poemas, artículos o relatos), aspira a distribuir bienes o servicios.

Por tanto, si inicias un proceso de crowdfnding se te considera trabajador autónomo a efectos del IRPF. Eso significa darte de alta en Hacienda como tal (se usa el temido formulario 036), presentar las declaraciones trimestrales y reflejar estas ganancias en la declaración anual junto a todas las que hayas podido obtener por otras vías. Si solo te has metido en una campaña concreta, deberías darte de alta como autónomo antes de empezarla y darte de baja después de terminarla; si llevas un Patreon o cualquier otra página de pagos periódicos, tendrás que mantener la condición de autónomo a lo largo del tiempo.

Pero no se vayan, que aún hay más. Hasta ahora hemos visto cómo tributan los ingresos de la persona que inicia una campaña de micromecenazgo. Sin embargo, el mecenas que contribuye a la misma está haciendo un acto de consumo, y ese acto de consumo también está gravado, más en concreto con el IVA. Este impuesto grava las entregas de bienes hechas por empresarios, y el concepto de “actividad empresarial” es el mismo que en IRPF.

Así, el creador que practica actividades empresariales a efectos del IRPF, también las realiza a efectos del IVA. Eso significa que tiene que cobrarle este impuesto al consumidor final (21%) y luego ingresarlo en Hacienda: no es él quien lo paga, pero tiene esta obligación formal. Lo bueno es que se cumple cada tres meses, por lo que puede cumplimentar a la vez este formulario junto con las trimestrales del IRPF.

Y luego, por debajo de esas obligaciones, está la realidad. La realidad es que la mayor parte de páginas de Patreon no son lo suficientemente grandes como para que nadie haga nada de esto. No es solo por el dinero: al fin y al cabo, el IVA lo paga el consumidor y el IRPF te será devuelto cuando presentes la declaración (1). Es por toda la pereza que da cumplir con estas obligaciones formales. Si ya eras autónomo de antes y lo llevabas todo en regla, no te cuesta nada aumentar tus ingresos en los que recibas del Patreon; sin embargo, inscribirse en Hacienda solo para declarar noventa euros mensuales…

Éste es el tema fundamental, supongo. En Patreon, salvo casos claros de creadores de éxito, se mueve miseria y media. Entonces aparece la idea de que Hacienda no va a molestarse en perseguir una defraudación tan pequeña, o que ni siquiera se va a enterar. Lo segundo no es cierto: la Agencia Tributaria conoce todos tus datos bancarios. En cuanto a lo primero, cada cual que se arriesgue lo que quiera, pero yo no puedo sino recomendar que lo hagáis bien y paguéis lo que se debe.

Por supuesto, si en vez de Patreon lo que has hecho es una página para un proyecto concreto, y has sacado varios miles de euros, cumplir con Hacienda se vuelve ineludible. La AEAT puede que deje pasar un ingreso de cincuenta euros mensuales; no va a hacer lo mismo con los quince mil euros que has recaudado para sacar tu juego de mesa. Aparte, hay que recordar que los impuestos son una obligación social, no solo jurídica.

Voy a cortar aquí, que bastante largo me ha quedado el artículo. He hablado solo de Hacienda, no de la Seguridad Social, así que queda por responder la pregunta de si el creador de contenido debe pagar también la cotización de autónomos. Quizá este artículo os ayude a responder a la pregunta. Y en cualquier caso, espero haber ayudado a desbrozar la complicada selva de la normativa tributaria.








(1) Opero con la idea de que quien se hace un Patreon es, en la mayor parte de los casos, porque no tiene un trabajo remunerado que le dé para vivir. Así que es muy posible que gane por debajo del mínimo personal y familiar y que la declaración le salga a devolver.


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jueves, 11 de octubre de 2018

Las cooperativas de facturación


Como ya he dicho más de una vez, tengo muchos amigos autónomos. Esto me hace estar al tanto de las novedades del sector. Fue así como me enteré de la existencia de las cooperativas de facturación, un mecanismo que me hizo levantar la ceja desde el principio. He seguido la figura con interés, y he visto cómo la Inspección de Trabajo ha ido cerrando estas cooperativas ficticias y sancionando por fraude a sus socios. Estaba cantado, pero no por ello dejan de darme pena los miles de curritos afectados, que se metieron en algo que parecía legal sin serlo en absoluto. Porque sí, las cooperativas de facturación son un mecanismo para defraudar cotizaciones.

La Seguridad Social está estructurada en regímenes. Según el régimen al que pertenezcas, tendrás más o menos obligaciones formales (presentar documentos, llevar contabilidad) y deberás pagar más o menos. El régimen básico es el General, que se aplica a la mayor parte de trabajadores por cuenta ajena: hay un 99% de probabilidades de que todo lo que has trabajado en tu vida se haya cotizado por este régimen. Y luego hay regímenes especiales, como el de trabajadores del mar, el de la minería del carbón… y el de trabajadores autónomos, el llamado RETA (1).

Un trabajador autónomo debe darse de alta en el RETA. Es el régimen apropiado para él. Tiene que ser él quien rellene los formularios e ingrese la cotización, porque la ley le considera empresario. Es este pánico a equivocarse en el papeleo, junto con la rigidez de la cuota (se trata de una cuantía fija, muy gravosa para autónomos que facturan poco), la que ha llevado a mucha gente a meterse en cooperativas de facturación. Lo que vendían estas cooperativas es seguridad y ahorro.

El mecanismo era sencillo, y se basaba en una norma peculiar de las cooperativas: éstas pueden decidir, en sus estatutos, si sus socios cotizan en el Régimen General o en el RETA. Se constituía una cooperativa que escogiera la primera opción, y se publicitaba como “cooperativa de facturación”. Cuando el autónomo realizaba un trabajo, la cooperativa le daba de alta en el Régimen General y se ocupaba de todo el papeleo, en especial de la emisión de la factura (a nombre de la cooperativa) y de su cobro al cliente. Una vez cobrada la factura, la cooperativa pagaba al autónomo, cumpliendo con todas las normas del RG y quedándose por supuesto con una pequeña comisión que iba a parar a los promotores del invento.

En otras palabras, lo que se hacía era meter una persona jurídica entre el trabajador y su cliente. Esta persona jurídica se encarga de las obligaciones formales y trataba al autónomo como a un trabajador por cuenta ajena, con lo que éste ganaba en seguridad (no tenía que hacer papeleo, con todo el riesgo de equivocarse que eso conlleva) y, sobre todo si la facturación era baja, ahorraba. En principio todo el mundo contento, salvo por el hecho insignificante de que este ahorro es ilegal. Estamos ante lo que se llama un fraude de ley.

Un fraude de ley es un mecanismo por el cual una persona intenta aplicar una norma que no le interesa pero que le sirve para lograr un resultado prohibido por el ordenamiento. El ejemplo típico es el del inmigrante que, ante la imposibilidad de conseguir un permiso de residencia por las vías formales, se casa con un español para lograrlo. Ese inmigrante no quiere casarse, no tiene el menor interés en ese matrimonio, pero lo contrae para lograr un objetivo que de otro modo tendría prohibido. El fraude de ley normalmente incluye la creación de una situación ficticia (en este caso, la relación marital) a la que aplicar la norma de cobertura.

Es exactamente lo que pasa en las cooperativas de facturación. Una cooperativa es un tipo de sociedad, es decir, un sistema por el cual varias personas comparten un patrimonio para conseguir un objetivo común. En otro tipo de sociedades (anónimas, limitadas) este objetivo siempre es ganar dinero mediante el ejercicio de una actividad empresarial; en el caso de las cooperativas no tiene por qué serlo (hay cooperativas de vivienda o de educación, que tienen como finalidad dotar a sus socios de estos servicios). Pero, sea cual sea, ese objeto social tiene que existir.

En las cooperativas de facturación no hay objeto social. Se presentan formalmente como cooperativas de trabajo asociado, un tipo de sociedad que tiene por objetivo “proporcionar a sus socios puestos de trabajo (…) a través de la organización en común de la producción de bienes o servicios para terceros” (artículo 80 LC). Es el tipo de cooperativa que más se parece a una empresa clásica. Pero las cooperativas de facturación no cumplen los requisitos: los administradores de las mismas no organizan la producción de bienes y servicios, sino que se limitan a cumplir obligaciones formales con el objetivo de ahorrar en cotizaciones.

Lo diré de otra manera: las cooperativas de facturación son pantallas. Usan la forma jurídica de la cooperativa para conseguir, a través de ella, un resultado prohibido por la ley: que haya trabajadores autónomos cotizando en el Régimen General. Pero ese efecto no se corresponde con una actividad societaria real. La cooperativa no organiza nada, sino que cada autónomo dirige su negocio por su cuenta. Un autónomo se da de alta en una cooperativa de facturación solo para obtener ventajas fiscales: no le interesa para nada unificar esfuerzos con otros cooperativistas (a los que probablemente ni conozca), y de hecho no lo hace. Sigue siendo él quien contacta con los clientes, negocia precios y organiza su tiempo de trabajo.

La consecuencia del fraude de ley, cuando es descubierto, es que se aplica la norma que se ha estado eludiendo. Es decir, que cuando una de estas cooperativas de facturación cae, todos sus socios tienen que pagar la diferencia entre lo que cotizaron en el RG y lo que deberían haber cotizado en el RETA. Al margen, por supuesto, de cualquier sanción que les corresponda por el fraude.

Si eres autónomo y estás en una cooperativa de trabajo, sal de ahí cagando leches y regulariza tu situación antes de que te pillen. Si has montado una cooperativa de facturación, es hora de sacar el dinero de ahí e irte a estafar a otros primos. Y, si por casualidad eres Magdalena Valerio, ministra de Trabajo, igual iba siendo hora de impulsar una reforma en la cuota de autónomos, porque mientras ésta siga siendo fija los autónomos de baja facturación se seguirán buscando ñapas para no pagarla.







(1) La tendencia, eso sí, es a la homogeneización. Por ejemplo, en 2012 los regímenes especiales de trabajadores agrarios y de empleados de hogar se integraron en el general, y en 2017 el régimen especial de representantes de comercio se integró en el RETA.


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miércoles, 10 de octubre de 2018

Patrimonio Nacional


Vivimos en una monarquía. Es difícil no darse cuenta, dado que el periódico está lleno de publirreportajes sobre la labor del rey y todas las Navidades su discurso copa el share. Así que vemos a los monarcas comiendo, paseándose en coche, viviendo en palacios gigantes… y uno empieza a pensar, ¿de quién es todo esto? Esos palacios ¿son propiedad del rey de turno, de la Corona, del Estado…? Si hiciéramos la revolución y mandáramos a los monarcas a Estoril, ¿podrían obtener dinero de poner el Palacio Real en AirBnB o ese bien quedaría en manos de la nueva república? Ah, preguntas.

En principio, los bienes de la realeza son del Estado, que los agrupa en un ente conocido como Patrimonio Nacional (1). El término no es baladí: se trata de un patrimonio separado, es decir, de un conjunto de bienes diferente a aquel que agrupa el resto de propiedades públicas. Esta idea nos rechina porque tenemos la concepción clásica de que cada persona (sea particular o pública) puede tener un solo patrimonio. La idea de que una misma entidad tenga dos patrimonios, separados entre sí de tal manera que uno no responda de las deudas del otro, nos es muy ajena. Pero es posible.

Para entender qué es y cómo funciona ese patrimonio nacional tenemos que hacer un poco de historia. La concepción liberal clásica del Estado entendía a éste como una estructura mínima que servía solo para garantizar el orden público y el cumplimiento de los contratos. En esta especie de utopía liberal, el Estado son básicamente cuatro policías y tres jueces, sumados a unos pocos políticos y media docena de funcionarios de ventanilla. En consecuencia, no necesitan mucho dinero ni muchos bienes para funcionar.

Esta idea pronto se vio superada, como diría Mariano Rajoy, por la realidad. El Estado se convirtió en un agente económico de primer orden: explotación de servicios públicos, prestación de servicios tan costosos como la educación y la sanidad, concesión de becas y ayudas variadas, apertura de museos y centros culturales, y así hasta el infinito. Una actividad imparable financiada vía impuestos y plasmada no solo en dinero líquido sino en un enorme patrimonio mobiliario e inmobiliario.

La ley española establece dos grandes clases de bienes propiedad del Estado: los de dominio público (demaniales) y los de dominio privado (patrimoniales). En principio, la diferencia estaría en que los bienes demaniales se rigen por las leyes administrativas mientras que los patrimoniales están sometidos al Código Civil, exactamente igual que cualquier propiedad poseída por cualquier particular. Pero esto no es así. Por ejemplo, si tú usurpas un bien público, aunque sea patrimonial, la Administración competente puede echarte sin necesidad de recurrir a una orden judicial, algo que nunca puede hacer un particular. En otras palabras, el Estado tiene facultades exorbitantes para proteger su patrimonio.

Entonces, ¿cuál es la diferencia entre bien demanial y bien patrimonial? En principio, su uso:
  • Los bienes demaniales son aquellos que están afectos al uso público (calles, costas, montes) o al servicio público (edificios ministeriales, comisarías, colegios); también aquellos que una ley declara expresamente como tales (minas). Por esta razón no se pueden enajenar ni embargar: el Estado no puede perderlos de ninguna manera.
  • Los bienes patrimoniales son aquellos que no son demaniales. Son un concepto extraño en el Estado social, porque si un bien no está afecto ni al uso público ni al servicio público, ¿para qué los quiere la Administración? Normalmente se usan para obtener ingresos (alquilándolos, por ejemplo) o para cederlos a otra Administración o a entidades sin ánimo de lucro. También se pueden enajenar y además son embargables.


¿Y dónde encaja aquí Patrimonio Nacional? ¿Es dominio público o privado? La respuesta, como siempre en este país cuando hay una disyuntiva, es “no”. Ni lo uno ni lo otro. Los bienes de la realeza son inembargables, inalienables y gozan de las mismas exenciones fiscales que los bienes de dominio público. Sin embargo, también son susceptibles de aprovechamiento rentable, para lo cual incluso se pueden ceder a particulares, exactamente igual que los bienes de dominio privado (2). Estamos, en definitiva, ante un tertium genus: un patrimonio separado que comparte características tanto de los bienes demaniales como de los patrimoniales.

El objetivo de este patrimonio es, como ya he dicho, servir al rey y a su familia para el ejercicio de sus funciones constitucionales (3). La Ley de Patrimonio Nacional lista una serie de inmuebles que pertenecen a esta masa: el Palacio de Oriente, el Campo del Moro, el monte y palacio de El Pardo, el palacio de El Escorial, etc. También están incluidos los bienes muebles contenidos en todos estos palacios (mobiliario, obras de arte, etc.) y las donaciones hechas al monarca. Estas donaciones se entiende que están hechas “al Estado a través del rey”. Por ejemplo, el famoso yate Fortuna, regalado al rey por una fundación de empresarios baleares, no era propiedad personal del monarca sino que era de Patrimonio Nacional (4).

Aparte de eso, pertenecen a Patrimonio Nacional derechos de patronato sobre ciertas fundaciones religiosas. Estamos ante uno de estos residuos del Antiguo Régimen (más en concreto del llamado “regalismo borbónico”) que parecen multiplicarse cuando estudiamos la monarquía. Las fundaciones sobre las que la Corona española tiene patronato son, entre otras, la basílica de Atocha, el colegio de Loreto, el monasterio de Las Huelgas y el colegio de doncellas nobles. Todo, como se ve, nombres modernísimos. Ojo: estos son derechos de patronato sobre ciertas instituciones, pero no significa que pertenezcan a Patrimonio Nacional los edificios donde éstas se alojan.

Así pues, en resumen: todos los bienes que tradicionalmente han pertenecido a la Corona son ahora parte de un patrimonio público separado, que recibe el nombre de Nacional. A ver si viene la república y disolvemos estos bienes en la inmensa masa del dominio público.




(1) Tradicionalmente se llamaba Patrimonio Real. Con la II República se le cambió el nombre, y ya no se revirtió.

(2) Antes había otra nota que los asemejaba a los bienes patrimoniales: podían inscribirse en el Registro de la Propiedad. Pero ahora también se pueden inscribir los bienes demaniales.

(3) Aunque en principio los miembros de la Familia Real no tienen función constitucional alguna, salvo casos extremos de tutela del rey menor de edad o de regencia en caso de monarca menor de edad o incapacitado.

(4) Hablo en pasado porque el yate fue desafectado y devuelto a los donantes cuando Juan Carlos I prescindió de su uso.


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martes, 2 de octubre de 2018

El máster de Pablo Casado


Pues ya estaría. El Tribunal Supremo ha hablado: se niega a investigar a Pablo Casado por su máster. El asunto queda, así, cerrado: una de las cosas que tienen los aforamientos es que después de que se pronuncie el Supremo ya no hay nada que hacer. Esta característica, que se suele usar como una prueba de que los aforamientos en realidad perjudican al aforado (¡no puede recurrir!) aquí ha beneficiado extraordinariamente al líder del PP.

Normalmente los procesos penales tienen dos fases: la instrucción (investigación) y el enjuiciamiento. Cuando un juez está instruyendo un caso y observa que uno de los sospechosos está aforado, debe detener inmediatamente la investigación y remitir el caso al tribunal del aforamiento (en este caso, el Supremo) junto con una exposición razonada de por qué le está investigando. Cuando recibe el caso, el Tribunal Supremo nombra a un instructor, que es quien culmina la investigación. Por último, y siempre que el instructor no haya acordado el archivo, la Sala de lo Penal del Tribunal juzga el caso.

Pues bien, en este caso ni siquiera se ha nombrado instructor. El Tribunal Supremo, al valorar el asunto, ha llegado a la conclusión de que no había indicios de delito suficientes como para justificar una investigación. El auto ha sido muy criticado porque parece reconocer que los responsables del máster cometieron irregularidades, pero exculpa a Pablo Casado de cualquier participación en éstas.

El líder del PP estaba siendo investigado por la comisión de dos presuntos delitos. El primero de ellos era el cohecho pasivo impropio. “Cohecho” es el término jurídico para “soborno”. Se trata de un delito que siempre exige dos autores: un particular que entrega u ofrece una dádiva (cohechador activo) y una autoridad o funcionario público que la solicita o acepta (cohechador pasivo). El cohecho será impropio cuando el soborno no se otorgue a cambio de ninguna actuación concreta del sobornado (“te doy estos miles de euros si concedes la licitación a mi empresa”) sino solo en consideración a su cargo público.

En otras palabras, el cohecho impropio es un tipo penal residual que se aplica a todos esos regalos que se hacen sin ninguna finalidad concreta, solo para atraerse la buena voluntad del funcionario o autoridad corrompida. Así, la tesis de la jueza de instrucción es que Enrique Álvarez Conde, el director del máster, le regaló a Pablo Casado ese título académico en atención a quién era: una figura descollante del PP madrileño, y además diputado autonómico.

Solo hay un pequeño problema, y es que el cohecho impropio está prescrito. En 2009, cuando se cometieron los hechos, este delito tenía una pena de multa de tres a seis meses, lo cual significa que su prescripción era de 3 años. En 2012 se perdió toda posibilidad de juzgar a Casado o a Álvarez Conde por estos hechos, salvo que se considere que es conexo a algún otro delito que aún no haya prescrito.

Es aquí donde entra el segundo delito, y es el de prevaricación. La prevaricación consiste en la acción de un funcionario que dicta una resolución injusta a sabiendas. Ojo, no prevarica toda autoridad que toma una decisión que luego es anulada. Para apreciar prevaricación se exige algo más: se exige una completa falta de motivación, o que ésta sea tan burda que cualquiera pueda ver que el único motivo que hay detrás de la resolución es los cojones de quien la ha dictado. Algo como lo que hizo Álvarez Conde al regalarle un máster a Pablo Casado y a otras tres alumnas.

En su exposición razonada, la jueza afirma que Casado cometió el delito de prevaricación, no como autor (el autor sería Álvarez Conde) sino como partícipe. Efectivamente, nuestro Código Penal reconoce la posibilidad de castigar por un delito no solo a los que lo cometieron, sino a los que ayudaron en su ejecución, sea convenciendo al autor (inductor), sea aportándole una ayuda imprescindible para que realizara su plan delictivo (cooperador necesario) o sea con una ayuda menor (cómplice). El inductor y el cooperador necesario, por cierto, tienen la misma pena que el autor.

Siempre según la versión de la jueza, Pablo Casado fue cooperador necesario en la prevaricación que cometió Álvarez Conde. Basa esta idea en toda una serie de datos fácticos, que incluyen actuaciones tanto previas como posteriores al regalo del máster. Es un argumento un poco discutible (¿participa en la prevaricación el particular beneficiado por ésta que realiza actos necesarios para darle efecto?), pero bien fundamentado. Y es esto lo que el Tribunal Supremo no compra.

La cooperación necesaria tiene tres requisitos:
  1. Debe haber cooperación, es decir, un acuerdo de voluntades entre el autor del delito y su colaborador.
  2. Esta cooperación debe ser necesaria, es decir, esencial para que el delito se cometa. Si la cooperación no fuera necesaria, hablaríamos de complicidad.
  3. El cooperador tiene que tener un doble dolo: debe conocer la intención criminal del autor y querer contribuir a la misma.


Pues bien, el Tribunal Supremo cuestiona que concurran los dos primeros requisitos. No ve indicios de acuerdo entre Casado y las autoridades del máster y tampoco entiende que el líder del PP aportara nada relevante a esta actuación de Álvarez Conde. La decisión final viene a ser la siguiente: hay ciertas sospechas de que se dispensó un trato de favor a Casado, pero no de que él estuviera en el ajo ni de que participara de alguna manera (más allá de poner el cazo) en el mismo. Por tanto, no hay que investigar.

A mí la verdad es que la resolución me parece mala. Para empezar, porque ElDiario.es ha contrastado la exposición razonada con el auto del Tribunal Supremo y ha demostrado que éste olvida hechos importantes. Por ejemplo, que hay indicios de que Casado no fue a los exámenes, que todos los alumnos VIP recibieron las mismas notas en las asignaturas convalidadas, que solo ellos pidieron las convalidaciones, que Casado sabía que había obtenido un título, etc. No voy a glosar todo el artículo de Ignacio Escolar, pero quien quiera puede leer ambos documentos y ver lo escuetos que son los razonamientos del Tribunal Supremo.

Para seguir, está el hecho de que la versión exculpatoria me parece absurda. Según lo que dice el Tribunal Supremo, Pablo Casado se matriculó en el máster y Enrique Álvarez Conde decidió, por su cuenta y riesgo y sin concertarse con él, regalárselo. Por su parte, Casado, agradablemente sorprendido de cómo se desarrollaban los acontecimientos, se dejó hacer. Pues hombre, como posible es, pero me parece improbable. Si yo dirijo un máster y quiero congraciarme con el poder no espero a que se me matricule un político para ver si puedo regalárselo, sino que lo pacto con él antes.

Por último, está el hecho de que no estamos en sede de enjuiciamiento, ni siquiera de instrucción: el Tribunal Supremo está simplemente decidiendo si se instruye. El mínimo indicio debería bastar para tirar hacia delante. Y aquí no creo que falten esos indicios, la verdad: todo lo que se ha publicado y lo que aparece en la exposición razonada de la jueza es suficiente para, al menos, investigar. Pero al Tribunal Supremo no se lo ha parecido.

De momento, Pablo Casado se ha librado. Una prescripción y un aforamiento afortunado le han salvado el culo, y con él han ido el resto de alumnas VIP. Sin embargo, estoy bastante seguro de que más pronto que tarde aparecerá otro escándalo que le hundirá. Al fin y al cabo, un hombre que a los 28 años consiguió un máster de manera fraudulenta no creo que tenga problemas para llevarse dinero público a manos llenas. Veremos.





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