sábado, 30 de enero de 2016

Verborrea legislativa

En junio del año pasado el diario El País publicó una noticia titulada “Todas las leyes que el Gobierno quiere aprobar antes de convocar elecciones”. Se trataba de una recopilación de normas jurídicas que estaban en diversos estadios de su tramitación y a las que el Ejecutivo pretendía poner el turbo. Un montón de normas sobre los más diversos temas, desde aborto a carreteras, pasando por tributos, procedimiento administrativo, formación profesional, jurisdicción voluntaria o enjuiciamiento criminal. Incluso había un proyecto de Código Penal Militar.

La fecha de publicación de la noticia no es baladí: en junio de 2015 ya se habían celebrado las elecciones municipales y autonómicas y era evidente que después de las generales el PP no iba a tener mayoría absoluta. Era dudoso incluso si iba a poder gobernar. Es decir, estaba trabajando para aprobar, en el último trimestre de la legislatura (1), un montón de normas que afectan a prácticamente toda la estructura del Estado. Hablamos de casi cincuenta leyes en tres meses. Eso es ir a todo ritmo, ¿no?

Pues en realidad, mirando la actividad legislativa de este Gobierno, tampoco. A Rajoy se le puede acusar de muchas cosas, pero no de legislar poco. En un interesante artículo sobre técnica legislativa publicado en el número de noviembre de la Revista del Consejo General de la Abogacía se cifraba en 254 el número de normas con rango de ley que ha publicado el BOE esta legislatura: 41 leyes orgánicas, 128 leyes ordinarias, 9 decretos legislativos de refundición y la friolera de 76 decretos-ley (2). Es decir, más de 5 normas con rango de ley al mes. No, no es que se haya quedado precisamente inactivo.

Esta verborrea legislativa es un problema para todo el mundo, pero más para quienes, como yo, trabajamos con el Derecho. ¿Ejemplos? La Ley Orgánica del Poder Judicial ha sido modificada 14 veces esta legislatura. La de Enjuiciamiento Civil, 22. La Concursal, 16. La de Enjuiciamiento Criminal, 7. La de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común, 5. El Estatuto de los Trabajadores, 16 La Ley General de la Seguridad Social, 28. Los tres últimos textos que he mencionado, por cierto, después de todas estas reformas se han derogado para ser sustituidos por otras normas.

Y así sucesivamente: reforma sobre reforma, cada una con su fecha de entrada en vigor y sus mecanismos de transitoriedad. A veces las modificaciones se superponían y afectaban a los mismos preceptos que habían sido reformados meses antes. ¿Cómo se supone que un abogado, un juez o un funcionario (y no digamos ya un particular) puede enterarse de cuáles son sus derechos y obligaciones? ¿Qué clase de seguridad jurídica tenemos? Una cosa es que las leyes deban adaptarse a la realidad y otra que cada mes y medio cambie la ley que regula la Seguridad Social.

Esta verborrea legislativa no está planificada ni deriva de la ideología de quien mande, sino que es consecuencia de una notable imprevisión por parte del legislador. No es que gobiernen sin mirar el largo plazo: es que gobiernan sin mirar el mes que viene. Modifican leyes y se dejan cosas, tramitan a la vez varias normas que reforman la misma, no planifican, no prevén, no piensan. No es que sean tontos en vez de malos: es que son malos y además tontos.

Curiosamente dos de las últimas normas publicadas en la legislatura, las Leyes 39/2015 y 40/2015, que aún no han entrado en vigor, pretenden cortar un poco esta verborrea introduciendo algo de racionalidad en el procedimiento legislativo. Las principales novedades son:

-    Una serie de “principios de buena regulación” a los que debe ajustarse la iniciativa legislativa: necesidad, eficacia, proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia y eficiencia. La Exposición de Motivos de cada norma debe razonar su adecuación a los mismos.
-      Reevaluación periódica de la normativa vigente para adaptarla a estos principios.
-      Los proyectos se someterán a consulta pública de la ciudadanía mediante Internet.
-    Normas más razonables de vacatio legis para evitar cosas como las leyes de 200 páginas que entran en vigor al día siguiente de su publicación. Sólo se aplica a leyes que añadan obligaciones a profesionales o empresarios.
-   Cada norma irá acompañada de una Memoria de Impacto Normativo donde se estudien cosas como la oportunidad de la propuesta, las normas que quedan derogadas, su impacto económico y presupuestario e incluso su impacto de género.
-    La medida estrella: el Gobierno debe ajustar sus iniciativas legislativas a un Plan Anual aprobado el año anterior y coordinado por una sola autoridad. Esa misma autoridad debe analizar la calidad técnica de la norma y el cumplimiento del resto de requisitos de buena legislación.


Suena bien, ¿eh? La verdad es que sí. Casi me gustaría creérmelo. Pero no va a funcionar. Las mejores instituciones no valen para nada si no hay intención de hacer que funcionen. Vivimos en el país donde la excepcionalidad es regla: casi todas las normas que he mencionado dejan huecos para desobedecerlas. Hay causas amplias para prescindir de la consulta pública o para aprobar normas no incluidas en el Plan Anual, por ejemplo. Esto  es lógico (no todo se puede prever a un año vista) pero me temo que muy pronto veremos que esas excepciones son lo habitual.

Y aunque no se empleen los huecos, ¿qué más da? Si una ley se aprueba sin estar incluida en el Plan Anual, sin justificar su adecuación a los principios de buena regulación, sin redactar la memoria o sin someterla a consulta pública, no pasa nada. No puede pasar nada, porque la ley posterior prevalece sobre la ley anterior. El legislador no está atado a sus actos previos. Para que estas normas obligaran al legislador deberían estar en la Constitución. Hasta que no lo estén, son palabras bonitas y tan vacías de contenido como se quiera.

Con suerte me estoy equivocando. A lo mejor sí hay una voluntad política de cumplir con estas restricciones autoimpuestas. Si es así me alegraré, pero sin perder de vista que las reglas de buena legislación no son la panacea. Los problemas de nuestro sistema legal no son sólo de verborrea. Podemos mencionar otros como la escasa claridad en la redacción de las normas, la superposición y fragmentación de las regulaciones (3), el abuso del decreto-ley y de la norma ad hoc, las leyes ómnibus, la legislación por disposición (4), etc. Y las nuevas normas no mencionan estas malas prácticas.

Así que me vais a perdonar si soy escéptico y sigo creyendo que sumergirse en el BOE es un deporte de riesgo… y lo va a seguir siendo durante años.







(1) De primeros de junio (fecha de publicación del artículo) a finales de octubre (fecha de disolución de las Cortes) cuento 3 meses porque en julio y agosto no hay sesiones parlamentarias.

(2) Digo la friolera porque se supone que el decreto-ley es una medida para casos de “extraordinaria y urgente necesidad”. Sin embargo el Tribunal Constitucional ha convalidado la utilización de esa fórmula incluso para cosas como un decreto-ley de 172 páginas que regulaba toda clase de asuntos cuya urgencia era más bien discutible. Realmente es complicado tragarse que en cuatro años se hayan dado 76 situaciones de urgencia que obliguen a responder con esta clase de norma.

(3) Un ejemplo maravilloso de ello es que la propia lista de medidas para mejorar la calidad legislativa está dispersa en dos leyes que se superponen en su contenido, a veces incluso con las mismas palabras. ¿No me creéis? Mirad el artículo 133 de la Ley 39/2015 y el artículo 26 de la Ley del Gobierno (introducido por esta Disposición Final). Podéis llorar ahora.

(4) De nuevo podemos ejemplificar este vicio en la misma lista de medidas que pretenden garantizar la buena calidad legislativa. Esta lista se introduce en la Ley del Gobierno mediante una Disposición Final de 10 páginas que forma parte de una norma que regula otra cosa. Al menos esta vez la materia de ambas leyes está más o menos relacionada.





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martes, 26 de enero de 2016

Diego

En octubre Diego se suicidó. Saltó por la ventana porque no podía más, porque su vida era un infierno, porque no quería volver al colegio. Diego tenía 11 años.

Tampoco es que se sepa mucho más: los padres han sacado a la luz su carta de suicidio en un intento de que no se cierre el caso y de que se siga investigando qué es lo que le llevó hasta ese punto. En cuanto el caso saltó a las redes sociales mi Twitter se llenó de una espontánea explosión de testimonios de supervivientes de acoso escolar (1).

¿Tantos somos? ¿Tantos vivimos esa mierda? ¿Tantos éramos débiles, raritos, desprotegidos, diferentes? Parece ser que sí. Y yo miro mi caso y aún siento que he tenido suerte. Lo que yo sufrí fue continuado durante varios cursos, pero de baja intensidad en general. Se traslució sobre todo en un retraimiento de mi sociabilidad, que desapareció en cuanto dejé de sufrir acoso. No me marcó ni dejó huellas permanentes en mí. Sé que se debió a factores puramente aleatorios. Hubo quien no tuvo tanta suerte.

No es la primera vez que pasa lo de Diego. ¿Recordáis a Jokin? ¿A Carla y a Aránzazu, el año pasado? ¿A Alan, no hace ni un mes? Pero claro, todos ellos tenían más de 14 años. Nos horrorizamos porque Diego tenía 11 y nos creemos que hay una cierta barrera psicológica entre ambas edades, entre el niño y el adolescente. Nuestra sociedad concibe la adolescencia como una etapa de extremos, de pasiones y de excesos, pero ¿los 11 años? Con 11 años estás terminando Primaria o empezando la ESO. ¿Cómo se va a suicidar un niño que no tiene ni edad para afeitarse? No nos entra en la cabeza.

Y sin embargo, no es tan raro. Leo que cerca del 40% de personas entre 7 y 9 años (2º-3º de Primaria) sufren acoso escolar y que la probabilidad decrece según subes de curso salvo un cierto repunte en 1º de Bachillerato. Un 40%. Esos datos obligan a pensar. Hablan de una situación sistémica, no puntual. Ya no parece tan raro que el hostigamiento, las burlas y el maltrato se pasen un día de los niveles “normales” o que recaigan sobre una criatura especialmente sensible, ¿eh?

También es terrible echar la vista atrás y ver que, aunque el problema se haya nombrado en medios (con la adecuada dosis de morbo y amarillismo) hace poco más de 10 años, esto lleva toda la vida siendo así. Toda la vida. Y lo más horrible es que hay quien lo justifica y critica a las entidades que denuncian estos hechos. Supongo que estos días, con un suicidio, estos listos estarán callados (2), pero seguro que habéis oído más de una vez que los chavales de hoy en día a cualquier cosa le llaman bullying, que las bromas son normales, que hay quien se las merece, incluso que ese clima de violencia es necesario para que las criaturas maduren emocionalmente. Terrible.

Pero ya está bien de centrarnos en las víctimas. ¿Qué hay de los agresores? ¿Dónde están? Ahora han crecido: ¿asumirán lo que hicieron? ¿Entenderán el daño que hacían? ¿O lo habrán racionalizado? Quizás siguen creyendo que eran bromitas. Quizás siguen autoconvenciéndose de que “bueno, alguna vez me pasé un poco, jaja”. Quizás incluso se creen que ayudaron a espabilar a ese niño tímido y raro. Lo más probable es que nunca piensen en ello y que si se cruzan con sus víctimas las saluden de buen rollo porque para ellos no fue importante.

¿Y los otros? ¿Los que no eran víctimas ni verdugos, sino cómplices? Los compañeros de clase que se quedaban al margen, los progenitores que justificaban las “cosas de niños”, los profesores a los que les daba igual, los directores que lo único que querían era salvaguardar la reputación del centro. Los que no prestaron ayuda. Todos ellos están en la cadena causal que termina con un crío de 11 años saltando por la ventana.

Diego está muerto porque, como sociedad, le hemos fallado. Ahora de nada sirve llorar por él: ya no existe, ya no se le puede ayudar. Pero podemos evitar que haya más Diegos. Parece que el Gobierno va a habilitar un teléfono del bullying y a tomar otras medidas, pero no es suficiente. Hay que entender de una vez que es un problema sistémico y actuar en consecuencia.






(1) Lo cierto es que la carta de Diego no habla de las causas. Podría ser bullying por parte de los compañeros o podría ser algo más siniestro aún… por parte de adultos. Los propios progenitores hablan de unos supuestos análisis para detectar abusos sexuales que no se incorporaron al procedimiento.

(2) Lo que sí pude leer el otro día fue victim blaming del modelo “pues si le metes una hostia al agresor cuando está empezando, dejará de hacerlo”, porque la gente no es capaz de dejar de decir tonterías generalizadoras ni cuando hay un muerto sobre la mesa. Porque hay casos donde enfrentarte al agresor le hace parar y hay casos donde le hace volver con cuatro colegas a darte la del pulpo.





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viernes, 22 de enero de 2016

La explotación del trabajo creativo

Nos cuesta asimilar la palabra “explotación”. Remite a cosas ajenas a nuestra experiencia: a un taller clandestino o a una fábrica victoriana, a turnos de doce horas y exigencias ridículas, a maltrato continuado por parte del jefe. En definitiva, a una completa anulación de tu personalidad, a un trato totalmente alienante.

Pero la explotación es más que las versiones evidentes de la misma. Explotación es, en general, cualquier conducta que no remunere a un trabajador de forma adecuada a lo que le exige. No es necesario que el empleador se beneficie económicamente: la ONG que tiene a voluntarios vendiendo suscripciones por la calle en condiciones draconianas y con salarios de mierda en principio no busca un lucro, pero está explotando. Por supuesto, cuanto mayor es la disparidad entre lo exigido y lo pagado, más evidente es la explotación.

Todo esto viene a cuento de Joystick Cloud, un medio bastante mierdero de crítica de videojuegos que el otro día publicaba una oferta de trabajo en la cual te exigían compromiso, constancia, conocimiento de edición de imágenes y disponibilidad para hacer quince posts semanales. ¿La paga? Cero dólares, que al cambio son cero euros. Cada uno de los integrantes del equipo “colaboran por el gusto que tenemos hacia el medio”. Una frase peculiar, por cierto, para tratarse de un medio que exige a sus trabajadores “excelente redacción”: está mal concordada y el vocabulario no significa lo que pretende decir. No me extraña que necesiten redactores. En todo caso, no es la primera vez que piden trabajadores gratuitos.

Joystick Cloud son un ejemplo perfecto de explotación. Me parece normal que un grupo de amigos sin financiación no pueda ofrecer un sueldo, pero entonces que no pida un trabajo. Aunque los posts de ese medio parecen ser meros plagios de notas de prensa (es decir, que no son entradas trabajadas), el trabajo de buscar la noticia, fusilar la nota, ampliar algo de información adaptar la imagen y publicarlo todo puede llevarte fácil una hora. Te están pidiendo que dediques tres horas cada día a generarles visitas y ni siquiera te ofrecen la tan manida visibilidad (1).

Por desgracia no es sólo este medio. Lo de Joystick Cloud se ha comentado porque se han quitado la careta y no dan nada a cambio del trabajo de sus redactores, pero anda que no habrá medios pagando la labor de redactor a euro el post, como si no fuera trabajo. Supongo que ése es el núcleo de la cuestión, y que es común a todo trabajo creativo (escritura, diseño, dibujo, música, incluso programación): no se concibe como un trabajo “de verdad” sino como algo que cualquiera podría hacer. Y claro, la brecha entre lo que se exige y lo que se ofrece se dispara. 

Pero resulta que el trabajo creativo sí es trabajo: consume tiempo y energía, exige unos conocimientos técnicos que no todo el mundo tiene (no es tan fácil escribir buenos artículos, como demuestra el medio que estamos tomando de ejemplo) y cansa. ¿Qué más da que a mí me guste escribir o que tenga amigos a los que les encante dibujar, por poner dos ejemplos? Eso no lo hace menos trabajo ni reduce los conocimientos que hay que poseer para hacerlo bien.

Reivindiquemos la condición de trabajo de los procesos creativos. Lo son, y tenemos que convencernos de ello. Hay que luchar contra cualquier entidad, tenga o no ánimo de lucro, que pretenda obtenerlos gratis. Y esa lucha debe ser colectiva, porque se trata de derechos laborales que nos corresponden a todos. Tu labor tiene el mismo valor que la de la oficinista que tramita las nóminas de la empresa o que la del camionero que reparte el stock. Es trabajo y debe ser remunerado.




(1) Supongo que está feo ponerse a uno mismo como ejemplo, pero lo voy a hacer. Yo a @Ccriss92, la persona que maqueta los PDF que envío como recompensa en el Patreon, no puedo ofrecerle un sueldo. Así que se lleva un porcentaje de lo que yo saco y toda la promoción que puedo proporcionarle, a cambio de unas pocas horas de trabajo al mes. No diré que sea el mejor trato del mundo, pero al menos lo que ofrezco y lo que pido está equilibrado.


martes, 19 de enero de 2016

Cuando quien discrimina es un particular

El liberalismo, entendiendo por tal la ideología que ampara y auspicia la revolución francesa y que llega, más o menos intacta, hasta nuestros días, siempre ha desconfiado del Estado. El gran leviatán hobbesiano era motivo de temor, por el poder omnímodo que podía alcanzar sobre los bienes y las vidas de las personas. Para limitarlo se crearon dos mecanismos: la separación de poderes y los derechos fundamentales. Estos derechos nacen como una herramienta política, que no tiene ninguna relevancia en las relaciones entre particulares.

Es ya en el siglo XX cuando se empieza a percibir que con eso no basta. Los particulares también pueden vulnerar derechos fundamentales, sobre todo cuando comienzan a entenderse en un sentido más amplio. Tomemos por ejemplo el derecho a la igualdad. Concebida en un principio como igualdad ante la ley de todos los hombres blancos y que no realizaran un trabajo servil, fue ampliándose hasta el concepto actual de no discriminación. La igualdad entendida de esta manera se extiende, por ejemplo, hasta el mundo del trabajo, prohibiéndose algo que en principio está dentro de la libertad de empresa: la discriminación salarial o en ascensos. Y no es el único sitio donde aparece.

¿A qué viene todo esto? A una cadena de tuits de @La_Muerta_Viva donde se denunciaba el caso de una chica transgénero que había intentado comprar un vestido en El Corte Inglés. Las dependientas se negaron a vendérselo, en un gesto ridículo y anti-comercial, porque “esa ropa es de mujer”. Se echó a llorar de impotencia ante tan vergonzosa restricción. Al final el asunto se resolvió en que no le vendieron el vestido y ella, junto con otras clientas, puso una hoja de reclamaciones. 

Pero el hecho es que la conducta no sólo es merecedora de una hoja de reclamaciones, sino que es delito. Esta expansión de los derechos fundamentales al mundo de la empresa privada se muestra también en que se tipifican como delito actos de discriminación entre particulares. Así, el artículo 512 CPE castiga a los particulares que, en el ejercicio de actividades profesionales o empresariales, le denieguen a una persona por razones discriminatorias (ideología, religión, etnicidad, sexo, orientación sexual, etc.) una prestación a la que tenga derecho. La pena no es muy elevada pero la perspectiva de un juicio, unos antecedentes penales y quedarte sin trabajo por decisión judicial me parece bastante disuasoria.

Y no es letra muerta. En 2014 se confirmó en apelación una sentencia en la que se condenaba al portero de una discoteca por no dejar pasar a dos chicas transgénero con excusas ridículas. Es un caso análogo. Entrar en un local hostelero, igual que el que me vendan ropa si puedo pagarla, forma parte de mis derechos como consumidor. Denegar injustificadamente esos derechos es delito y, si sufres esa clase de comportamiento, puedes denunciarlo si quieres.

Cuando se habla de estos temas siempre hay un abogado de barra de bar que enarbola la sagrada bandera de la libertad de empresa, encarnada en el derecho de admisión. “Pero ¿es que yo no tengo derecho a admitir a quien quiera en mi local, hurr durr?”, suelen decir. Y lamento decirte que no, no lo tienes. El derecho de admisión no está para eso, sino para poder expulsar a clientes violentos o problemáticos. Así, el artículo 24.2 de la Ley de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas de la Comunidad de Madrid prohíbe expresamente que se haga de este derecho un uso arbitrario o discriminatorio.

Así que sí: por suerte nadie puede prohibir que en su local entren homosexuales, negarse a servir a personas transgénero o expulsar a gente no blanca. Por supuesto que estas cosas pasan (los tuits en los que se basa esta entrada son un ejemplo), pero no son legales. Existen algunos medios para reaccionar. Que sean limitados no impide conocerlos y, en su caso, usarlos. Lo lamento, amigo facha propietario de un restaurante, pero tu libertad de empresa no llega hasta aquí. La diversidad existe, se cuela por todas partes y no puedes evitarlo.


Por suerte.

martes, 12 de enero de 2016

Más sobre denunciar el acoso: el ejemplo portugués

Hace un año escribí un post en el que hablaba del acoso callejero, es decir, de ese supuesto “piropo” que reciben las mujeres por la calle y que va desde groserías hasta silbidos y gruñidos. En el artículo venía a decir, más o menos, que estaba en contra de sancionar el piropo porque, dado lo inmediato de la agresión, sería muy difícil encontrar a los atacantes y aumentaría aún más el clima de impunidad. En definitiva, que sería peor el remedio que la enfermedad.

Mi reciente entrada sobre un tema parecido, el baboseo en discotecas, me ha hecho pensar de nuevo sobre el tema. Sigo pensando que el mal llamado piropo callejero es difícil de perseguir, pero el acoso ligando no debería serlo. No es lo mismo un tío que pasa, que a la media hora cuando llega la Policía ya no está ahí, que un grupo de hombres que está en un bar, del cual a lo mejor son habituales y se puede conseguir que el camarero los identifique.

Además, en España tenemos el instrumento perfecto: un tipo penal que castiga al que “solicitare favores de naturaleza sexual, para sí o para un tercero (…) y con tal comportamiento provocare a la víctima una situación objetiva y gravemente intimidatoria, hostil o humillante”. Me estoy refiriendo, por supuesto, al delito de acoso sexual, que sin embargo el legislador ha entendido que sólo puede cometerse en el ámbito laboral, docente o profesional. Pero, realmente, ¿qué impediría extenderlo a todos los supuestos, quizás con una pena menor y manteniendo como una agravante el cometer el hecho en el trabajo?

Nada en absoluto, y tenemos al menos un ejemplo cercano: Portugal. El artículo 170 del Código Penal portugués regula el delito de “importunação sexual”. Hasta ahora castigaba los actos de exhibicionismo (que en España tiene su propio tipo penal, que sólo se aplica cuando se realiza ante menores) y los tocamientos no consentidos (que en España entrarían como abuso sexual). Pero a finales de 2015 se añadió un tercer supuesto: formular propuestas de carácter sexual. Es decir, algo similar (aunque, a mi juicio, peor redactado) al núcleo de lo que en España se considera acoso sexual… pero sin la restricción de que deba cometerse en un entorno laboral. El texto portugués abarca tanto el ligue hostil en discotecas como el piropo callejero.

Ahora bien, ¿por qué Portugal ha tomado esta decisión? No es sólo que sus políticos se hayan convencido de lo limitativo para la libertad de las mujeres que es el piropo callejero, aunque algo de eso parece haber, sino que un instrumento internacional les obliga: la Convención de Estambul, que es el nombre por el que se conoce a un tratado hecho en el marco del Consejo de Europa para prevenir la violencia de género. El artículo 40 de ese tratado obliga a los Estados a perseguir “toda forma de comportamiento no deseado, verbal, no verbal o físico, de carácter sexual, que tenga por objeto o resultado violar la dignidad de una persona”. Toda forma de comportamiento, no sólo la que se da en el trabajo.

¿Y por qué digo esto? Porque, como podéis comprobar en el último enlace, España también ha ratificado este convenio. En otras palabras, el artículo 40 de la Convención de Estambul obliga a España a perseguir el acoso sexual en todas sus formas. Nuestro país se ha obligado a adaptar su derecho interno para que el Convenio sea aplicado en su totalidad. Esto entró en vigor el 1 de agosto de 2014 y año y medio después (y pese a la macrorreforma penal de 2015) no se ha hecho nada para adecuar la legislación española. Nada. Y no parece que vaya a hacerlo.

Ante esa inactividad, ¿qué hacer? Yo apuesto por interpelar a los Ayuntamientos, para que, en sus ordenanzas de convivencia, castiguen toda forma de acoso sexual cuando el hecho no sea delito. Este camino (la sanción administrativa de los ilícitos sexuales) no es nuevo: el artículo 37.5 de la Ley de Seguridad Ciudadana castiga el exhibicionismo cuando no sea delito, es decir, cuando sea ante adultos. De hecho, la coletilla “cuando no sea delito” es habitual en normas administrativas de carácter sancionador.

Este mismo precepto que acabo de mencionar, que también sanciona “la realización o incitación a la realización de actos que atenten contra la libertad e indemnidad sexual” podría usarse ya para castigar el piropo o el baboseo. La razón por la cual no lo incluí en la entrada anterior es porque soy muy escéptico respecto de su aplicabilidad. Ponte que llamas a la Policía y le pides que identifique al tipo que no te deja en paz en la discoteca para que sea sancionado en virtud del artículo 37.5 LSC. Lo más probable es que te hagan poco caso porque nadie les ha formado para entender que esos actos, desgraciadamente comunes, son de hecho una modalidad de acoso sexual. Aparte de que la aplicación de la Ley de Seguridad Ciudadana compete al Gobierno central o a las Comunidades Autónomas con cuerpo policial propio, por lo que si vives en Madrid ponte a convencer a la Policía Nacional de que se persone en la discoteca porque un tipo te está diciendo obscenidades al oído, lo cual podría ser (o podría no ser) una infracción leve de una ley administrativa. No digo que sea imposible que acaben viniendo e identificando al agresor, pero no parece la mejor vía de tutela.

Sí, los piropos caben teóricamente en la letra del artículo 37.5 LSC, pero hasta que no tengamos una norma más concreta, que describa mejor la conducta objeto de sanción, no se puede esperar que estos comportamientos sean castigados. Si el Estado no lo hace tendrán que ser los Ayuntamientos, pero alguien tiene que ponerse ya. Es nuestra obligación como sociedad.





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jueves, 7 de enero de 2016

Denunciar el acoso

Twitter es una red social pensada para la inmediatez. El mensaje que aparece cuando vas a tuitear es “¿Qué está pasando?”, y la escasa longitud de los mensajes favorece que éstos sean cortos y, en alguna medida, concretos. Por eso es relativamente común encontrarse con denuncias de hechos, que ocupan uno o varios mensajes.

El otro día una usuaria publicó una ristra de tuits donde denunciaba unos hechos ciertamente desagradables. Estaba en un bar pidiendo unas cervezas cuando se le acercaron tres desconocidos: uno empezó a hablarle muy de cerca y otros dos hicieron contacto físico. Cuando se liberó se rieron, la agarraron de nuevo, la siguieron y le dijeron obscenidades. Nadie hizo nada salvo el camarero.

La cadena de tuits se hizo viral y la usuaria recibió mucho apoyo, pero también algunas reacciones ásperas. La reina fue, sin duda, “¿pero para qué vienes a contarlo a Twitter? ¡Llama a la Policía y denuncia!” Este consejo es ridículo desde el momento en que, bueno, cada quien pone en su cuenta de Twitter lo que le sale de las narices independientemente de cualquier otra cosa que haga por solucionar sus problemas. Sin embargo a mí me dio por tomármelo en serio. Me pregunté: vale, le aconsejamos que denuncie, pero ¿por qué delito? Es decir, tú puedes denunciar cualquier cosa que te suceda, porque una denuncia es una mera comunicación de hechos sin calificarlos jurídicamente. Pero si esos hechos no cuadran en ninguno de los artículos del Código Penal (es decir, si no revisten apariencia de delito) nadie va a investigarlos. Unos hechos como los de esa cadena de tuits, ¿revisten apariencia de delito?

Veamos. Lo lógico parecería decir que son acoso sexual. Nuestro Código Penal define este delito como la solicitud de favores de naturaleza sexual de forma tal que se le provoque a la víctima una situación objetiva y gravemente intimidatoria, hostil o humillante. Perfecto: cuadra con los hechos que tenemos. Problema: el acoso sexual sólo es delito cuando se da en una relación laboral, docente o de prestación de servicios, no cuando se da entre dos desconocidos. Camino cerrado.

Entonces, quizás podría ser abuso sexual. El abuso sexual consiste en realizar actos que atenten contra la libertad sexual de alguien sin consentimiento pero sin que medie violencia o intimidación. Es un tipo penal que está pensado para ataques que tienen como objetivo alguien dormido o inconsciente, o en una inferioridad tan manifiesta que hace imposible que pueda negarse. Aparte de eso, la jurisprudencia ha considerado incluidos los llamados “abusos por sorpresa” (besos fugaces, tocamientos aprovechando aglomeraciones, etc.), concepto en el que podrían caber los hechos que analizamos.

Sin embargo, no creo que ningún juez condenara por abuso sexual a estos agresores: el abuso consiste en un “tocamiento impúdico o contacto corporal”, es decir, algo que ya de por sí tenga naturaleza sexual: besar, meter mano, tocar nalgas o genitales, etc. Coger a alguien de un brazo y de la cintura no entra ahí. Además, la jurisprudencia ha señalado “la cautela con que deben enjuiciarse este tipo de conductas, por el riesgo de llegar a calificar como delictivos determinados comportamientos que, por su nimiedad, no deben pasar de la consideración de meros actos burdos o groseros” (1).

Subamos un escalón más. ¿Quizás agresión sexual? Tampoco: exige el mismo contacto sexual que ya hemos rechazado que existiera, y además una violencia o una intimidación que no se dieron. La violencia es violencia física, y la víctima pudo librarse de las manos de sus agresores. En cuanto a la intimidación, tampoco la hubo: sólo insultos y comentarios groseros, no amenazas. Ello impide también condenar por coacciones y por amenazas.

Nos estamos quedando sin ideas. ¿Y el delito de acoso, sin apellidos? Aprovecho para decir una cosa: el delito de acoso no ha existido en España hasta 2015. Lo que había (y sigue habiendo) es una serie de delitos que castigan el acoso en determinados ámbitos, como el acoso sexual, el acoso laboral o el mobbing inmobiliario. Pero en 2015 se introdujo un nuevo tipo que era, precisamente, de acoso sin más. ¿Podemos aplicarlo a este caso? No, porque exige una conducta reiterada y alterar gravemente la vida cotidiana de la víctima.

Vale, pues vámonos al delito de trato degradante. Improbable. Es un delito muy poco aplicado por lo indefinido que es. Además, tiene que tratarse de un trato muy humillante, a niveles inhumanos: recordemos que el Código Penal considera que el acoso laboral y el mobbing inmobiliario son figuras más leves que el delito de trato degradante (2). Así que tampoco aquí encontramos la solución.

Queda una última opción: el delito leve (antigua falta) de vejaciones injustas (párrafo 4 del artículo del último enlace): antes de la reforma de 2015 unos hechos como los que analizamos podrían haber cabido aquí (dado lo indefinido del concepto “vejación injusta”), pero la reforma lo impide. ¿Por qué? Porque ahora las vejaciones injustas de carácter leve sólo se castigan cuando se cometen contra familiares.

Estamos en punto muerto. De verdad que lo he intentado, pero no encuentro ningún tipo penal en el que puedan caber estas conductas tan vejatorias. Si alguien lo sabe que me ilumine en la sección de comentarios, pero me temo que no lo hay, al menos de momento. En el próximo post hablaré de lo que han hecho en Portugal al respecto y de lo que, a mi juicio debería hacer España. Hasta entonces no hay más que hacer. El acoso al ligar, siempre que se mantenga dentro de los límites de lo que (tristemente) es común, no es delito.

El consejo de “pues denuncia” es ridículo: ¿denunciar qué? El legislador no ha considerado necesario castigar el acoso sexual fuera de entornos laborales o docentes. Estos hechos son asquerosos y una agresión, pero no delictivos. Así que contarlos en Twitter, visibilizarlos, mostrar que son un problema y nombrarlos como agresiones es el único recurso que les queda a las víctimas. Y, entre otras cosas, pueden servir para crear una conciencia pública sobre el problema que obligue al legislador a mover ficha… y a legislar contra ellos.

Y así, querido sabelotodo que vas dando consejos, todas las víctimas harán lo que quieres que hagan: dejarán de tuitear sobre el tema y podrán denunciar a sus acosadores. Pero ten cuidado, amigo, que igual entonces el peligro te viene por otro lado.






(1) Toda esta argumentación está contenida en la STS 1097/2007, de 18 de diciembre, que tiene un valor especial porque el Tribunal Supremo la incorporó a su Cuaderno de Jurisprudencia sobre Delitos Sexuales (febrero de 2009), con lo que de alguna manera la “oficializó”.


(2) Estas dos figuras (acoso laboral y mobbing inmobiliario) tienen la misma pena que el delito de trato degradante porque son reiteradas, pero el Código Penal es claro. El acoso laboral, por ejemplo, está definido como la realización reiterada, en un contexto laboral, de “actos hostiles o humillantes que, sin llegar a constituir trato degradante, supongan grave acoso”.




[ADDENDA 08/01/2016, 16:22 - Me entero de que han subido esta entrada a Menéame. Como se trata de un medio que me da asco sincero, puesto que considero que está lleno de trolls y de pesados, cierro los comentarios hasta nuevo aviso.]





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