viernes, 29 de junio de 2018

Qué hay que hacer con los restos de Franco


El Gobierno de Pedro Sánchez lo tiene jodido. Se basa en una extraña combinación parlamentaria que incluye partidos que están más a la izquierda que el suyo y partidos de derechas pero con aspiraciones nacionalistas o incluso independentistas. Además, cualquier reforma constitucional exige el consenso del PP, que es quien controla el Senado; ese mismo control le permite poner palos en las ruedas a cualquier legislación progresista que se quiera implementar. Por último, al menos para 2018 tiene que gobernar con unos presupuestos heredados.

Así las cosas, a Sánchez le quedan básicamente las políticas de gestos, que cuesten poco y recuerden al electorado que el PSOE se define a sí mismo como partido progresista. Si no analizo mal la situación, su mejor estrategia es pasarse los dos años que quedan de legislatura dedicándose en cuerpo y alma a la tarea de no ser el PP: derogar las partes más duras de la ley mordaza, tratar el tema catalán con diálogo y no con palos, legislar por decreto sobre temas poco costosos, etc. La idea, por supuesto, es que eso le conduzca a un resultado electoral decente en 2020 y a revalidar el cargo.

Las políticas de memoria histórica se prestan muy bien a este juego. Son baratas, cabrean a los fachas, unen a los propios y obligan a Podemos a prestar apoyo casi incondicional. El PSOE lleva tiempo moviendo este asunto y hablando de reformar la Ley de Memoria Histórica para incluir extremos que se dejaron fuera la otra vez, como la anulación de las condenas impuestas por los tribunales franquistas. Y parece que Sánchez quiere evitar que el tema se convierta en otro “hay-que-denunciar-el-concordato” (algo que siempre se promete en la oposición pero nunca se hace en el Gobierno), porque ha declarado que en menos de un mes los restos de Franco estarán fuera del Valle de los Caídos.

La exhumación del dictador se enmarca en un paquete de medidas memorialistas tales como considerar que el trabajo de localización de fosas comunes sea una tarea del Estado, ilegalizar la Fundación Francisco Franco o reformar el Valle de los Caídos para que deje de ser un símbolo de victoria. Lo que más gracia me ha hecho es que Sánchez ha declarado que la exhumación se va a hacer sin anuncio previo para evitar manifestaciones, pero que tendrá un carácter de “normalidad democrática”. Lo siento, señor presidente, pero no cuela. Si tienes que hacer el trabajo de noche y sin avisar porque si no se te llena aquello de fachas que te montan un disturbio, mucha normalidad democrática no hay.

Pero lo que más me preocupa del traslado de la mojama de Franco no es el cómo, sino el dónde: ¿se lo van a devolver a la familia, para que lo meta en el pazo de Meirás? ¿O van a hacer lo que sería lo apropiado, que es incinerarlo hasta que no queden ni los restos? Hay quien se echa las manos a la cabeza cuando propongo esto, e invoca el respeto a los muertos. Pero es que no estamos ante un muerto cualquiera, sino ante un dictador: un personaje público que sojuzgó España durante casi cuarenta años mediante un régimen del cual es heredera la democracia en la que vivimos. Si ésta quiere merecer tal nombre, tiene que desmarcarse de la figura de ese criminal, y para ello cuantos menos miramientos mejor. Nada de enterrarlo en otro sitio, porque entonces los herederos ideológicos del régimen irán a reunirse a ese otro sitio.

El poder de los símbolos es importante, y ningún símbolo es mejor que un buen monumento funerario… o su ausencia. Esto lo sabían los partisanos que enterraron a Mussolini en una fosa común, los alemanes que construyeron un aparcamiento encima del búnker donde se suicidó Hitler, los soviéticos que montaron todo un mausoleo para honrar a Lenin y los faraones egipcios que mandaban borrar de las estelas los nombres de sus antecesores. Y por supuesto lo sabía Franco cuando decidió construir el Valle y hacerse enterrar allí. Si quieres que una figura sea recordada y admirada, montas un monumento en su honor; si quieres que sea denostada y que su culto público sea mal visto, lo demueles. Sánchez tiene que decidir en qué lado está.

Hay quien me ha dicho que destruir el cuerpo del dictador (y demoler el Valle, otra idea que defiendo yo mucho) es precisamente una negación de la memoria histórica, ya que ¿acaso los alemanes han arrasado los campos de concentración nazis? No cuela, porque no es lo mismo en absoluto. Monumentos de recuerdo a las víctimas de la dictadura y centros de estudio histórico de la guerra, los que se quieran; lugares de peregrinación de los nostálgicos del franquismo, cero.

Así que sí, me reitero en lo que dije enun artículo de hace un año: que el fuego acabe con el problema. Cuando escribí esas líneas el PSOE estaba en la oposición y no podía ni siquiera soñar con que iba a tocar poder en algún momento de los siguientes siete años; podía permitirse hacer promesas sobre el tema, y de hecho las hizo. Ahora se ha girado la tortilla y mandan ellos, así que toca retratarse. Y como las condiciones lo favorecen, creo que lo van a hacer. Veremos si lo hacen hasta el final.

Góngora escribió un verso que se adecúa muy bien a la situación, y no me voy a resistir a citarlo para cerrar este artículo. Que tengo yo cuerpo de Góngora, vamos. Y es que ya es hora de que el cadáver del dictador se convierta, como dijo el poeta, “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.




martes, 26 de junio de 2018

Un pequeño truco para lidiar con la burocracia


¿A quién no le ha pasado? Tiene que presentar un papel en cualquier Administración, pero debe hacerlo por la mañana y a esas horas está trabajando. Es una paradoja absurda: los registros de la Administración solo abren en horario de trabajo, y en horario de trabajo la gente está trabajando y no puede ir a presentar nada al registro. La Administración electrónica va acabando con esta incomodidad, pero aún es frecuente encontrársela. Cada cual la resuelve como puede: le endosa el problema a un familiar, busca a ver si hay algún registro que abra por la tarde (1), pide un favor en el trabajo, se coge incluso un día de asuntos propios… Todo muy absurdo y muy molesto.

Por suerte existe una solución muy sencilla, al alcance de todo el mundo y baratísima. Como no se suele pensar en ella, quiero explonerla hoy aquí: hablo de mandar el documento por correo. Efectivamente, uno puede acercarse a cualquier oficina de Correos (que abren por las tardes e incluso los sábados) y presentar allí documentación dirigida a la Administración pública que sea. Más aún: ni siquiera tiene que contar con el tiempo que vayan a tardar en enviarla, porque se considerará entregada en el momento en que se deposite en la oficina postal. Así, si el plazo para entregar cualquier papel termina hoy y yo lo presento hoy un minuto antes de que cierre la oficina de Correos, el documento ha entrado a tiempo.

La posibilidad de presentar documentación oficial en Correos (que recibe el nombre técnico de "correo administrativo") está prevista en el artículo 16.4.b de la Ley de Procedimiento Administrativo Común y desarrollada en el artículo 31 del Reglamento de Servicios Postales. La regulación es necesaria porque no basta con meter el documento en un sobre y echarlo a un buzón con destino a la Administración que nos interesa. Eso se puede hacer pero en ese caso se considerará que ha entrado en el momento en que llegue a su destino, lo cual nos deja a merced de Correos. Y en estos asuntos, mejor tener bajo control todos los extremos importantes.

Por suerte, el procedimiento para presentar documentación en Correos no es nada complicado. Hay que dirigirse a una oficina postal con un sobre abierto, con el original que se quiere presentar y con una fotocopia del mismo. El trabajador de Correos sellará ambos documentos: en el sello hará constar el nombre de la oficina postal, el lugar donde está situada y el momento (fecha, hora y minuto) de la admisión. Luego el remitente cierra el sobre con el original dentro, se lo da al trabajador de Correos y se va a su casa con la copia sellada que demuestra que ha presentado el documento.

No hace falta más. Si uno quiere, puede añadir al servicio postal todos los aditamentos que desee (certificado, con acuse de recibo, urgente, etc.), pero no es obligatorio. De hecho, y dado que el operador de Correos tiene la obligación de emitir un resguardo con los datos de presentación, tampoco es estrictamente necesaria la fotocopia. Pero sí es muy recomendable, porque en ese resguardo no hay datos sobre el contenido del envío. Tener la fotocopia sellada nos permite demostrar que presentamos el papel que teníamos que presentar y no una receta de paella, por ejemplo.

A pesar de vivir en tiempos de Administración electrónica, siempre hay un papel que hay que entregar en mano y en el peor horario posible. Este pequeño lifehack burocrático os puede evitar una buena cantidad de problemas.







(1) En Madrid, antes había Juntas de Distrito que abrían hasta las 17:00.


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sábado, 23 de junio de 2018

Justicia patriarcal


Cuando analizo la realidad intento no mezclar los niveles macro y micro, porque soy consciente de que ello solo nos llevaría a errores. Así, me parece una afirmación casi tautológica decir que, puesto que vivimos en un patriarcado, tenemos un sistema de justicia patriarcal. Pero eso no dice nada, en principio, sobre la forma en que realiza su trabajo cada uno de los miles de individuos (todos ellos con su historia, sus razones y sus sesgos) que ocupan en este país el puesto de juez. Eso es en lo que creo y eso es lo que defiendo.

Y luego pasan cosas como lo de la Manada y me dan ganas de mandarlo todo a tomar viento.

Para poder entender mejor mi indignación, vamos a ver qué es lo que ha pasado. En España, en principio, una persona sometida a un procedimiento penal puede conservar su libertad hasta que se dicte una sentencia condenatoria firme. Denominamos sentencia firme a aquella contra la cual no cabe recurso ordinario (por ejemplo, las sentencias del Tribunal Supremo) o que, pudiendo ser recurrida, no lo es en cierto plazo. Esperar hasta la firmeza es lógico: hasta entonces estamos ante un simple investigado o acusado, por lo que no podemos privarle de su libertad así como así.

Sin embargo, existen supuestos en los que sí se puede encarcelar a alguien sin que haya sentencia firme. La ley cita tres: riesgo de fuga, riesgo de reiteración delictiva (contra la propia víctima o contra terceros) y riesgo de ocultación o destrucción de pruebas. La prisión que se impone en estos casos es cautelar y provisional, es decir, que no es definitiva y que puede levantarse o volverse a imponer según sean las circunstancias de la causa. Cuando por fin hay condena firme, el tiempo pasado en prisión provisional se resta del tempo total de condena.

Los condenados de la Manada llevan en prisión desde el 7 de julio de 2016, día en el que cometieron su delito y fueron detenidos. Los argumentos fueron en su momento el riesgo de fuga (basado sobre todo en las altas penas que se les pedían, de hasta 25 años de prisión) y el riesgo de reiteración delictiva. Dentro de nada se cumplirían los dos años de esta prisión provisional, que es en principio el plazo máximo por el cual puede imponerse. Sin embargo, la ley también permite prórrogas: en el caso de internos que ya estén condenados pero hayan recurrido la sentencia, como en este caso, la prisión provisional puede prorrogarse hasta la mitad de la pena impuesta. Dado que les cayeron nueve años, la prisión provisional podía prorrogarse todavía dos años y medio, hasta alcanzar los cuatro años y medio que son la mitad de los nueve que les cayeron.

En palabras llanas: aunque los miembros de la Manada estén condenados, aún no lo están en firme, por lo que pueden pedir las veces que consideren oportuno que se les levante la prisión provisional. Así lo han hecho en reiteradas ocasiones, incluso en el acto del juicio, y así lo han vuelto a hacer estos días. Muchos juristas, entre los que me incluyo, andábamos haciendo llamamientos a la calma: si no los han liberado en estos dos años previos a la sentencia, decíamos, ¿cómo los van a soltar ahora que hay una sentencia condenatoria, no firme pero que declara probada una relación de hechos tan espeluznante? Pues nada, la primera en la frente.

El auto por el que se decreta la libertad de estos cinco delincuentes no es aún público, por lo que no conozco los argumentos que han acogido los magistrados de la Audiencia Provincial de Navarra. Y me interesa, porque de verdad me gustaría saber qué ha cambiado respecto de solicitudes anteriores. No lo entiendo: si algo se ha modificado ha sido a peor, porque ya se ha hecho una valoración de las pruebas y se ha dictado una sentencia condenatoria por un grave delito sexual.

Leo que uno de los argumentos de la defensa ha sido la condena impuesta, comparativamente baja respecto de la solicitada por las acusaciones: recordemos que se pedían de 22 años y 10 meses a 25 años y 6 meses y se impusieron 9 años, de los que ya han cumplido 2. Lo ha relacionado con el riesgo de fuga. Al parecer uno tiene más tentativas de fugarse de España si le penden 22 años sobre su cabeza que si le penden 7. No me parece un buen argumento, porque el hecho es que las acusaciones, en sus recursos, siguen pidiendo esas mismas penas altas. Sin embargo, es obvio que sus señorías ya no aprecian la posibilidad de huida que sí vieron en momentos anteriores.

En cuanto al riesgo de reiteración delictiva, me parece alucinante que se haya determinado que no concurre, teniendo los acusados como tienen otra causa abierta por un delito idéntico. Sí, es cierto que esa segunda causa no está aún juzgada, pero eso da igual aquí: una prisión provisional, como el resto de medidas cautelares, se impone antes de que haya una vista formal en el que se pueda practicar una prueba en condiciones. Por su propia naturaleza las medidas cautelares se basan en indicios y piezas de convicción, no en pruebas. Y si tenemos a unos condenados por un abuso sexual en grupo que están siendo enjuiciados en otro sitio por otro abuso sexual en grupo, a mí se me antoja que el riesgo de reiteración delictiva es grave. Lo que es más, aquí sí que no se entiende el cambio de criterio cuando no han cambiado los hechos.

Por lo demás, la Audiencia de Navarra les prohíbe comunicarse con la víctima y entrar en la Comunidad Autónoma donde ella reside (Madrid), supongo que para evitar el riesgo de nuevos atentados contra la pobre chica. También les impone una fianza de 6.000 €, les retira el pasaporte y les prohíbe salir del país. Como decía esta tarde un amigo mío, dan ganas de que se fugue uno de ellos, a ver qué cara se les queda a sus señorías.

Estoy enfadado. Estoy enfadado con una calificación jurídica que entiendo injusta (ya hablamos de eso aquí) y con una decisión liberatoria que no me parece procedente. Intento mantener la calma, confiar en las instituciones y recordar lo que ya he dicho, que durante el proceso la libertad es la regla y el encarcelamiento es (y debe ser) la excepción. Pero es que sigo creyendo que esa excepción está justificada: el riesgo de fuga no ha desaparecido y el peligro de reiteración delictiva aparecerá en cuanto estos cinco salgan por ahí de fiesta de nuevo.

Por desgracia, parece que la justicia patriarcal no opina como yo.




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lunes, 18 de junio de 2018

La trampa de la integración


He hablado ya alguna vez de lo absurdos que me parecen los exámenes de españolidad. Sin embargo, parece ser que el tema vuelve a estar de moda, porque un juez ha rechazado concederle la nacionalidad a un inmigrante por no expresarse bien en castellano y por no conocer cuándo cae San Antolín, la fiesta patronal de su localidad. Ello demostraría que no está integrado en la sociedad española y, por tanto, que no merece la nacionalidad.

El artículo 22.4 CC, al regular los requisitos que debe cumplir un extranjero para nacionalizarse español, establece dos bastante abiertos: la “buena conducta cívica” y el “suficiente grado de integración” en nuestra sociedad. El primero puede comprobarse atendiendo a la ausencia de antecedentes policiales y penales, pero ¿qué pasa con el segundo? ¿En qué se concreta? Más allá de la exigencia legal, parece existir un cierto consenso en torno a la idea de que un extranjero que quiera la nacionalidad tiene que “integrarse”, pero ¿eso qué es? ¿Cómo demostramos que alguien está integrado? Difícil, ¿eh?

Quizás si discutiéramos largo y tendido sobre el concepto de integración podríamos llegar a un consenso. Por ejemplo, creo que la mayoría de la gente aceptaría que una persona está integrada en una sociedad si cumple estos tres requisitos:
  1. Se expresa en el idioma de forma correcta.
  2. Conoce el funcionamiento de esa sociedad a nivel político, económico, social y cultural.
  3. Adopta las costumbres de esa sociedad.

Muy bien, una guía de tres puntos. ¿El problema? Que también son indeterminados y abiertos. Por ejemplo, pensemos en el conocimiento del idioma. Asumiendo que todos cometemos errores al hablar, ¿cuántos son aceptables antes de que te suspendan el examen? ¿Hay que hacer diferencia entre habla y escritura? Porque podría ser que un inmigrante pueda hacerse entender en español pero no lo escriba nada bien. ¿Y qué pasa con las hablas regionales? ¿Qué hacemos con un extranjero que ha aprendido el habla andaluza, que está extendida en su zona pero que según la norma de la RAE está llena de errores? Y por último, ¿cómo regulamos el asunto en las zonas con dos idiomas oficiales?

Con los otros dos requisitos pasa lo mismo. Bien, parece lógico que un extranjero que quiera acceder a la nacionalidad española tenga que saber que el presidente del Gobierno es Pedro Sánchez, pero cabe preguntarse hasta qué punto podemos preguntarle a un particular por el funcionamiento del sistema parlamentario cuando ni siquiera el partido más votado parece entenderlo. Y en cuanto a la adopción de las costumbres españolas, pues teniendo en cuenta que varían entre regiones, entre pueblos y casi entre barrios, ya me diréis cuáles tiene que cumplir un extranjero.

La búsqueda de una “esencia española” desemboca en la nada. No hay una identidad española en la que pueda integrarse nadie, porque al final cada quien es cada quien y cada seis media docena. El propio hecho de que vivamos en un sistema de libertades dificulta que se establezca una identidad única. La pluralidad es un valor democrático. Si todos podemos pensar lo que queramos, creer en el dios que queramos (o en ninguno), desplazarnos a donde queramos y, en esencia, llevar el proyecto de vida que nos dé la gana, las identidades colectivas tienden a diluirse o, al menos, a hacerse voluntarias.

Pero es que además, aunque pudiéramos destilar esa identidad española, ¿exactamente qué nos faculta para imponérsela a los extranjeros por la vía de denegarles la nacionalidad si no se “integran” en ella? Si yo, español de origen, puedo pasar de las costumbres de mi país, pegarle al idioma las patadas que me apetezca y ser un absoluto inculto en lo que se refiere al conocimiento de la sociedad en la que vivo, ¿por qué hay que exigirle más a un extranjero? No es una pregunta retórica: de verdad que no lo entiendo en absoluto.

Si yo puedo mantener mi nacionalidad sin integrarme en mi sociedad, ¿por qué no puede adquirirla un tipo que a lo mejor lleva aquí diez años pagando los mismos impuestos que yo? Por dios, que hemos tenido de presidente durante siete años a un tipo que soltaba constantemente cosas como “es el vecino el que elige al alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde”. ¿Con qué cara les decimos a Fátima Maalouf o a Alin Popescu que no les concedemos la nacionalidad si no hablan bien el idioma?

Los mismos derechos fundamentales que permiten que yo no me integre en mi sociedad de origen se aplican a un extranjero. Pensemos en un musulmán, por ejemplo. Un extranjero de religión musulmana no celebrará la mayor parte de fiestas españolas (de origen cristiano) y quizás ni siquiera sabrá cuándo son. Joder, yo me entero de que es San Isidro porque los supermercados se llenan de rosquillas, ¿cuánto más alejado del tema puede estar un musulmán? Más aún, nuestro hipotético inmigrante no comerá productos típicos de nuestra gastronomía como el cerdo y el vino, y a lo mejor incluso celebra el Ramadán. Todo ello lo hace en ejercicio de su libertad religiosa, un derecho fundamental. Y la guinda: puede que se comunique en español con cierta dificultad porque no ha recibido enseñanza formal de nuestro idioma. ¿Es todo lo anterior motivo para denegarle la nacionalidad, aunque lleve años de residencia? Según unos cuantos jueces, sí.

Al final estamos ante un problema que denuncian de forma constante las organizaciones de apoyo a inmigrantes: el requisito de integración de la sociedad española no es más que una trampa. Es la forma en que se camufla la más absoluta arbitrariedad. Cada juez valora la integración como le parece, y cada cierto tiempo saltan a la prensa preguntas de exámenes pintorescas, absurdas o directamente cabronas. Este sistema reduce la seguridad jurídica y convierte los expedientes de ciudadanía en peregrinajes absurdos.

Creo que el requisito de integración debería desaparecer. Si una persona lleva X años viviendo en España de forma legal, debería poder nacionalizarse sin necesidad de someterse a la decisión discrecional de un juez o de un funcionario. Cuantos menos requisitos y más objetivos, mejor. Pero si se va a mantener, qué menos que hacer un examen nacional estandarizado, con preguntas concretas y establecidas con antelación. Algo como lo que hacen en EE.UU.: su examen de ciudadanía tiene cien preguntas de las que te hacen diez y apruebas con seis correctas. Eso se suma a una prueba de inglés, también dividida en tres partes fijas: una conversación, la lectura de un texto y la escritura de tres oraciones. Y ya está.

Al final la integración es mejor dejarla para las matemáticas. Aplicarla a las sociedades humanas nunca es buena idea.



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viernes, 15 de junio de 2018

¿Tengo que cotizar a la Seguridad Social si gano menos del SMI?


Ya he comentado alguna vez que vivo rodeado de autónomos. Por eso, las dudas en torno a esa figura (que no es que esté especialmente bien definida ni regulada) me suelen tocar de cerca. Así que, cuando el otro día se publicó que la Seguridad Social va a obligar a cotizar a cualquier autónomo, gane lo que gane, varias personas me pidieron que explicara el asunto con palabras que se entendieran. Vamos a ver si puedo.

Descendiendo a lo básico: un trabajador autónomo es, en esencia, un empresario. Es una persona que tiene un trabajo (en mi entorno normalmente hablamos de una profesión creativa, como traductor o dibujante) pero que lo ejerce para sí mismo, no para un jefe. Él mismo fija sus tarifas –que son precios de mercado, no un salario–, se organiza a su gusto el tiempo, acepta o rechaza encargos a voluntad, trabaja en sus propias instalaciones y puede incluso contratar empleados para que le ayuden. Si estas notas no concurren, por cierto, estaríamos ante un falso autónomo y habría que sancionar al empleador. Pero vamos a suponer que se está haciendo todo bien y que el trabajador autónomo lo es de verdad.

Una de las partes malas de trabajar bajo esta figura es, precisamente, el papeleo. Los deberes hacia distintas Administraciones, que en el caso de los trabajadores por cuenta ajena corren de parte del empresario, son aquí del autónomo. Y claro, lo más normal es que éste no maneja estos conceptos; al contrario, la burocracia le resulta extraña y hasta hostil. Por eso acaban extendiéndose ideas como “si ganas menos que el SMI no estás obligado a cotizar”. ¿Es cierta esa idea? ¿No lo es? ¿Hay que matizarla?

Un trabajador autónomo tiene obligaciones hacia dos sujetos diferentes: Hacienda y la Seguridad Social. Son diferentes porque, debido a un criterio contable más bien discutible, el presupuesto de la Seguridad Social (pensiones, subsidios de desempleo, etc.) está separado del resto del presupuesto del Estado. Es por eso que hay que tomar con pinzas las predicciones apocalípticas sobre “que nos quedamos sin dinero en la hucha de las pensiones”: siempre se podría eliminar ese criterio contable y unificar ambos presupuestos.

Pero centremos de nuevo el tema. Hacia Hacienda, el trabajador autónomo tiene dos obligaciones principales: la primera es repercutir el IVA en todas sus tarifas (21% en el caso normal) y luego ingresarlo a Hacienda; la segunda, hacer un pago fraccionado (20% menos las retenciones que le haya practicado el cliente) a cuenta del IRPF. Dos obligaciones distintas para dos impuestos distintos. Y no hay forma de eludirlas, porque se trata de formularios que se rellenan una vez cada trimestre y en los que se incluyen todo lo que se ha ingresado en los tres meses previos, sea mucho o poco. Punto pelota.

Hacia la Seguridad Social la cosa es más complicada. En primer lugar, tienes que darte de alta en el RETA (Régimen Especial del Trabajador Autónomo). Una vez hecho esto, debes cotizar una tarifa que, pese a las reiteradas quejas del sector, no depende de la cuantía facturada. Al principio hay toda una serie de tarifas planas (50 € el primer año, reducciones y bonificaciones el segundo, una bonificación especial el tercero si eres joven) y luego ya debes cotizar cada mes las cantidades previstas en la ley de Presupuestos para ese año. Es ahí donde entra la idea de la que vamos a hablar: que todo eso no es necesario si ganas menos que el salario mínimo interprofesional.

Lo que dice el Estatuto del trabajo autónomo es lo siguiente: la obligación de darte de alta en el RETA recae sobre “las personas físicas que realicen de forma habitual (…) una actividad económica o profesional” que pueda considerarse trabajo autónomo. Es ahí, en ese requisito de habitualidad, en donde está la controversia. ¿Dónde está el límite entre una actividad ocasional y una habitual? Porque quien solo realice un trabajo de vez en cuando, aunque cobre por ello, no tendrá que afiliarse al RETA y cotizar, mientras que quien lo ejerza de forma habitual sí deberá cumplir esas obligaciones.

El problema, claro está, es que no es fácil de medir. Otros elementos de la relación laboral (la dependencia para los trabajadores por cuenta ajena, por ejemplo) se pueden evaluar con cierta facilidad a partir de indicios. Pero ¿cómo se mide la habitualidad? Si alguien pone un anuncio ofertando sus servicios, ¿ya es autónomo habitual? Y, al contrario, si no lo pone, ¿estamos ante un trabajador ocasional que no tiene que pagar nada? Otros indicios, como el número de horas dedicadas a la tarea o la cantidad de encargos cumplidos al año, son muy difíciles de valorar, pues dependerían de una contabilidad que suele ser inexistente.

Así que en 1997 el Tribunal Supremo tiró por la calle del medio y dijo que, en ausencia de otros datos, las ganancias anuales podían tomarse como criterio para medir la habitualidad del trabajo. Más en concreto: si se gana por debajo del SMI, estaríamos ante una actividad ocasional, que no obligaría a darse de alta en el RETA ni a cotizar. No es “si ingresas menos del SMI no cotizas”, sino “si no hay otros indicios que determinen la habitualidad del trabajo, ésta se decidirá atendiendo a si has ganado más o menos del SMI”. Esta jurisprudencia se expandió desde 1997 y hoy es lo que suelen decir nuestros tribunales.

El problema es que ese criterio no es demasiado bueno. En 2018, el salario mínimo interprofesional está en 10.302,6 € anuales divididos en 14 pagas. Si yo soy un artista de alto nival, pinto un solo cuadro en el año y lo vendo a 15.000 €, ¿ya debería darme de alta en el RETA? Por el contrario, si yo vendo Thermomix para sacarme unos euros extra y estoy todo el año organizando reuniones y cerrando ventas, ¿no es lógico que cotice aunque a lo mejor mis ganancias anuales hayan sido de 5.000 € (1)? La vinculación entre ganancias superiores al SMI y habitualidad del trabajo es poco directa, y medir la segunda a partir de la primera es más un apaño que un criterio lógico.

Es por eso que la Inspección de Trabajo lleva tiempo rechazando este criterio. Normalmente tratan de hacer una investigación más amplia y buscar si de verdad hay habitualidad o no la hay, independientemente de los resultados. Y el hecho es que los tribunales, pese a la doctrina que ya hemos mencionado, suelen darle la razón a la Inspección: al fin y al cabo, el criterio del SMI nació como algo residual, que se aplicaría en ausencia de otros datos. Si la Inspección demuestra que una persona se dedica habitualmente a vender Thermomix, deberá cotizar aunque no gane mucho con ello. El enlace que he puesto al principio de esta entrada no es ni siquiera un cambio de política: son declaraciones de un alto cargo de la Seguridad Social sobre una práctica que la IT lleva años haciendo.

El inicio de una actividad empresarial debería siempre llevar aparejado un análisis de costes. Esto es así aunque la actividad empresarial se enfoque más como un sobresueldo (el estudiante de Bellas Artes que vende avatares por 5 €, el ama de casa que vive del sueldo del marido y vende Thermomix para tener dinero propio) que como la forma principal de ganarse la vida. Y ese análisis de costes debe incluir siempre los impuestos y las cotizaciones a la Seguridad Social, igual que incluye la compra de materiales o los mecanismos de envío.

Por supuesto, podemos discutir hasta qué punto tiene sentido que las cuotas de la Seguridad Social sean cantidades fijas en vez de porcentajes de los ingresos. También podríamos proponer reformas legales para que las actividades empresariales menores no coticen a la Seguridad Social o estén bonificadas. Pero, mientras estén las cosas como están, cualquier actividad empresarial habitual debe cotizar. El criterio del SMI no te va a valer de nada si te pillan, así que si planeas dedicarte a esto mejor hazlo con todo el papeleo en orden. Que solo faltaría que la sanción se comiera tus beneficios.



(1) No he puesto el ejemplo porque sí. En 2015 la Inspección de Trabajo sancionó a un ama de casa que había vendido varias Thermomix en tres meses seguidos, pese a haber obtenido un beneficio total de menos de 300 €.




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martes, 12 de junio de 2018

Salones de juego


La foto que acompaña a estas líneas muestra la intersección entre las avenidas de Monte Igueldo y la Albufera, en Puente de Vallecas (Madrid). El polígono de bordes negros, que mide menos de una hectárea (1) y apenas abarca cinco o seis calles, contiene nueve casinos o salas de juego. Repetiré la cifra por si no hubiera quedado clara: nueve. Ocho están ya operativos y el último abrirá en breve. Un poco más al sur, ya fuera del polígono pero a menos de tres minutos andando, hay un décimo casino, que solo he dejado fuera para entender el absurdo apiñamiento en el que están los demás. Nueve casinos en menos de una hectárea.




En Vallecas siempre ha habido salas de juego. Cuando yo me vine a vivir al barrio (hablamos de los años 2001-2002) ya existían al menos cuatro de las diez que he mencionado. El resto abrieron al comenzar la crisis, y siguen: las últimos dos o tres llevan pocos meses abiertas. Me resulta difícil estimar cuándo abrió cada una, porque me pasa algo curioso: no las veo. Parece imposible con la de colorines y luces que tienen, pero no las registro en mi cabeza. Puede ser que como no me interesa lo que hay dentro y como tampoco hay un escaparate que cotillear, mi cerebro ni siquiera las clasifique como locales. Y así pasa, que un día me pongo a contar y me salen esos números tan bestias.

En todo caso, la proliferación de estos establecimientos no es algo que me esté inventando yo: cualquiera que viva en un barrio obrero puede contrastarlo. En Madrid hay datos públicos que dicen que, desde 2014, han abierto 18 locales de juego y apuestas en Latina, 16 en Usera y 15 en Puente de Vallecas, mientras que han cerrado varios en Chamberí, Salamanca y Centro. Curiosamente, los tres primeros distritos son los que tienen más porcentaje de rentas bajas (menos de 25.000 € al año), mientras que los tres últimos son de los que menos.

La sensación de invasión es opresiva. En Monte Igueldo hay dos locales contiguos que están enfrente de un tercer establecimiento de juego, el cual a su vez mira hacia un cuarto que se sitúa en una calle adyacente. Es insoportable. Y lo es más cuando oteas dentro (lo cual no es tan fácil, porque hay puertas opacas y paredes para que los clientes no perciban el paso del tiempo) y ves que están llenos. O cuando uno de ellos anuncia a bombo y platillo que sirve desayunos a 1,75 y una pizza con dos cervezas a 7 €. O cuando te metes en Internet y empiezas a darte cuenta de la absurda expansión que están teniendo estos negocios, siempre en barrios obreros o pueblos de trabajadores.

A poco que uno piense sobre esta cuestión puede ver que nos encontramos ante algo peligroso. Razonemos de forma crítica: una sala de juego es una empresa, y una empresa busca ganar dinero. Ninguna empresa llega muy lejos si no puede generar beneficios. Eso quiere decir que el juego es un negocio rentable para la empresa: de media, va a ganar más de lo que tendrá que repartir en premios. Bastante más, si nos atenemos a lo rápido que se expande el negocio. De hecho, se trata de empresas con una rentabilidad enorme porque casi todos los gastos son fijos: no venden nada que tengan que comprar previamente.

Si necesitábamos más pruebas de que el juego es rentable para las empresas, no tenemos más que irnos a la cantidad de estrategias que emplean para conseguir que la gente se quede allí. Hemos hablado del aislamiento de la luz solar y de la comida barata. Sé que hay salas de juego donde ofrecen a los habituales cerveza gratis, e incluso donde se incumplen las normas antitabaco y sobre mayoría de edad. ¿Por qué una empresa iba a distribuir comida y bebida por debajo del precio de coste o a arriesgarse a una sanción? Porque le interesa que los clientes pasen el máximo tiempo posible en su establecimiento. En otras palabras: porque cuanto más tiempo pasen dentro, más ganará la empresa.

Por supuesto, montar una empresa rentable no es algo malo por sí mismo. Al contrario, es algo que está en el ADN de nuestro sistema económico. Si yo abro una frutería o un centro de masajes y consigo muchos clientes, bien por mí. Pero es que cuando alguien gasta dinero en mi negocio, a cambio recibe un bien (la fruta) o un servicio (el masaje) equivalente al precio que ha pagado. Yo ingreso dinero y el cliente logra algo que necesitaba o quería. Todos salimos beneficiados.

Con las salas de juego no es así. Los casinos venden, en esencia, probabilidad. Por supuesto, ellos afirman que distribuyen ocio y diversión, un poco como mi centro de masajes imaginario. Pero eso es mentira. La diversión en un establecimiento de este tipo consiste en apostar el dinero con la esperanza de obtener más. No es que tú pagues por obtener un rato de entretenimiento: es que el mero hecho de pagar (y la expectativa de ganancia asociada al mismo) es el entretenimiento.

Al contrario que con la frutería, aquí estamos ante un juego de suma cero, en el que las ganancias de una parte son las pérdidas de la otra. Si yo entro en un centro de masajes con 50 € y salgo sin 50 € pero después de recibir un masaje, me he llevado algo. Si yo entro en un casino con 50 €, los apuesto y los pierdo, no me he llevado nada. Liguemos esto con la apreciación de que este negocio es rentable (es decir, genera más ingresos que gastos) y llegaremos a la única conclusión posible: en una casa de apuestas, la banca siempre gana. Las probabilidades están en contra del cliente, que perderá en la mayor parte de las apuestas y que nunca conseguirá recibir más dinero del que ha metido.

Esto nos lleva al siguiente punto: ¿quién gasta dinero en una probabilidad tan baja que podría considerarse nula? Se me ocurren tres perfiles: quienes tienen tanto dinero que no les importa jugárselo, quienes no son conscientes de hasta qué punto la probabilidad está en su contra y quienes están desesperados. Los casinos de campanillas, con sus porteros uniformados y su ambiente pijo, se encargan del primer tipo de clientes. Las salas de juego que proliferan como setas en barrios obreros van a por los otros dos: inconscientes y desesperados. Al fin y al cabo, ¿dónde va a haber más gente que quiera jugárselo todo a una carta imposible, en Vallecas o en Salamanca?

Me preocupan en especial los jóvenes y los adolescentes. Entran dentro del segundo perfil, es decir, son clientes a los que no les importa el hecho de que la probabilidad esté en su contra, probablemente porque no saben hasta qué punto lo está. Para ellos las salas de juego son lugares relativamente baratos, donde a veces hay cerveza gratis o tirada de precio. En un contexto en el que no hay demasiadas alternativas de ocio sano y barato y en el que las Administraciones persiguen de forma activa el consumo de alcohol en la calle, los casinos son un lugar asequible donde reunirse con los amigos y pasar el rato. Si a ello sumamos los anuncios protagonizados por deportistas y famosos, tenemos una bomba.

Por supuesto, el potencial de adicción de esta clase de clientes es enorme. Se ha convertido casi en un lugar común decir que el juego en los 2010 y 2020 va a ser como la heroína en los ’80: un mecanismo para alienar, despolitizar y de paso joder la vida a toda una generación de jóvenes sin futuro. La verdad es que no me parece casual que el florecimiento de los narcopisos y de los casinos se haya dado a la vez y en los mismos barrios. Da escalofríos que la elección sea entre la tragaperras y la jeringuilla.

Bien, ¿y qué hacemos? Yo personalmente prohibiría el juego a cambio de dinero: apuestas deportivas, tragaperras, etc. Sí, también las máquinas de los bares. Al contrario que con la droga, la estrategia de la prohibición sí que es útil para acabar con el juego. Al fin y al cabo, la droga es una sustancia que se mide por gramos, por lo que es muy fácil distribuirla de forma clandestina. Por el contrario, no es tan sencillo montar un casino ilegal y conseguir que la gente se entere y a la vez que las autoridades no lo cierren al segundo día.

Pero nuestras autoridades no parecen estar por la prohibición. Al contrario, en 2011 se aprobó una norma liberalizadora y en 2018 los presupuestos incluyeron una bajada de impuestos para las casas de apuestas. Así que, hasta que no se pueda llegar a una medida de este calibre, habrá que tomar otras. Por un lado estarían las puramente legales, como la limitación del número de locales por barrio, la prohibición de publicidad o las inspecciones sorpresa. Por otro, la generación de alternativas de ocio. Y siempre: educación, educación y educación. No solo en los centros escolares, sino también en las familias y desde las administraciones.

Hay que acabar ya con esta lacra que se come nuestros barrios, porque cuanto más dejemos que siga creciendo más difícil será deshacerse de ella.





(1) Me resisto a hacer la comparación con los campos de fútbol porque a) Es facilona y b) En realidad los campos de fútbol no tienen una dimensión estándar, aunque tienden más a la media hectárea.



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