miércoles, 31 de enero de 2024

Presunción de inocencia

Siempre que hay una acusación pública a cualquier personaje famoso pasa lo mismo. De repente le salen fans hasta de debajo de las piedras (incluyendo gente que, habrías jurado, jamás había oído hablar de él) y estos, con una vehemencia digna de mejor causa, lo defienden de tan injustas y calumniosas críticas. ¿Cómo se atreve nadie a decir esas cosas en público de nuestro artista, político o cineasta favorito, de este genio de su campo?

Ironías aparte, estas críticas suelen ser siempre iguales. A poco que la conducta del famoso tenga visos de ser delito y sea mínimamente personal, se exige a las personas acusadoras que vayan al juzgado a interponer la correspondiente denuncia. Salen a relucir distintas variantes del discurso «una víctima real habría denunciado, no estaría llorando en redes / en el periódico», incluyendo «una víctima real no habría tardado tanto en denunciar» y «una víctima real habría tenido tal o cual conducta durante o después de los hechos».

Y luego, claro está, se menciona la presunción de inocencia. Es como un mantra. Vale para no posicionarse y para criticar a quienes creen a los acusadores y critican la conducta del famoso. Solo hay un problema, y es que la presunción de inocencia no vale para eso.

La presunción de inocencia es un derecho fundamental. Nuestra Constitución lo recoge en el artículo 24.2 junto con otros derechos del acusado en un proceso penal, como son el de conocer la acusación, el de utilizar medios de prueba, el de no declarar contra sí mismo y el de no confesarse culpable. Se trata de un haz de facultades que fueron ideadas durante la Ilustración y las revoluciones liberales para combatir el modo en el que se llevaban los procesos penales durante el Antiguo Régimen.

Antes de las revoluciones liberales los procesos penales eran oscuros, escritos, sin derechos para el reo. A veces era legal la tortura, a veces se presumía la culpabilidad y era el acusado quien tenía que probar su inocencia, a veces ni siquiera sabía uno de qué le acusaban. Esta situación es notoriamente injusta. Ante la maquinaria jurídico-penal, el acusado está inerme, es casi una hormiguita. Es necesario dotarle de una serie de derechos que le permita hacer frente a esas ruedas trituradoras.

Ese, justo ese, es el sentido de la presunción de inocencia: que el acusado tiene derecho a que se suponga su inocencia durante todo el proceso penal. Eso tiene toda una serie de consecuencias. Una es que el estado por defecto de todo encausado es la libertad sin fianza. Solo se tomarán otras medidas (detención, prisión provisional, libertad con fianza o con retirada del pasaporte) si hay indicios que las aconsejan, y siempre por decisión judicial, durante plazos limitados y sin prejuzgar el fondo del asunto. Otra emanación de este principio es que es la culpabilidad la que debe probarse, por lo que, si no se hace de forma fehaciente, hay que absolver (in dubio pro reo). Y así sucesivamente.

Donde no juega la presunción de inocencia es en las relaciones sociales. Jueces, fiscales y policías tienen que mantenerse neutrales y no prejuzgar al encausado: yo no. Cuando a mí me cuentan una historia, tengo pleno derecho a opinar lo que a mí me dé la gana de sus protagonistas y a exteriorizarlo. Me la puedo creer o no, y puedo dar más crédito a lo que dice una de las partes que a lo que dice la otra. No tengo ninguna obligación de ser ecuánime ni de indagar por mi cuenta.

Podría pensarse que, dado que la presunción de inocencia es un elemento básico de nuestro sistema penal, haríamos bien en adoptarlo como principio ético. No creernos que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario parece, a priori, una buena regla. Pero no nos lleva a ninguna parte. Para empezar, fuera de las estrictas normas del proceso penal, ¿qué significa «demostrar lo contrario»? ¿Cuándo consideramos suficientemente demostrada una culpabilidad? ¿Cuando hay sentencia? Pero si el hecho nunca se denuncia, o si la sentencia tarda, ¿nos mantenemos durante años en una prístina posición de neutralidad? No parece sostenible. ¿Entonces? ¿La consideramos demostrada cuando hay una investigación periodística, cuando la organización donde sucedieron los hechos publica un informe, cuando hemos visto pruebas y escuchado testimonios? Al final, cada cual decide qué le vale como prueba de culpabilidad, lo cual convierte esta regla ética en inoperante, porque es lo mismo que pasa ahora.

En segundo lugar, el proceso penal está diseñado para que, aunque deba presumirse la inocencia del acusado, ello no implica afirmar que la persona que lo acusa está mintiendo. Los jueces son, en teoría, personas neutrales que buscan averiguar la verdad y que se han formado para sostenerse en ese equilibrio. A nivel de calle esto no es así. Presumir la inocencia de alguien suele significar, en la práctica, llamar mentiroso a su acusador. Y como mentir en esas circunstancias es delito (calumnia, denuncia falsa, falso testimonio), resulta que le estás imputando un delito al acusador… sin respetar su presunción de inocencia. Utilizar la presunción de inocencia en el ámbito privado nos lleva a una contradicción.

Vale, entonces ¿puedo llamar asesino o violador a cualquiera sin que me pase nada? Y si puedo, ¿por qué los periodistas no lo hacen, sino que utilizan el «presunto» para todo? Para resolver estas dudas hay que entender que la presunción de inocencia no es el único derecho fundamental que reconoce nuestra Constitución. También está, entre otros, el derecho al honor, definido como el derecho a que se respete la reputación, fama o imagen pública de una persona. Si yo llamo asesino a alguien, en especial si es una persona con proyección pública, estaría atentando contra su derecho al honor. Es por eso que a los periodistas no se les cae el «presunto» de las teclas: porque llamar a alguien asesino puede atentar contra su derecho al honor (y conllevar los juicios correspondientes), pero decir que es un presunto asesino simplemente indica que hay un proceso penal abierto (2).

Puede ser que el párrafo anterior confunda más que aclarar. Es obvio que este artículo está escrito a raíz del reportaje que ha publicado El País sobre Carlos Vermut, en el cual se le imputan actos muy probablemente delictivos. ¿Esto atenta contra el derecho al honor del cineasta, entonces? La respuesta es no, y la razón la tenemos en un tercer derecho fundamental: la libertad de expresión. Una de las facultades amparadas por este derecho es «comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión». Y la palabra importante es veraz.

Información veraz no es sinónimo de información verdadera. Si solo tuviéramos derecho a comunicar información verdadera, los periodistas no podrían publicar nada, porque, a la mínima que la noticia resultara no ser cierta (el periodista cree descubrir unos hechos que luego no son así), el medio se enfrentaría a demandas. Información veraz es algo más amplio. Una información será veraz cuando la persona que la publica la haya contrastado y haya tenido diligencia suficiente a la hora de buscar la verdad. Vaya, que haya hecho su trabajo. Si lo ha hecho, la información será veraz y estará amparada por la libertad de expresión, aunque luego resulte ser falsa.

Esta exigencia de veracidad está recogida en el Código Penal cuando regula los delitos contra el honor, es decir, la calumnia (imputarle a otro un delito) y la injuria (imputarle a otro un acto que, sin ser delictivo, atenta contra su dignidad). Esas imputaciones solo serán delito cuando se cometan sabiendo que son falsas o con «temerario desprecio hacia la verdad», es decir, sin haber realizado las constataciones suficientes para determinar que la información es veraz. Esta misma expresión se repite en el delito de denuncia falsa.

Estas son las reglas por las que se rige el debate público en estos casos. No hay que seguir la presunción de inocencia, pero sí respetar el derecho al honor de la persona sobre la que hablamos. Eso incluye realizar investigaciones periodísticas veraces y no extenderse en la valoración de lo publicado. Se puede decir que Carlos Vermut hizo tales y cuales cosas porque hay una investigación detrás, pero definirlas como agresión sexual (y al autor como agresor sexual) ya puede ser más delicado, porque el periodista no es juez y no tiene por qué saber si esa es la calificación correcta. Él habla de hechos y deja a otros el derecho (3).

Un último apunte. Hemos empezado el artículo hablando del debate público y lo hemos terminado hablando de información publicada por periodistas. Esto no es casual. Históricamente ha existido una separación nítida entre el ciudadano de a pie y el periodista, que requería de más protección por su importante labor social, pero al que le era exigible también mayor responsabilidad, ya que sus palabras forman opinión pública. Es por eso que toda la regulación y la jurisprudencia sobre honor, expresión y veracidad ha surgido al amparo de la actividad periodística.

En la era de Internet esta separación ya no es clara. Todo el mundo tiene un altavoz potencialmente infinito, e incluso dueños de cuentas no muy grandes pueden ver cómo un mensaje que no han pensado demasiado se viraliza e impacta en el debate del momento. Es todo más espontáneo y más difuso. Aun así, las reglas anteriores se siguen aplicando: conviene atenerse solo a información veraz y no hacer valoraciones jurídicas salvo con mucha cautela. Eso sí, no tienes que presumir la inocencia de nadie.

 

 

 

 

 

(1) O, en general, en un proceso sancionador de cualquier tipo, ya que se aplican las mismas garantías. 

(2) Tanto lo usan que lo acaban empleando mal, para hablar del hecho («presunto asesinato») en vez de hablar de la culpabilidad de su autor. Aparte de que, si nos ponemos puristas, lo correcto sería decir «supuesto asesino», ya que lo que se presume es la inocencia.

(3) Por supuesto, estas reglas no siempre se aplican con precisión, y no hay más que ver en qué delitos las víctimas «mueren» y en cuáles «son asesinadas».

 

 

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viernes, 26 de enero de 2024

Robo de sillas

Una de las cosas que tiene nuestra sociedad digital es la absoluta desconexión que hay entre los medios periodísticos tradicionales y su supuesto público. Veamos un ejemplo reciente. Hace unos días, Telemadrid tuiteó que «La oleada de robos de sillas de bar en las terrazas se expande como una mancha de aceite por la Comunidad de Madrid». El titular de la noticia era no menos apocalíptico: «El robo de sillas de bares en Alcorcón, un fenómeno que no cesa. Tras los casos de Coslada y San Fernando, ahora los ladrones se ceban con las terrazas de Alcorcón». El vídeo, en el que entrevistaban a afectados, señalaba a otro territorio: «La banda de sillas arrasa Vallecas». 

No hay que ser un experto en semiótica y comunicación para darse cuenta de que lo que esos titulares pretendían no era informar, sino asustar. Oleada, mancha de aceite, fenómeno que no cesa, se ceban, arrasa… Todo expresiones con unas connotaciones claras. Igual que las machaconas noticias sobre okupas, o sobre apuñalamientos en Barcelona, o sobre violencia urbana en Vallecas, la prensa quiere asustarte de la gente más pobre que tú, no contarte lo que está pasando. Generarte un miedo que te paralice, que te haga comprar una alarma y que corte los hipotéticos lazos de solidaridad que podrían unirte con los protagonistas de la noticia.

Pero claro, en este caso el ejemplo es tan imbécil y la gente está tan hasta las pelotas de las terrazas que les ha salido el tiro por la culata. Tanto en las respuestas como en los citados del tuit hay coñas sobre que los mejores ladrones están en Madrid, alabanzas irónicas a quienes reciclan muebles abandonados, recordatorios de que está prohibido almacenar mobiliario en la calle y chistes sobre irse a Sevilla. Lo que no hay, y mira que he buscado, es gente llorando amargamente por las bandas de ladrones de sillas. De hecho, ni siquiera se está comentando las razones que hay detrás de esos robos (en la pieza periodística se insinúa que son bandas que roban para revender): todos estamos comentando lo ridículo que es el intento de asustaviejas.

Aquí hay varias cosas que desempaquetar. En primer lugar: sí, llevarse las sillas que hay fuera de un bar es delito. La propiedad privada no deja de existir por el lugar donde estén situados los objetos o por la ausencia o debilidad de medidas de protección contra el robo. Si yo dejo mi cartera en medio de la calle, sigue siendo mía aunque cualquiera pueda decirme que lo más probable es que nunca vuelva a verla. La propiedad sigue a la cosa. Como decía ese gran jurisconsulto en materia de derechos reales llamado Manolo Escobar, «donde quiera que esté, mi carro es mío» (1).

Si el objeto estuviera aparentemente abandonado (un mueble al lado de un contenedor, por ejemplo) el análisis sería distinto. Un bien abandonado es un bien sin dueño, y adquirir la propiedad sobre él es tan fácil como cogerlo y llevárselo (2). Si alguien se lleva una cosa creyendo que está abandonada, no comete el delito, aunque luego resulte que no lo estaba: a esto lo llamamos error de tipo, y consiste precisamente en creer que está pasando una cosa (me estoy llevando un bien abandonado) cuando está ocurriendo otra (me estoy llevando un bien que no está abandonado). Pero si se trata de medio centenar de sillas y una decena de mesas ordenadamente apiladas delante de un bar, no hay forma de argumentar el error de tipo.

¿Y qué delito es? Pues de hurto, que es el tipo básico contra la propiedad. Consiste simplemente en tomar las cosas muebles ajenas sin la voluntad de su dueño y con ánimo de lucro. Para que sea robo tiene que haber, o bien violencia o intimidación en las personas (que aquí obviamente no hay), o bien fuerza en las cosas. La fuerza en las cosas consiste en una serie de acciones, como rompimiento de pared, uso de llaves falsas o inutilización de sistemas de alarma o guarda, cometidas para acceder al lugar donde se encuentran las cosas o para abandonarlo. Y aquí las sillas estaban en plena calle, así que, aunque haya que cortar una cadena (que sería inutilización de un sistema de guarda), no se podría considerar robo.

A todo este razonamiento no obsta el hecho, señalado por varias personas en la conversación de Twitter, de que en Madrid los hosteleros no tienen derecho a dejar el mobiliario fuera del bar por la noche. En efecto, el artículo 12.h de la Ordenanza de Terrazas de la ciudad prohíbe a los hosteleros apilar en el exterior del establecimiento los elementos de la terraza; deben recogerlos y guardarlos dentro del local. Esta es la regla general, pero cabe una excepción: el Ayuntamiento puede autorizar el apilado en zonas con suficiente espacio, siempre que se cumplan ciertos requisitos.

Me da la sensación de que, en esta bendita ciudad sin ley, la mayoría de terrazas que apilan su mobiliario en el exterior lo hacen sin autorización, pero ¿sabéis qué? Que da lo mismo. Igual que daría lo mismo si, en el resto de municipios afectados, sus ordenanzas prohíben taxativamente este almacenaje exterior o lo permiten sin restricciones. Robar esas sillas es ilegal de todas formas. Si los hosteleros incumplen la ordenanza se les tendrá que multar (no retirar el mobiliario es infracción grave según la de Madrid, sancionable con multa de hasta 1.500 €), pero las sillas siguen siendo suyas.

Aclarado el aspecto jurídico, vayamos al social y psicológico. ¿Por qué ese choteo hacia los hosteleros? Bueno, en primer lugar, por el intento burdo y zafio de presentar como un apocalipsis algo que apenas se acerca a la categoría de noticias: hay gente robando sillas de terrazas, sin violencia y sin agredir a nadie. Y en segundo lugar, y mucho más importante, porque los ciudadanos de a pie estamos hasta las narices de los hosteleros.

Las ciudades modernas, orientadas al turista y al nómada digital, miman a los empresarios de servicios (entre ellos, a los hosteleros) y fastidian a los ciudadanos. Límites de ruido que no existen o no se cumplen, terrazas que impiden el paso, amontonamiento de motos de reparto, consecuencias como manadas de borrachos… No es agradable vivir cerca de una zona de bares.

Además, este ha sido un país tradicionalmente muy turístico. Quien más quien menos ha trabajado de camarero o conoce a alguien que lo ha hecho, y sabe en qué condiciones se funciona en la hostelería. Y, por último, estos empresarios son particularmente estomagantes por su tendencia a lloriquear. Que si no encontramos empleados después de la pandemia, que si peatonalizar va a hacer que se hunda mi negocio, que si las cifras son siempre horrorosas, que si tal y que si cual.

Todos estos factores contribuyen a que veamos cierta justicia poética. Dueños de bares usan el espacio común, probablemente sin licencia, para almacenar sus trastos. Alguien va y se los roba sin que nadie salga herido. Pues que se jodan, ¿no? El que más me gusta es uno que sale en el vídeo denunciando que es la segunda vez que le quitan las sillas, porque la primera no aprendió la lección.

Ante la inacción de las Administraciones a la hora de hacer las ciudades algo más habitables, aplaudimos cualquier intento de acción directa. Y a estas alturas nos da igual que sea un grupo anarquista, una banda criminal o unos estudiantes que necesitan muebles para su piso. Ya que nadie va a arrasar con un bulldozer las terrazas que ahogan nuestra vida urbana, al menos que les salga caro tenerlas almacenadas por la noche en la propia calle. «No, pero los puestos de trabajo». Los puestos de trabajo me importan, la verdad, muy poco. Son la excusa ante cualquier cosa que afecta negativamente a un empresario. Y siendo sinceros, si un hostelero va a cerrar solo porque le choricen unas sillas, es que lo mismo su local no merecía seguir abierto.

Este asunto nos obliga a reflexionar sobre el uso del espacio común. Es ya un tópico decir que las ciudades modernas se caracterizan por la privatización del espacio público, que deja de ser un lugar de estancia y paseo (con sus bancos, sus árboles y sus fuentes) para pasar a ser zonas diáfanas y duras, horribles para todo lo que no sea poner terrazas o instalar actividades culturales puntuales que dejen buen dinero en las arcas del Ayuntamiento. Y hay alguna de estas privatizaciones que ya hemos aceptado y que ni siquiera nos cuestionamos: la más notable, que los conductores dejen sus coches en la calle. O incluso vemos como naturales las propias terrazas. Pero su expansión constante, que no se desmonten por la noche (las que son tipo velador) y que su material quede almacenado en la calle son prácticas que todavía nos despiertan indignación.

Hay que aferrarse a eso, porque la indignación puede cambiar las cosas. Al menos más que la resignación.

 

 

(1) Y sí, en la carrera me pusieron el ejemplo de esta canción para explicarme los derechos sobre las cosas.

(2) Muchas ordenanzas municipales vetan esta opción al entender que la basura es propiedad del Ayuntamiento, lo que hace que técnicamente no puedan existir los bienes abandonados, pero no creo que nadie fuera a descender a estos niveles de análisis.

 

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martes, 9 de enero de 2024

Nostalgia y cuernos

Creo que es evidente que vivimos un repliegue conservador. La «sociedad de propietarios» creada en los ’70 y ’80 ante una URSS que se derrumbaba es muy propensa. En épocas de crisis, cada familia se vuelve hacia lo suyo, hacia su casa y hacia su gente, y olvida lo colectivo, por lo que siente una profunda desconfianza (a pesar de que ha sido el Estado del bienestar quien le ha permitido tener esa magra propiedad que ahora atesora). Y sabe dios que estamos en una época de crisis. Ni siquiera habíamos llegado a salir en condiciones de la de 2007 cuando vino la pandemia, la guerra de Ucrania y el genocidio palestino, en una rápida ráfaga de tres años. 

En épocas de crisis económica y social, el estado mental que nos sale como respuesta es la nostalgia. Inventarnos un pasado que en realidad no existió y querer estar en él. Publicar memes de «nunca podré recuperarme financieramente de esta compra». Comprar el libro de Ana Iris Simón sobre lo bonito que es el fascismo; perdón, sobre lo bonita que era la vida de sus padres en el pueblo (1). Y hacer el razonamiento espurio de que, como antes había estabilidad económica y no había «cosas raras» (concepto que puede abarcar el feminismo, los pelos de colores, los pronombres en la bio, el lenguaje inclusivo, las personas LGTB+ visibles o cualquier fobia que tenga uno ese día), si eliminamos esas «cosas raras» volverá la estabilidad económica. Al menos para las personas de bien como nosotros.

Estos días hemos podido ver dos bonitos estallidos de nostalgia. El primero ha sido a cuenta de fallecimiento del sedicente humorista Arévalo. Yo, como niño de los ’90, recuerdo que de este señor se hablaba, primero, poco, y segundo, como de algo casposo y rancio. ¿Chistes de mariquitas y gangosos recopilados en casetes que comprabas en gasolineras? ¡La moderna sociedad de los ’90 y los ’00, con su burbuja inmobiliaria y su desarrollo económico, tenía aquello muy superado! Sin embargo, ha sido morirse el buen señor y aparecerle un espontáneo ejército de defensores, con su «esto hoy no se podría hacer» y sus «los woke han matado el humor». ¡Como si no hubiera estado haciendo chistes en un escenario hasta anteayer! Pero al nostálgico le dan igual los hechos: Arévalo fue la cumbre del humor español y si no apreciamos sus chistes sobre colectivos vulnerables es que somos unos pieles finas.

El segundo estallido ha sido un artículo del bueno de Pérez-Reverte que ya empieza declarando que va a ser reaccionario. ¿Qué desata esta semana las iras del ilustre académico? La costumbre de los jovenzuelos de tutear a todo el mundo. ¡Hasta a él! Antes la gente sí que sabía tratar con respeto a los demás. O bueno, no. Porque el catedrático Fernando Lázaro Carreter ya escribió un artículo sobre el tema, del cual el de Pérez-Reverte parece un calco (mismos argumentos, mismos ejemplos, mismas excepciones, mismas comparativas) hace la friolera de 34 años (2). El mundo cambia, pero los rancios nostálgicos permanecen.

Y por lo menos el bueno de Arturo Pérez-Reverte y los fans de Arévalo están ya cerca de entregar la cuchara. Pero esta nostalgia no solo afecta a gente revenida, sino también a personas jóvenes. Ves a críos de quince o veinte años diciendo memeces sobre el franquismo, época que no solo ellos no vivieron, sino que sus padres probablemente tampoco, o solo durante su primera niñez. En 2024 alguien de 20 años será hijo de personas de entre 45 o 50 años, es decir, nacidas en torno a la muerte del dictador.

Esta nostalgia a veces se va a lo público, pero en demasiadas ocasiones acaba en lo privado, en lo puramente relacional. Así, y aunque muchos miembros de la llamada generación Z son personas de izquierdas, abiertas y comprometidas, hay entre ellos también una corriente de refuerzo de los roles tradicionales de género, con todo lo que ello implica. Machismo y su correlativa justificación del maltrato, rechazo a lo LGTB+, rigidez moral, aborrecimiento de formas relacionales no normativas (la pandillita del «monogamia o bala»), ensalzamiento de los celos, etc. De nuevo la falacia: como antes había estabilidad y no había poliamor ni leyes anti-VG, si eliminamos el poliamor y las leyes anti-VG volverá la estabilidad.

El otro día me encontré por redes al ejemplo perfecto de estos críos nostálgicos: un tipo que exigía que los cuernos fueran delito. Que tuvieran penas o que, al menos, dieran derecho a indemnización. Al seguir la conversación la cosa desbarraba todavía más. Que son un acto de maldad, que suponen un desgaste económico para la víctima (la cual, por supuesto, necesitará terapia), que solo están en contra de penalizarlos quienes van a ser infieles y así sucesivamente. Cuando se intentaba razonar con él, contestaba que igual que había delitos contra el honor (como las injurias) debería haber delitos por «traición personal».

Supongo que es el siguiente paso. Ya hemos patologizado todos los problemas y conflictos de la vida, y ya nos han vendido que necesitamos terapia para todo. Ahora tenemos que judicializarlos: mi sufrimiento debe ser compensado, tanto económicamente como por medio de penas legales impuestas al causante, aunque el asunto no tenga ni la más mínima trascendencia pública.

Esta posición es nostálgica, claro que sí, porque el delito de adulterio existió y fue abolido. El Código Penal franquista (artículos 449 y siguientes) definía adulterio de forma diferenciada para hombres y para mujeres:

  • Una mujer casada cometía adulterio cuando yacía con hombre que no era su marido. Este también cometía el delito. 
  • Un hombre casado cometía adulterio cuando tenía una amante fija («manceba») viviendo en la casa conyugal o notoriamente fuera de ella. Esta amante fija también cometía el delito.

 

Se trataba de un delito privado, que solo podía ser perseguido por denuncia del marido o la esposa agraviados, siempre que este no hubiera consentido el adulterio o perdonado a cualquiera de los culpables. La denuncia debía ser contra ambas personas, el cónyuge infiel y el tercero en discordia. La pena, que era de prisión de 6 meses a 6 años, podía ser levantada por perdón del ofendido, que, de nuevo, debía extenderse a ambos culpables. En un contexto donde no había divorcio, se podía llegar a condenar por adulterio incluso a parejas separadas, cuyos miembros hacían vida independiente.

Seguro que los nostálgicos estarían encantados de recuperar este delito. Por supuesto, las cosas han cambiado y vivimos en una época de igualdad de género, así que se acabaría el trato diferenciado al hombre y a la mujer. Igualamos por debajo, claro: con un polvo vas a la trena. O con sexo oral. O con tocamientos. O con conversaciones subidas de tono. Ya que nos ponemos, nos ponemos bien: es delito cualquier cosa que la otra persona considere cuernos (3). Y también se acabó lo de restringirlo solo a casados: ¡todo el mundo a pringar si le planta los tochos a su pareja! Íbamos a flipar con los jueces definiendo qué es pareja y qué no es pareja.

Este delito fue casi de lo primero que se derogó de todo el aparato legal franquista. Ya en mayo de 1978, medio año antes de la aprobación de la Constitución, se dictó la ley que lo eliminaba. Era un elemento increíblemente odiado e impopular, por lo que significaba de represión sexual y de imposición de una moral sobre relaciones privadas. Y lo sigue siendo, aunque ahora se defienda con terminología moderna.

Está claro que saltarse los acuerdos que tienes con tu pareja es un acto dañino. Pero también está claro que es comparativamente leve, y que entra dentro de la libertad e intimidad de cada cual. Si tu pareja te lo hace, móntale un pollo y mándalo a la mierda, que es la forma en que resolvemos los adultos los conflictos en donde no tiene ningún sentido que intervenga un juez. Cuando penalizamos los cuernos no estamos protegiendo ningún bien jurídico, sino dándole cuerpo a la sensación de agravio de una persona. Y yo lo siento, pero el Estado no debe inmiscuirse en esta clase de conflictos ni generar delitos que dependen en exclusiva de la subjetividad de la víctima.

Se podría argumentar que el consentimiento de la víctima es importante en muchos delitos, tanto para reducir la sanción (matar a alguien que consiente no es homicidio sino cooperación al suicidio, lesionar a alguien que consiente tiene menos pena) como para eliminarla (los actos sexuales y las transferencias patrimoniales son legales si son consentidas y delito si no lo son). Pero no es lo mismo. En estos delitos hay un bien jurídico que es claro: la vida, la integridad corporal, la libertad sexual, el patrimonio. Para analizar si ese bien jurídico ha sido lesionado debe tenerse en cuenta la voluntad de la víctima, pero, una vez consumado el hecho, está consumado. Se ha lesionado un bien jurídico, y muchas veces el proceso se inicia incluso aunque la víctima no quiera.

En un hipotético delito de adulterio, ¿qué bien jurídico se lesiona, si la víctima ni siquiera se entera de primeras? ¿La confianza en su pareja? Ese no solo no es un bien jurídico que merezca protección penal, sino que ni siquiera está bien definido, porque depende en exclusiva de cómo la persona decida tomarse una infracción que se consumó en el pasado. Incluso los delitos contra el honor (la injuria y la calumnia), que son únicos delitos privados que tiene nuestro sistema (4), requieren imputar un delito o proferir insultos graves, es decir, cosas que sin duda alguna afecten a la consideración social de una persona. No basta con la simple sensación de ofensa privada.

En fin, que no. El Estado no está para inmiscuirse hasta ese punto en relaciones privadas ni para sancionar a quien ponga cuernos. Querer que lo esté es de una rigidez moral apabullante y de una desconexión brutal con la humanidad. Es puro moralismo: creer que la moral debe ser ley, porque cualquier fallo moral refleja una maldad inherente. Y no entender que los seres humanos somos entidades muy complejas, que a veces nos equivocamos, a veces tomamos malas decisiones y a veces no estamos animados por el puro y fraternal amor al prójimo. Y que no todos nuestros fallos merecen reproche penal.

Diría aquello tan manido de que «el sueño de la nostalgia produce monstruos», pero estaría mal dicho. La frase original contrapone algo que se pretendía bueno (la razón) con sus consecuencias nefastas, pero la nostalgia ni siquiera es buena. Es un punto de partida deleznable para cualquier proyecto, sea político o privado. Ya hay que ser pardillo y ya hay que ser triste para añorar nada menos que una época en la cual podían meterte en la cárcel por acostarte con otras personas que no fueran tu cónyuge.

 

 

 

 

 

(1) Cabe notar que, que sepamos, Ana Iris Simón no se ha ido al pueblo de sus padres a disfrutar del bajo precio de los alquileres.

(2) El libro recopilatorio es de 1997, pero el artículo fue originalmente publicado en 1990.

(3) Alguna vez he visto en redes a peña que consideraba cuernos que su pareja se masturbara pensando en otras personas o incluso que las considerara atractivas.

(4) Un delito privado es aquel que solo puede perseguirse a instancias de la víctima y en el que esta tiene la capacidad de extinguir la pena, perdonando al agresor. Es decir, como era el adulterio en el pasado.



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