domingo, 31 de octubre de 2021

Carne y azúcar

La libertad ha sufrido un duro golpe. A la vez que Burger King anuncia un restaurante especializado en productos vegetarianos, el Ministerio de Consumo establece que va a prohibir la publicidad de dulces dirigida a los niños. ¡El ataque a nuestros derechos inalienables a comer animales muertos y a empacharnos de azúcar no puede quedar impune! Vamos, camaradas, ¡subid a redes sociales fotos con la hamburguesa más cutre que podáis comprar en el súper o empapuzandoos de azúcar! ¡Escribid artículos presuntamente sesudos donde citéis a Foucault para llegar a la conclusión de que las hamburguesas vegetales no existen! ¡Libertad! 

Más allá de la autoparodia de la que parecen estar haciendo gala ciertos opinadores de la derecha, la cuestión es que cada vez nos preocupa más qué comemos y cómo lo comemos. Nos preocupa el tema de la carne, tanto a nivel individual (bienestar animal) como colectivo: el impacto ecológico de la producción intensiva de carne roja es notable. Y nos preocupa el tema de los azúcares, los ultraprocesados y la obesidad, porque el exceso de peso y la mala alimentación está muy extendido en los países ricos. Casi es un tópico decir que la obesidad es una de las epidemias de nuestro tiempo.

Con respecto a la carne, escribí ya un artículo hace unos meses, cuando la UE se planteó prohibir que se usaran denominaciones tradicionalmente asociadas al producto cárnico (como «hamburguesa» o «salchicha») para compuestos que no llevan animales. Al final no salió adelante, y la derrota hizo llorar a muchos hombres de verdad, que no pueden soportar el horrible engaño a los consumidores que constituye el llamar «hamburguesa» a un disco de seitán o de soja.

Por supuesto, el argumento del engaño a los consumidores no se sostiene ni medio segundo. Y, la verdad sea dicha, muchas veces parece que los fans de la carne ni siquiera quieren afirmarlo en serio. Pasan con facilidad y rapidez de argumentos pseudo-racionales a lloriqueos en redes, fotos de chuletones y/o chistes sobre gente que come soja. La mayoría de estos lloricas de redes, por cierto, son varones.

Entiéndaseme: yo soy hombre y no soy vegetariano ni vegano. Como carne. Pero la relación entre consumo de carne roja y masculinidad en nuestra cultura es tan obvia que no me voy a molestar ni en discutirla. En serio, si alguien me viene a hacer mimimi en los comentarios con ese tema no responderé, porque es una relación tan evidente, un vínculo tan claro, que quien pretenda negarlo es porque no viene a discutir de buena fe y yo no tengo por qué perder el tiempo con él. Todos sabemos que los hombres de verdad comen carne, cuanto más roja y sangrante mejor. De la hamburguesa al chuletón pasando por la barbacoa, la carne es parte de la identidad del hombre de verdad.

Sí, he dicho «identidad» de forma deliberada. Resulta que toda esta defensa de la carne a ultranza no es más que una política identitaria de esas que tanto les molesta al rojipardismo patrio, si bien esta en concreto parece darles un poco igual. Por lo que sea. Si el Ministerio de Consumo alerta de que consumir tanta carne es malo para la salud y para el medio ambiente o si Burger King, después de los oportunos estudios de mercado, decide que le va a salir rentable abrir un local donde solo se vendan productos vegetarianos (productos que ya existían en su carta, por cierto), esto ataca directamente a la identidad de muchos hombres. Y se quejan en consecuencia.

El ataque es solo a la identidad, no a los derechos ni a las posibilidades de nadie. El Ministerio de Consumo solo se hizo eco de unas recomendaciones científicas que llevan lustros siendo consenso, no dijo que vaya a imponer una tarjeta de racionamiento para la carne. Y en cuanto al Burger King vegetariano, supongo que todos sabemos que puedes no entrar. Tranquilo, José Alberto, puedes seguir hartándote de carne todo cuanto quieras, tres veces al día y siete días a la semana, sin consumir una sola hortaliza porque «lo verde para las vacas». Nadie te lo va a impedir. Supongo que lo saben. Pero, aun así, se enfadan, porque que te digan desde un Ministerio que tu estilo de vida es poco recomendable y que, a la vez, te muestren que se puede vivir de otra manera, tiene que ser desagradable cuando has basado tu identidad en dicho estilo de vida.

Con el azúcar pasa un poco lo mismo, aunque me temo que aquí el cabreo viene de otra parte. No es tanto «nadie me va a decir lo que no puedo comer» como «nadie me va a decir cómo tengo que educar a mis hijos». Tener criaturas y educarlas de una u otra manera es una decisión profundamente identitaria. A tus hijos le transmites tus valores. Además, es algo que interseca directamente con tus posibilidades económicas y con lo absorbente que sea tu trabajo.

Eso significa que, de nuevo, cuando el Ministerio dice de forma oficial que no está bien que tu crío coma tantos Phoskitos (algo que ya sabes o sospechas), pues te cabreas. Parte de ese cabreo tiene sentido, porque, a lo que parece, la crianza es un compromiso constante entre lo deseable y lo posible, y no siempre es posible dar una alimentación sana, rica, variada y equilibrada. Pero parte es identitario, un «a mí nadie me va a decir lo que tengo que hacer en este tema». Y, para muestra, el arte que ha generado dicha banda de ofendiditos.

Para las personas cabreadas con la regulación del azúcar tengo una mala noticia: esto va a ser el principio de la discusión, no su final. Se va a empezar con normas de etiquetado y publicidad, coordinadas sin duda con campañas de concienciación. Y luego se va a ver que con eso no basta. ¿Cuándo empezó a bajar de verdad el consumo de tabaco? Cuando se limitaron sus puntos de venta y sus lugares de consumo. Las medidas no serán las mismas (la bollería no produce humos que afecten a terceros) pero serán análogas. La prohibición de máquinas de vending en centros educativos, hospitales y estaciones de transporte parece un buen punto para empezar, por ejemplo.

No tengo mucho más que decir. La alimentación es una preocupación pública, y lo es porque no solo afecta al sujeto, sino también al planeta. Y el planeta y su crisis climática no son cosas abstractas, como a veces parecen cuando se habla de ellas: el planeta es el lugar donde vivimos, y la crisis climática la que va a hacer cada vez menos sostenible la vida en regiones enteras. Con todo lo que eso implica a nivel demográfico, político y económico.

La carne y el azúcar no van a estar prohibidos, al menos a corto plazo. Pero se va a ejercer presión sobre ellos, se va a intentar que se consuma menos, se van a prohibir ciertas formas de comercialización y se van a fomentar las alternativas. Hay que tenerlo claro y empezar a cambiar el chip. Porque no podemos estar rasgándonos las vestiduras cada vez que alguien señale que nuestras costumbres son insostenibles y dañinas. De verdad que empieza a ser ridículo.

 

 

 

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jueves, 28 de octubre de 2021

Presunción de veracidad

Si la justicia española vale para algo esto no es para los casos con connotaciones políticas. Diría que la pena a Alberto Rodríguez es la demostración de esta afirmación si dicha afirmación no estuviera ya sobradamente demostrada. No voy a analizar la sentencia porque ya hay otros que lo han hecho mejor que yo, ni voy a criticar la decisión de Batet de expulsar a Rodríguez del Congreso, ni mucho menos clara. Voy a referirme a la presunción de veracidad de los agentes de policía. 

La presunción de veracidad de los agentes de policía es un principio básico del derecho administrativo. Esto es lo primero que hay que saber. En los juicios penales, como el que ha condenado a Alberto Rodríguez, no se aplica la presunción de veracidad de los policías. En ellos, en teoría, la palabra de un agente policial vale tanto como cualquiera. No vale más, no se presume que está diciendo la verdad ni se consideran probados los hechos que deriven de esa declaración. Pero tampoco vale menos: es una prueba y se valora junto con todas las demás para fundamentar la condena o la absolución. Incluso existe doctrina (desarrollada en casos sobre violación) sobre cómo se debe actuar si la única prueba es una declaración testifical.

Así pues, en penal no existe, legalmente, la presunción de veracidad de los policías (1). Esta presunción encuentra su sede en derecho administrativo, en especial en derecho sancionador. El derecho administrativo sancionador es el que se activa cuando un policía «te pone una multa», sea de tráfico, de consumo de alcohol en vía pública, de seguridad ciudadana o de lo que sea. En realidad, el policía lo que hace es denunciarte; será la Administración (no un juez, no, la Administración, el poder ejecutivo) quien te ponga la multa. Para esa Administración, el agente de policía que te denuncia tiene presunción de veracidad.

La presunción de veracidad está regulada, con carácter general, en el artículo 77.5 de la Ley 39/2015. Esta ley es la que regula las normas generales que deben seguir todos los procedimientos administrativos del país, y ese artículo habla de la prueba en dichos procedimientos. El número 5 dice que «Los documentos formalizados por los funcionarios a los que se reconoce la condición de autoridad y en los que, observándose los requisitos legales correspondientes se recojan los hechos constatados por aquéllos harán prueba de éstos salvo que se acredite lo contrario».

Aquí hay varias cosas interesantes. La primera es que esta presunción beneficia solo a aquellos funcionarios «a los que se reconoce la condición de autoridad». Sobre la distinción entre funcionario y autoridad se puede escribir mucho. Básicamente, una autoridad es un tipo concreto de funcionario, que tiene mando y jurisdicción propia, como, por ejemplo, el presidente del Gobierno. Por debajo de las autoridades están los agentes de la autoridad, que son aquellos funcionarios a los que se le reconoce capacidad de ejecutar las órdenes superiores. Los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado son agentes de la autoridad (artículo 7.2 de su ley reguladora) y, por tanto, gozan de presunción de veracidad.

 

En segundo lugar, la presunción de veracidad se reconoce solo para los documentos formalizados por estos agentes, no, en principio, para declaraciones verbales. Se entiende que los documentos (como la denuncia a la que nos referíamos más arriba) van a ser verídicos, que el agente no va a mentir a la hora de redactarlos. Por supuesto tienen que ser documentos que cumplan las formalidades legales previstas para los mismos.

En tercer lugar, y esto es importante, la presunción de veracidad solo hace prueba de hechos constatados por los agentes. La jurisprudencia ha interpretado este requisito: solo estarán amparados por la presunción de veracidad aquellos hechos que los agentes hayan percibido con sus sentidos, no los que hayan deducido. Por poner un ejemplo grueso, que nos lleva más a lo penal que a lo administrativo, si detienen a un tipo que corre y lleva un collar en la mano, la presunción de veracidad solo ampara este hecho, no cubre, por ejemplo, la afirmación «El detenido robó un collar y salió huyendo». Porque los agentes no lo han visto.

A estos efectos es interesante una batallita que ya he contado alguna vez en este mismo blog. Hace unos años unos policías municipales me denunciaron por beber alcohol en la calle. La denuncia fue falsa, ya que yo no bebo alcohol. En la declaración mintieron al decir que me habían visto beber de una lata de, digamos, Heineken (no me acuerdo del nombre, pusieron una marca concreta). Cuando recurrí, la jueza me dio la razón porque, aunque la presunción de veracidad les beneficiaba, no habían consignado que la lata que supuestamente me intervinieron era de cerveza con alcohol. Podía ser cerveza sin. Y, si los agentes no habían constatado que la cerveza tenía alcohol, solamente podía presumirse como veraz que me habían visto beber cerveza, no que me habían visto consumir alcohol.

El cuarto y último elemento es, precisamente, los efectos de esta presunción de veracidad. Normalmente la persona que decide un procedimiento debe valorar en conjunto todas las pruebas y ver cuáles le parecen creíbles y cuáles no. Si una de las pruebas está beneficiada por la presunción de veracidad, el funcionario que decida (recordemos que siempre estamos en derecho administrativo) no tiene que ponderarla: es verídica salvo que se demuestre lo contrario. Como la gran mayoría de presunciones en derecho español, puede levantarse si hay prueba en contrario, pero, si no la hay, se presume la veracidad de las declaraciones de los agentes.

Claro, esto genera un conflicto obvio. En derecho administrativo sancionador se aplican los mismos principios que en derecho penal, incluyendo la presunción de inocencia, que tiene carácter de derecho fundamental. Si se presume la inocencia salvo que se pruebe lo contrario pero se admite, en ausencia de otras pruebas, que la palabra del policía es verdad, está claro que la presunción de inocencia queda desvirtuada. En un contexto de «tu palabra contra la mía», donde no hay otras pruebas, la palabra del policía adquiere una importancia desmesurada porque no se puede entrar a valorarla: es verdad y punto. Contrapesar ambos principios es, por supuesto, muy complicado.

Entiendo el sentido de la presunción de veracidad. Facilita mucho la decisión y tiene cierta lógica dentro de la consideración de los policías como agentes de la autoridad. Pero tiene un carácter expansivo que no me gusta nada (de lo escrito a lo declarado, de los procedimientos administrativos a la jurisdicción) y, probablemente, resuelva menos problemas de los que causa. Al fin y al cabo, la mayoría de casos que se resuelven con una referencia genérica a la presunción de veracidad se podrían solucionar, en el mismo sentido, valorando justamente la prueba. Pero claro, eso obligaría a motivar mejor las sanciones.

No hay mucho más que decir. La presunción de veracidad tiene cierto sentido, pero, a mi juicio, es más lo que daña que lo que beneficia. No la van a eliminar, eso está claro, pero, al menos, que quede claro lo que es y para lo que vale. O lo que debería ser y para lo que debería valer, que igual no es lo mismo.

 

 

 

 

(1) Otra cosa es que haya jueces que tiendan a magnificar el peso de la palabra de estos, como parece que ha pasado en este caso.

 

 

 

miércoles, 20 de octubre de 2021

Retirada de libros

La retirada de unos libros con contenido LGTBI de los institutos de Castellón de la Plana ha levantado muchas ampollas, como es lógico. Los libros habían sido donados por el propio Ayuntamiento y Abogados Cristianos, esa adorable asociación que pierde nueve pleitos de cada diez pero que parece tener dinero infinito para intentar devolvernos a 1955 vía demandas judiciales, recurrió la donación. La jueza le ha dado la razón de manera provisional, en lo que se resuelve el proceso.

Las medidas cautelares son decisiones judiciales que se adoptan durante la tramitación de un procedimiento, para asegurarse de que no se frustrará el efecto querido por el demandante. Por ejemplo, una medida cautelar puede ser embargarle los bienes al demandado para asegurar que habrá dinero para que el demandante se cobre lo que alega que le deben. Otra medida cautelar, en la jurisdicción penal, es la prisión provisional si se sospecha que el encausado va a huir del país o a destruir pruebas. Y así sucesivamente. Si se están repartiendo unos libros que se reputan ilegales, detener su difusión es, en abstracto, una medida cautelar apropiada.

Históricamente, se suele entender que una medida cautelar requiere dos requisitos para ser aprobada. La primera es el peligro derivado del retraso (periculum in mora): se trata de ocasiones donde hay que tomar una decisión ya, sin esperar a la sentencia firme, porque, de no hacerlo así, la decisión que pretende el demandante podría ser inaplicable. Cualquiera de los ejemplos del párrafo anterior sirve aquí. El embargo, por ejemplo, se podría decretar para evitar que el demandado se alzara con sus bienes y así eludiera pagar al demandante si resulta que al final le dan la razón a este.

El segundo requisito es la apariencia de buen derecho (fumus boni iuris), que consiste en un análisis jurídico preliminar de las pretensiones del demandante para saber si están razonablemente bien fundadas. O, en palabras más llanas, si es plausible pensar que se le va a dar la razón. En el caso del embargo que estamos usando como ejemplo, habría que valorar cuáles son las razones que tiene el demandante para sostener que el demandado le debe dinero, y ver si son creíbles. Es una operación que hay que hacer con mucho cuidado, ya que el juez no puede prejuzgar el resultado del pleito, solo establecer si el demandante tiene una base que podría permitirle ganar.

Esto es, como digo, la teoría. Demos un pasito más hacia el caso concreto. Estamos ante una decisión de la jurisdicción contencioso-administrativa. Esta jurisdicción es la que se hace cargo del caso cuando un particular (en este caso Abogados Cristianos) demanda a una Administración Pública (en este caso el Ayuntamiento de Castellón de la Plana) por entender que una de sus actuaciones es ilegal. Es una jurisdicción donde las partes son desiguales de base, ya que, como digo, una es un particular y otra una Administración. Hay que andar con cuidado a la hora de imponer medidas cautelares, porque es muy posible que anular de manera cautelar un acto administrativo afecte a los destinatarios del mismo, que no tienen por qué estar presentes en el pleito para defenderse.

En la jurisdicción contencioso-administrativa las medidas cautelares pueden adoptarse «previa valoración circunstanciada de todos los intereses en conflicto (…) cuando la ejecución del acto o la aplicación de la disposición pudieran hacer perder su finalidad legítima al recurso». Es decir, que la ley recoge el primer criterio de los dos que hemos mencionado más arriba (peligro derivado del retraso) pero no el segundo (apariencia de buen derecho), que queda sustituido por una «valoración circunstanciada de los intereses en conflicto». Aun así, los tribunales han ido admitiendo el segundo criterio, la apariencia de buen derecho, pero de manera restrictiva.

Por último, hay que tener en cuenta un último aspecto, y es que la retirada de los libros no se debe a una medida cautelar, sino cautelarísima. En derecho se suele hablar de «medida cautelarísima» cuando se toma por un procedimiento incluso más abreviado y rápido que el normal. En lo contencioso-administrativo, las medidas cautelares se toman tras una audiencia en la que se oye a ambas partes. Sin embargo, las cautelarísimas pueden adoptarse de inmediato, sin oír al contrario, solo a petición del interesado: será después, una vez acordada la medida cautelarísima, cuando se dé audiencia a la otra parte y se decida si la medida se mantiene o se levanta. Este es el procedimiento que se ha seguido en ese caso.

¿Cuándo pueden adoptarse las medidas cautelarísimas? Cuando haya «circunstancias de especial urgencia en el caso». En este caso, Abogados Cristianos sostenía que concurren dichas circunstancias de especial urgencia porque, si nos esperamos a la tramitación ordinaria de la medida cautelar, dichos libros podrían producir «perjuicios irreparables» a los derechos de los padres, más en concreto, a su libertad de conciencia y al derecho a educar a sus hijos en sus propias convicciones morales. Porque esto nunca fue de los derechos de los niños, sino de los derechos de los padres. Como sabemos, la jueza ha estimado este argumento.

Vamos a recapitular. Tenemos que el criterio de la apariencia de buen derecho se usa de manera muy restringida en lo contencioso-administrativo y que, además, en este caso se ha usado un procedimiento especialmente rápido, basado en una especial urgencia. Eso quiere decir que la jueza no ha analizado en absoluto si la reclamación de Abogados Cristianos tiene esa apariencia de buen derecho. Solo se ha preguntado: «en caso de que tuviera razón el recurso, ¿el retraso en dictar una resolución impediría el cumplimiento de la sentencia? ¡Sí, porque los niños ya se habrían visto expuestos al contenido!». Y ha estimado la cautelarísima sin hacer un simple análisis de cuáles son las posibilidades que tiene este recurso de prosperar.

Estas posibilidades son, ya lo digo, pocas. Valencia tiene una Ley LGTBI. Esta ley obliga a que todos los centros bibliotecarios autonómicos cuenten con un fondo bibliográfico sobre temas LGTBI (artículo 34.3). Aunque se pueda discutir si las bibliotecas de los institutos son un centro bibliotecario autonómico, el hecho es que esta ley obliga a la Consellería de Educación y a los centros educativos a tomar toda una serie de acciones integradoras y protectoras de la comunidad LGTBI. Los artículos 21 a 25 de la norma, en especial el 24, son muy ilustrativos.

En otras palabras, la donación de libros sobre temas LGTBI a las bibliotecas de los institutos se acerca más al concepto de «obligación de los poderes públicos» que al de «pérfida actuación administrativa que corrompe a los niños y vulnera los derechos de sus padres». Porque esa es otra y ya lo hemos dicho en este blog más de una vez: el derecho de los padres a elegir la formación moral de sus hijos no incluye la facultad de meterlos en una burbuja y que no reciban ninguna influencia ajena a la misma.

Escarbando un poco más, parece ser que el argumento principal de la demanda no es tanto los contenidos LGTBI, sino que los epígrafes de alguno de los libros tienen frases antirreligiosas. Es maravilloso, porque este argumento, lejos de mejorar la posición de Abogados Cristianos y de la jueza que ha estimado su argumento, la empeora. Incluso aunque no tengamos en cuenta que el problema parecen ser los nombres de los capítulos y no el contenido en sí, y aunque olvidemos que los contenidos blasfemos e irreligiosos son perfectamente legales, queda una pregunta: si el problema son los capítulos de uno o varios de los libros, ¿por qué se pide (y se concede) la retirada de todos? La apariencia de buen derecho se desvanece como el humo.

Pero aún hay más. Es que, incluso prescindiendo de la apariencia de buen derecho, esta decisión judicial resulta injustificable. Recordemos lo que dice la ley: la medida cautelar podrá adoptarse «previa valoración circunstanciada de todos los intereses en conflicto». ¿Qué valoración se realiza en el auto, si tiene una página escasa de razonamiento jurídico y se limita a decir que, como el acto se ejecuta de inmediato y es muy difícil de revertir, procede conceder la cautelarísima?

Centrémonos. Conceder una cautelarísima (¡una medida cautelar sin oír a la otra parte!) debe ser algo absolutamente excepcional. Estos libros son legales, llevan años a la venta y están presentes en librerías y bibliotecas de toda la Comunidad Valenciana. ¿Cómo puede ser su retirada cosa de «extremada urgencia» (palabras textuales del auto), si cualquier crío de Castellón puede acercarse a la biblioteca de su barrio y leerlos? ¿Cómo puede afirmarse en serio en una sociedad democrática que leer un libro con temática LGTBI o antirreligiosa puede causar «perjuicios irreparables», sea en los niños o en los derechos de sus padres a educarlos de acuerdo con sus convicciones?

Hagamos un experimento mental. Supongamos que la Iglesia católica reparte Biblias en institutos, y un grupo de padres ateos presenta la misma demanda que ha presentado Abogados Cristianos, exactamente la misma, y solicita la retirada provisional de esas Biblias con base a los mismos artículos, y además de forma urgente, sin oír a la contraparte. ¡Al fin y al cabo, ellos tienen derecho a educar a sus hijos en el ateísmo, sin que entren en contacto con textos que contraríen esas ideas! ¿Algo así se estimaría? ¡Claro que no, porque es una pretensión estúpida! Igual de absurdo es, por tanto, pretender la retirada de libros LGTBI o antirreligiosos.

Y aún hay más. Si las leyes españolas obligan a dar contenidos relativos a la comunidad LGTBI no es por capricho, sino porque esos contenidos tienen conexión directa con los derechos fundamentales de estas personas: se espera que la formación y la información ayude a las personas LGTBI a reconocerse y a ser más libres y felices, y actúe también como un dique contra los discursos de odio y las agresiones. Es decir, que esta medida cautelarísima, pretendiendo defender unos derechos fundamentales, está dejando desamparados a otros. Y eso se puede hacer, ojo, pero con la adecuada ponderación. Ponderación que, aquí, no existe: el auto asume directamente el perjuicio que alegan los recurrentes y resuelve en consecuencia.

No quiero extenderme mucho más. Estoy seguro de que el Ayuntamiento de Castellón presentará sus alegaciones y las ganará, y que esta cautelarísima se levantará en breve. Si no es así, al menos ganará el pleito de fondo. Como siempre, Abogados Cristianos lo único que habrá conseguido es hacer que todo el mundo pierda el tiempo y el dinero en combatir sus argumentos infundados. Algo que es ya tan costumbre que ni siquiera merece comentario aparte.

 

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domingo, 10 de octubre de 2021

El precio de los libros

En los últimos tiempos no dejo de rodearme de escritores, editores, libreros y otras gentes de mal vivir. Escribir es lo que tiene. Entre esta adorable patulea, son constantes las conversaciones sobre la ley del libro, lo que permite y lo que impide. Así que, al final, me he animado a escribir un articulito divulgativo sobre el importante tema del precio de los libros. 

La Ley 10/2007, de la lectura, del libro y de las bibliotecas, regula, como su propio nombre indica, la producción y distribución del libro. Es la norma que ampara los planes de fomento de la lectura, las becas y subvenciones a autores y la creación de un sistema bibliotecario. También es la norma que regula el precio fijo de los libros.

El precio fijo de los libros es una excepción a la libertad de precio que rige en toda la legislación española. Así, la Ley de Ordenación del Comercio Minorista reconoce en su artículo 13 la libertad de precios, que es una de las características básicas de cualquier economía liberal: el vendedor tiene derecho a fijar con plena libertad los precios de cualquier mercancía que ofrece al público. Sin embargo, con libros eso no es así, sino que existe un sistema de precio fijo: el editor debe fijar el precio del libro, y todos los agentes que vendan al consumidor final, desde el propio editor hasta los libreros, deben respetarlo.

La razón de esta excepción es bastante obvia: se entiende que los libros no son un producto más. Los bienes culturales se conciben como vitales en la formación de la conciencia crítica de los ciudadanos. Así, la Ley del libro dice, en su exposición de motivos, que pretende que el disfrute de las riquezas que ofrecen los libros «vaya tan lejos como la biografía completa de todo ciudadano». El precio fijo es una forma de garantizar el acceso de todo el mundo a un bien tan importante.

Podría decirse que el precio fijo no es obligatorio para promocionar el libro. En efecto, Reino Unido abolió su precio fijo y no parece que su industria editorial se haya hundido. Sin embargo, sí es necesario para proteger a uno de los actores más importantes del sistema: las librerías. Sin el precio fijo, las pequeñas librerías de barrio se verían sobrepasadas por las grandes cadenas y por Amazon. Y eso es indeseable, porque las librerías deben ser tenidas en cuenta «no sólo como lugares de venta de libros, sino también en su calidad de agentes culturales» (artículo 7.1).

En efecto, en general son las librerías pequeñas las que más se implican en defensa de la cultura: hacen saraos variados, montan clubes de lectura, van a ferias del libro de barrio o sectoriales, etc. Son un actor importante en la difusión del libro, aunque muevan menos volumen de ventas que los grandes grupos de venta de libros o que Amazon. Es necesario protegerlas, y el precio fijo es una herramienta para ello.

¿Qué significa el precio fijo? El precio fijo quiere decir que el editor debe establecer un precio fijo de venta al público, que debe respetarse en todos los canales de distribución y lugares de venta. Este precio debe indicarse en los ejemplares, aunque parece que la tendencia ahora no es incluir el precio en sí, con números y letras, sino el código de barras que permite al vendedor conocer el precio. A mí me parece un pequeño fraude al espíritu de la ley, pero lo he visto en libros de toda clase de editoriales, tanto grandes como pequeñas, así que imagino que sus departamentos jurídicos les habrán dicho que adelante.

El precio fijo es vinculante. El precio de venta al público puede oscilar entre el 95% y el 100% del mismo, o, en otras palabras, el máximo descuento que se puede ofrecer en condiciones normales es del 5%. Ojo, que la regulación legal es muy clara: el PVP puede oscilar entre el 95% y el 100% del precio fijo, con independencia de quién sea el que haga esta venta al público. El precio fijo ata al librero, pero también al propio editor o al mayorista cuando vendan al lector.

Hay algunas normas especiales sobre fijación del precio. Si el libro se vende conjuntamente con otros objetos, el precio fijo abarca toda la oferta; si se trata de colecciones de libros, el precio fijo de la colección puede ser inferior a la suma de todos sus títulos; si se vende a plazos o a crédito se pueden establecer precios diferentes. Sin embargo, lo que nos importa son las excepciones, que, en toda ley, son las que tienen la chicha.

Para empezar, hay algunos casos donde pueden aplicarse precios inferiores al de venta al público. Son las llamadas «excepciones», que se aplican siempre que no constituyan ventas con pérdida:

-             En el Día del Libro y en ferias, congresos o exposiciones del libro cabe un descuento de hasta un 10% sobre el precio fijo.

-             Cuando el consumidor sea un centro científico o de investigación (bibliotecas, museos, centros educativos) cabe un descuento de hasta un 15% sobre el precio fijo.

-             Por acuerdo entre editores, distribuidores y libreros puede rebajarse el precio fijo de ciertos fondos específicos, por periodos concretos y delimitados.

 

En segundo lugar, no están sometidos a precio fijo, es decir, pueden ser vendidos a precio libre ciertas categorías especiales llamadas «exclusiones». Se trata de:

  1. Ciertos libros especiales, como los libros de bibliófilo (colecciones numeradas de alta calidad), los libros artísticos o los libros de texto para primaria y ESO.
  2. Libros que no hayan entrado en el circuito comercial, como suscripciones en frase de prepublicación, libros destinados a instituciones promocionales o libros que se distribuyen como elemento promocional.
  3. Libros que ya han salido del circuito comercial: libros antiguos, libros usados, libros descatalogados o libros de saldo.

 

Los conceptos de descatalogación y saldo son interesantes. La descatalogación es una decisión que toma el editor: lo saca del catálogo y/o lo comunica por escrito a sus canales de distribución y a la Agencia del ISBN correspondiente. Al no estar ya en catálogo, los libreros que aún dispongan de ejemplares pueden venderlos a precio libre, como hemos visto.

Por su parte, el concepto de «saldo» aparece fijado en una ley que ya hemos mencionado: la Ley de Ordenación del Comercio Minorista. Esta norma regula todo el comercio que se hace directamente al consumidor final, sea en un puestecito de mercadillo, en una tiendecita de barrio o en una gran superficie con miles de productos. Es esta ley la que establece distintos conceptos a los que estamos acostumbrados, como rebajas, saldos o liquidaciones.

Un saldo es, según esta ley, la venta de productos cuyo valor de mercado se ha visto disminuido a causa de deterioro, desperfecto, desuso u obsolescencia. Los libros con taras entrarían aquí (en los supuestos de «deterioro» o «desperfecto»), sin acudir necesariamente a la Ley del Libro, pero, además, esta recoge otro supuesto, que se encuadraría más bien en los conceptos de «desuso» u «obsolescencia»: los libros que tienen más de dos años.

En efecto, la Ley de Propiedad Intelectual establece que los libros que tienen más de dos años desde la puesta en circulación de la edición quedan a disposición del editor, para que los venda de saldo o los destruya, previa comunicación al autor para que los adquiera a precio rebajado si quiere. Pues bien, la Ley del libro permite al librero o detallista hacer lo mismo (venderlos de saldo, no destruirlos, obviamente) cuando hayan pasado dos años desde la última edición, siempre que los haya ofertado durante seis meses previos.

Estos saldos (tanto el del editor previsto en la Ley de Propiedad Intelectual como el del librero previsto en la Ley del libro) tienen como objetivo dar salida a un stock que ya no se va a vender a su precio ordinario. Con lo rápido que va el mercado del libro, si hace dos años que no se reedita un título, los ejemplares restantes raras veces se van a vender.

Queda un punto por aclarar, y es, precisamente, la relación entre Ley del Libro y Ley de Ordenación del Comercio Minorista. Porque claro, las librerías son un comercio minorista, así que estarían sometidas a dicha ley. Pero ya hemos visto que la base de esta última norma es la libertad de precios, mientras que la Ley del Libro establece el precio fijo. La solución es sencilla: se aplica la norma general (la LOCM) salvo en aquellos casos específicos donde haya que aplicar la Ley del Libro.

Por ejemplo, si en la tienda se venden otros objetos aparte de libros (es la típica librería-papelería), esos otros objetos estarán sometidos al régimen de precio libre de la LOCM. En cuanto a las actividades de promoción de ventas, habrá que analizar una a una si pueden realizarse. Por ejemplo, parece obvio que las librerías no pueden hacer rebajas. Saldos sí, como ya hemos visto. Y, en caso de salida del negocio u otros supuestos de fuerza mayor, tiene sentido que puedan hacer liquidaciones. En todo caso, la Ley del Libro establece un límite: no se pueden usar los libros como reclamo comercial para productos que no sean libros.

Con esto queda explicado el régimen del precio de los libros. Un régimen que es uno de los pocos escudos que tienen los negocios pequeños frente a los grandes conglomerados, por lo que esperemos que aguante todos los embates decididos a derogarlo.


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