“Es que España es un Estado aconfesional,
no laico”. Es una frase corriente. Se dice desde posiciones pro-católicas para
ver si comulgamos con ruedas de molino. Se afirma desde la izquierda, con
resignación, esperando el día en que una reforma constitucional nos acerque al
anhelado modelo francés. Y sin embargo, nadie puede precisar bien lo que
significa. No es extraño. El derecho eclesiástico del Estado, que es el que
regula la libertad religiosa (1), no es una disciplina que sobresalga por la
claridad de sus conceptos. En medio de este marasmo voy a intentar terciar yo,
a ver si nos aclaramos con el objeto del debate.
Como primera aproximación, podemos acudir
al diccionario. La RAE nos dice que “aconfesional” y “laico” son sinónimos: el
primer término significa “Que no pertenece ni está adscrito a ninguna
confesión” y el segundo quiere decir “Independiente de cualquier organización o
confesión religiosa”. Las diferencias son, como se ve, de matiz. En ambos casos
se trata de adjetivos que denotan independencia de la religión. Aplicados al
Estado, hablan de unas instituciones públicas separadas de lo confesional, que
no reconocen de manera oficial ninguna religión. El opuesto de un Estado
aconfesional o laico sería, por tanto, un Estado confesional.
Por supuesto, el diccionario no es un
medio adecuado de definir conceptos técnicos. Sigamos, entonces, con los
escritos de los eclesiasticistas. Y aquí es donde empezamos a patinar. Porque,
por ejemplo, muchos consideran que hay una diferencia entre “laicismo” y
“laicidad”: en ambos casos hablaríamos de un Estado sin religión oficial, pero
el laicismo sería una postura beligerante, hostil o como mínimo indiferente
hacia la religión (casi una especie de “ateísmo de Estado”) mientras que la
laicidad valoraría de forma positiva el hecho religioso. El laicismo se vincula
con un anticlericalismo más bien decimonónico, mientras que la laicidad sería
la simple no sacralidad del Estado. En este sentido, no sería lo mismo un Estado
“laico” (equiparable aquí a “aconfesional”: sin religión oficial) y un Estado
“laicista” (que mira la religión con hostilidad).
Llegamos al quid de la cuestión. Aconfesional y laico son sinónimos, sí, pero
un Estado no confesional puede adoptar muchas posiciones hacia la religión,
desde su consideración positiva como un hecho sociológico que puede contribuir
al bien común hasta su rechazo completo, pasando por cierta indiferencia. En
esta escala, se tiende a usar el término “aconfesional” para las versiones más
amables y complacientes con la religión, mientras que se prefiere “laico” o
“laicista” para las que son más beligerantes. Es éste el sentido que hay que
darle a la frase de que España es aconfesional y no laica. Hablamos de términos
que tienen una honda significación histórica, por lo que las diferencias
parecen mayores de lo que son.
Es precisamente por eso, por lo
significativos que son los términos “aconfesional” y “laico”, que se decidió
huir de ellos en el debate de la Constitución. La propuesta original del artículo 16.3 CE decía que “El Estado español no es confesional”, pero se modificó
hasta que quedó la redacción actual: “Ninguna confesión tendrá carácter
estatal”. Es una fórmula mucho más vendible, pero que en esencia significa lo
mismo: separación de Iglesia y Estado y neutralidad religiosa por parte de
éste. En ese sentido, se puede afirmar que el Estado español es laico.
Vale, tenemos un Estado laico o
aconfesional, que lo mismo da. Pero ¿qué orientación tiene hacia las confesiones
religiosas: positiva, indiferente o negativa? Parece claro que positiva. El
artículo 16.3 CE, después de dejar clara la no confesionalidad del Estado,
matiza: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la
sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con
la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Es decir, no hay religión oficial
pero se valora el hecho religioso como algo positivo y beneficioso y se manda
al Estado que coopere con las confesiones mayoritarias.
Nuestro Estado laico está, por tanto, más
cerca de lo que se suele llamar “aconfesionalidad” que del malvado y
anticlerical laicismo (2). Ahora bien, eso no significa que todo valga. La
Constitución no dice nada más que lo que he citado; más en concreto, no explica
en qué tienen que plasmarse esas relaciones de colaboración entre el Estado y
las confesiones mayoritarias. Por ejemplo, parece lógico dentro de este marco
que se suscribieran convenios con las religiones más grandes para garantizar
asistencia religiosa a personas privadas de libertad (enfermos en hospitales
públicos, reos penitenciarios, militares en misión) o para cambiar días
festivos de origen católico por otros distintos. Pero el resto de cuestiones
son mucho más discutibles.
La Constitución no obliga a financiar de
forma directa a la Iglesia católica, ni a conceder exenciones de impuestos a
las confesiones religiosas, ni a mantener una red paralela de colegios
religiosos con concierto económico, ni a introducir la asignatura de religión
(católica o la que sea) en el currículo educativo, ni mucho menos a que el
Gobierno mande una representación oficial a las procesiones u ordene bajar la
bandera a media asta durante la Semana Santa. La Constitución solo obliga a
cooperar. Todos estos actos, que los fans
del catolicismo quieren hacer derivar de este deber de colaboración, van de lo
innecesario a lo puramente inconstitucional según vulneren más o menos el
principio básico, que sigue siendo la no confesionalidad del Estado.
Así pues, menos lobos. Para muchos,
“aconfesional y no laico” quiere decir “privilegio católico”, y ya no cuela. El
catolicismo sigue siendo la religión más extendida de este país, pero la
capacidad de sus sacerdotes de influir en la gente está en franca decadencia.
Si aún aguanta como mayoritario en las encuestas es porque nos hemos inventado
la cómoda categoría de “no practicante”, que viene a significar una persona que
no va a misa, no cree en la mayoría de los dogmas, pasa del papa e incluso
puede que no crea en Dios pero que se identifica como católico por razones
culturales. Cada vez tienen menos lógica sus privilegios.
En este sentido, y como ya he comentado alguna vez, la respuesta del Estado no es reducir esos
privilegios, sino aumentar los de las demás confesiones. La carambola es que a
lo mejor así se consigue un modelo similar al que querían los constituyentes.
El problema es, claro, que a muchos ese modelo no nos convence y preferiríamos
un Estado que fuera más indiferente hacia la religión, que no la persiguiera
pero que desde luego no la valorara como un hecho positivo. No quiero que se
quemen iglesias, pero sí que las confesiones sean financiadas por sus fieles y
que no tengan asignaturas en el sistema educativo público. Y ojo, que algo así
podría implementarse dentro del marco del actual artículo 16.3 CE, pues ya
hemos visto que es un precepto muy poco concreto, que no obliga a ningún acto
determinado.
En resumen, la
contraposición entre aconfesional y laico no tiene demasiado sentido. En ambos
casos hablamos de un Estado que no tiene religión oficial, aunque se suele usar
el primer término para aquellos que miran la religión de forma positiva y el
segundo para quienes la contemplan con hostilidad. En España lo que tenemos es
algo que formalmente se inclinaba hacia esta contemplación positiva del hecho
religioso, pero que materialmente implicaba un privilegio católico importante.
El descenso a la irrelevancia de la religión católica ha hecho que estos
privilegios se extiendan a otras confesiones, pero en realidad no es necesario:
sin cambiar una coma de la Constitución se podrían reducir los puntos de
contacto entre el Estado y las religiones y acabar con ese incómodo olor a
incienso que parece permearlo todo.
Sería tan bonito…
(1) No confundir con el derecho canónico,
que es el derecho interno de la Iglesia católica.
(2) Como curiosidad, tengo aquí delante
el manual de Derecho Eclesiástico del Estado de Antonio Martínez Blanco, que
aparte de ser de 1994 tiene un tufo a clerigalla que tira para atrás. Cita a
diversos autores, que definen el régimen constitucional actual con expresiones
tan pintorescas como “sana laicidad”, “laicidad con la cooperación suo modo entre las confesiones
religiosas y el Estado”, “neutralidad confesional matizada con vínculos de
cooperación” e incluso “laicidad respetuosamente neutral”.
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la realidad es que el estado español tiene firmado con el vaticano un concordato (o son dos?) que da a la iglesia católica el monopolio religioso del país. Ninguna otra confesión religiosa tiene ni por asomo los privilegios de la conferencia episcopal española
ResponderEliminarclaro que a nivel de la calle pierden poder, pero les da igual. siguen recibiendo dinero público, estando exentos de impuestos…. y recordemos que tuvo que ser la comunidad europea la que EXIGIESE que el psoe de ZP obligase a la iglesia católica a pagar el IVA
es un escándalo que tengan que ser los alcaldes de nuevos partidos de izquierdas los que se nieguen a continuar con esos privilegios teniendo que llevar a los tribunales a la iglesia católica para que cumpla con sus obligaciones fiscales y para que se aparte de la vida pública
otro ejemplo vergonzoso es que organizaciones como el opus dei condicionen la vida pública 1/3 de los jueces en españa son del opus. Así vemos sentencias esperpénticas como un juez diciendo a una pareja que se quiere divorciar que abrace la fe en cristo, y denunciado eso la judicatura dice que todo está ok
Cinco, hijo, cinco concordatos xD Uno marco y otros cuatro sobre temas concretos.
EliminarPor un lado me da vergúenza pero por otro voy a aguantármela y espamear un poco porque justo Jesús Margar de Communia me pidió que le escribiera sobre laicismo y perpetré esto: http://communia.es/2017/11/28/el-laicismo-en-los-tiempos-descreidos/
ResponderEliminarMe ha gustao tu entrada
Oye, muy chulo. Difundo.
EliminarGracias! :)
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