lunes, 20 de agosto de 2018

Cosas que he aprendido con la muerte de mi gato


Este martes murió, en una clínica veterinaria de Madrid, mi gato Cohen. Le interné el domingo por la noche de urgencia porque meaba sangre y ya no se recuperó: lo que en principio parecía un hematoma provocado por un mal salto resultó ser un envenenamiento por insecticida. Al final una parada cardiaca puso fin a nueve años de vida en los cuales me llenó de alegría y cariño y que creo que también fueron felices para él.

Durante esas turbulentas cuarenta y ocho horas, de la noche del domingo a la tarde del martes, tuve tiempo de pensar muchas cosas. Se trataba de lecciones que ya conocía de manera teórica (no pretendo haber descubierto la rueda) pero que se me han grabado de forma mucho más profunda después de sufrirlas en mis carnes. Allá van.

1. La sanidad pública es nuestro mayor logro civilizatorio
Los liberales siempre dicen que ojalá la sanidad fuera privada. Es gracioso, porque ves sostener discurso a personas que no nadan precisamente en la abundancia, pero te miran y te dicen “bueno, es que si abolimos la sanidad pública la salud quedaría en manos de seguros privados, y cualquiera podría permitirse uno”. El argumento es una mierda por varias razones, pero después de pasar esta crisis me causa directamente asco.

Cualquiera que quiera saber qué pasa con los precios de la sanidad cuando no hay un sistema público y universal no tiene más que mirar, en España, a los precios de las clínicas veterinarias. A mí dos noches de internamiento, unas cuantas pruebas y una transfusión de sangre me salieron por 760 €. Setecientos sesenta euros. Más que un salario mínimo. Por dos días de internamiento. Lo repito por si los conceptos no han quedado claros.

Si nos cargamos la sanidad pública, las empresas sanitarias no tienen ningún incentivo para tener precios asequibles. Saben que al tratarse de salud la gente hará lo que sea, incluso pedir préstamos en condiciones leoninas, para pagar. Da igual cuánto cueste el seguro o cuánto sea la tarifa hospitalaria, que habrá gente que lo pague. Y si alguien no puede pagarlo, pues bueno, es lamentable pero así funciona el mercado.


2. Los ricos pueden permitirse tragedias más limpias
Tuve claro que mi gato se moría horas antes de que lo hiciera. Fui a verle a la clínica y el veterinario me dijo que había que tenerle internado una noche más pero que no me la cobraban. Mi cerebro tradujo inmediatamente “o sea, que no esperan que llegue a la noche” y así fue. Y lo jodido es que de alguna manera sentí alivio por el hecho de que se detuviera la sangría económica.

La preocupación por el estado de salud de mi gato se vio teñida desde el primer momento de miedo por cómo iba a poder pagar las facturas. Al final recurrí al crowdfunding, que es la forma que tenemos en el siglo XXI de llamar a la mendicidad por redes sociales, y por suerte dio para cubrir todos los gastos. Pero si no hubiera dado, ¿qué? A pedir prestado a las amistades, supongo. No creo que hubiera tenido que verme en la tesitura de solicitar el alta voluntaria de un gato moribundo por falta de dinero, pero la preocupación por el tema estuvo presente durante todo el tiempo.

Eso genera el efecto perverso de sentirte culpable porque en pleno desastre tú estás pensando en el dinero. Pero es que el dinero importa. Nadie trabaja gratis y el mundo no se detiene por tu dolor, por lo que si no sabes con seguridad que vas a poder hacer frente a los gastos toda tragedia personal tiene una capa añadida de preocupación económica. Y esa capa, por supuesto, lo empeora todo.


3. El privilegio que supone conocer a profesionales
Mucha gente me ha acompañado durante todo este camino horrible, pero quiero destacar el trabajo de una de ellas, mi amiga Sony, que unió a su apoyo personal todo su conocimiento de veterinaria. Fue ella quien me aconsejó hospital veterinario, quien me explicó los tratamientos, quien me tranquilizó al principio, quien me sugirió pruebas alternativas más baratas que las que proponían en la clínica… sin ella todo habría sido mucho más duro.

Conocer a distintos profesionales es un privilegio, y hablo de privilegio en el sentido socioeconómico del término, porque para ser profesional hay que ir a la universidad y no todo el mundo tiene esa posibilidad. Tener a tu alrededor a médicos, abogados, economistas, agentes inmobiliarios o, en este caso, veterinarios, es un lujo. Aporta una tranquilidad y una seguridad invaluables. Ojo, no se trata de que pongas a tus amistades a trabajar gratis para ti, sino de que tienes gente a la que ir cuando te surgen dudas o cuando no entiendes algo y sabes que te van a ayudar con cariño.


4. La religión surge ante el miedo a la muerte
Según se iba viendo que aquello no remontaba, me fui poniendo peor de ánimo. En un momento dado cerré los ojos y musité “que no se muera, que no se muera, que no se muera”; por un instante pareció que algo escuchaba. Suena estúpido, es estúpido, pero lo hice y lo sentí. Y si eso no es rezar no sé qué lo es.

Yo he sido siempre un ateo irredento y lo sigo siendo después de este trance, pero ahora entiendo eso que se suele decir de que la religión es el miedo a la muerte, sea la propia o la ajena. Es escalofriante hasta qué punto el miedo puede mandar a paseo el sistema lógico mejor construido y convertirte en un guiñapo temblequeante que solo espera que una entidad superior se apiade de él.


5. El pensamiento positivo lo impregna todo
El martes, justo después de que el veterinario me dijera con palabras bonitas que no esperaban que llegara a la noche, fui al mostrador de la clínica a pagar las facturas pendientes. Por puro desahogo, le dije a la empleada que estaba hecho mierda. Y ella, con toda su buena voluntad, dijo que me tocaba tener esperanza, que lo bueno atrae a lo bueno.

Supongo que consiguió su objetivo (que dejara de estar preocupado) porque por un momento estuve furioso. Si lo bueno atrae a lo bueno pero yo soy incapaz de tener pensamientos positivos, ¿significa eso que yo soy el culpable de la (en ese momento hipotética) muerte de mi gato? No se lo espeté porque la pobre solo quería ayudar, pero en serio, si me lee alguien que trabaja de cara al público en lugares sanitarios: esta clase de comentarios no ayudan.


6. Las redes sociales pueden ser increíbles
Soy un ferviente defensor de las redes sociales. Tienen, por supuesto, defectos (¿qué invento no los tiene?), pero hay tanto empeño en hablar de éstos que yo quiero hoy mencionar sus virtudes. No es solo que gracias a ellas haya podido procurarle a Cohen el mejor tratamiento veterinario posible y aún haya sobrado un pico (1), sino que me han dado una gigantesca oleada de cariño. Desde el momento en que hablé del internamiento hasta horas después de la muerte no he dejado de recibir ánimos, apoyo, anécdotas bonitas y promesas de que al final recordaré lo bueno. La mayoría, por cierto, procedentes de desconocidos o de personas a las que solo conozco de cuatro tuits. Esa reacción conforta y ayuda mucho a pasar el mal trago.


Cohen está muerto y no va a volver. Su muerte me ha ayudado a aprender seis lecciones por las que nunca hubiera pagado ese precio de forma voluntaria. Pero ya que las cosas han venido así, he sentido la necesidad de plasmarlas en un artículo y así dejarlas así. Sirva de homenaje a un gato absolutamente maravilloso que nos dejó demasiado pronto.






(1) Pico que se ha ido en una fuente de agua y una revisión veterinaria para mi otro gato (que ya tiene una edad) y en una donación a un refugio de animales.


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2 comentarios:

  1. Me encantan los gatos, cuando era niña tenia uno muy pequeño y jugaba mucho con él. Estoy pensando en adoptar otro nuevo gatito para que me haga compañia :)

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