Este martes murió, en una clínica
veterinaria de Madrid, mi gato Cohen. Le interné el domingo por la noche de
urgencia porque meaba sangre y ya no se recuperó: lo que en principio parecía
un hematoma provocado por un mal salto resultó ser un envenenamiento por
insecticida. Al final una parada cardiaca puso fin a nueve años de vida en los
cuales me llenó de alegría y cariño y que creo que también fueron felices para
él.
Durante esas turbulentas cuarenta y ocho
horas, de la noche del domingo a la tarde del martes, tuve tiempo de pensar
muchas cosas. Se trataba de lecciones que ya conocía de manera teórica (no
pretendo haber descubierto la rueda) pero que se me han grabado de forma mucho
más profunda después de sufrirlas en mis carnes. Allá van.
1. La sanidad pública es nuestro mayor
logro civilizatorio
Los liberales siempre dicen que ojalá la
sanidad fuera privada. Es gracioso, porque ves sostener discurso a personas que
no nadan precisamente en la abundancia, pero te miran y te dicen “bueno, es que
si abolimos la sanidad pública la salud quedaría en manos de seguros privados,
y cualquiera podría permitirse uno”. El argumento es una mierda por varias
razones, pero después de pasar esta crisis me causa directamente asco.
Cualquiera que quiera saber qué pasa con
los precios de la sanidad cuando no hay un sistema público y universal no tiene
más que mirar, en España, a los precios de las clínicas veterinarias. A mí dos noches
de internamiento, unas cuantas pruebas y una transfusión de sangre me salieron
por 760 €. Setecientos sesenta euros. Más que un salario mínimo. Por dos días
de internamiento. Lo repito por si los conceptos no han quedado claros.
Si nos cargamos la sanidad pública, las
empresas sanitarias no tienen ningún incentivo para tener precios asequibles.
Saben que al tratarse de salud la gente hará lo que sea, incluso pedir
préstamos en condiciones leoninas, para pagar. Da igual cuánto cueste el seguro
o cuánto sea la tarifa hospitalaria, que habrá gente que lo pague. Y si alguien
no puede pagarlo, pues bueno, es lamentable pero así funciona el mercado.
2. Los ricos pueden permitirse tragedias
más limpias
Tuve claro que mi gato se moría horas
antes de que lo hiciera. Fui a verle a la clínica y el veterinario me dijo que
había que tenerle internado una noche más pero que no me la cobraban. Mi
cerebro tradujo inmediatamente “o sea, que no esperan que llegue a la noche” y
así fue. Y lo jodido es que de alguna manera sentí alivio por el hecho de que
se detuviera la sangría económica.
La preocupación por el estado de salud de
mi gato se vio teñida desde el primer momento de miedo por cómo iba a poder
pagar las facturas. Al final recurrí al crowdfunding, que es la forma que
tenemos en el siglo XXI de llamar a la mendicidad por redes sociales, y por suerte
dio para cubrir todos los gastos. Pero si no hubiera dado, ¿qué? A pedir
prestado a las amistades, supongo. No creo que hubiera tenido que verme en la
tesitura de solicitar el alta voluntaria de un gato moribundo por falta de
dinero, pero la preocupación por el tema estuvo presente durante todo el
tiempo.
Eso genera el efecto perverso de sentirte
culpable porque en pleno desastre tú estás pensando en el dinero. Pero es que
el dinero importa. Nadie trabaja gratis y el mundo no se detiene por tu dolor, por
lo que si no sabes con seguridad que vas a poder hacer frente a los gastos toda
tragedia personal tiene una capa añadida de preocupación económica. Y esa capa,
por supuesto, lo empeora todo.
3. El privilegio que supone conocer a
profesionales
Mucha gente me ha acompañado durante todo
este camino horrible, pero quiero destacar el trabajo de una de ellas, mi amiga
Sony, que unió a su apoyo personal todo su conocimiento de veterinaria. Fue ella
quien me aconsejó hospital veterinario, quien me explicó los tratamientos,
quien me tranquilizó al principio, quien me sugirió pruebas alternativas más
baratas que las que proponían en la clínica… sin ella todo habría sido mucho
más duro.
Conocer a distintos profesionales es un
privilegio, y hablo de privilegio en el sentido socioeconómico del término,
porque para ser profesional hay que ir a la universidad y no todo el mundo
tiene esa posibilidad. Tener a tu alrededor a médicos, abogados, economistas,
agentes inmobiliarios o, en este caso, veterinarios, es un lujo. Aporta una
tranquilidad y una seguridad invaluables. Ojo, no se trata de que pongas a tus
amistades a trabajar gratis para ti, sino de que tienes gente a la que ir
cuando te surgen dudas o cuando no entiendes algo y sabes que te van a ayudar
con cariño.
4. La religión surge ante el miedo a la
muerte
Según se iba viendo que aquello no
remontaba, me fui poniendo peor de ánimo. En un momento dado cerré los ojos y
musité “que no se muera, que no se muera, que no se muera”; por un instante
pareció que algo escuchaba. Suena
estúpido, es estúpido, pero lo hice y lo sentí. Y si eso no es rezar no sé qué
lo es.
Yo he sido siempre un ateo irredento y lo
sigo siendo después de este trance, pero ahora entiendo eso que se suele decir
de que la religión es el miedo a la muerte, sea la propia o la ajena. Es
escalofriante hasta qué punto el miedo puede mandar a paseo el sistema lógico
mejor construido y convertirte en un guiñapo temblequeante que solo espera que
una entidad superior se apiade de él.
5. El pensamiento positivo lo impregna todo
El martes, justo después de que el
veterinario me dijera con palabras bonitas que no esperaban que llegara a la
noche, fui al mostrador de la clínica a pagar las facturas pendientes. Por puro
desahogo, le dije a la empleada que estaba hecho mierda. Y ella, con toda su
buena voluntad, dijo que me tocaba tener esperanza, que lo bueno atrae a lo
bueno.
Supongo que consiguió su objetivo (que
dejara de estar preocupado) porque por un momento estuve furioso. Si lo bueno
atrae a lo bueno pero yo soy incapaz de tener pensamientos positivos,
¿significa eso que yo soy el culpable de la (en ese momento hipotética) muerte
de mi gato? No se lo espeté porque la pobre solo quería ayudar, pero en serio,
si me lee alguien que trabaja de cara al público en lugares sanitarios: esta
clase de comentarios no ayudan.
6. Las redes sociales pueden ser increíbles
Soy un ferviente defensor de las redes
sociales. Tienen, por supuesto, defectos (¿qué invento no los tiene?), pero hay
tanto empeño en hablar de éstos que yo quiero hoy mencionar sus virtudes. No es
solo que gracias a ellas haya podido procurarle a Cohen el mejor tratamiento
veterinario posible y aún haya sobrado un pico (1), sino que me han dado una
gigantesca oleada de cariño. Desde el momento en que hablé del internamiento
hasta horas después de la muerte no he dejado de recibir ánimos, apoyo,
anécdotas bonitas y promesas de que al final recordaré lo bueno. La mayoría,
por cierto, procedentes de desconocidos o de personas a las que solo conozco de
cuatro tuits. Esa reacción conforta y ayuda mucho a pasar el mal trago.
Cohen está muerto y no va a volver. Su
muerte me ha ayudado a aprender seis lecciones por las que nunca hubiera pagado
ese precio de forma voluntaria. Pero ya que las cosas han venido así, he
sentido la necesidad de plasmarlas en un artículo y así dejarlas así. Sirva de
homenaje a un gato absolutamente maravilloso que nos dejó demasiado pronto.
(1) Pico que se ha ido en una fuente de
agua y una revisión veterinaria para mi otro gato (que ya tiene una edad) y en
una donación a un refugio de animales.
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Me encantan los gatos, cuando era niña tenia uno muy pequeño y jugaba mucho con él. Estoy pensando en adoptar otro nuevo gatito para que me haga compañia :)
ResponderEliminarPuede ser una buena idea :)
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