El Tribunal Constitucional es, de facto, el órgano que está en la
cúspide de nuestro sistema judicial. Se supone que no debería ser así, que una
cosa es el sistema judicial (una pirámide con el Tribunal Supremo en el
vértice) y otra el Tribunal Constitucional (un órgano independiente que decide
si las leyes son constitucionales y que protege los derechos fundamentales de
los ciudadanos frente a vulneraciones de otras instituciones), pero en la
práctica funciona como una tercera o cuarta instancia de recurso.
Gracias al rodillo parlamentario del PP
se ha aprobado hoy en el Congreso de los Diputados la reforma de la LOTC que
analizamos en la última entrada. Esta reforma, cuando salga aprobada
(tiene que ir al Senado y volver al Congreso), dará al Tribunal Constitucional una
serie de facultades inconstitucionales, como la de suspender por tiempo
indefinido a cualquier cargo político o habilitar al Gobierno para que invada
competencias autonómicas. Y el otro día, pensando en este caso, recordé un
episodio histórico.
En 1803, en la recién nacida república
estadounidense, el Tribunal Supremo dictó la sentencia Marbury v. Madison. Los hechos
eran los siguientes: en 1800 había habido elecciones y el presidente, el
federalista John Adams, las había perdido. El ganador había sido Thomas
Jefferson, del partido republicano-demócrata. Pues bien: en el tiempo que pasó
entre las elecciones y la toma de posesión de Jefferson, el ejecutivo saliente
trató de, al menos, asegurarse el control del poder judicial y se puso a
nombrar jueces como loco, desde los distritos locales hasta el Tribunal Supremo.
Con tan mala fortuna de que, en el ajetreo de los últimos días, cuatro de los
nombramientos, ya firmados y en regla, no se expidieron.
Uno de esos nombramientos (de un Juzgado
de Paz del Distrito de Columbia) correspondía a William Marbury, que hizo lo
que procedía: reclamárselo al secretario de Estado entrante, James Madison. Su sorpresa
debió ser grande cuando Madison, en lo que sólo puede definirse como un ataque
de cabreo, se negó a entregárselo. Así que le demandó.
El Tribunal Supremo estadounidense estaba
en una posición curiosa. Por un lado Marbury tenía razón (el nombramiento le
correspondía), por lo que no podía fallar en su contra. Pero tampoco podía
fallar a su favor, ya que eso le enemistaría con el ejecutivo entrante, al cual
de todas formas no podía obligar a cumplir. Así que, ¿qué hizo? Salirse por la
tangente. Declaró que la ley que regulaba el nombramiento de los jueces, que le
otorgaba al Tribunal Supremo la facultad de resolver los conflictos que
surgieran, era inconstitucional. Según el razonamiento del Tribunal, la decisión
de Madison era ilegal pero la forma de corregirla no era una demanda ante el Tribunal
Supremo, porque la Constitución le daba a este órgano una jurisdicción más
limitada.
¿Por qué la sentencia Marbury v. Madison
es importante? Por una razón: es la primera sentencia judicial que afirma que
los jueces tienen el derecho (y el deber) de controlar que la ley se ajusta a
la Constitución. El control de constitucionalidad de las leyes no está previsto
en la Constitución estadounidense: fue una creación del Tribunal Supremo en el
caso Marbury. Razona acertadamente que si hay una Constitución escrita es para
que todo el mundo, legislador incluido, la cumpla, y que son los jueces los que
deben apreciar si es o no es así. El juez no puede limitarse a partir de la ley, como si la
Constitución no existiera.
Esta historia me ha venido a la cabeza
porque el caso es análogo: una ley que le concede competencias inconstitucionales
al órgano que está en la cúspide del sistema judicial. Que ya hay que tener
puntería para que tu reforma cuasifranquista te sitúe en un punto donde se te
pueden lanzar palabra por palabra argumentos de hace 200 años. Pero oye, el
gobierno de Rajoy es así: preciso.
Ahora habrá que ver qué sucede cuando
esta ley acabe recurrida ante el propio órgano que tiene que aplicarla. Al fin
y al cabo sí hay una diferencia: el caso Marbury v. Madison era un problema
para el Tribunal Supremo estadounidense, mientras que la reforma de la LOTC no
pone en ningún conflicto al Tribunal Constitucional español. Al contrario, le
da poder coercitivo. Ante esto cabe preguntarse: ¿qué va a pasar cuando esto
acabe recurrido ante el propio órgano que se beneficia de la reforma? ¿Será el Tribunal
Constitucional lo bastante honrado como para anular la ley que amplía sus
competencias por encima de la Constitución? ¿O se buscará un subterfugio para
mantenerla?
Por desgracia vivimos en un mundo donde
esa pregunta acabará teniendo respuesta.
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