miércoles, 30 de septiembre de 2015

El Tribunal Constitucional como gendarme

Ya han sido las elecciones catalanas y España parece (parece) que no se ha resquebrajado aún. De hecho, dado el porcentaje de votos que han recibido las listas pro-independencia y que probablemente la CUP no votará a Más si le proponen como candidato, parece que el proceso de independencia está bloqueado. Pero en la emoción de las elecciones parece que nos estamos olvidando de algo: la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que presentó el PP (no el Gobierno) hace pocos días.

El texto de la proposición (que aún está en trámite parlamentario) es aterrador. Modifica sólo tres preceptos de la norma, pero su alcance es enorme. Sin duda lo más debatido es la propuesta del nuevo artículo 92 LOTC. El texto actual de este precepto permite que el Tribunal Constitucional disponga quién debe ejecutar sus sentencias y que anule las resoluciones que contravengan éstas. La proposición amplía de manera exorbitante estos poderes: le permite aprobar cualquier medida de ejecución que considere oportuna y ordenar a cualquier Administración que la cumpla.

¿Y si esta autoridad incumple estas órdenes de ejecución? Pues si esta reforma se aprueba el Tribunal Constitucional podrá multar a las personas que incumplan (sí, a las personas concretas que dejen de cumplir la resolución, no a la entidad o institución) con hasta 30.000 €, ordenar al Gobierno que pase por encima de sus competencias y ejecute él la sentencia e incluso suspender en sus funciones a las personas que dejen de cumplir. Ahí queda eso.

Esta reforma es, no hace falta decirlo, inconstitucional. Por ejemplo, la segunda medida que he mencionado (que se ordene al Gobierno ejecutar la sentencia pasando por encima de las competencias de la autoridad que incumpla) implica que el Tribunal Constitucional puede decidir, por las buenas, suspender la autonomía de una Comunidad Autónoma. Esta posibilidad está prevista en el artículo 155 CE, pero es para casos graves y, como decisión política que es, la tiene que aprobar un órgano político, en este caso el Senado.

En cuanto a la posibilidad de suspender en sus funciones a las personas que dejen de incumplir, sanción que además puede imponerse sin un límite superior de tiempo (la medida durará “el tiempo preciso” para que se cumpla la sentencia), atenta directamente contra todo orden institucional. La reforma está pensada para ser aplicada a las Comunidades Autónomas, pero cualquiera de las autoridades o empleados del Estado, incluido el presidente del Gobierno, podría ser afectado. Esta reforma permite que el Tribunal Constitucional (un órgano sin legitimidad democrática) expulse de su puesto a cualquier funcionario público durante el tiempo que desee y sin posibilidad de recurso.

Esta competencia que la reforma pretende atribuir al Tribunal Constitucional es inconstitucional porque vulnera el principio parlamentario (artículo 1.3 CE): la suspensión de empleo no está prevista en la Constitución ni en los Estatutos de Autonomía, y si lo estuviera no quedaría en manos de este órgano sino del Congreso de los Diputados o del Parlamento autonómico.

Es cierto que también está prevista como pena de algunos delitos, pero se trata de un caso muy diferente, donde ha habido un proceso con todas las garantías ante un tribunal que se presume imparcial. Aquí ni se prevé proceso alguno (más allá de genéricas remisiones a las leyes procesales ordinarias) ni el tribunal es imparcial, porque sus miembros han sido nombrados por actores políticos y porque va a juzgar a personas a las que él mismo acusa de haber incumplido su sentencias. Ante el incumplimiento de sentencias del Tribunal Constitucional lo que habría que hacer es llevar a las autoridades y funcionarios incumplidores ante la jurisdicción ordinaria, acusarles de un delito de desobediencia y esperar que, ahora sí, sean suspendidos de sus funciones o incluso inhabilitados.

Además, vengo pensando en suspensiones cortas, de unos pocos días o semanas. Pero no olvidemos que suspender a alguien de sus funciones durante el tiempo suficiente es equivalente de facto a cesarle, y las causas de cese del presidente del Gobierno y de los ministros, por ejemplo, son tasadas y están previstas en la Constitución (artículos 100 y 101). En definitiva, que no hay por dónde cogerlo.

Esta norma, de ser aprobada, alterará totalmente el equilibrio institucional, dándole al Tribunal Constitucional el derecho de vida y muerte sobre cualquier cargo público. Lanzará a este órgano a la primera línea de la política (como si ya no lo estuviera) y, en consecuencia, devaluará aún más el rigor técnico de sus resoluciones… que son la única fuente de autoridad y credibilidad que tiene un órgano jurisdiccional. Pretende convertirlo en un gendarme, un guardia de la porra del tráfico político.

Pero es que además es una torpeza política propia de un gobierno como el de Mariano Rajoy. Como he dicho, es una reforma pensada para enfrentarse al desafío independentista de cierto sector de la sociedad catalana. Pero pensemos que el proceso separatista sigue adelante y tenemos Declaración Unilateral de Independencia. El Gobierno catalán sale conscientemente de la legalidad española y pretende fundar una nueva. ¿Y qué hace el Gobierno español para enfrentarse a esto? Sacar el espantajo del Tribunal Constitucional. ¿No suena un poco ridículo?

Amenazar con el Tribunal Constitucional a alguien que pretende situarse fuera del alcance del Derecho español es como amenazar a un ateo con el infierno: puede quedar bien ante los compañeros de partido, pero útil, lo que se dice útil, no es. Artur Mas y todos los demás implicados ya saben que lo que van a hacer es ilegal y les da igual porque su proyecto político ha sido sistemáticamente bloqueado en todas las vías legales. Ya saben que como salga mal los tribunales españoles van a tener mucho que decir, ya han asumido ese riesgo. ¿Qué sentido tiene amenazarles con un órgano más?

El domingo pasado, el 48% de los votantes catalanes apoyaron a opciones que quieren la independencia de España, en unos comicios donde ha habido alta participación. Esta cifra parece que no para de crecer, y la verdad es que me resulta normal viendo cómo tratan el problema las instituciones, los partidos, los periodistas y buena parte de la sociedad española. Pero tenemos que ser conscientes de una cosa: si ese porcentaje sigue creciendo al final se van a ir, Tribunal Constitucional o no.

Yo no quiero que los catalanes se vayan porque significaría un fracaso a muchos niveles. Pero para eso la vía es la de la democracia, el diálogo y el pacto. Que puedan irse pero que no quieran. Con la represión nunca se llega a nada a largo plazo y, además, es muy injusto para las personas a las que se les dice que tienen medios legales para plantear reclamaciones y posteriormente se les impide el empleo de dichos medios. Ojalá la Constitución española permitiera el derecho de autodeterminación. Otro gallo nos cantaría.




miércoles, 23 de septiembre de 2015

El doble error de Mariano Rajoy

Que vivimos gobernados por un bobo solemne no puede dudarlo nadie más que los fans más enardecidos. Hoy hemos podido ver otro ejemplo. Estaba nuestro ínclito presidente perorando sobre los males que aquejarían a la población catalana, entre los cuales estaba quedarse sin nacionalidad española y europea. “Pero la nacionalidad española no la perderían”, le ha dicho el entrevistador. “¿Por qué?” “Pues porque la ley dice que el ciudadano de origen nacido en España no pierde la nacionalidad aunque resida en un país extranjero”.

Y entonces Rajoy se ha puesto recto y se ha podido oír cómo las ruedas de su cerebro engranaban para entender la nueva información mientras, para ganar tiempo, preguntaba estúpidamente “¿y la europea?” Cuando le han dicho que la europea va unida a la española ha intentado salirse por peteneras calificando a este tema (que es de importancia capital) de “disquisición que no conduce a parte alguna”.

Lamentable. Patético. Absurdo. Este tío nos gobierna y, por todas las apariencias, era la primera vez que se enfrentaba a la posibilidad de no poder retirar la nacionalidad española a todos los residentes de Cataluña por decreto ley. No es la primera vez que este inútil la caga hablando de Derecho, pero esta barbaridad supone para Rajoy un doble error: uno jurídico que se superpone sobre otro político. Vamos a verlo.

El error jurídico es el que le señala el periodista y el que se ha comentado por las redes. Efectivamente, el artículo 24 CC regula la pérdida de la nacionalidad española para aquellos que la tenemos de origen, es decir, para los que la adquirimos por nacimiento. Los requisitos para dejar de ser español son:

  • Estar emancipado, es decir, y en condiciones normales, ser mayor de edad.
  • Residir habitualmente en el extranjero.
  • Adquirir otra nacionalidad (1), salvo que ésta sea la de uno de los países que permiten doble nacionalidad (países iberoamericanos, Andorra, Filipinas, Guinea Ecuatorial y Portugal).
  • Que pasen tres años desde la adquisición de la nacionalidad, salvo que en ese plazo el interesado declara su voluntad de conservar la nacionalidad española.


Es decir, que el periodista tiene razón. Aquí hay un error jurídico grave. No se puede privar a ningún español de su nacionalidad por la fuerza, porque aunque adquiera otra (la catalana), tiene un plazo de tres años para declarar que desea conservar la española. Otra regulación no es posible, dado que el artículo 11.2 de la Constitución establece de forma meridiana que "ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad". Y, como la condición de ciudadano europeo la ostentan los nacionales de los Estados miembros (artículo 20.1 TFUE), los catalanes independizados seguirían siendo titulares de la misma mientras quisieran.

Pero este error jurídico se asienta sobre un error político mucho más grave, y es el de reconocer, aunque sea como hipótesis, que tras la declaración de independencia va a ser aplicable el artículo 24 CC antes citado. Hoy nuestro presidente ha aceptado como posible que Cataluña va a pasar a ser un Estado extranjero, y eso es un problema porque parte de ese proceso está bajo su control. 

Rajoy lo que dice es que “algunos pretenden” que los catalanes pierdan sus derechos. Evidentemente en lo que piensa es en una situación en la que Cataluña triunfa, se independiza y otorga a sus habitantes una nacionalidad incompatible con la española. Pero es que eso exige que España reconozca a un hipotético Estado catalán. En otras palabras: para que se dé ese escenario que tanto teme Rajoy es necesaria la colaboración activa de España.

Voy a insistir en esta idea. La secesión catalana, si se produce, será contraria a todo derecho, por supuesto al español pero también al internacional. Podemos valorar mejor o peor ese derecho y puede gustarnos más o menos (a mí, en concreto, me gusta menos), pero las normas son las que son. España estaría en su perfecto derecho de seguir atribuyéndose soberanía sobre los territorios independizados. Reconocer que Cataluña es un país extranjero, condición necesaria para poder aplicar la norma sobre pérdida de la nacionalidad, está en manos del Gobierno español. Así las cosas, ¿no habría sido más inteligente dejarse de “algunos pretenden pedirle a la gente” y limitarse a aclarar las cosas y a dejar claro que, mientras él sea presidente, España no cederá la soberanía sobre Cataluña?

Claro, habría sido más inteligente. Pero también habría sido más inteligente informarse antes de hablar. Y habría sido muchísimo más inteligente no dejar que se llegara a estos extremos: permitir el referéndum, incluso permitirlo hace años, y mantener una actitud dialogante y abierta que llevara a un amplio apoyo del “no”.

Pero, como sabemos, Rajoy no es inteligente. Rajoy es un señor de derechas que cree que “Diálogo” es un pueblo vasco y que “consenso” es el que alcanza él con sus dos pelotas. Es un inútil tal que ha puesto al país que debe gobernar al borde de la secesión, y se ha puesto a sí mismo en la tesitura de permitir una segregación del territorio o mandar tanques a asesinar ciudadanos españoles.

O quizás sea eso lo que quiere.





(1) El Código también habla de utilizar “exclusivamente la nacionalidad extranjera que tuvieran atribuida antes de la emancipación” pero, dado que no se aplica al caso catalán, lo excluimos del cuerpo del texto para facilitar la lectura.


viernes, 18 de septiembre de 2015

Harry Potter no destruyó a los mortífagos (segunda parte)

Las investigaciones académicas, cuando tocan temas interesantes (como aspiro siempre a que lo hagan las mías) provocan un debate encendido pero civilizado sobre los asuntos principales. Ese ha sido el caso de mi artículo “Harry Potter no destruyó a los mortífagos”, publicado en este medio el 14 de septiembre. A raíz de su difusión se produjo una discusión en la comunidad de politología mágica española (sorprendentemente activa en Twitter) sobre qué otros factores habrían precipitado la caída de Ryddle y de su grupo aunque Potter no hubiera realizado las gestas que se le atribuyen.

Salieron otros dos factores:

1.- A la nula capacidad estratégica de Ryddle se suma su falta de atención al mundo real. En los dos momentos en que su poder ascendió al máximo, cuando más necesario era un empuje final, se dedicó a perseguir quimeras, profecías y leyendas. En 1980, cuando la guerra llevaba 10 años y era más necesario que nunca un liderazgo fuerte, Ryddle simplemente se inhibió. Las oscuras palabras de una sibila en trance sobre un niño al que “el Señor Tenebroso señalará como su igual” le llevaron, en un alarde de estupidez, a buscar a ese niño y a atacarle.

Esto necesita explicación. Cualquiera de los mortífagos habría sido perfectamente adecuado para la tarea. Dada la capacidad mágica de Lily y James Potter, podría haber mandado a un escuadrón. Para mayor seguridad podría haber enviado otro a por el también recién nacido Neville Longbottom. Cualquier cosa salvo acudir él mismo a señalar como su igual al que habría de ser su verdugo. Pero la personalidad paranoica e insegura de Ryddle le impidió tomar una decisión racional y perdió todo su poder.

El mismo patrón de comportamiento se repite en la Segunda Guerra Mágica, sólo que de forma incluso más agudizada. Después de haber tomado el poder y haber obligado a todos sus enemigos a pasar a la clandestinidad (mucho más de lo que consiguió en los ’70), en vez de buscar al único que podía derrotarlo y ordenar a cualquiera de sus vasallos que le asesinara… se dedicó a secuestrar fabricantes de varitas, interrogar a antiguos dictadores, violar sepulcros y demás absurdidades, en busca de un arma más poderosa que el amor de Lily Potter y que su varita de núcleo de fénix. Toda esa búsqueda sólo acabó cuando obtuvo la poderosa Varita de Saúco… cuya lealtad pertenecía a Potter por una serie de casualidades. De nuevo, su egotismo y su incapacidad para delegar le pusieron en manos de su enemigo.

2.- Sin embargo, quizás sea injusto culpar a la personalidad desviada de Ryddle de todos los errores que cometió como jefe de los mortífagos. La segunda causa a la que podemos atribuir su fracaso es a que necesitaba estar constantemente impresionando a sus aliados porque, dígase de una vez, Lord Voldemort y los mortífagos no buscaban los mismos objetivos.

En el mundo mágico, al igual que en el muggle, hay una nobleza. No necesariamente se fundamenta en títulos y tierras, sino en dinero viejo y en clase. En ser “una familia bien de toda la vida”. Esta nobleza en el mundo mágico consiste sobre todo en las familias autodenominadas de “sangre limpia”. Este grupito tiene una ideología fundamentalmente conservadora y reaccionaria, que en sus formas más suaves promulga la simple dominación social sobre mestizos y “sangre sucia” pero que en sus formas más extremas nos lleva a la Comisión para el Registro de los Nacidos de Muggles. La mayoría de cabecillas de los mortífagos (L. Malfoy, B. Lestrange, A. Dolohov, E. Rosier) procedían de esta verdadera nobleza de sangre.

Y por otra parte tenemos a Tom Ryddle, un bastardo de sangre mestiza que provenía de una familia de sangre limpia pero caído en desgracia. ¿Cómo acaba un mago huérfano criado en un orfanato liderando a los hijos de los nobles en algo tan importante como es la formación de un grupo terrorista con la finalidad última de tomar el poder del Estado? ¿No habría sido más lógico que este puesto recayera, por ejemplo, en Lucius Malfoy, un hombre inteligente, con cierto carisma y adinerado? ¿Qué explica que fuera Ryddle y no cualquier otro el que creó y encabezó a los mortífagos?

La respuesta es sencilla: se trataba de una alianza. El análisis psicológico de Ryddle, por desgracia incompleto, muestra que lo que le movía era una inmensa sed de poder, una ambición sin límites, un deseo irrefrenable de quedar por encima, gobernar y controlar. A él la limpieza de sangre le importaba un ardite. Oh, por supuesto, repetía las consignas y ordenaba implementar las políticas, pero sus intereses iban por otra parte. Quería trascender la humanidad y ser inmortal: ¿qué más le daba a él la sangre de nadie? A sus ojos todos los humanos eran iguales, es decir, débiles y prescindibles (1).

Con esta alianza Ryddle obtenía subordinados y agentes para extender su poder. A pesar de su tendencia a resolver él mismo cualquier asunto que considerara de interés, tenía que reconocer que una sola persona, por poderosa que fuera, era incapaz de hacerlo todo. Además, lograba también vasallos con cuya obediencia sentirse poderoso: para el joven Tom Ryddle, que había sido despreciado y odiado en el orfanato, contar con una corte de seguidores (incluso aunque fueran estudiantes de su año) debió de ser un inmenso placer. Más aún si eran nobles y ricos.

¿Y los mortífagos? Obtenían dos cosas muy importantes: alguien con la suficiente energía como para implantar su programa político conservador (en su versión extrema) en un momento en que mestizos y sangre sucia se estaban saliendo de su lugar, y alguien lo suficientemente prescindible como para desmarcarse de él llegado el caso. Ryddle no era un noble poderoso, rico y con posición, como por ejemplo el citado Malfoy. Al contrario, no era nadie y no le debían nada. La prueba es que, salvo un pequeño grupo de fanáticos leales, en 1981 la mayoría de mortífagos trató de salvarse diciendo que habían actuado por culpa de la maldición imperius o bajo coacción. Y más aún: ninguno trató de buscarle, pese a existir la confusa consciencia de que estaba vivo. Simplemente consideraron fallida la intentona y volvieron a tratar de controlar el poder por medios legales.

Esta profundísima disparidad de objetivos (trascender la humanidad por un lado y dominar el Ministerio por otro) explica algunos de los actos más estúpidos de Ryddle. No sólo tenía que ser el mejor mago de su época, sino parecerlo: estar siempre en todas partes, controlarlo todo, ir a por el más difícil todavía. Que su poder pareciera inquebrantable. Estaba sentado en un nido de víboras y no podía dejar de tocar la flauta o le empezarían a picar… y tenía que ser plenamente consciente de ello. Quizás es esto, más que su psicología, lo que explica su empeño en matar él mismo a Harry Potter tras su resurrección en 1995 o en dirigir el absurdo ataque a Hogwarts que ya analizamos.


En conclusión, si el artículo anterior demostraba la necesidad de no trabajar con reduccionismos cuando se procede al estudio de la Historia, éste prueba lo importante que es el diálogo con la comunidad académica. Sin él no habría comprendido lo importantes que son estos dos factores para entender las acciones de la banda de los mortífagos y de Tom Ryddle. La interrelación entre ellos y las otras dos circunstancias que apunté en el artículo anterior quedan, por tanto, a un estudio posterior.


(Gracias a @L_u y a @laguiri por sugerirme las causas primera y segunda, respectivamente)







       (1) Una buena prueba secundaria de esto es que, cuando decidió matar al niño del que hablaba la profecía no eligió al sangre pura Neville Longbottom, sino al mestizo Harry Potter.



lunes, 14 de septiembre de 2015

Harry Potter no destruyó a los mortífagos

Durante los últimos años le ha sido dado al mundo muggle conocer los terribles acontecimientos de un suceso que conmovió la Inglaterra mágica en la década de los ’90: el estallido, desarrollo y final de la conocida como Segunda Guerra Mágica (1). Los hechos son de sobra conocidos, pues la obra en la que se narran (la biografía novelada de uno de los héroes de la contienda, el señor Harry Potter) ha gozado de amplia difusión.

En la citada obra se imputa al señor Potter la heroicidad de haber acabado por dos veces con la banda terrorista de los mortífagos: la primera de recién nacido, cuando el sacrificio de su madre permitió que la maldición asesina lanzada sobre él afectara exclusivamente a su atacante (Tom S. Ryddle, “lord Voldemort”, líder de la mencionada banda) y la segunda ya mayor de edad, tras un enfrentamiento en el Gran Comedor del Colegio Hogwarts. Por supuesto tal perspectiva es la propia de una biografía. Sin embargo, no podemos por menos que discutir la validez historiográfica de un relato que reduce las amplias causas del devenir histórico a los actos de una sola persona, por esforzada que fuera.

Efectivamente, incluso si tomamos la hinchada perspectiva individualista de la única obra que tenemos de referencia, se detectan huellas que apuntan a las verdaderas causas de la caída de los mortífagos. Tomemos como ejemplo el final de la Primera Guerra Mágica. El conflicto en sí terminó, parece, con la repentina desaparición de Ryddle. Pero ¿qué es lo que hizo posible que ese hecho provocara la inmediata desintegración de la banda terrorista? Queremos apuntar dos causas:

       1.- Los propios defectos organizativos del grupo. Ryddle era, qué duda cabe, un gran mago, pero su capacidad organizativa era limitada. Según todos los indicios, los mortífagos operaban más bien como bandas dispersas que como parte de una jerarquía. Las diversas facciones de aliados no-humanos (como los gigantes) no estaban integradas en la banda, debido también a la ideología de ésta. La propia presencia del llamado lord Voldemort como líder providencial y mesiánico impedía siquiera pensar en estructurar su bando o establecer órganos que pudieran, en un momento dado, designar a un sucesor. La ausencia de Ryddle determinó, en consecuencia, el derrumbamiento del grupo.

       2.- La subestimación del enemigo. No podemos olvidarnos de que, pese a que la banda mortífaga lograra sumir a Inglaterra en el caos durante más de una década y matar a decenas de inocentes, en los últimos años de la década de los ’70 no parecía estar cerca de ganar la guerra. De hecho, los excesos de crueldad hicieron que diversos miembros notables del grupo (como R. Black) desertaran y que magos y brujas normales y corrientes aprendieran a defenderse… y a atacar.

       Pese a victorias puntuales la posición del Ministerio de Magia, apoyado por el grupo paramilitar conocido como la Orden del Fénix, parecía inconmovible. Los gigantes se habían retirado de la guerra y las fuerzas pro-gubernamentales estaban empleando maldiciones imperdonables de manera legal. Y no hay que olvidar que habían pasado diez años de guerra, y no se veía el final: la desmoralización del bando gubernamental nos es conocida, pero la de los golpistas no debía ser menor.

       No sabemos lo que habría pasado de haber continuado la guerra. Lo que sí podemos afirmar es que la correlación de fuerzas permitió al Gobierno pasar inmediatamente a la ofensiva en cuanto su enemigo perdió fuerza: sabemos que las detenciones, juicios y condenas tras la guerra fueron masivas, lo que nos habla de un aparato policial, administrativo y judicial todavía fuerte.


Tras su milagrosa resurrección, Ryddle demostró no haber aprendido nada de su derrota. Repitió los dos mismos errores que ya le habían llevado una vez a la debacle. Pese a que en la biografía novelada del señor Potter se nos presenta como una gesta épica, la derrota de los mortífagos era históricamente inevitable.

En lo relativo a la organización del grupo, los párrafos que las novelas dedican a ese asunto nos muestran que ésta simplemente no existía. Había una especie de Consejo con el cual despachaba el líder, pero todo nos lleva a pensar que no tenía sustantividad propia: era Ryddle quien tomaba las decisiones y los miembros de dicho órgano simplemente le informaban y le pedían instrucciones.

No tenemos noticia de lugartenientes, cuadros medios ni órganos colegiados, lo cual es un fallo extremadamente grave para una organización que logró, en un momento dado, controlar el Ministerio de Magia. La personalidad de Ryddle parece ser la de un paranoico, empeñado en hacerse cargo él mismo de todos los asuntos importantes e incapaz de confiar en nadie. No sólo parece haberse negado a designar un sucesor: es que su conducta muestra un trabajo constante para que nadie le hiciera sombra. Los favoritos subían y bajaban en función de hechos puntuales, las bandas y grupos operativos se formaban para cada misión concreta y se disolvían cuando se terminara ésta, el líder personalmente asignaba las tareas y controlaba su ejecución… Todo nos habla de que Ryddle trató deliberadamente de mantener poco organizada a su banda, lo cual imposibilitó que pudiera plantar cara una vez caído el líder.

Hemos aludido ya al carácter mesiánico de Tom Ryddle. Volvemos a insistir sobre ello porque después de la resurrección parece haberse acrecentado. La escena del cementerio de Pequeño Hangleton, donde un Voldemort recién resucitado premia a los fieles, castiga a los dudosos y promete bienes sin cuento a quienes le sigan tiene indudables resonancias bíblicas. No es de extrañar que el éxito del proyecto político ryddleriano estuviera inextricablemente unido a la supervivencia de su líder y fundador, de tal manera que la muerte pública de éste conduciría a una completa desmoralización de sus filas.

En cuanto a la subestimación del enemigo, la mejor prueba de que Ryddle siguió cometiendo ese error es que pese a que en un momento dado controlaba el Ministerio de Magia, los órganos de prensa no gubernamentales (como El Quisquilloso), el Colegio Hogwarts y diversas bandas de criaturas mágicas (dementores, gigantes, acromántulas), fue finalmente derrotado. De hecho, la historia de la batalla de Hogwarts es la historia de un error estratégico tras otro. Primero, sus agentes (S. Snape (2) y los hermanos Carrow), que dirigían el colegio, fueron obligados por un golpe de mano a abandonarlo, lo que le forzó a asaltar una plaza que horas antes controlaba sin oposición. Segundo, no pudo conquistarla pese a contar con fuerzas muy superiores en número y entrenamiento. Tercero, fue incapaz de aislarla, permitiendo que los defensores recibieran refuerzos en el momento más crítico de la batalla. Cuarto, su crueldad y sadismo impidieron que los defensores creyeran sus promesas de perdón: en consecuencia, lucharon hasta el final. Y así sucesivamente.

El hecho de que un grupo de profesores de escuela, estudiantes de último año, ciudadanos comunes, centauros y elfos domésticos, carentes de estructura y de un mando unificado y cogidos por sorpresa fueran capaces de impedir por dos veces que tomara el colegio dan buena cuenta de un hecho incontrovertible: Ryddle subestimaba siempre a sus enemigos. La confianza en sus propios poderes y en su organización le condujo a diez años de guerra en los años ’70 y a una derrota vergonzosa en 1998. Las pruebas demuestran que la única fuerza de la banda de los mortífagos estaba en que nadie supiera quiénes la formaban: planteada una situación de batalla abierta, el odio que lograban suscitar conducía inevitablemente a la rápida formación de un frente unido para oponérseles.

En conclusión, la banda de los mortífagos era un grupo no organizado que se estructuraba en torno a un líder mesiánico con escasas habilidades para la organización y la estrategia y con tendencia a subestimar la fuerza de sus enemigos. Su única fuerza era el secreto y los extraordinarios poderes de Ryddle. No contaba con órganos que pudieran tomar decisiones en ausencia de éste. Fueron estas dos causas (la nula estructura de la banda y su incapacidad para tomar en serio a sus enemigos) las que determinaron su caída. La muerte física de Ryddle a manos de Potter no hizo más que acelerar lo inevitable.

Debemos huir de concepciones personalistas de la Historia. La Historia la hacen los pueblos, como dijo un conocido político muggle, y convertirla en una sucesión de heroicidades y gestas personales es reduccionista… y terriblemente injusto para todos los humanos, elfos domésticos, duendes y gigantes que murieron para permitir que se diera el momento en que Harry Potter mató a Tom Sorvolo Ryddle.


(Este post tiene una segunda parte)





(1) Diversos estudios resaltan la impropiedad de llamar “guerra” a este conflicto, que no fue, en realidad, más que la lucha por reprimir a una banda terrorista que durante un tiempo se hizo con el control del Estado.

(2) La propia elevación de Severus Snape, alguien con una lealtad a toda prueba a la causa gubernamental (bien que por razones personales), a un puesto de tal responsabilidad es un error que Ryddle pagó muy caro.



miércoles, 9 de septiembre de 2015

Maltratadores potenciales

Es unánime. Basta hablar de feminismo y de agresiones machistas en Internet para que salte el clamor: not all men, no todos los hombres somos iguales, no generalices, no todos somos así. El griterío es tanto mayor cuanto más difusión tiene la persona que ha hecho la afirmación inicial: yo estoy escribiendo esto, por supuesto, al hilo del flame que ha provocado el último artículo de Barbijaputa, pero se pueden citar muchos ejemplos. Cada vez que alguien dice que todas las mujeres son potenciales víctimas de maltrato y agresiones (y no digamos ya si la frase está construida al revés, afirmando que todos los hombres son potenciales maltratadores) Internet bulle de bilis.

Volvamos al ejemplo del artículo de Barbijaputa. Dice lo siguiente: “Al igual que todas las mujeres somos víctimas potenciales, los hombres son verdugos potenciales. ¿Quiere decir eso que todas las mujeres vamos a ser violadas o maltratadas? No. Al igual que no todos los hombres serán violadores o maltratadores”. Si eres hombre es muy probable que te hayas sentido incómodo al leerlo. Yo mismo me sentía así no hace tanto tiempo. Pero en esas líneas hay una palabra, una palabrita de nada, que convierte un insulto directo a tu ego y a tu masculinidad en una inofensiva descripción de hechos.

La palabra es “potencial”.

La palabra “potencial”, como es de sobra conocido, proviene de la filosofía. Aristóteles distinguía entre potencia (lo que aún no es y puede –o no– llegar a ser) y acto (lo que ya es). Decir que un hombre es un maltratador en potencia es, simplemente, decir que en algún momento dado puede llegar a maltratar, no que lo haya hecho. Tranquilo, amigo de Internet: nadie te está llamando maltratador.

“Bueno, pero es que me ofende que digan que puedo llegar a maltratar”. ¿Por qué? ¿Es que acaso crees que es imposible? ¿Tan descabellado te parece? ¿Tan lejos crees que estás de algo así?

Voy a contar una anécdota personal. Supongo que es bastante común en la adolescencia hacerse preguntas del estilo “¿matarías alguna vez a alguien?” Una de las cosas que más me marcó en su momento fue el darme cuenta de que la respuesta era “sí”. Sí, puedo imaginarme múltiples razones por las cuales acabaría matando, agrediendo a alguien más débil que yo o realizando cualquier vileza semejante. Sé que son cosas que están mal, pero las reconozco como posibles: soy potencialmente un asesino, un maltratador, un violador, un genocida. Esa potencia está en mí, esperando a que surjan las condiciones adecuadas para convertirse en acto. Y, por desgracia, también está en ti.

Repito que esto fue durante mi adolescencia, es decir, antes de meterme en todo el tema del feminismo, cuando aún creía en la existencia de hembristas y sentaba cátedra sobre quiénes eran exageradas y quiénes no. En ese momento entendí que no era un ser de luz, que soy potencialmente un cabrón con pintas. Y eso fue sin ser consciente, por ejemplo, de que las circunstancias que en nuestra cultura definen a un “hombre de verdad” (escasas habilidades emocionales, glorificación de la violencia como forma de resolución de conflictos, etc.) son también predictores de violencia.

Si yo fui capaz de darme cuenta de eso (que tampoco creo que sea una revelación divina) siendo un niñato de quince años, ¿cómo es que tan poca gente parece entenderlo? Se sitúan a priori, antes de hacer ninguna reflexión, en la posición ideal de “buenas personas”, y acto seguido pasan a categorizar al maltratador o al feminicida como “el otro”. “Eso son cuatro locos”, “es que ya se sabe los moros”, “claro, si era un borracho y un drogata”. Cosas que yo no soy, porque yo soy una buena persona.

¿Por qué? ¿Por qué nos resistimos a reconocernos como seres potencialmente malvados? Creo que porque da mucho miedo. Nadie quiere estar en esa posición, nadie quiere compartir categoría con esos que salen en las noticias esposados, con esos a los que busca la Policía, con esos que han matado. Pero va más allá. Es miedo, sí, pero también es miedo a la libertad.

Cuando te reconoces como maltratador potencial se abre frente a ti un enorme campo de libertad: ahora que ya has reconocido la posibilidad, puedes trabajar para que nunca se cumpla. Puedes luchar para que la potencia nunca llegue a ser acto. Sin embargo, la libertad siempre tiene el reverso de la responsabilidad: para evitarlo no basta con afirmar “yo nunca voy a ponerle la mano encima a una mujer”. La violencia de género empieza con manifestaciones sutiles y diarias: manipulación, pequeñas ofensas, luz de gas… cosas inocentes, y a veces exigidas culturalmente para “no ser un calzonazos”, “no dejar que ella te controle” y mierdas similares. Rebelarse contra eso es mucho más duro que comprometerte a no pegar. Exige un trabajo constante y diario, y es ingrato porque te obliga a discutir con gente, a perder estatus y a revisar comportamientos del pasado.

Por eso, frente a ese abismo de responsabilidad que supondría el reconocerte a ti mismo como un agresor potencial, la reflexión se corta. Afirmamos “no, yo nunca sería eso” y ya está, no hay más que hablar. Pero notamos la debilidad de esa afirmación. Y por eso, cuando alguien nos interpela sobre este tema reaccionamos con incomodidad, con sarcasmo, incluso con violencia. Porque sabemos que, en realidad, definirnos a priori como seres de luz que nunca maltratarán es eludir el problema.

Es por eso que a mí la mayoría de generalizaciones sobre los hombres no me molestan. Sí, todas las personas somos potencialmente cualquier cosa, y además, por nuestra educación y nuestra cultura, los hombres somos potenciales maltratadores de género. Pero esa potencia está en nuestras manos: podemos evitar que se convierta en acto. Y, como podemos, debemos.


[ADDENDA 10/09/2015, 02:15 - Comentarios cerrados durante un tiempo porque, sinceramente, paaaaaaso mucho.]




miércoles, 2 de septiembre de 2015

Todo el día en el Metro con la maquinita

La tecnofobia es una actitud que no entiendo. Ya he escrito un post sobre el tema, pero quiero volver sobre ello a raíz de una de sus manifestaciones más comunes: el lamento, desgarrador y apasionado, de que la gente ya no habla en el transporte público. Todos mirando la pantallita, ninguno mirando a sus compañeros. Oh, ah.

Yo, la verdad, no sé en qué mundo viven estas personas. Basta con mirar imágenes antiguas de cualquier transporte público del mundo para ver a todo el mundo parapetado tras enormes periódicos. Y hace cinco años, cuando aún no había smartphones… pues en realidad tampoco sabría decir lo que hacía la gente en el transporte público, porque siempre iba con la nariz en un libro. La mayoría escucharía música, leería o miraría por la ventanilla. Pero sí sé decir lo que no hacían: dirigirse la palabra para entablar amistosas conversaciones con desconocidos.

¿Y sabéis qué? Que menos mal.

Debe ser que yo soy raro, pero cuando estoy en el transporte público, como cuando voy andando por la calle o estoy sentado en un banco, quiero estar a mi bola. Creo que tengo derecho a ello, además. No quiero aguantar la cháchara de nadie, pero mientras que en la calle o en un banco puedo eludirla, en el transporte público no. Me parece una grave falta de respeto que alguien decida invadir mi espacio mental y empezar a contarme su vida, que no me interesa, aprovechando que no puedo moverme. Sobre todo teniendo en cuenta que a la gente que realiza esa infracción inicial de las normas de trato social suele darle igual ocho que ochenta y no parará hasta que no sea cortada de forma brusca.

Y por suerte yo tengo todos los ases en la mano: soy un hombre (no se espera de mí que sea complaciente o amable, o al menos no en el mismo grado que una chica) y no tengo problemas de timidez o fobia social (con lo cual tengo la capacidad de mandar a freír monas a quien haga falta), con lo cual puedo cortar rápidamente las intromisiones indeseadas. Pero no todo el mundo ha tenido la misma suerte. Cuando el otro día hablé de este tema en Twitter me empezaron a contar anécdotas muy absurdas de gente que iniciaba conversaciones no deseadas y no paraba pese al obvio desinterés, a veces durante horas. La mayoría de las personas que me contaron casos de esto, por no decir la totalidad, eran mujeres.

Las personas a las que más aborrezco de todo el Metro de Madrid son Conciencia Urbana, un dúo musical que va improvisando sobre los diferentes pasajeros que hay en el vagón con el objetivo de “fabricar sonrisas”. Y a mí me toca las narices, porque para fabricarme una sonrisa lo que deberían hacer es callarse. Yo en el transporte público voy o leyendo o durmiendo. Alguien que pasa pidiendo o que canta una canción me lo impide, pero bueno, es su trabajo y no me importa. Alguien que se tira sus buenos cinco minutos cantándome a la oreja ya empieza a molestarme. Y si encima pretende meterme en su espectáculo y dice que lo hace para fabricarme una sonrisa acabo sinceramente cabreado.

Y si me molestan los Conciencia Urbana, que al menos hacen algo ingenioso y creativo, cómo no me va a molestar la gente que inicia una especie de monólogo apenas interrumpido por pausas en las que esperan (¿de verdad lo esperan?) que contestes. ¿Serán éstas las mismas personas que se quejan de los smartphones, de que todo el mundo lleve en el bolsillo un aparatito con el cual pueden dejar patente que no les interesa su brasa? Sería genial pensar que sí, que quienes se quejan de “los aparatitos” son pesados profesionales, pero yo me inclino más bien a creer que se trata de soberanos hipócritas que tienen su teléfono inteligente, como (casi) todo el mundo, y que lo emplean en el transporte público, como (casi) todo el mundo. Preferentemente para quejarse de que los demás están haciendo lo mismo.

No voy ni siquiera a defender los smartphones como elementos de comunicación, que sirven para estar hablando con tu mejor amigo en vez de atendiendo a tu alrededor. Me da igual. Aunque a ti personalmente te sirvan sólo para ver vídeos de gatetes yo los defiendo, igual que defiendo el periódico, el libro y los cascos de música. Que viva todo elemento que permita aislarte de intromisiones indeseadas, meterte en tu mundo y no relacionarte con nadie con quien no quieres hablar. En definitiva, que viva el respeto a la esfera personal.