La
primera de las tres leyes-mordaza que vamos a analizar es la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana. El mismo nombre ya trae resonancias autoritarias: esta
norma va a sustituir a la tristemente conocida Ley Corcuera, que habilitaba a
la Policía a entrar en un domicilio sin orden judicial en determinadas
circunstancias. El Tribunal Constitucional determinó que eso era
inconstitucional… y esperemos que eso pase con muchos preceptos de la que entra
ahora en vigor.
De
la LSC se ha criticado mucho su régimen sancionador, pero en esta entrada no
hablaremos de él, pues tiene materia suficiente como para llenar un artículo por sí solo. Aquí analizaremos otros aspectos, que han pasado más desapercibidos pero que nos prueban que esta ley es, íntegramente, un instrumento represivo que hace
algo que debería asustar a cualquier ciudadano de bien: aumentar la parcela de
poder y arbitrariedad de la Policía.
Por
ejemplo, tomemos el artículo 16, que trata de la potestad que tiene la Policía
en la identificación de personas. Puede hacerse en dos casos: cuando haya
indicios de que han participado en un delito y cuando “se considere
razonablemente necesario que acrediten su identidad para prevenir la comisión
de un delito”. ¿Quién dijo redadas racistas o identificaciones arbitrarias?
Esto es un empeoramiento con respecto al artículo 20 de la ley vigente, que
permite a los cuerpos policiales realizar identificaciones cuando sea necesario
para proteger la seguridad. Se introducen más conceptos jurídicos indeterminados
y claro, ¿quién va a reclamar que le han identificado por sus pintas o por su
color de piel?
Más
ejemplos. El artículo 17.2 permite establecer controles para identificar y registrar
personas y vehículos en determinados casos de delitos graves o que causen
alarma social. Exactamente igual que el 19.2 de la ley vigente, con dos
pequeñas excepciones: la nueva ley permite hacerlo también para prevenirlos, y
además ya no hay que dar cuenta del resultado de la diligencia al Ministerio
Fiscal. De nuevo, la letra de la ley aumenta la parcela de arbitrariedad.
Y
está también el artículo 19.1, que establece que las diligencias de
identificación, registro y demás no están sujetas a las mismas formalidades de
la detención, aun cuando pueden incluir cacheos corporales o una privación de
libertad de hasta 6 horas si hay que llevarse al interesado a comisaría para
identificarle. Y uno se pregunta, ¿a qué formalidades están sujetas estas
diligencias? Nadie espera que a alguien que no está acusado de nada se le
provea de abogado, pero ¿y su derecho a hacer una llamada para comunicar su
situación? ¿Y el acceso al médico o al intérprete? Esos derechos son
razonables, pero no aparecen por ninguna parte. El Tribunal Constitucional tiene
dicho que toda privación de libertad es una detención, y aunque
desgraciadamente la práctica policial no suele hacer caso de esa previsión, es
triste que la ley ampare vulneraciones de derechos tan evidentes.
Además,
todas estas normas, y otras que no he citado, tienen algo en común: su
volatilidad. Son deliberadamente vagas. Estamos hablando de reglas que permiten
a la policía detener, registrar e identificar a personas, pero están llenas de
conceptos jurídicos indeterminados. Por ejemplo, el artículo 20 permite practicar
un cacheo “cuando existan indicios racionales para suponer que [esta medida] puede conducir al hallazgo de instrumentos, efectos u otros objetos relevantes
para el ejercicio de las funciones de indagación y prevención”. O sea, cuando
se le ponga al señor agente en las narices.
Vaguedad,
indeterminación, arbitrariedad, impunidad. Éste es el sello de una ley enfocada
a la burorrepresión, es decir, al control policial rutinario de
cualquier actividad de protesta popular con fines presuntamente preventivos y
precautorios. Algo de lo que tampoco se libra, como veremos en la entrada siguiente,
el extenso capítulo (casi la mitad de la ley) dedicado al régimen de
infracciones y sanciones.
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