Decía el
presidente Mao (o al menos he escuchado la cita atribuida a él) que “el primer
deber de un prisionero es evadirse”. Quizás, si te gusta el cine, conozcas la
frase por “La gran evasión”: es ahí donde yo la oí por primera vez. No pude
evitar que me viniera a la cabeza al leer el otro día que 24 inmigrantes sefugaron del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Hoya Fría
(Tenerife), donde estaban retenidos. Por desgracia enseguida atraparon a diez
de ellos, y ayer cayeron otros dos. Espero que los demás puedan eludir el
operativo policial y escurrirse entre las grietas del sistema. Es complicado,
pero quizás sea posible.
Y es que, si hay
alguna situación de encierro radicalmente injusta en este precioso país, es la
de los extranjeros en los CIE. Cuando se habla de este tema enseguida sale el
blablá evidente de “si están ahí es porque han cometido un delito”, pero es
precisamente lo contrario: los internos en los CIE están ahí porque NO han
cometido un delito, o al menos así es en la gran mayoría de los casos. ¿Suena
paradójico? No lo es cuando entiendes bien qué es un delito y qué no lo es.
El Estado, creo
que esto no le va a pillar por sorpresa a nadie, a veces castiga conductas. Y
las castiga por medio de dos grandes medios: la infracción administrativa y el
delito. Se supone que son dos extremos en la misma escala. En ambos casos se
trata de proteger bienes que son relevantes para la comunidad, pero las
infracciones administrativas se consideran ataques más leves, o bien ataques
contra bienes menos importantes. Los delitos, por el contrario, son ya cosa
seria.
Ejemplos de
infracciones administrativas: saltarse un radar cuando vas conduciendo, no
declarar la trimestral si eres autónomo, beber en la calle en según qué CC.AA.,
el supuesto tan debatido de difundir las grabaciones de policías… ¿Veis una
tónica común? Hay dos. La primera, que en todos los casos el castigo lo impone
la Administración, no un juez. Y la segunda, que precisamente por eso no se
puede privar a nadie de libertad: la sanción como mucho será una multa, una
pérdida de puntos del carnet o algo similar.
En cuanto a los
delitos, no me voy a poner a ejemplificarlos, porque seguro que a todos se nos
ocurren muchos, desde los más obvios (asesinato, violación, robo) hasta los que
no lo son tanto. Pero aquí ya tratamos con ataques graves contra los valores
más apreciados por la sociedad. Tiene que intervenir un juez para castigarlos y
es posible imponer las penas más altas permitidas por el derecho de cada país,
algo que en España llega hasta el encarcelamiento.
Salvo que
hablemos de extranjeros.
Si hablamos de
extranjeros esa separación radical se rompe. Porque resulta que a los
extranjeros se les puede expulsar del país, cosa que a los nacionales no. Y es
esta diferencia, pequeña pero significativa, la que ha permitido crear un
régimen de pseudo-cárceles paralelas donde se puede tener a inmigrantes durante
60 días en condiciones que nunca serían admitidas para presos.
¿Por qué? Muy
sencillo. Existen algunas infracciones administrativas cuya sanción no es una
multa o algo similar, sino la expulsión del territorio español. La más común de
estas infracciones es la estancia irregular, es decir, “sin papeles”; sin
embargo, hay otras que pueden ser cometidas por cualquier persona, sea
extranjero irregular, extranjero regular o incluso español. Da lo mismo: cuando
sean cometidas por una persona que no tiene la nacionalidad española, ésta
puede ser expulsada del territorio. Hasta aquí podría ser hasta aceptable.
Pero ¿qué pasa?
Que, para garantizar que el extranjero pueda ser expulsado, se le puede
internar en un CIE. Es cierto que se requiere autorización judicial. Con ello
se supone que se salvan las exigencias de Estado de Derecho: ¡no te mete aquí
la Policía, amigo inmigrante, sino un juez! Pero no cuela. No deja de ser un
caso en el que el Estado te encierra por haber cometido algo que,
conceptualmente, tiene un valor idéntico a saltarte un semáforo o a defraudarle
cuatro duros a Hacienda. Y: este encierro se puede dar cuando el expediente ya
ha concluido (y está, por tanto, pendiente de ejecutarse una expulsión)… o cuando
no lo ha hecho, como medida cautelar. Antes, por tanto, de saber siquiera si
estamos ante un extranjero que haya cometido una infracción.
Las condiciones
del encierro son también horripilantes. España tiene siete de estos centros,
repartidos por todo el país, y cada cierto tiempo llegan denuncias de malos
tratos, de muertes más que sospechosas, de hacinamiento y de privaciones. Se
supone que no son centros penitenciarios, así que debe haber cierta libertad de
movimientos, los internos tienen que poder acceder a su móvil, etc. En muchos
casos, nada de eso es así. Ah, y para engrosar el caldo, los que vigilan a los
internos no son funcionarios de prisiones (un cuerpo especializado, que se
dedica a esto) sino policías nacionales.
En cuanto a los
propios centros, también son muchas veces inapropiados: el CIE de Aluche
(Madrid) está en un antiguo hospital penitenciario, los de La Piñera
(Algeciras) y Barranco Seco (Las Palmas) son cárceles reconvertidas, el de
Fuerteventura directamente era un viejo cuartel de la Legión (lo cerraron en
2018 tras años sin internos). Es decir, se trata de locales que se caen de
viejos y que ya no cumplen los requisitos para alojar a nadie (1). No son solo
los internos quienes denuncian que las condiciones de salubridad, agua o
higiene de estos edificios no son las apropiadas, sino que también lo han dicho
ONGs o hasta policías y jueces. Cuando alguien te dice que estaba
mejor en la cárcel que en tu centro de internamiento no penitenciario es para
hacérselo mirar, ¿no?
Al fin y al cabo,
tiene sentido. Las cárceles son establecimientos permanentes destinados al
cumplimiento de una pena y a la reinserción del penado (2). La ley que las
regula menciona claramente y en detalle temas como la alimentación apropiada (y
adaptada en lo posible a las convicciones del preso), el acceso de agua potable
a todas horas, la ropa adecuada a la estación, la existencia de un tratamiento
de reinserción y la realización de diversas actividades. Pero, en el caso de
los CIE, no se busca reinsertar a nadie, así que ¿qué actividades se van a
realizar? Y, en cuanto a cuestiones más básicas, ¿qué más da, si el que más va
a estar allí durante sesenta días?
Así pues, el
cuadro completo es: una persona que ha cometido una simple infracción
administrativa acaba encerrada durante un máximo de sesenta días en un espacio
de impunidad policial donde no se respetan sus derechos más básicos, o, en
otras palabras, una especie de infierno en la Tierra varios órdenes de magnitud
peor que una prisión española (3). ¿Y luego? ¿Se le expulsa? ¿Todo este
sufrimiento al menos le ha valido de algo a alguien? ¿Ha servido para que el
Estado alcance su objetivo de echar a quien está en España sin papeles?
Pues, según los
datos, no demasiado. Las cifras son, de forma consistente, bajas, y de hecho
hasta parecen estar descendiendo. En 2017, por ejemplo, solo se logró
expulsar a un 34,5% de las personas que pasaron por el CIE. En 2015, los
deportados fueron el 41%; en 2014, el 47%, y así sucesivamente. ¿Las razones?
Muchas. Para empezar, que algunos son encerrados en el CIE de forma cautelar,
mientras se instruye el procedimiento, y todavía pueden ganarlo. Y para seguir,
que una vez decidida la expulsión ésta puede ser imposible por cualquier razón:
que no se logre organizar un vuelo, que no se determine de qué país es el
sujeto, que no haya convenio con ese país, que se trate de un refugiado o una
embarazada…
En todos esos
casos la persona es liberada después de pasar por el CIE, lo cual es una
pequeña victoria porque puede quedarse en España, que es lo que quería. Pero a
partir de ahí empieza una segunda odisea. Si ha ganado el procedimiento
administrativo, tira que te va, pero si ha salido del CIE por ser inexpulsable
está en una situación administrativa muy compleja: sobre él sigue pesando una
orden de expulsión, con todo lo que implica, pero ya no se lo pueden volver a
llevar. Y más aún, en cualquiera de los dos casos, esa estancia de hasta dos
meses fuera de su entorno puede haberse cargado toda clase de oportunidades de
arraigo (laborales, sociales, etc.) que pudiera tener.
Entonces,
contesto a la pregunta que hay en el título de este artículo. ¿Qué son los CIE?
En teoría, centros no penitenciarios que garantizan que un extranjero sobre el
cual pesa un procedimiento de expulsión podrá ser deportado del territorio
nacional si, llegado el caso, esa medida es necesaria. En la práctica, lugares
mucho peores que una cárcel en dotación, personal y medios, donde se aparca sin
mucho criterio y en condiciones inhumanas a extranjeros en situación irregular
(o no) y que además no sirven para nada.
Ojalá nos
libremos pronto de ellos. Mientras tanto, a los presos (porque eso son) que han
cumplido con su primer deber en el centro de Hoya Fría solo me queda desearles
buena suerte. La van a necesitar.
(1) Por no hablar
del efecto psicológico de estar encerrado en algo que no deja de ser una
cárcel, por muy vieja que sea.
(2) Otra cosa es
que sea totalmente imposible reinsertar a nadie desde una prisión.
(3) Es cierto que
en los CIE puede haber unos pocos extranjeros que sí hayan delinquido. En
España, las penas de cárcel impuestas a extranjeros se pueden sustituir por la
expulsión, y es posible que algunas personas en esta situación pasen por el
CIE. Pero son una minoría.
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