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viernes, 28 de septiembre de 2018

Profesiones jurídicas XIV - Los intérpretes judiciales


La intersección del derecho y de los idiomas extranjeros es siempre problemática. Cuando una persona litiga en un país que no es el suyo, y más si en ese país se habla un idioma que no domina, hay que andar con mil ojos para que no quede indefenso. Se añaden trámites: traducir contratos, probar la existencia de leyes extranjeras, contratar a un intérprete para que medie entre el extranjero y el sistema judicial… Es por eso que vamos a dedicar esta entrada y la siguiente a dos profesionales de la traducción jurídica: el traductor jurado y el intérprete judicial.

Empezaremos con la diferencia: el traductor trabaja por escrito y el intérprete de forma oral. Si alguna vez vais a una charla dada por un ponente extranjero y hay una persona a su lado que la reproduce en español, lo que está haciendo esa persona es interpretar, no traducir. De hecho, si queréis ver cómo se le hincha la vena del cuello a un intérprete, no tenéis más que decirle que es muy buen traductor.

Antes me he referido a estas dos profesiones como “traductor jurado” e “intérprete judicial”. No es exacto. Un profesional jurado es aquel que dota a su trabajo de carácter oficial, de forma que el texto resultante podrá presentarse ante organismos públicos. Un profesional judicial es simplemente aquel que trabaja en un Juzgado o Tribunal. Es decir, que ambos pueden realizar tanto traducción como interpretación. De hecho, el nombre oficial de ambas profesiones sería traductor-intérprete jurado y traductor-intérprete judicial.

Sin embargo, un examen de cómo funcionan ambas profesiones nos muestra un cierto desequilibrio. Los profesionales jurados tratan sobre todo con documentos escritos: contratos, acuerdos, testamentos, normas legales, etc.; solo en casos puntuales realizarán trabajo verbal (por ejemplo, en negociaciones). Por el contrario, los profesionales judiciales, debido a que nuestros procedimientos están presididos por el principio de oralidad, realizan principalmente actuaciones verbales: interpretar la declaración del extranjero que lo necesite y contarle a éste el juicio.

Esa es la razón por la cual, aunque no sea exacto, he optado por hablar de “traductor jurado” e “intérprete judicial” en vez de usar los nombres completos de ambas profesiones, que pueden prestarse a confusión. Así, esta entrada y la siguiente deben leerse teniendo claro que el traductor jurado también interpreta y que el intérprete judicial también traduce, porque la diferencia principal entre ambos no es si trabajan en lo oral o en lo escrito.

Hablemos, pues, de intérpretes judiciales. Tradicionalmente el panorama en España ha sido desolador en esta materia, tanto a nivel legislativo como de práctica. Esta conferencia que dio una jueza penal madrileña en 2010 es bien ilustrativa. Donde es más vital una buena traducción es sin duda en la jurisdicción penal, porque normalmente la necesitará un acusado que se está jugando una multa, una privación de derechos o incluso un internamiento forzoso. Es decir, alguien con quien hay que ser especialmente cuidadoso para asegurarse de que puede defenderse de forma correcta.

Pues bien: en el momento en que se dio esta conferencia, ni la Ley Orgánica del Poder Judicial (que es la norma básica en materia jurisdiccional) ni la Ley de Enjuiciamiento Criminal (que regula el procedimiento penal) exigían que los intérpretes judiciales tuvieran título alguno. El juez podía nombrar a cualquiera que supiera el idioma, lo cual supone un problema porque si el juez no entiende urdú es incapaz de determinar la competencia en urdú de los candidatos (1). Aparte de que saber el idioma a interpretar no basta para ser intérprete judicial: es necesario hablar un buen español y también entender el proceso judicial y sus tecnicismos. Sin estas tres patas no se puede hacer bien el trabajo.

Esta inadaptación legal provocaba que el sistema de selección de intérpretes judiciales fuera absolutamente kafkiano. Estaba atribuido a empresas privadas, que malpagaban a sus trabajadores (10 € brutos/hora) y que ni siquiera controlaban la cualificación de éstos. El resultado era intérpretes que tenían, con suerte, una de las tres patas en que deben apoyar su trabajo. Cuando empiezas a buscar información lees anécdotas espeluznantes, como la del intérprete de bengalí que hablaba un bengalí perfecto pero era incapaz de entender las preguntas que le hacía el fiscal en español.

En 2015, el legislador se puso las pilas y transpuso una directiva europea sobre derecho a la interpretación y traducción en los procesos penales. El resultado fueron los artículos 123 a 127 LECrim, que pretenden garantizar que el imputado que no hable español o lengua cooficial pueda defenderse del proceso seguido contra él. Se reconocen derechos bastante amplios: derecho a tener intérprete en todas las actuaciones (tanto policiales como ante su abogado, y por supuesto en el juicio) y a que le traduzcan los documentos esenciales para garantizar su derecho a la defensa, por supuesto con el coste sufragado por la Administración. El derecho se reconoce también a las personas con discapacidad sensorial.

La nueva norma también incide en la forma en que se seleccionan estos intérpretes. Se establece la creación de un registro oficial de profesionales, al cual solo podrán acceder traductores e intérpretes habilitados: cuando sea necesario contar con un servicio de este tipo, se tirará del registro. También se añaden normas que hasta ahora no existían, como la obligación de confidencialidad del intérprete o la posibilidad de designar a un nuevo profesional si el juez o el fiscal consideran que el actual no ofrece garantías de exactitud. En definitiva, un sistema mucho más moderno, que pretende garantizar los derechos fundamentales del imputado.

Y que no se cumple.

La ley de 2015 que arbitraba esta reforma le daba al Gobierno un año para presentar un proyecto de ley que creara el registro de intérpretes judiciales. Ya estábamos en retraso sobre retraso, porque se supone que la directiva europea de 2010 debería haber estado transpuesta en 2013. Pero ese retraso se alarga y se alarga: en 2018, ese proyecto de ley sobre el registro de intérpretes ni está ni se le espera. Por supuesto, una vez presentado deberá ser discutido, aprobado y desarrollado reglamentariamente, lo cual aumenta de nuevo los plazos.

Eso quiere decir que seguimos con el sistema de licitación a empresas, sueldos de miseria e intérpretes infracualificados. Este artículo de 2016, donde el periodista consiguió ser citado a un juicio como intérprete de árabe sin saber una palabra de este idioma, es esclarecedor. Y claro, es un tema que no preocupa, porque tanto los afectados como los propios intérpretes son extranjeros, de clase trabajadora y países pobres. Por no hablar de que en otras jurisdicciones no existen ni siquiera estas exigencias mínimas que tiene la penal: el artículo 143 LEC permite nombrar como intérprete a “cualquier persona conocedora de la lengua de que se trate” y las normas procesales contencioso-administrativa y social ni siquiera mencionan el tema.

Así pues, mi conclusión a este artículo sobre la profesión de traductor-intérprete judicial solo puede ser una: no te metas en esta profesión si puedes evitarlo.





(1) En puridad, el artículo 398 LECrim, que remitía al 440 y 441 de la misma norma, sí exigía que se escogiera con preferencia a un intérprete titulado “si los hubiera en el pueblo”. Esta norma, vieja y no adaptada a una España mucho mejor comunicada, se aplicaba solo al procedimiento ordinario, es decir, a aquel que se sigue por delitos que tienen pena superior a nueve años de prisión. En el resto de casos, la ley declaraba expresamente que no era necesario que el intérprete tuviera título alguno.


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miércoles, 26 de septiembre de 2018

Las pseudoterapias matan


El otro día me contaron una historia triste. Empieza con una mujer desarrollando en el pecho un tumor que al principio era pequeño y operable. La clase de cosa que, en el primer mundo y en el siglo XXI, supone una cabronada pero no una sentencia de muerte. Por desgracia, esta mujer decidió prescindir de la medicina y ponerse en manos de un curandero que prometió quitarle el cáncer a golpe de zumos y de cartas escritas por las amistades de ella para transmitirle buenas vibraciones. La paciente confió en el curandero, ya que (giro de los acontecimientos) éste era su marido. ¿Cómo iba su marido a engañarla, o a no querer lo mejor para ella?

Aquí tengo que hacer una digresión: me puedo creer que su marido de verdad quisiera lo mejor para ella. Lo fácil aquí es ver a todos los curanderos, chamanes y pseudomédicos como estafadores sin escrúpulos, cuando me da la sensación de que la mayoría creen de verdad en las mierdas que venden. No es tanto maldad como pura incompetencia intelectual: creer de verdad que cualquier estupidez (sea tradicional o recién inventada) vale lo mismo que los hechos contrastados y los tratamientos de verdad. Sumado, por supuesto, a una irresponsabilidad completa a la hora de asumir las consecuencias de los propios actos. En este caso, y como ya podrá imaginar cualquiera que lea esto, la consecuencia fue que la paciente murió de algo curable.

Cuando lo conté en Twitter, varias personas me preguntaron si no se podría procesar al marido (o, en general, a los curanderos que consiguen matar a su paciente) por homicidio. La pregunta se puede extender a un hipotético enjuiciamiento por lesiones si el paciente no muere sino que sufre algún daño. Sin embargo, existen problemas de toda clase para que estos procesos acaben con la condena del pseudomédico. En primer lugar, están las objeciones de orden práctico: alguien que ha perdido a un familiar cercano (progenitor, pareja…) no suele estar para muchos pleitos. La mayoría de estos casos acabarían antes de empezar.

Pero venga, supongamos que alguien reúne las ganas necesarias para meterse en ese fregado. El primer problema lo encontraríamos al analizar la parte subjetiva del tipo penal. O, en otras palabras: ¿los hechos se cometieron con dolo o por imprudencia? Porque la diferencia es importante: el homicidio doloso lleva pena de 10 a 15 años de prisión, mientras que el imprudente es de 1 a 4 años si la negligencia es grave y de una simple multa si es leve.

Se suele decir que el dolo es intencionalidad (conocer y querer el resultado) y que la imprudencia es una simple falta de cuidado, por lo que en principio la distinción entre ambos quedaría clara. Sin embargo, existe el llamado dolo eventual, que linda con la imprudencia consciente: en ambos casos el sujeto se plantea la posibilidad del resultado lesivo y, pese a no ser su objetivo, actúa.

No vamos a reproducir aquí todo el debate sobre la distinción entre ambas figuras. Solo diremos que el principal problema, como en todos los elementos subjetivos del delito, es saber qué pasaba por la cabeza del autor en el momento de cometer el delito. En el caso que motiva esta entrada, si el curandero se representó la posibilidad de que su mujer acabara muerta podríamos discutir si estamos ante dolo o ante imprudencia; si nunca previó ese resultado, por el contrario, estaríamos siempre ante imprudencia. Como in dubio pro reo, un dictamen de imprudencia sería el resultado más probable.

Vale, estamos ante un acto imprudente. Pero ¿es homicidio? ¿Se puede decir que el curandero ha matado a su paciente, que le ha causado la muerte? Aquí entramos en una maraña de problemas, tanto fácticos como jurídicos, que dificultan conseguir una condena. Para empezar, si el paciente está muerto es casi imposible probar lo que pasó en la consulta: ¿qué promesas le hizo el pseudomédico? ¿Qué mentiras le contó sobre el tratamiento médico? ¿Qué le dijo que tenía que hacer para que la estafa funcionara? No se sabe.

Es posible, entonces, que ni siquiera se pueda probar que el curandero convenció al paciente de que abandonara el tratamiento médico en favor de la estafa. Ya sabemos que estos timadores han abandonado la retórica de la medicina alternativa para hablar de medicina complementaria. La defensa del curandero lo tendría muy fácil: “mi cliente nunca le dijo al fallecido que dejara la quimioterapia, simplemente se ofreció a complementar ésta con técnicas holísticas”. Y ya estaría.

Incluso en el caso de que haya testimonios creíbles que se contrapongan a esta versión (familiares cercanos de la víctima, o incluso ésta si ha sobrevivido), el asunto se convierte en una cuestión de “mi palabra contra la suya”. Salvo que los testimonios de la acusación sean muy sólidos y creíbles, y a ser posible apoyados por pruebas documentales, sería difícil desvirtuar la presunción de inocencia.

Pero esto no es lo peor. Vamos a ponernos en el supuesto más favorable: tenemos grabaciones de las conversaciones del curandero, donde se le ve prometiendo sanación si el paciente abandona el tratamiento médico y se somete a su pseudoterapia. Pues aun así, sería difícil lograr la condena. La razón es que entre las actuaciones del charlatán y la muerte de su víctima media la propia actividad de ésta, que es en última instancia quien decide si acepta o rechaza los tratamientos “alternativos”. En otras palabras: por mucho que yo prometa curaciones milagrosas, si es el paciente quien me compra la moto no se puede decir que yo le matara.

Se aducirá de contrario que la víctima no era verdaderamente libre de elegir, porque el curandero le engañó. Y yo estoy de acuerdo. Pero el derecho tiende a ser poco comprensivo con las decisiones tomadas desde la desesperación. Se asume que, salvo situaciones de abuso emocional o dependencia grave, las decisiones son libres: si un paciente opta por prescindir de la quimioterapia y aceptar que un chamán trate de curarle el cáncer con zumos, no hay demasiado que se le pueda hacer.

Esta doctrina de la responsabilidad personal se aplica también cuando el delito no es el homicidio sino la estafa, por medio del concepto de “engaño burdo”. Si yo voy a un brujo a que me quite el amarre que creo que me han hecho y aun así mis circunstancias vitales no cambian, mi denuncia por estafa va a acabar en vía muerta. Los tribunales consideran que esta clase de cosas (hechicerías, vudú y, sí, pseudoterapias) son engaños burdos, lo que paradójicamente reduce la protección de quienes caen en ellos: si el engaño podría ser destapado con una diligencia normal por parte de la víctima, no se considera estafa.

Volvamos al homicidio. Por desgracia, el argumento que he expuesto no es un invento mío: es la solución que un Juzgado de Valencia ha dado al caso de Mario Rodríguez, que murió después de que un curandero le convenciera de dejar su tratamiento contra la leucemia. La sentencia concluye que Mario tomó una decisión libre, por lo que su muerte no es imputable al charlatán. Además, usa otro argumento, también muy común en esta clase de procedimientos: que no queda acreditado hasta qué punto el parón en el tratamiento provocó la muerte del joven. Este segundo argumento es más débil, puesto que puede combatirse con periciales.

Escribo esta entrada justo la semana en que me entero de un estudio de Yale sobre la probabilidad de muerte en pacientes con cáncer que “complementan” su terapia con mierdas no curativas. Resulta que la posibilidad de morir se dispara porque tienden mucho más a abandonar el tratamiento. Lo cual es lógico: ¿por qué iban a pasar por cosas tan invasivas como la quimio o la radio si les están prometiendo que con zumos, oraciones o cristales cuánticos quedarán curados?

Veremos en qué para el asunto de Mario Rodríguez, que está ya recurrido. Pero sea cual sea la sentencia final, ya es tarde para él, igual que lo es para la mujer cuya muerte ha motivado esta entrada. La persecución de estos terroristas de la salud no puede dejarse en manos de los familiares de los muertos, entre otras cosas porque no deberíamos esperar a que hubiera muertos. El legislador y el resto de operadores jurídicos tienen que concienciarse y empezar a recuperar el tiempo perdido.

Vivimos en una sociedad cada vez más capaz de curar enfermedades. No sé en qué cabeza cabe que sea la misma sociedad en la que está haciendo su agosto una panda de estafadores sin pizca de vergüenza que convencen a la gente de abandonar el tratamiento. Hay que ponerles coto a la de ya.



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lunes, 24 de septiembre de 2018

Los tocamientos fugaces son abuso


El Tribunal Supremo ha hablado: cualquier tocamiento inconsentido con significación sexual, por muy fugaz o momentáneo que sea, constituye delito de abuso sexual. Por supuesto, en seguida han empezado las bromitas: que si cuidado en los ascensores, que si habrá que detener a todos los que van en el Metro por la mañana y similar. Detrás del ruido, ha surgido la pregunta: ¿por qué esto es noticia? ¿Es que no era ya así? Al final, lo que queda una decisión judicial comprensible, que procede de un contexto legislativo muy determinado. Veamos.

Cuando yo estudié la carrera, en aquellos procelosos primeros años de la crisis, traté por supuesto el abuso sexual. Se trata de ese delito que consiste en imponerle a alguien un comportamiento sexual no deseado pero sin usar la violencia o la intimidación: por ejemplo, aprovechándose de que la víctima está dormida o prevaliéndose de una posición de superioridad sobre ella. Recuerdo que en su momento el profesor nos explicó que para que algo fuera considerado abuso sexual tenía que tener una cierta entidad: el ejemplo que puso (“no sería abuso sexual robar un beso”) me quedó bastante marcado.

Y efectivamente, en aquel momento así era, porque existía otro tipo penal que se aplicaba a estos abusos “rápidos” o “fugaces”: la falta de vejación injusta. El Código Penal no la definía, sino que la listaba junto a toda una serie de conductas leves (coacciones, amenazas, injurias) que se castigaban con multa. Como quiera que las coacciones, las amenazas y las injurias sí estaban definidas, el tipo de vejación injusta acabó siendo una norma residual que se aplicaba a todas aquellas conductas vulneradoras de derechos que no estaban recogidas en otra parte. Incluyendo los tocamientos sexuales momentáneos.

En 2015 se produjo la última macrorreforma del Código Penal. Esta modificación eliminó las faltas, y convirtió la mayoría de ellas en lo que ahora se llaman “delitos leves”. Las vejaciones injustas fueron redirigidas al artículo 173.4 CPE, como modalidad del delito de trato degradante. Sin embargo, sufrieron un cambio importante: solo se castigan cuando se cometan sobre el cónyuge o asimilado, sobre familiares cercanos y sobre menores o discapacitados sometidos a tutela o acogimiento. En otras palabras, sobre gente integrada en el núcleo familiar del autor. Los tocamientos fugaces realizados sobre otras personas quedaban, así, despenalizados.

Es en este contexto en el que hay que entender la sentencia que ahora comentamos. Los tocamientos sexuales fugaces todavía podrían penarse con el delito leve de coacciones (que, este sí, puede aplicarse a cualquier coacción leve, no solo a las cometidas entre familiares cercanos), pero sería problemático porque no abarcaría todos los casos. Además, vivimos una época donde cada vez más la ciudadanía –y, por tanto, los jueces– toma conciencia de lo graves que son estos ataques, por rápidos que sean.

La sentencia que ahora comentamos no dice, por supuesto, todas estas cosas. Pero sí es relevante en un sentido: declara expresamente “superada” (FJ 3.2, in fine) la jurisprudencia vieja, esa que decía que estos tocamientos deben penarse como vejaciones injustas o como coacciones leves. Y afirma lo siguiente: “Cualquier acción que implique un contacto corporal inconsentido con significación sexual (...) implica un ataque a la libertad sexual de la persona que lo sufre y, como tal, ha de ser constitutivo de un delito de abuso sexual”. Los casos más leves podrán castigarse con una multa mientras que los más graves llevarán pena de cárcel, pero en ambos casos se considerará abuso sexual. 

Eso es lo importante de esta sentencia, ese “cualquier acción” que abarca también los ataques rápidos o comparativamente leves, y el hecho de que declare superada la doctrina anterior. Por supuesto, la madre del cordero está en qué es “significación sexual”. Según la propia doctrina del Tribunal Supremo, el abuso sexual se compone de dos elementos: un contacto sexual no consentido (elemento objetivo) y un ánimo libidinoso por parte del autor (elemento subjetivo). No se pueden dar guías generales de cuándo un tocamiento es sexual, así que habrá que estar a cada caso concreto.

Una cosa que sorprende a quien lee la noticia es que, pese a sentar esta doctrina, en la misma sentencia el Tribunal Supremo desestima el recurso de la víctima y, por tanto, confirma la absolución del autor del tocamiento. Lo hace porque el Juzgado de lo Penal que conoció del asunto en primera instancia no consideró que hubiera ánimo libidinoso. El ánimo con el que actuaba el autor es parte del relato de hechos probados, y el Tribunal Supremo no puede modificarlo. Cuando el asunto llega a ese nivel, los hechos son sagrados; el Tribunal Supremo lo único que puede valorar es si el derecho se aplicó correctamente a esos hechos probados. Si en el relato de hechos no hay ánimo libidinoso, es imposible condenar por abuso sexual.

Esto nos demuestra que, por mucho cambio jurisprudencial que haya, el sistema de protección a las víctimas de violencia sexual tiene mucho camino que andar. Por ejemplo,  es muy discutible la propia exigencia de un “ánimo libidinoso” como elemento subjetivo en la comisión de este delito. La jurisprudencia lo considera parte del tipo, pero es algo que no viene en el tipo penal. Cuando el Código Penal exige un “ánimo” superior al mero dolo (como el ánimo de lucro en el hurto o el ánimo de escarnecer en el escarnio a los sentimientos religiosos), se asegura de decirlo con todas las palabras. Aquí no lo dice. Uno se pregunta entonces qué hace la jurisprudencia hablando de esto.

Además, hay que tener en cuenta que cada vez tenemos más claro que los delitos sexuales no son delitos que vayan sobre sexo sino sobre poder. El agresor sexual no viola porque necesite satisfacción sexual, sino para demostrar dominio, castigar a su víctima, etc. ¿Qué tiene que ver aquí el ánimo libidinoso? ¿No basta para integrar el tipo con que haya un contacto sexual inconsentido y doloso? 

Los hechos probados de este caso son los siguientes: la víctima fue al baño de un bar; el autor la siguió y empezó a insistir en pasar con ella al baño de mujeres. Ella se negó. Él fue a coger la llave del servicio de mujeres y rozó el pecho y la cintura de ella. Toda la conducta tiene una significación unívocamente sexual, y cualquier interpretación contraria (“señoría, le propuse entrar al baño para drogarnos y el rozamiento fue sin querer”) debería haber sido alegada por el autor. Parece que no lo fue. Y aun así se absuelve por abuso sexual solo porque el juzgador de instancia no apreció un elemento subjetivo que ni viene en la ley ni es necesario para nada.

Así que sí, felicidades al Tribunal Supremo por cambiar una doctrina antigua y desfasada. A ver si lo aplica a todo.


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miércoles, 19 de septiembre de 2018

Aforamientos


El Gobierno de Pedro Sánchez ha encontrado un filón en lo simbólico. Agotado ya el tema de Franco, es necesario buscar un nuevo asunto, con un perfil muy concreto: que sea algo barato, puramente simbólico, con la aspiración de mejorar la calidad de la democracia y, sobre todo, ajeno al PP. La cuestión de los aforamientos ha sido perfecta, porque es algo en lo que mucha gente está de acuerdo y que por tanto obliga a retratarse al PP.

La jugada política es magnífica. Una reforma constitucional no va a salir sin el apoyo del Partido Popular (1), así que aquí no van a poder ponerse de perfil mediante la abstención, que es lo que han hecho con el tema de Franco: cualquier cosa que no sea votar “Sí” será torpedear la medida. Medida, por cierto, que es bastante popular, pues llevamos ya unos cuantos años de runrún antiaforamientos. Pero es que el PP está dirigido por Pablo Casado, un hombre que se está jugando una condena penal por el tema del máster y que precisamente acaba de beneficiarse de la prerrogativa de aforamiento.

Así las cosas, la propuesta de Sánchez es un trágala en toda regla. Si el PP no la apoya, diga lo que diga para justificarlo, le van a acusar de preferir la defensa de su líder al bien del país. Si la apoya, la victoria es de Sánchez aunque el PP también llevara el tema de los aforamientos en su programa electoral. Sí, un negocio redondo para el presidente del Gobierno, que marca el paso de la agenda política y se distancia de su principal competidor.

Pero ¿qué son los aforamientos? Lo expliqué más en detalle en esta entrada, pero lo resumo ahora. En el parlamentarismo liberal, los diputados y senadores tienen diversas prerrogativas o privilegios. Es correcto referirse a ellas por estos nombres, porque están concebidas como tales: dada la especial posición de los parlamentarios en el sistema político (son representantes de la soberanía popular), tiene sentido que estén más protegidos que el resto de ciudadanos de la acción de la justicia. Con estos privilegios se busca fomentar su independencia y evitar que cualquiera con dinero (o incluso el propio Gobierno) entierre a denuncias a los políticos del otro bando.

Las tres prerrogativas que reconoce nuestra Constitución son:
  • Inviolabilidad: los parlamentarios no pueden ser enjuiciados por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones.
  • Inmunidad: los parlamentarios no pueden ser detenidos salvo en caso de delito flagrante y no pueden ser procesados sin autorización de su Cámara.
  • Aforamiento: los parlamentarios son juzgados por el Tribunal Supremo.


Eso, y solo eso, es lo que significa el aforamiento: que el fuero que correspondería a los delitos cometidos por diputados y senadores deja de corresponder al juez natural (el del lugar del delito) y pasa a pertenecer al Tribunal Supremo. Nada más. El resto de prerrogativas parlamentarias son manifestaciones de la inviolabilidad o de la inmunidad, y Sánchez no ha propuesto tocarlas.

Hay quien ha cuestionado que el aforamiento sea un verdadero privilegio, porque priva al imputado de la doble instancia penal. Al fin y al cabo, contra las decisiones del Tribunal Supremo no hay recurso ordinario. Aun así, yo sí creo que lo es, ya que sirve para proteger a los parlamentarios de acusaciones espurias: no es solo que la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo sea más pejiguera que muchos jueces de Instrucción para admitir a trámite una querella (2), sino que a la hora de denunciar da más pereza hacer el ridículo ante el Supremo que ante un Juzgado cualquiera.

Así pues, es un privilegio. En principio, y como acabamos de ver, está previsto para miembros de las Cortes Generales, aunque la Constitución lo extiende también al presidente del Gobierno y los ministros. En otras palabras, según la Carta Magna solo están aforados los diputados, los senadores y los miembros del Gobierno, es decir, los componentes más importantes del poder político.

Sin embargo, y por virtud de diversas leyes, poco a poco se ha ido extendiendo esta prerrogativa. Así, los Estatutos de Autonomía se la conceden a los diputados autonómicos, aunque lo refieren al TSJ autonómico y no al Tribunal Supremo. La LOPJ se la atribuye a toda clase de cargos públicos y análogos, desde los miembros del Tribunal Constitucional o el defensor del pueblo hasta los componentes de la Familia Real. También están aforados los jueces y fiscales, lo cual eleva la cifra de beneficiados por esta prerrogativa hasta las cinco cifras (17.600, calcula ElDiario.es), o hasta las seis si contamos con los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.

Lo curioso es que si Pedro Sánchez tuviera de verdad ganas de reducir el número de aforamientos podría empezar por podar este gigantesco árbol establecido en las leyes. ¿Qué sentido tiene que los policías y los guardias civiles sean juzgados siempre por la Audiencia Provincial, o que hasta el último cargo político tenga un aforamiento? En caso de jueces y fiscales se entiende mejor, porque el aforamiento evita que una persona sea juzgada por su compañero de trabajo o, peor aún, por un tribunal inferior; aun así, en otros países no tienen esta institución y existen otras formas de garantizar la independencia judicial.

Pero Pedro Sánchez no ha hablado de modificar leyes orgánicas u ordinarias, sino de reformar la Constitución, es decir, los aforamientos de parlamentarios y de ministros. Es evidente que le mueven más las consideraciones estratégicas de las que hablamos al principio que una verdadera voluntad regeneradora. Y esto me supone un problema por una razón: el aforamiento es cuestionable, sí, pero si se va a mantener es más lógico dejarlo para las personas que están en el núcleo del sistema que para las que están en el exterior. Si alguien va a estar privilegiado, prefiero que sean los diputados y senadores a que lo sea la infanta Sofía o el cabo de la Guardia Civil de Torrecilla del Molino.

Al final, parece que lo que habrá será una solución intermedia: se mantendrá el aforamiento, pero solo para delitos cometidos en el ejercicio del cargo. Es decir, un diputado que use su influencia para robar dinero público será juzgado por el Tribunal Supremo; otro que conduzca un coche bajo la influencia del alcohol, no. El PP, después de un primer momento conspiranoico donde ha dicho que la propuesta responde a un oscuro pacto con los separatistas, ha afirmado que podría aceptarla si se incluyen los aforamientos autonómicos. Así que habrá que estar a la expectativa de lo que suceda en los próximos días.

Si se aprueba, por cierto, es muy complicado que afecte al tema del máster de Casado. Para empezar, porque si el Tribunal Supremo le imputa antes de que entre en vigor la reforma constitucional, ésta tendría que aplicarse de forma retroactiva, y eso requiere que se prevea en la propia norma. Y para seguir, porque la tesis de la jueza que ha remitido el caso al Tribunal Supremo es que a Casado le regalaron un máster en atención a su posición política. Es cierto que entonces no era diputado estatal sino autonómico, pero se sigue tratando de un delito relacionado con su cargo público.

Veremos qué pasa. Mi previsión es que al final el PP traga (se acepte o no lo de los aforamientos autonómicos) y la reforma sale adelante. Al no tratarse de algo que afecte al modelo de Estado, a la Corona o a los derechos fundamentales, puede hacerse por la vía rápida. Sin embargo, veo probable que Podemos aproveche que tiene más del 10% de diputados para forzar que la medida se apruebe por referéndum. En ese caso se incumpliría el plazo de 60 días previsto por Sánchez, claro. Yo lo vería como algo positivo: será refrescante votar algo que tiene que ver con nuestra Constitución por primera vez en cuarenta años.




(1) Para reformar la Constitución se necesita o bien el voto de 3/5 de cada Cámara, o bien un acuerdo entre ambas mediante una comisión mixta, o bien el voto de 2/3 del Congreso y de la mayoría absoluta del Senado. Dado que el PP tiene la mayoría absoluta del Senado, se necesita su participación para cualquiera de estos tres procedimientos.

(2) Muchos jueces de Instrucción tienen un sistema basado en admitir todo lo que les llega, llamar a declarar a todos los implicados y luego archivar lo que no se sostenga. Este sistema se aplica incluso ante acusaciones de hechos obviamente no delictivos. Véase el caso Willy Toledo.



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miércoles, 12 de septiembre de 2018

No te van a multar por difundir la imagen de un agresor


Twitter se ha convertido en un lugar donde denunciar toda clase de abusos. Desde el mero desahogo a la exposición fundamentada y estructurada de un problema, esta red social es un catalizador de quejas. Por ejemplo, hace poco vi el enésimo tuit que hablaba de una agresión (en este caso, a una persona trans) y que adjuntaba la foto del agresor. Y como siempre, no podía faltar el aviso bienintencionado-pero-no: “oye, no subas una foto de ese tipo que es ilegal y te pueden poner multa”. Esta frase hace llorar a mi muerto corazoncito de jurista, así que vamos a rebatirla.

En primer lugar, no hablaremos de derecho sino de probabilidades. Tenemos a un tipo que ha agredido a otra persona en la calle; un tercero ha subido una foto suya para identificarle como agresor y proteger a otras posibles víctimas. ¿Qué probabilidades hay de que el agresor, primero, se entere de que le han hecho una foto, y segundo, decida denunciar? Más bien pocas. Si andas por la vida pegando a gente, no suele ser una buena estrategia discutir delante de un juez si era lícito o no que difundieran por redes sociales tus fotos post-paliza.

Pero venga, supongamos que el matón además es un querulante (qué multiclase más chunga) y decide proceder judicialmente contra ti por grabarle y subir sus fotos a Internet. ¿Qué vías tiene abiertas? Quizá la más obvia es la de injurias y calumnias. Las injurias y las calumnias son delitos contra el honor; la calumnia es la imputación falsa de un delito (“Pepe es un ladrón”) y la injuria, la imputación falsa de hechos que, sin ser delito, menoscaban la reputación de la persona (“Pepe es miembro del Opus Dei”) (1). En este caso nos encontraríamos más bien en sede de calumnias, porque se acusa a alguien de haber agredido a otra persona.

Sin embargo, una denuncia por calumnias no tendría mucho recorrido. Para que sea punible, la imputación del hecho debe hacerse “con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”. Es decir, tienes que saber que es falso o al menos que pasar por completo de todo mecanismo de verificación. Está muy claro que si tú presencias una agresión y luego difundes una foto con la leyenda “este chico acaba de agredir, cuidado con él” no estás calumniando a nadie. Si el matón te denuncia, puedes traer al juicio a la víctima de la agresión, a los testigos que la presenciaron e incluso a los policías que se desplazaron hasta el lugar.

En cuanto a los delitos contra la intimidad, como el descubrimiento y revelación de secretos, no son aplicables. Ni me voy a molestar en analizarlos, ya que el medio de la calle no es un lugar donde se ejerza la intimidad. Estaría la posibilidad de aplicar el llamado “delito Hormigos” (artículo 197.7 CPE), que castiga la difusión de imágenes tomadas en un sitio público ajeno a la mirada de terceros. Sin embargo, esta vía tampoco va a ninguna parte, porque el tipo exige que las imágenes hayan sido grabadas con la anuencia de la persona que aparece en ellas y que con su difusión se menoscabe su intimidad. En otras palabras, es un delito pensado para castigar la difusión de nudes y vídeos sexuales, y no tiene nada que ver con este supuesto.

Viendo que la condena penal es imposible, vamos a la jurisdicción civil. Aquí como máximo se podría obtener una indemnización por vulneración de alguno de estos derechos fundamentales: el honor, la intimidad o la propia imagen. Son tres derechos que están tan vinculados que suelen ir juntos, pero son diferentes. Sin embargo, los argumentos que hemos expresado al analizar las calumnias son aplicables a una hipotética vulneración del derecho al honor. Pasa lo mismo con lo que hemos dicho respecto del delito de revelación de secretos y el derecho a la intimidad. Esos dos derechos no se ven afectados.

El derecho a la propia imagen, sin embargo, es peliagudo. Dice el artículo 7.5 de la Ley Orgánica de Protección Civil de los Derechos al Honor, a la Intimidad y a la Propia Imagen que se considera intromisión ilegítima en estos derechos la captación o difusión de la imagen de una persona sin su autorización. Hay excepciones (las del artículo 8.2), pero no parecen abarcar este caso: las dos primeras se refieren a las imágenes de personas que ocupan cargos públicos o son famosas y la tercera a la “información gráfica sobre un suceso (…) público, cuando la imagen de una persona determinada aparezca como meramente accesoria”.

Esta tercera excepción está pensada para reportajes hechos sobre grandes multitudes (desde “manifestación contra los recortes” hasta “empiezan las rebajas”), donde cada persona de la muchedumbre es irrelevante: la pieza informativa no se centra en tal o cual componente de la masa sino en lo que hace ésta. Es decir, que no parecería aplicable al presente caso, donde lo que se distribuye es precisamente la fotografía de una persona concreta para avisar de sus actos.

Sin embargo, y pese a estos límites tan rígidos, sigo creyendo que no hay problema en difundir la foto de un agresor. Para empezar, debemos considerar que la ley que regula estos derechos fue redactada en 1982, y que el contexto social en este tema (lo que se considera aceptable y lo que no) ha evolucionado bastante: véanse las fotos de la presunta asesina de Gabriel o de los miembros de la Manada, que las tenemos hasta en la sopa sin que estas personas hayan prestado su consentimiento. Hay un evidente interés noticioso en este asunto, a pesar de que las personas implicadas no sean ni cargos públicos ni famosos.

En segundo lugar, hay que considerar que también hay un interés social evidente en difundir entre la comunidad LGTB la foto de una persona que ha cometido una agresión LGTBfóbica. Por último, aunque todo lo demás fallara y se dictara una sentencia condenatoria, recordemos que estamos en la jurisdicción civil: la única consecuencia podría ser una indemnización y ¿cómo se cuantifican los daños por vulneración del derecho a la propia imagen de un don nadie? Como máximo la sentencia podría ordenar que se retirara la fotografía.

Se suele decir que de derecho y medicina todo el mundo opina. Es cierto. Pero el hecho de que todo el mundo hable no implica que debamos a escuchar a todo el mundo. Si has presenciado una agresión y quieres proteger de esa persona a los demás, puedes difundir la fotografía. Lo más que te va a pasar es que te vendrán a decir que lo que has hecho es delito, pero tú sabes que no lo es y podrás silenciar a esos pesados.





(1) También es injuria el mero insulto, pero aquí nos interesa la que consiste en la imputación de un hecho.



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domingo, 9 de septiembre de 2018

Sindicato OTRAS


Esta semana ha habido bastante revuelo a costa de OTRAS, un sindicato de trabajadoras sexuales que se ha presentado a la inscripción en el Registro. El Gobierno ya ha dicho que no va a permitir que algo así sea legal e incluso ha destituido a la directora general que lo firmó. Como era de prever, se ha generado un debate muy enconado, que se ha extendido con rapidez al viejo dilema de si prohibir, abolir o regular la prostitución. Con este artículo quiero aportar luz sobre la parte más jurídica del asunto, aunque no es fácil porque se trata de normas oscuras y a veces contradictorias. Vamos a ello.

En primer lugar, hay que hacer una distinción entre conducta legal y conducta regulada. Una conducta legal es aquella que no es ilegal, es decir, que no está prohibida por la ley. Una conducta regulada es algo más: la ley no solo la permite sino que dice cómo debería ejercerse. En este sentido, podemos decir que la prostitución no está regulada pero es legal: no existe ninguna norma que prohíba que yo te cobre a cambio de tener relaciones sexuales conmigo. Con base en esta idea se han constituido cooperativas de trabajo sexual y se sabe que hay prostitutas dadas de alta como autónomas.

Sin embargo, una cosa es la prostitución y otra el proxenetismo. El proxenetismo sería la actividad empresarial consistente en abrir un burdel y contratar a prostitutas para tener relaciones sexuales con los clientes que paguen. Como es sabido, el proxenetismo es ilegal. Y éste es el principal argumento jurídico para denegar la inscripción de OTRAS: si el proxenetismo es una actividad empresarial ilegal, las personas que trabajen para un proxeneta no tienen la condición legal de trabajadoras, igual que no la tienen los camellos que venden droga por cuenta de un narcotraficante o los matones de la Mafia. Y si no son trabajadores, no pueden constituir sindicatos (1).

“Pero, ¿cómo que el proxenetismo es ilegal?”, podría decirme alguien. “Yo he visto por ahí una Asociación de Empresarios de Clubes de Alterne, y si se publicita como asociación es que le han permitido registrarse, ¿no?” Efectivamente, esa asociación existe. Y la razón es que conceptualmente el alterne no es lo mismo que la prostitución: el alterne sería una actividad de captación y acompañamiento de clientes y de fomento de la consumición. Las mujeres que realizan servicios de alterne se dedican a entretener (hay quien diría “a aguantar”) a los clientes y a conseguir que consuman, pero no se acuestan con ellos, al menos no en calidad de empleadas de la empresa. Por tanto, su relación con el local que las emplea sí es laboral y sí podrían constituir un sindicato.

Claro, no hay que ser ingenuos. En la práctica totalidad de los casos, el alterne no es más que una forma de maquillar lo que son verdaderas relaciones de proxenetismo. Esta separación bizantina entre alterne y prostitución ha sido usada por la jurisprudencia para conceder derechos laborales a prostitutas, pero también por los empresarios para constituir una asociación legal. Podemos decir que si las promotoras de OTRAS lo hubieran vendido como un sindicato de “trabajadoras del alterne” (igual que han hecho sus empresarios) no habría habido base legal para denegarles la inscripción.

Otra modalidad de ejercicio legal de la prostitución es la del alquiler. En este supuesto, la prostituta alquila una habitación para ejercer su trabajo. Este trato es plenamente lícito, pero no convierte a la prostituta en trabajadora a efectos legales: seguirá siendo una autónoma, lo que significa que su relación con la persona que le alquila el cuarto no es laboral sino de prestación de servicios: más en concreto, el dueño de la habitación sería un “proveedor” de la prostituta (2). Por tanto, nada de constituir sindicatos por esta vía tampoco.

Como resumen de lo que llevamos hasta ahora, parece que todos los caminos están cerrados: si la prostituta trabaja para un proxeneta o si lo hace de forma autónoma, no tiene la condición de trabajadora y no puede constituir sindicato; si se sindica como “trabajadora de alterne” está usando un subterfugio. En cualquiera de los tres casos, la constitución de un sindicato de trabajadoras sexuales está vetada. Parecería, por tanto, que la denegación de la inscripción por parte del Gobierno es legítima.

Y sin embargo, juguemos un poco al abogado del diablo. En este artículo venimos repitiendo la idea de que el proxenetismo es ilegal. ¿Es así siempre? Tradicionalmente sí lo era: el Código Penal, tras la reforma de 2003, consideraba que el proxenetismo era delito en todos los casos, tanto cuando forzaba a la prostituta a mantenerse en esta situación como cuando ésta lo consentía. Pero la última macrorreforma penal (la de 2015) ha modificado la situación.

En el momento presente, el artículo 187 del Código Penal castiga la conducta de proxenetismo en dos casos. En el primero se pune la prostitución forzada, es decir, el empleo de violencia, engaño, abuso de superioridad y demás medios coercitivos para mantener a una víctima en situación de prostitución. Esto no ha cambiado con la reforma de 2015. Pero el segundo caso, que castiga a quien se lucre explotando la prostitución de otra persona aunque ésta sea voluntaria, sí se ha modificado. Más en concreto, la ley entra a definir “explotación”: se entiende que hay explotación cuando la víctima esté en situación de vulnerabilidad o cuando la prostitución se ejerza en condiciones abusivas.

Esta redacción nos deja clara una cosa: tras la reforma de 2015, el Código Penal no considera que el proxenetismo sea delito siempre. Lo tipifica cuando los medios comisivos son inaceptables (violencia, engaño, abuso de superioridad, etc.) o cuando la víctima es vulnerable o acepta condiciones abusivas. En el resto de supuestos no es delito. Y es un problema, porque este artículo del Código Penal era la principal razón por la que se decía que el proxenetismo era ilegal: una vez modificado, no hay ninguna norma laboral que prohíba esta actividad de forma explícita. Así, nada impediría considerar al proxenetismo una actividad legal (siempre que no infrinja los límites del Código Penal) y, por tanto, entender que la relación de prostitución es laboral.

No hay que decir que la jurisprudencia española no opina igual. En general, los Juzgados de lo Social han negado la laboralidad de esta relación. Han entendido que la causa del contrato es ilícita “ya que, por definición, el trabajo asalariado es un trabajo (…) subordinado a las órdenes (…) de otra persona, de manera que las notas típicas del trabajo asalariado –la ajenidad y la dependencia– determinan la incompatibilidad absoluta del proxenetismo en régimen laboral con la libertad y la dignidad humanas”. O, en otras palabras, que tu jefe te pueda obligar a follar con un cliente porque has firmado un contrato en donde te comprometes a realizar esta prestación atenta contra tu dignidad. Por tanto, ese contrato no es válido.

El argumento de la ilicitud del contrato es la otra pata del de la ilegalidad del proxenetismo; son dos caras de la misma moneda: cuando se habla de este tema, ambas argumentaciones se apoyan y apuntalan entre sí. Es por eso que, cuando cambian, parecen hacerlo a la vez. Así, la cita que he recogido en el párrafo anterior procede de la sentencia de un Juzgado de lo Social de Barcelona que acabó considerando que la relación de unas prostitutas con el centro de masajes donde ejercían sí era laboral. Y la modificación del Código Penal de 2015, que de facto legaliza la actividad del proxeneta cuando las prostitutas son voluntarias, no están en situación de vulnerabilidad y ejercen en buenas condiciones, va un poco en el mismo camino.

¿Entonces? ¿El proxenetismo es legal o no? ¿La relación de la prostituta con el proxeneta es legal o no? Es difícil dar una respuesta, sobre todo porque parece que estamos en un momento de cambio. El tema se debate de forma bastante candente, y parece que hay en el aire una cierta demanda de concreción legislativa.

En este contexto, me parece a mí que la solución va a venir por donde menos se la espera. En este artículo he hecho una equiparación: trabajadora sexual = prostituta. Es una trampa. Hay trabajadores sexuales que no se prostituyen: hablo de actores porno, de webcammers, de strippers, etc. Y en muchos de estos casos no hay ninguna duda de que la relación es laboral: un actor porno firma un contrato laboral para una productora exactamente igual que un actor convencional (3). Una stripper está contratada para bailar en público, igual que una go-go de discoteca, solo que con menos ropa. Incluso la propia relación laboral de alterne, aunque no incluya relaciones sexuales, se puede considerar trabajo sexual.

Si todas estas relaciones son laborales, es perfectamente legal constituir un sindicato de trabajadores sexuales promovido por actores porno, strippers y demás. Una vez constituido, nada impide que se afilien prostitutas: el artículo 3 LOLS permite explícitamente que los trabajadores autónomos se unan a sindicatos preexistentes (4). Quizá la estrategia para ganar este caso resida aquí y no en largas disquisiciones sobre si el contrato de prostitución por cuenta ajena tiene o no una causa lícita.

Termino ya. Al calor del sindicato OTRAS se han dicho muchas cosas, que van desde lo razonable a la barbaridad. Pero me rechina un poco el empeño que se ha puesto desde ciertos sectores en que esta iniciativa no llegue a adquirir carta de naturaleza. Sea cual sea tu opinión sobre la prostitución, creo que el hecho de que un grupo de trabajadores se organice y luche por sus derechos siempre es una buena noticia.








(1) Nada impide, según este argumento, que las prostitutas monten otra clase de asociación. La diferencia es relevante, porque los sindicatos son asociaciones a las que la ley reconoce derechos especiales, derivados de su posición en las relaciones de trabajo.

(2) Muchas veces coinciden el llamado “alterne” y la modalidad de alquiler: la mujer está contratada para practicar alterne y, si concierta servicios sexuales con el cliente, lo hace de forma autónoma pero el local le alquila un cuarto. Volvemos a lo mismo: la práctica totalidad de estos supuestos son verdaderos casos de proxenetismo.

(3) O bien es estafado y acaba firmando contratos mercantiles bajo la figura del falso autónomo… también como un actor convencional.

(4) La misma norma permite la afiliación a desempleados, jubilados o personas en situación de incapacidad laboral. La lógica es que, como todos estos colectivos no son trabajadores, no pueden fundar un sindicato, pero sí pueden unirse a uno fundado previamente con el objetivo de ayudar en la lucha.


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