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jueves, 27 de mayo de 2021

Querulancia en Internet

 La querulancia es una cosa muy fea. La RAE considera que es un término del ámbito de la psicología que significa «Reacción hostil y reivindicativa de sujetos que se creen lesionados y consideran que el perjuicio ha sido subestimado». La gente del mundo del derecho conocemos muy bien a los querulantes. Gente que siempre clama que les han robado, agredido, estafado o dañado, sea cual sea la interacción real que han tenido con la otra persona. Gente que no deja de contratar abogados para ponerle pleitos a los demás. Y gente que, cuando sus abogados pierden esos pleitos, les echa la culpa y los introduce en esa interminable ronda de personas que le han robado, agredido, estafado o dañado.

Alguien querulante puede amargarles la vida a sus seres cercanos. Cualquiera está expuesto a caer en sus interminables procesos judiciales. Por suerte uno aprende a reconocerlos, y así puede levantar una oreja en signo de sospecha cuando lee o ve según qué cosas, según qué expresiones y según qué ideas.

El otro día se difundió por Twitter la cuenta de Tik Tok de la «Plataforma de Víctimas Afectadas por la Esfera Judicial» (@plataformavaej). Esta plataforma, que en realidad es una señora hablando a cámara (estoy bastante seguro de que no hay una asociación constituida), cita ya en su bio de Tik Tok el artículo 121 de la Constitución, lo cual es toda una declaración de intenciones. Este precepto establece que las personas que sufran daño por error judicial o por el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia tienen derecho a una indemnización. Como digo, toda una declaración de intenciones el encabezar tu cuenta con ese artículo y no con otro.

Por desgracia, la cuenta de esta señora da más mal rollo que risa. Ataca a jueces, a abogados, a notarios y a todo el que se le ponga por delante, en lo que sin duda es el siguiente paso en una larga historia de demandas desestimadas y de procedimientos perdidos. Sus vídeos muestran un completo desfase de la realidad. Sin embargo, creo que podemos sacar algunas lecciones útiles de las mentiras de la querulante.

Su vídeo más difundido estos días es este. En él recomienda las siguientes prácticas para que los abogados fraudulentos no te estafen:

 

1.- Visitar al menos a cuatro o cinco abogados, para no quedarte con la versión de uno solo. Por un lado, siempre está bien comparar distintos profesionales, pero por otro lado hay que tener en cuenta que los abogados cobran las consultas (veremos esto más abajo, porque es uno de los caballos de batalla de esta señora) y que cada visita a un abogado es tiempo y recursos que no inviertes en otra cosa.

Yo lo que recomendaría sería analizar al primer abogado y, si te parece poco competente, chapucero, desconocedor del tema del que tratáis, etc., buscar una segunda opinión. Por ejemplo, un indicador interesante es la falta de cautela, el afirmar que el asunto «está ganado». Pero plantarte por norma en cinco despachos a contarles la misma historia a cinco profesionales a ver qué respuesta te agrada más no es nunca buena idea.

 

2.- No dar provisión de fondos. La provisión de fondos es un dinero que se le entrega al abogado a cuenta de lo que te va a cobrar cuando el asunto termine. Esta señora entiende que «¿Provisión de fondos de qué? Tú a mí no me has arreglado la avería, yo de qué te voy a dar provisión de fondos».

Por supuesto, eso no tiene el más mínimo sentido. El abogado no cobra por resultados sino por hacer un trabajo, salga mejor o peor. Entre otras cosas porque, por mucha diligencia que ponga, el resultado no depende solo de él: hay juicios más difíciles de ganar que otros, el abogado contrario también está poniendo todo su esfuerzo en garantizar el resultado que le interesa, etc. Si el abogado solo tiene la obligación de poner todo su esfuerzo y diligencia en la defensa de los intereses de su cliente, no es descabellado que vaya cobrando parte de su trabajo por adelantado. Además, dado el tiempo que duran los procedimientos judiciales, si tiene que esperarse a su finalización para cobrar, igual no cobra nunca.

Comparar un proceso judicial con una avería es absurdo, porque el obrero que viene a tu casa a repararte una persiana, un retrete o un enchufe sí tiene la obligación de garantizar el resultado. Y aun así, muchas veces cobra desplazamiento con independencia de que solucione o no el problema, lo cual es lógico porque es un trabajo que debe ser remunerado. Pues el abogado lo mismo.

 

3.- No pagar por la primera consulta. Este tema tiene bastante tela que cortar. La mujer esta sostiene, en vídeos como este, que es fraudulento que un abogado pretenda cobrar por la primera consulta. Llega a decir que es ilegal. Parece creer que los abogados son un cuerpo público obligado a prestar asistencia a todo el que se la pida (habla incluso de «juramento hipocrático»), pero el hecho es que no lo son. Los despachos de abogados son negocios privados. Para evitar la indefensión existe la asistencia jurídica gratuita, los abogados sindicales (a veces pagados por el sindicato en vez de por el cliente) o las acciones pro bono de abogados con conciencia solidaria. Pero eso no significa que tengas derecho a plantarte gratis en cualquier despacho y ocupar el tiempo de sus trabajadores.

La primera consulta, que esta mujer desestima tan alegremente, es trabajo. Antes de decir si te lleva o no te lleva un asunto, el abogado tiene que escucharte, leer tu documentación y valorarlo todo a la luz de sus conocimientos. Además, no cobrar la primera consulta (que puede ser y de hecho es una estrategia de marketing) en general es mala idea. El abogado que no cobra su primera consulta se convierte en el resuelvedudas gratuito de todos los desocupados de la zona. Raras veces esas consultas se traducen en encargos pagados.

Lo que sí se puede hacer es descontar el precio de la primera consulta si al final hay un encargo en firme. Así nadie pierde: si el abogado recibe el encargo, el cliente tiene un descuento; si al final no le dan dicho encargo, al menos ha cobrado por el trabajo hecho. Pero claro, si tu objetivo es visitar gratis a cinco abogados cada vez que tu vecino ronque demasiado fuerte, es normal que no te apetezca pagar.

 

4.- No firmar ningún contrato sin leerlo con tranquilidad. Hasta un reloj parado da la hora correcta dos veces al día. Si necesitáis tiempo para valorar la hoja de encargo (el contrato por el cual le encargáis actuaciones concretas al abogado) o el presupuesto, lleváoslo a casa y valoradlo. Si el abogado pone mala cara, no es que sea fraudulento pero sí es una lucecita de aviso. Si intenta impedirlo, yo no contrataría con ese abogado.

 

 

Fuera de estos consejos tan difundidos, me resulta muy revelador este vídeo. Dice que tiene denunciados a varios abogados porque «me han llevado mal el procedimiento» y «me han perdido el caso». Este es un mecanismo mental propio del querulante. El querulante nunca pierde porque no lleve razón: pierde porque los abogados son unos inútiles (¡o están comprados por la otra parte!), porque los jueces están compinchados o por cualquier otra razón fantasiosa.

Además, si os fijáis, esta mujer nunca concreta. Siempre habla de grandes delitos, de injusticias, de indefensiones, de estafas… Se trata de otro mecanismo típico. No soy psicólogo, no sé si los querulantes saben que lo que les pasa suelen ser chorradas, pero tienden a usar palabras muy grandes y a sintetizar muy poco. Siempre hay un largo memorial de agravios y nunca hay hechos concretos que valorar. Con estos precedentes, no me extraña que haya cuatro abogados (según otro de los vídeos) que hayan rechazado, después de la primera consulta, llevarle los casos.

Puede parecer que a los abogados nos gustan los querulantes. Al fin y al cabo, dan trabajo. Pero los abogados, por mucho que sorprenda, también somos personas. Al margen de que muchos querulantes tienden a dar más lástima que otra cosa, nadie quiere tener por cliente a alguien que no va a dejar de llamarte con relatos idénticos de los mismos agravios una y otra vez. Alguien así consume mucho tiempo, y quizás los abogados no sean los mejores profesionales a los que podría ir.

Creo que con esto queda bastante claro cómo reconocer a un querulante y, de camino, hemos aprendido algunas cosas sobre la profesión de abogado. Termino con dos recomendaciones: no les hagáis nunca caso a los querulantes y, por favor, pagad los trabajos que encargáis.

 

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jueves, 20 de mayo de 2021

El honor de un torero muerto

«El amor a la patria es una de las principales obligaciones de los Españoles, y asimismo el ser justos y benéficos».

Esto es el artículo 6 de la Constitución de 1812 («la Pepa»), que contiene uno de los más desopilantes deberes jurídicos que se ha plasmado nunca en un texto legal español: una opción ideológica (amar a la patria) y un deber ético (ser buena persona) se convierten aquí en obligaciones jurídicas. Por supuesto, esto siempre se ha estudiado como un ejemplo de extralimitación legal y de norma jurídica inaplicable. Es una declaración de buenas intenciones, pero no es, no puede ser, una obligación jurídica.

Hasta que llega el Tribunal Constitucional, claro.

Estoy hablando, por supuesto, de la recientísima sentencia que deniega el amparo a una concejal valenciana que fue condenada en vía civil por reírse de la muerte de un torero. Se trata de aquel Víctor Barrio al cual un toro corneó hasta la muerte, que supongo que es lo que pasa a veces cuando te pones delante de un toro cabreado. La concejal publicó en su muro de Facebook un texto que incluía las siguientes expresiones (lo tenéis entero en la sentencia):

 

«Podemos tratar de ver el aspecto positivo de las noticias para no sufrir tanto...Ya ha dejado de matar.

El negativo, entre otros, claramente es que a lo largo de su carrera ha matado mucho. Muchos de los de mi equipo, que como digo siempre, es el de los oprimidos (…). Ahora los opresores han tenido una baja (…) y me pregunto, como muchos, cuantas bajas más de este equipo harán falta para que los gobiernos centrales, generalitats, diputaciones y ayuntamientos dejen de subvencionar estas prácticas con olor a sadismo.

No puedo sentirlo por el asesino que ha muerto más que por todos los cadáveres que ha dejado a su paso mientras vivió. (…)»

 

 

Los familiares del torero muerto interpusieron una demanda por derecho al honor. Se trataba de una demanda civil: es decir, no denunciaban a la concejal por un delito contra el honor (injurias, calumnias) que sin duda aquí no se ha cometido, sino que buscaban simplemente la declaración de que se ha vulnerado el honor del muerto, la correlativa rectificación pública y una indemnización. Ganaron todas las vías ordinarias y, por fin, la concejal recurrió en amparo.

El recurso se plantea como un conflicto entre el derecho al honor y la libertad de expresión, un viejo conocido en el Tribunal Constitucional. Cuando hay conflictos entre dos derechos, no se puede dar una solución abstracta («prevalece siempre el honor»), sino que hay que estar al caso concreto. Así que el TC empieza sentando doctrina sobre la forma en que se plantea este conflicto cuando se produce en una red social.

Lo que viene a decir (FJ 2) es que las TIC han generado nuevos marcos de relaciones interpersonales. Las redes sociales tienen elementos como una naturaleza esencialmente expansiva (sus contenidos pueden difundirse sin límites y ser accesibles a todos), un carácter interactivo, escasez de factores moderadores, igualación entre emisor y receptor y anonimato de los usuarios. Por ello, aunque las RR.SS. tienen características positivas, también tienen mayor potencial lesivo de los derechos fundamentales. Sin embargo, estos derechos fundamentales siguen siendo los que son, de tal manera que «si la conducta es lesiva del derecho al honor fuera de la red, también lo es en ella».

Hasta aquí bien. Vacío e insustancial, pero bien. Después, el TC dedica varias páginas a analizar la configuración constitucional de la libertad de expresión, el derecho al honor y el encaje entre ambos (todo ello en abstracto), y luego ya pasa al caso concreto. Como el derecho al honor es difícil de concretar, para ello hay que fijarse en los valores sociales de cada momento. ¿Y cuáles son esos valores sociales en los que se fija el Tribunal Constitucional para denegar el amparo? Pues en el FJ 7 lo tenemos.

Para empezar, resulta que la tauromaquia tiene una «indudable presencia en la realidad social de nuestro país» (lo dicen ellos, no yo) y forma parte de nuestro patrimonio cultural inmaterial. ¿Recordáis que el PP la incluyó como tal? Pues esa inclusión vale para sentencias como esta o como alguna otra que ya comentamos. Y, como la tauromaquia es parte de nuestro patrimonio cultural, está claro que denominar «asesino» u «opresor» al torero muerto incide en su derecho al honor. El TC dice que estos epítetos suponen nada menos que «un menoscabo de reputación personal, así como una denigración de su prestigio y actividad profesional».

¡Toma ya! El tío se dedica a matar toros previamente debilitados por una cuadrilla de ganapanes y resulta que llamarle «asesino» y «opresor» menoscaba su reputación personal. Supongo que ahora no podemos decir que los precios de un establecimiento son «un robo» ni llamar aprovechado a su dueño porque estamos menoscabando las dignísimas profesiones del comercio y de la hostelería.

Una vez está claro que las palabras de la concejala inciden en el derecho al honor del torero muerto, el TC establece que dicha injerencia fue ilegítima y desproporcionada, por lo que no resulta amparada en la libertad de expresión. En palabras de sus señorías:

 

«para defender públicamente sus posiciones antitaurinas no era necesario calificar en la red social de asesino o de opresor a don Víctor Barrio y mostrar alivio por su muerte. Menos aún hacerlo acompañando al texto una fotografía en que se mostraba al torero malherido, en el momento en que fue corneado, con evidentes muestras de dolor, y realizar esa publicación a las pocas horas de fallecer a consecuencia de esa cornada»

Tampoco la utilización de tales expresiones venía exigida o reclamada por un ejercicio de “pluralismo” (…). Al contrario, precisamente tales principios reclamaban de la recurrente una mayor mesura (…). A ello aluden, con razón, las resoluciones judiciales impugnadas al referirse a exigencias mínimas de humanidad como integrantes de los usos sociales en una sociedad civilizada.

Mostrar, al amparo de la defensa de posiciones antitaurinas, alivio por la muerte de un ser humano producida mientras ejercía su profesión, y calificarle de asesino a las pocas horas de producirse su deceso, junto con la fotografía del momento agónico, supone un desconocimiento inexcusable de la situación central que ocupa la persona en nuestra sociedad democrática y del necesario respeto de los derechos de los demás».

 

Como ya nos tiene acostumbrado el ínclito tribunal, bajo esta pesada capa de (aparente) racionalidad y razonabilidad se esconde una doctrina horrible. No se pueden usar las «exigencias mínimas de humanidad» como canon de constitucionalidad. Es ordenarnos que seamos justos y benéficos. No existe, no puede existir, un deber jurídico de entristecernos por la muerte de cualquier ser humano, sobre todo cuando realiza una actividad que detestamos (como es el toreo) o cuando nos resulta personalmente odioso. Y no puede tampoco existir una prohibición de exteriorizar esa alegría.

Además, hay cosas importantes de contexto a tener en cuenta. No es lo mismo plantarte delante de los familiares a zaherirles con la muerte de su ser querido que publicar un post en Facebook que, además, no tuvo apenas repercusión (veremos un poco más sobre eso ahora). Yo puedo perfectamente opinar que Víctor Barrio está mejor muerto que vivo porque su carrera profesional se basaba en matar animales. Y si mañana se mueren Pedro Sánchez, Pablo Iglesias o cualquier político odiado por la derecha, pues nos podrá parecer asqueroso, pero cualquiera de los trolls de ultraderecha que padecemos (y que, por cierto, les llaman «asesinos» todo el rato sin rubor alguno) pueden de forma legítima alegrarse de este hecho. No podemos convertir en ilegal todo lo que nos desagrada.

Quiero incidir sobre esto, porque de verdad que me parece grave. Por decirlo de forma gruesa, en plan clickbait, la frase «tanta paz lleve como descanso deja» cuando se muere un familiar cabrón es ahora ilegal. Cualquier expresión que no sea de doliente respeto ante la muerte de otra persona atenta contra su derecho al honor, o contra el de sus familiares. ¡De repente la hipocresía es parte de la Constitución!

Al margen de eso, y como hemos visto, el TC también dice que no era «necesario» para defender posiciones antitaurinas proferir insultos contra el torero muerto. Pero es que la libertad de expresión alcanza también la expresión gruesa, innecesaria y burda. Por otra parte, los dos términos utilizados se entienden perfectamente en el contexto del discurso: no, nadie está diciendo que Barrio cometiera delitos de asesinato. Calificar el toreo de asesinato y tortura es una posición común en el activismo antitaurino, y quien asesina y tortura es un asesino y un torturador. ¿Tendremos ahora que bordear la línea que separa el sustantivo del adjetivo, porque lo primero es legítima libertad de expresión y lo segundo es un intolerable ataque contra el honor?

En fin. Esta sentencia es recurrible ante el TEDH, y lo bueno es que el letrado de la recurrente no va a tener que trabajarse mucho el recurso. El voto particular discrepante que formula la magistrada Balaguer ya se lo deja preparadito. Empieza la magistrada diciendo que esa pretendida frase lapidaria de «si la conducta es lesiva fuera de la red, también lo es en ella» no puede querer decir que la jurisprudencia sobre este tema se pueda trasladar sin tener en cuenta las particularidades del medio.

En otras palabras, y siguiendo siempre el voto particular (que a su vez no deja de citar jurisprudencia del TEDH), no es solo que las redes sociales tengan mayor potencial lesivo sobre el derecho al honor y otros bienes de la personalidad, sino que la libertad de expresión cambia de dimensión. Ya no se puede distinguir con facilidad entre periodista y receptor de la información, y esa era una de las distinciones tradicionales que se hacían a la hora de analizar conflictos de libertad de expresión. Debido a sus características, cualquier persona puede tener sobre la opinión pública una influencia que antes solo estaba al alcance de la prensa.

No basta con decir que «si la conducta es lesiva fuera de la red, también lo es en ella»: hay que valorar si el perfil es de un personaje público o privado, si es anónimo o no, si es un perfil institucional o personal, si hay perfiles con muchos seguidores amplificando el mensaje, si este se propaga rápido, si llega a mucha gente, etc. Tampoco es idéntica la posición de quien crea el mensaje que la de quien lo difunde (retuitea, repostea, etc.). Todos estos elementos tienen que estar presentes al enjuiciar un conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor (o a la intimidad, o a la propia imagen), y el TC ni se los plantea. Por ello, sus conclusiones son erróneas.

 

En este caso, según el voto particular habría que haber valorado los siguientes extremos:

  • Víctor Barrio está muerto y, por tanto, ya no es titular de bienes jurídicos. Cabe velar por su derecho al honor tras su muerte (el respeto a la memoria incluye estas acciones), pero la afectación no es igual que si estuviera vivo. Una cosa es que el titular del derecho valore el grado de ofensa de los insultos, otra muy distinta es que lo hagan sus familiares. No es que no puedan hacerlo, es que su posición es más débil.
  • La recurrente tenía apenas 300 seguidores en Facebook, y el mensaje se difundió sobre todo después de la demanda.
  • El perfil de la recurrente no es anónimo (lo que permite rechazar la aplicación de toda la doctrina sobre el peligro del anonimato de las redes) y tampoco es institucional: en él, la recurrente postea con frecuencia mensajes de contenido animalista y feminista.
  • Estamos ante un mensaje claramente político (lo de «asesino» y «opresor» venía al hilo de un razonamiento sobre política) escrito además por una representante de los ciudadanos. Esto, en la jurisprudencia del TEDH, quiere decir protección máxima. La sentencia debería haber comenzado por aquí, y luego haber estudiado si incidía en el derecho al honor a pesar de este elevado nivel de protección.
  • Que la tauromaquia venga protegida por la ley no implica que no se la pueda criticar. Tampoco es cierto que goce de un apoyo social mayoritario, y para afirmar esto la magistrada acude tanto a estadísticas de celebración y asistencia a festejos taurinos como a encuestas de opinión.

 

Termina el voto particular con un par de párrafos que me parece necesario citar:

 

«los temas que plantean interés general, si se encuadran además en el marco de un discurso político, se benefician de un elevado nivel de protección de la libertad de expresión, lo que lleva asociado un margen de apreciación de las autoridades jurisdiccionales particularmente restringido: el espacio para restringir la libertad de expresión en el dominio del discurso político es muy pequeño, lo que permite recurrir a la exageración, a la provocación, y la falta de moderación en las formas (…).

En este contexto, las expresiones utilizadas por la recurrente en amparo fueron, efectivamente provocadoras, hirientes, y pudieron causar dolor a la familia del fallecido. Nada de eso puede negarse. Como no puede negarse que manifestaron una opinión política que no es patrimonio exclusivo de la recurrente en amparo. El fallecimiento del torero, en este caso, fue la excusa para reiterar el mensaje político de la recurrente, y la forma pudo ser excesiva e inmoderada, pero el contenido principal del mensaje iba más allá de la muerte de una persona, por más que se elaborase al hilo de la misma».

 

 

Al final, estamos como siempre. Tenemos una democracia plena y ejemplar, salvo por el hecho de que siempre estamos a la espera de que Europa nos dé toques para funcionar como es debido. Mientras llega ese momento, yo me voy a poner a escuchar esta canción en bucle, que en cualquier momento deciden que está prohibida y nos la quitan.

 

 

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martes, 18 de mayo de 2021

La tributación conjunta

 A principios de este mes el Gobierno lanzó la propuesta de eliminar la ayuda fiscal a la tributación conjunta. Aunque enseguida lo echó para atrás, la idea ya está sobre la mesa y el globo sonda lanzado. Cabe preguntarse entonces, ¿qué es la tributación conjunta? ¿Le conviene a todo el mundo? En este artículo contestaremos a estas preguntas, sin meternos demasiado en la propuesta del Gobierno, sobre todo porque aún no hay nada concreto que evaluar.

En primer lugar, quizás quieras repasar mi artículo sobre el IRPF, para saber cómo funciona el impuesto. Si ya lo has leído, entonces entiendes que el IRPF recoge en su base imponible toda la renta que reciba una persona física a lo largo de un año, proceda de donde proceda (trabajo por cuenta ajena o por cuenta propia, explotación de inmuebles, posesión de acciones) y a partir de ahí lo grava con ciertos porcentajes.

Históricamente, esto no ha sido siempre así. En las configuraciones originales del IRPF, quien tributaba no era el individuo sino la familia (dicho muy en pinceladas gruesas), y por tanto si un hombre y una mujer estaban casados tenían que tributar conjuntamente. Era obligatorio para ellos. Sin embargo, en 1989 una sentencia del Tribunal Constitucional consideró inconstitucional esta obligación, puesto que hacía pagar más a las unidades familiares cuyos miembros estuvieran casados que a aquellas que no. Debía tratarse de un régimen voluntario, al que se adhirieran las parejas que quisieran. Y eso es hoy en día.

¿Cómo funciona? Pues hay dos opciones:

  • Familia biparental: forman parte de la unidad familiar los cónyuges no separados (no cuentan parejas de hecho) y los hijos que convivan con ellos.
  • Familia monoparental: forman parte de la unidad familiar uno de los progenitores (que no debe estar casado con el otro) y todos los hijos que convivan con él. En parejas que no están casadas, lo más habitual es que uno de los progenitores opte por la tributación individual y el otro tribute conjuntamente con los hijos.

 

Por cierto, cuando nos referimos a «hijos» queremos decir los menores de edad y los mayores de edad incapacitados.

Existe una regla de cierre, que es que nadie puede formar parte de dos unidades familiares al mismo tiempo. Así, si el contribuyente está casado con una persona, pero a la vez tiene hijos de una relación anterior, puede tributar con su cónyuge (modelo de familia biparental) o con sus hijos (modelo de familia monoparental), pero no puede incluirse en ambas unidades a efectos del IRPF.

Vale, tenemos estos dos modelos. ¿Y cómo funcionan? Pues esencialmente, se suma toda la renta que obtengan los miembros de la unidad familiar como si se tratara de una única persona, y luego se le aplican reducciones: 3.400 € en caso de familia biparental y 2.150 € en caso de familia monoparental. Estas cantidades se aplican en la base imponible: es decir, que se suma toda la renta de la unidad familiar y luego se le restan estas cuantías.

¿Dónde está entonces la «trampa»? En el mínimo personal.

Como sabemos, en el IRPF se aplica un mínimo personal, una cuantía de renta por debajo de la cual no tributas, que actualmente es de 5.550 €, aunque se puede ver aumentado por edad y por discapacidad del contribuyente. Pues el mínimo personal se aplica solo una vez. Si sois dos personas (cónyuges, por ejemplo), el mínimo solo se aplica una vez. Si sois tres personas (progenitor y dos hijos), solo se aplica una vez. Si sois once personas (dos cónyuges y sus nueve hijos), sí, exacto, este mínimo solo se aplica una vez.

Es menos grave de lo que parece, porque si la unidad familiar tiene hijos sigue teniendo derecho a aplicar el mínimo familiar (2.400 € por el primer hijo, 2.700 € por el segundo, etc.), pero lo que es el mínimo personal, el del contribuyente, solo se aplica una vez con independencia del número de personas que haya en la unidad familiar. Y esta norma es la que determina para quién es útil esta modalidad y para quién no lo es.

En general, la tributación conjunta es útil cuando solo uno de los miembros de la unidad familiar tiene rentas de importancia. A poco que el resto de miembros tengan un trabajo mínimamente bien remunerado, les compensa más tributar cada uno por su lado. Vamos a poner un ejemplo.

 

La Pareja A está felizmente casada y sin hijos (por no complicar el análisis); en esta pareja, que sigue los bien asentados tópicos de género, el hombre trabaja y tiene una base imponible de 20.000 € anuales, mientras que ella no tiene un trabajo remunerado. Ahora hacen sus declaraciones de IRPF:

  • Si las hacen individuales, el hombre tiene derecho a una reducción de 5.550 € por mínimo personal. La mujer también, pero como no tiene renta, esa reducción se pierde. El hombre (que en este caso es toda la familia) tributa por 14.450 €.
  • Si hacen declaración conjunta, se aplican una sola vez el mínimo personal (cosa que de facto ya pasaba antes) y además tienen una reducción de 3.400 € por tributación conjunta. Tributan en total por 11.050 €. ¡Ahorro sustancial!

 

Ahora vamos a la Pareja B, que está en las mismas circunstancias, pero aquí tanto él como ella tienen sendas bases imponibles de 10.000 €. En su IRPF:

  • Si las hacen individuales, el hombre aplica su mínimo personal (5.550 €) y tributa, por tanto, por 4.450 €. La mujer hace lo propio y le sale la misma cifra. En total, la familia tiene una base imponible de 8.900 €.
  • Si la hacen conjunta, suman sus bases imponibles (20.000 € en total), aplican una sola vez el mínimo personal y luego aplican la reducción de 3.400 € por tributación conjunta. Sale, lógicamente, lo mismo que a la Pareja A (11.050 €), ¡con la diferencia de que a la Pareja B no le supone un ahorro en absoluto!

(Recordemos que estas cuatro cantidades son la base imponible, es decir, la cantidad de dinero que han ganado a efectos del IRPF. Para saber cuánto tributan hay que aplicarle a esa cantidad la escala de tipos del impuesto.)


Por supuesto, según la situación familiar se vaya complicando (aparecen niños, hay mayores que cuidar, la esposa de la Pareja A consigue un trabajo a media jornada durante cuatro meses) se pueden ir haciendo ajustes, pero la idea general es esa: si en la unidad familiar hay una sola persona que trae a casa la mayor parte del dinero, conviene que esa unidad familiar haga la tributación conjunta; si no, no conviene en absoluto.

Claro, esta conclusión tiene una lectura de género clara. Lo más normal es que, como en nuestro ejemplo A, sea la mujer quien reduzca jornada, pida excedencias o directamente no haya tenido nunca un trabajo remunerado, según el grupo de edad. Es evidente que hay una correlación entre tributación conjunta y mujeres ajenas al mercado de trabajo, y es en eso en lo que se ha basado el Gobierno para su propuesta. La idea es que suprimiendo el «incentivo» de la tributación conjunta, más mujeres busquen y obtengan un puesto remunerado.

Correlación no implica causalidad, y a mi entender esto se ve muy claro en este ejemplo. Las razones por la que todas esas mujeres están hoy en día fuera del mercado laboral pueden ser múltiples, pero raro me parecería que una reducción de 3.400 € en el IRPF familiar (en realidad en el IRPF de su marido) fuera una de las más importantes. Sobre todo porque, una vez obtenido ese trabajo, pueden pasar a la tributación individual y probablemente acaben ahorrando.

Yo no soy fiscalista. No sé qué efectos puede tener esto en los dos millones de hogares españoles que se acogen a la tributación conjunta, sobre todo porque la propuesta no es firme. Si al final se lanza, una de las partes más importantes será el régimen transitorio que debería aplicarse, entre otras, a familias que están por completo fuera del mercado laboral (por ejemplo, parejas de ancianos que sobreviven con la pensión de jubilación de él) para que no se vean perjudicadas. Sin saber eso, no creo que se pueda valorar mucho más allá.

No creo que todos los incentivos y desincentivos de una conducta tengan que pasar por el sistema tributario, y más cuando se trata de un tema más sensible. Ya hemos visto que se trata de ahorros no menores, en especial en familias con rentas no muy bajas: quitarlo puede ser perjudicial o beneficioso, dependiendo sobre todo del régimen transitorio. Esperaremos y veremos.

 

 

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domingo, 16 de mayo de 2021

La ley rider en contexto

La aprobación de la famosa «ley rider» ha dado lugar al debate típico en este tema: que si se cumplen así los derechos de los trabajadores, que si va a destruir empleo, etc. Yo ya adelanto que la «ley rider» es en realidad casi una no-ley, que ni tiene los efectos beneficiosos que le atribuyen sus fans ni va a tener los efectos perjudiciales que alegan sus detractores. Por no tener, apenas va a tener efecto. Pero vayamos por partes.

Uno de los argumentos más agitados es la idea de que algunos riders «quieren» (y recalco la palabra) seguir como autónomos, mientras que otros «quieren» pasar a situación laboral. Por supuesto, la empresa «quiere» mantenerles la condición de autónomos. El problema es que todas esas declaraciones de voluntarismo no tienen sentido, porque el estatus de laboral o de autónomo no lo da la voluntad. ¿Por qué creemos que tantos tribunales han rechazado que los riders sean autónomos? ¡Porque no es algo que decidan ellos, ni que decida la empresa!

Lo digo siempre y lo recuerdo ahora: en derecho, las cosas son lo que son, no lo que las partes dicen que son. Si yo te «vendo» una casa por 5 €, es obvio que se trata de una donación aunque la enmascaremos como compraventa, y así lo declarará cualquier tribunal. De la misma manera, la condición laboral y la condición de autónomo son cosas fundamentalmente distintas e incompatibles entre sí. Se les aplican leyes distintas, parten de lógicas diferentes y no se pueden mezclar bien.

La definición de «laboralidad» se deriva del artículo 1.1 del Estatuto de los Trabajadores, norma que será de aplicación a «los trabajadores que voluntariamente presten sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, (…) denominada empleador o empresario». A partir de esta norma, los jueces han definido una serie de notas que, si están presentes, determinan la laboralidad del vínculo:

  • Voluntariedad: la prestación de servicios debe ser voluntaria. Quedan fuera cosas como el antiguo servicio militar obligatorio, pero aparte de eso podemos casi prescindir de esta nota.
  • Ajenidad: el trabajador actúa siempre por cuenta del empresario, a quien le corresponden tanto los beneficios como los riesgos de la empresa. Dado que el trabajador no responde de los riesgos, tiene derecho a cobrar incluso cuando haya habido pérdidas o cuando la empresa vaya mal.
  • Retribución: el trabajo siempre es remunerado, con un salario que no va ligado a la buena marcha del negocio.
  • Dependencia: el trabajador está sujeto a la organización del empresario. Es el empresario quien decide cuáles son las tareas del trabajador, de qué manera y en qué orden debe hacerlas, cómo se estructura la empresa, etc. Incluso puede sancionarlo, por ejemplo con un despido.


En la práctica, los elementos de ajenidad y, sobre todo, dependencia, son los más importantes y los que generan más conflictos. En el tema de los riders toda la discusión se ha centrado en si estos repartidores actúan o no bajo la dependencia de las plataformas, si están dentro de la organización empresarial o si desarrollan su trabajo al margen de las mismas. Salvo un pequeño porcentaje de casos, los tribunales siempre han fallado a favor de los riders, atendiendo para ello a criterios como que los precios los fija la empresa o que los riders están indiferenciados entre sí, de tal manera que cualquiera de ellos puede realizar la prestación. El vínculo es, por tanto, laboral.

¿Y qué significa que el vínculo sea laboral? Pues que al trabajador se le considera «trabajador» en todo el sentido de la palabra. Tendrá los derechos laborales que derivan del Estatuto de los Trabajadores y del convenio que le sea de aplicación, y si se pelea con la contraparte del contrato (su «jefe» o «empleador») llevará el asunto a los tribunales de la jurisdicción social. Vamos, lo que hemos entendido toda la vida como trabajador.

Un autónomo es otra cosa. Un trabajador autónomo es, pese al nombre equívoco, un empresario. Alguien que trabaja para sí mismo, que se queda los beneficios del negocio pero también asume sus riesgos, que decide sus precios y tiempos, que puede contratar trabajadores y para quien las personas que le dan trabajo no son «jefes» sino «clientes». O sea, una figura completamente opuesta a la del trabajador.

El empresario individual siempre ha existido; nunca ha sido necesario montar una sociedad para ejercer una actividad empresarial. Pero fue a mediados de la década de los 2000 cuando el concepto pasa de ser «empresario que tiene una tiendecita o un bar» a «tipo que curra desde su casa», que es lo que hoy conocemos como autónomo. En 2007 se dicta la Ley del Estatuto del Trabajo Autónomo, con un nombre que imita el Estatuto de los Trabajadores. El artículo 1.1 de esta norma dice que será de aplicación a «las personas físicas que realicen de forma habitual, personal, directa, por cuenta propia y fuera del ámbito de dirección y organización de otra persona, una actividad económica o profesional a título lucrativo».

Como vemos, y aparte de otras notas propias de la figura (como la habitualidad), el trabajador autónomo actúa por cuenta propia y fuera de la dependencia de otra persona. El vínculo con sus clientes (recordemos: «clientes», no «jefes») será mercantil o civil, lo que quiere decir que cualquier problema se discutirá en los tribunales civiles, no en los laborales. Y, por supuesto, mientras que un empresario tiene muchos deberes fiscales y de Seguridad Social hacia sus trabajadores, el autónomo tiene que hacerse él sus trimestrales y abonar sus cotizaciones.

Es por esto, por este abaratamiento tanto en derechos (un autónomo no está sometido a convenio colectivo alguno ni al Estatuto de los Trabajadores) como en dinero (no hay salario mínimo, no se pagan cotizaciones) que muchas empresas comenzaron a disfrazar de autónomos a sus trabajadores. La ley de 2007 que hemos citado prevé incluso una figura, el trabajador autónomo dependiente económicamente, que no es ni más ni menos que un autónomo con un solo cliente importante, por lo cual se le reconocen ciertos derechos pseudo-laborales.

A pesar de esta figura, muchas empresas contrataron a autónomos que no eran tales. Por mucho que seas dependiente económicamente, para ser autónomo es necesario que se cumplan las notas que hemos visto antes (cuenta propia e independencia), y un tipo que recibe un salario que él no ha fijado a cambio de estar bajo el mando de un empresario es un trabajador laboral, no un autónomo. Se pongan como se pongan las partes.

Uno de los sectores que más ha abusado de estos falsos autónomos es el de los riders, empleados a los que hemos llamado desde siempre repartidores. Había algunos elementos que podían confundir a los tribunales (como que fueran los riders quienes aportaran su moto o su bici, o que la asignación de tareas fuera automatizada), pero al final la realidad se impuso: son las empresas de reparto quienes organizan la actividad a través de una aplicación, y son los riders quienes están sometidos a normas directivas que impone aquella. Es laboral.

¿Y entonces, qué hace la «ley rider»? Pues más bien poco. La ley incluye un derecho de todos los trabajadores, no solo de los riders: derecho a que la empresa les informe de los parámetros en que se basan los algoritmos o sistemas de IA que afectan a la toma de decisiones con relevancia laboral. Está hablando de las apps de reparto, pero también de cualquier otro programa informático que incida en las condiciones de trabajo, en el acceso al empleo o en el mantenimiento del mismo. Este contenido es quizás el más interesante de la nueva norma.

Ya pasando al ámbito de los riders, la nueva norma añade al Estatuto de los Trabajadores una disposición adicional que establece una presunción. Una presunción es un mecanismo legal por la cual se entiende que algo ha sucedido salvo que se pruebe lo contrario. Así, en Derecho penal tenemos la presunción de inocencia (el encausado es inocente hasta que se demuestre lo contrario), en Derecho civil opera la presunción de buena fe (se entiende que ninguna de las partes del contrato actúa con mala voluntad salvo que se pruebe), etc.

¿Qué se presume en la nueva DA 23ª del Estatuto de los Trabajadores? La laboralidad. Por citar la ley, se presume la laboralidad de «la actividad de las personas que presten servicios retribuidos consistentes en el reparto o distribución de cualquier producto de consumo o mercancía, por parte de empleadoras que ejercen las facultades empresariales de organización, dirección y control de forma directa, indirecta o implícita, mediante la gestión algorítmica del servicio o de las condiciones de trabajo, a través de una plataforma digital».

En otras palabras: cuando un trabajador actúe como repartidor bajo la dirección y organización de una empresa, se presume la laboralidad de esta relación aunque la gestión del negocio se lleve de forma algorítimica por medio de una plataforma digital. Lo cual queda muy bien en la ley, pero si has leído con atención este artículo es posible que te deje un poco frío. Si la relación laboral depende de que el trabajador sea dependiente de las facultades de organización del empresario, ¡claro que habrá que presumir que hay relación laboral si hay un empresario que ejerce las facultades de organización! ¿Cómo vamos a presumir otra cosa?

De hecho, esta presunción de laboralidad ya está contenida, desde tiempos inmemoriales, en el artículo 8.1 del Estatuto de los Trabajadores: se presume que hay un contrato de trabajo «entre todo el que presta un servicio por cuenta y dentro del ámbito de organización y dirección de otro y el que lo recibe a cambio de una retribución». O sea, cuando concurran las notas de ajenidad, dependencia y retribución que hemos analizado al principio. La nueva DA 23ª se refiere literalmente a este párrafo y dice que se dicta «por aplicación» del mismo.

¿Cuál es la novedad entonces? La referencia a que la gestión se lleve a cabo de modo algorítmico por medio de una plataforma digital. Eso es lo que se dice en la Exposición de Motivos de la «ley rider»: que la finalidad de la norma es «la regulación de la relación trabajo por cuenta ajena en el ámbito de las plataformas digitales de reparto». ¡Pero es que esa nunca ha sido una nota que defina la laboralidad! Nadie ha dicho que las facultades de dirección del empresario se tengan que ejercer siempre de manera directa y por medios analógicos, sino que se pueden encomendar a un algoritmo o a cualquier otro medio que vaya creando la técnica.

Al final, la tan cacareada «ley rider» lo único que hace es trasladar a la ley la doctrina del Tribunal Supremo, que, a finales del año pasado, dejó claro (como si hiciera mucha falta) que la dependencia del trabajador no es menos dependencia porque se ejerza por medios tecnológicos. No ha hecho nada más. Las empresas de reparto seguirán diciendo que hay lagunas legales y que por ello sus trabajadores son autónomos, estos falsos autónomos seguirán demandando, seguirán teniendo que probar la dependencia y seguirán ganando, porque entre la jurisprudencia del TS y la nueva norma, ganar ese juicio pasa de ser muy probable a ser casi seguro.

En estos términos no hacía falta una «ley rider», la verdad. Y no lo digo como demérito, sino porque realmente no hace casi nada. Quizás una solución valiente y adelantada habría sido dictar toda una norma que regulara en general el empleo de aplicaciones y plataformas como medio de ejercer las facultades de dirección de las empresas. Porque este conflicto lo hemos vivido ahora con los riders, pero va a extenderse a todos aquellos sectores donde las empresas empiecen a emplear aplicaciones para asignar y controlar el trabajo.

Pero claro, esperar soluciones valientes y adelantadas del Gobierno más de izquierdas de la historia del país es perder el tiempo. Como siempre.

 

 

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