Estos días ha sido noticia que Diego
Yllanes, el homicida de la joven Nagore Laffage en los sanfermines de 2008,
está trabajando de psiquiatra en una clínica privada de Madrid. La indignación
ha corrido como la pólvora (el homicidio fue bastante brutal), el asunto ha
pasado a a la prensa generalista, la clínica y el Colegio de Médicos han sacado
comunicados al respecto, etc. Y en medio de todo esto una pregunta: ¿cómo es
posible que un asesino convicto, que aún no ha terminado de cumplir su pena,
esté ejerciendo la medicina tan campante? A esa cuestión voy a intentar
contestar.
Empecemos con los hechos. Según lo
que se declaró probado en la sentencia, en 2008 el médico Diego Yllanes y la
estudiante Nagore Laffage se dirigieron al piso de él, en principio para
mantener relaciones sexuales consensuadas. En un momento dado, él se puso
brusco (la sentencia dice que desnudó a Nagore “de forma violenta”) y ella le detuvo,
empezó a dar gritos y le amenazó con una denuncia. Él le dio una paliza y la estranguló,
causándole la muerte. Luego intentó descuartizarla y, al no poder, trató de
ocultar el cadáver: al final, su familia le encontró y le entregó a la policía.
Por estos hechos fue condenado por
homicidio. Se le absolvió de asesinato, porque el tribunal no apreció que
concurriera la circunstancia agravante de alevosía. Sí apreció la agravante de
abuso de superioridad (él le sacaba 16 cm. de altura y 24 kgs. de peso, y sabía
aikido), así como las atenuantes de intoxicación etílica y reparación del daño,
esta última porque abonó a los padres 126.000 € en concepto de indemnización
antes del juicio. También absolvió por un delito de profanación de cadáver, porque
entendió que las mutilaciones que causó Yllanes al cuerpo de Laffage obedecían
a un intento de encubrir su homicidio y no a una voluntad de faltar al respeto
a su memoria. La pena final fue de doce años y seis meses de prisión e
inhabilitación absoluta durante el tiempo de la condena.
¿Desde dónde se tienen que contar esos
doce años y medio? No desde la condena firme (diciembre de 2010) sino desde la
propia detención (julio de 2008), ya que parece ser que Yllanes estuvo en
prisión preventiva desde el primer momento. La prisión preventiva se abona a la
pena, es decir, que el tiempo pasado en preventiva se resta del tiempo de condena.
Como en este caso ambos periodos son contiguos, podemos asumir que Yllanes
tiene que cumplir desde julio de 2008 hasta enero de 2021 (1).
El 5 de junio de este año, tras cumplir
casi 9 años de su condena (algo menos de 3/4 de la misma) le concedieron el tercer grado. El tercer grado implica un régimen de semilibertad: tiene que
dormir en la prisión o en un centro apropiado pero el resto del día lo puede
pasar fuera. Y aquí viene la primera perplejidad. Yllanes estaba cumpliendo
sentencia en Zaragoza: ¿cómo puede ser que constara en la plantilla de una
clínica privada en Madrid? De nuevo no tengo datos, pero existen varias
explicaciones: por ejemplo, que le trasladaran a un centro de Madrid cuando
consiguió trabajo en la capital, o que su tercer grado no se cumpla yendo a
dormir a la cárcel sino con pulsera telemática.
Sin embargo, la principal duda que ha
levantado el caso es la siguiente: si Diego Yllanes está sometido a una condena
de inhabilitación absoluta (y no dejará de estarlo hasta enero de 2021), ¿qué
hace ejerciendo la medicina? En realidad la respuesta es muy simple: la condena
de inhabilitación absoluta no prohíbe que nadie ejerza la medicina. Esta pena
se define como “la privación de todos los honores, empleos y cargos públicos
que tenga el penado” y como “la incapacidad de obtener los mismos o
cualesquiera otros honores, cargos o empleos públicos” (artículo 41 CPE).
En otras palabras: Diego Yllanes no puede trabajar para el Estado como
funcionario o contratado laboral ni puede ser cargo electo durante el tiempo
que dure su condena, pero puede practicar la medicina en la privada, que es
justo lo que está haciendo.
Entonces ¿no hay ninguna pena que impida
que una persona ejerza la medicina? Sí, la hay: se llama “inhabilitación especial
para profesión, oficio, industria o comercio” y no se puede imponer en este
caso. El Código Penal distingue entre penas principales (las que están
previstas para cada delito) y penas accesorias (las que van anejas a ciertas
penas principales). Toda pena principal de prisión superior a diez años lleva
aparejada una pena accesoria de inhabilitación absoluta, que es lo que se ha
hecho en este caso. La inhabilitación especial para cierta profesión es pena
accesoria de las condenas de prisión inferiores a diez años. En otras palabras,
la inhabilitación para ejercer la medicina no podía imponérsele a Yllanes ni
como pena principal (la pena del homicidio es de 10 a 15 años de prisión) ni
como pena accesoria.
Hasta aquí la parte más jurídica del
asunto. No hay mucho más que decir: la inhabilitación absoluta no llega hasta
el extremo de impedir el ejercicio privado de la profesión que tenga el reo.
Sin embargo, sí quisiera hacer algunas consideraciones más sociales. Como firme
creyente en el derecho del reo a reinsertarse, no voy a criticar la decisión de
concederle a Yllanes el tercer grado. Pese a que lo que me está pidiendo el
cuerpo es exigir que le metan en una celda y tiren la llave, voy a inhibirme de
opinar sobre este asunto concreto. Hay otros asuntos que me interesan más.
Cuando se detuvo y condenó a Yllanes, la
prensa llegó a calificarle de “chico diez”. Era un tipo joven, de buena
familia, con éxito… hasta pudimos leer algunos artículos muy asquerosos donde
se hablaba de su “vida truncada”. Años después, no parece que su vida esté muy
truncada. Ha encontrado trabajo según ha salido de la trena (¡qué suerte, con
la crisis que hay!), en una clínica privada que huele a clerigalla por todas
partes: el director del asunto es un tal Carlos Chiclana, cuya carrera como
psicólogo parece reducirse a hablar en público sobre lo malo que es hacerse
pajas.
Este trabajo es el típico que se consigue
con contactos. Quizás contactos hechos por él mismo o quizás por sus padres,
también sanitarios. Pero sea como sea me gustaría saber a quién se le ha
ocurrido que es buena idea que un condenado por matar a una mujer que no quiso
tener relaciones sexuales con él atienda a pacientes psiquiátricos. Que no
hablamos de reparar huesos rotos o de operar corazones, sino de intentar
arreglar problemas mentales profundos. Y no hablamos tampoco de alguien que
saldó su deuda hace diez años. ¿De verdad este tipo es adecuado para realizar
esa tarea? Me parece aterrador tener a alguien así pasando consulta de psiquiatría,
la verdad.
Desde el centro de Carlos Chiclana han
argumentado que Yllanes solo ejerce labores de investigación, es decir, que no
ve a pacientes. Pero entonces no se explica por qué su nombre constaba en el
apartado “Equipo asistencial” de la web y por qué ofertaba sus servicios en Doctoralia en la misma dirección que la clínica de Carlos Chiclana. Por
supuesto, tengo que poner capturas de pantalla porque esa información ya no
está disponible en la web. La conclusión parece obvia: Yllanes ha conseguido
trabajo de lo suyo gracias a sus contactos, y nadie ha tenido ningún problema
pese a lo sensible que es la labor psiquiátrica.
Otra cosa que me gustaría reseñar es un
tema, digamos, de largo alcance: en España un delito no se considera violencia
de género salvo que se dé en el ámbito de la pareja o la ex pareja. La LIVG
maneja esta definición tan restringida del concepto, y esto hace que los
delitos que se producen fuera del ámbito de una relación estable queden un
tanto marginados. Ni juzgados especiales, ni apoyo a las víctimas ni campañas
de concienciación. Este caso es el epítome de cómo la violencia de género
excede el concepto legal: un tipo que, cuando la chica con la que ha ligado le exige
que se detenga, le mete una paliza y la estrangula. Si este caso no tiene un
componente de género, no sé cuál lo tiene.
En 2014 entró en vigor el Convenio de
Estambul, un tratado internacional para mejorar la lucha contra la violencia de
género. En este convenio, del cual España es parte, se maneja un concepto mucho
más amplio de violencia contra las mujeres del que establece la legislación
española. Sin embargo, nada se ha hecho por adaptar nuestro derecho interno a
esa norma internacional. El reciente Pacto de Estado contra la Violencia de
Género es un intento tímido de ir en esa dirección, pero es deprimente que estemos
así tres años después de la entrada en vigor del Convenio.
Por último, quiero mencionar la posición
tan desairada en que han quedado las organizaciones colegiales. Para empezar,
por la contradicción: el ICOMEM saca un comunicado diciendo que Yllanes
está colegiado en Madrid desde julio de este año y casi a la vez la OMC niega su colegiación. ¿Quién tiene razón, el Colegio de Madrid o la organización estatal?
Parece que el primero, sobre todo si tenemos en cuenta que la OMC borró el tuit a las pocas horas de ponerlo.
Pero no solo eso. Echándole un ojo a la web del ICOMEM, he podido ver que en ningún momento se les exige a las
personas que quieren colegiarse un certificado de antecedentes penales. En este
caso Diego Yllanes no estaba inhabilitado para ejercer la medicina, pero ¿y si
lo hubiera estado? En el comunicado, el ICOMEM dice desconocer “los términos
específicos de la sentencia condenatoria”; es decir, que oficialmente no saben
si Yllanes puede o no puede operar como médico. Me parece una deficiencia muy
grave a la entrada de una de las profesiones más importantes del mundo. Y más teniendo en cuenta que la propia OMC obliga a denegar la colegiación cuando el condenado esté inhabilitado para el ejercicio profesional (artículo 38.1.c de los Estatutos OMC).
Para terminar quiero hablar de la
sensación que me da todo este asunto. Sí, en el caso de Yllanes no ha habido
ninguna ilegalidad. Sí, nadie niega que tiene derecho a reinsertarse. Y sin
embargo, ver que este tipo va a poder seguir con su vida, en su entorno y con sus amistades sin mayores problemas después de cargarse a una chica e intentar
descuartizar su cadáver… pues la verdad es que me produce una sensación de desaliento.
De que no se ha hecho justicia.
Supongo que lo que más me molesta es la
reacción de su entorno. ¿Cómo se puede volver a tener una relación normal con
alguien así? Sin embargo, se puede. Su padre dijo durante el juicio que no
creía que su hijo pudiera hacer algo así “sin ninguna razón”, como si
hubiera razones que justificaran un estrangulamiento hasta la muerte. Varios
amigos testificaron que era un tipo normal y tranquilo, nada violento. Y ya
vemos que ha encontrado trabajo con facilidad. Si a eso le sumamos el hecho de
que la sentencia declaró probado que Nagore le dijo que iba a destruir su
carrera, tenemos una excusa perfecta para que todo el mundo justifique al
“chico diez” que cometió un “trágico error” porque iba borracho pero que “no es
así”.
Sí, no es de extrañar que haya tanta
gente que opine que, pese a la condena por homicidio, a Nagore no se le ha
hecho justicia.
(1) Para hacer este cómputo me estoy
basando en noticias de prensa como ésta, ya que la sentencia del Tribunal
Supremo por la que se terminó la causa no menciona el tema de la prisión
provisional. En la sentencia de primera instancia (noviembre de 2009) sí se
dice que Yllanes lleva en prisión provisional desde el 8 de julio de 2008.
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Justicia justicia... una cosa es cumplir lo que la ley observa como adecuado para castigar tales cargos, que en este caso pudo quedarse corto, por aquello de que un intento de descuartizamiento no es agravante de la pena. Justicia sería un ahorcamiento en la plaza pública, pero hecho por sus familiares, para redimir la vergüenza. O explicaciones en la misma plaza, y según cómo le vea la turba, ahorcamiento, u hoguera o lo que fuera.
ResponderEliminar¿Ironía? ¿Qué ironía? :p
EliminarPues espera a que salga la resolución de los chicos de la Manada. Espero que en Pamplona se haga justicia esta vez
ResponderEliminarVeremos.
EliminarLos pijos se "reinsertan" muy rápido y siempre encuentran trabajo.
ResponderEliminarTampoco he querido hablar del tema de clase social, pero desde luego en este caso es muy evidente.
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