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jueves, 22 de marzo de 2018

¿De qué hablamos cuando hablamos de prisión permanente revisable?


El debate sobre la llamada prisión permanente revisable sigue adelante. Es una cuestión candente, que incita a la discusión porque conecta con la cuestión de los fines de la pena y porque se trata de algo que afectará sobre todo a personas que hayan cometido granes asesinatos mediáticos. Precisamente por eso, la gente opina más desde las tripas que desde la razón. Además, hay que sumar el notable desconocimiento de temas jurídicos que existe en nuestra ciudadanía. Por eso, para paliar este desconocimiento, he decidido publicar un artículo puramente divulgativo: ¿qué es eso de la prisión permanente revisable?

La PPR es el nombre que nuestro legislador decidió darle a la cadena perpetua, pena que había sido abolida de nuestro derecho en 1928 y que volvió a entrar en él con la reforma de 2015. El término es puro marketing: el adjetivo “permanente” es más fácil de vender que “perpetuo”, y si incluyes “revisable” en el nombre haces creer a la gente que existe alguna diferencia entre esta pena y una cadena perpetua. Lo cierto es que en todos los demás países de nuestro entorno donde existe la prisión perpetua ésta es revisable, como por otra parte es lógico: un encerramiento indefinido no revisable choca frontalmente con los principios de reinserción que deben inspirar el Derecho penal. Así pues, no hay ninguna diferencia conceptual entre la PPR española y la cadena perpetua de los demás países.

¿Y cuál es ese concepto que es común a España y al resto de países de su entorno? Un encierro indefinido pero revisado. En otras palabras, la cadena perpetua consiste en un encierro durante un tiempo no determinado, que en algún momento empezará a ser objeto de revisiones periódicas. Si en una de esas revisiones el preso demuestra estar reinsertado, se le pondrá en libertad de forma condicional durante un tiempo, hasta su liberación definitiva si se comporta. Esta es la principal diferencia de esta pena con el resto de sanciones penales, que tienen una duración máxima y no pueden extenderse más allá de ésta.

La cadena perpetua es la pena más grave de nuestro ordenamiento. En consecuencia, se prevé para muy pocos delitos:
  • Asesinato súpercualificado (artículo 140.1 CPE). Se trata de un asesinato en el que concurren una de éstas circunstancias agravantes: que la víctima sea menor de 16 años o persona especialmente vulnerable, que el asesinato se cometa después de un delito contra la libertad sexual o que el asesino sea miembro de un grupo u organización criminal (1).
  • Comisión de dos o más asesinatos, aunque no sean de los súpercualificados (artículo 140.2 CPE). Es decir, que si una persona comete dos asesinatos, en vez de recibir dos penas de prisión de 15 a 25 años cada una (con un máximo global de cumplimiento de 40 años), se le impone una única pena, de cadena perpetua. En este caso, accede al tercer grado con 20 años (en vez de con 15) y a la revisión de la condena con 30 (en vez de con 25).
  • Regicidio (artículo 485.1 CPE). Se castiga al que mate al rey o al príncipe de Asturias.
  • Homicidio terrorista (artículo 573 bis.1). 
  • Magnicidio (artículo 605.1). Se castiga al que mate a un Jefe de Estado extranjero o a otra persona protegida.
  • Genocidio, en el caso de muerte, agresión sexual o lesión grave (artículos 607.1.1º y 607.1.2º).
  • Lesa humanidad, en caso de muerte (artículo 607 bis.2.1º).


Como vemos, en una época en la que el terrorismo en España es fundamentalmente anecdótico (por suerte), se trata de una figura pensada sobre todo para los asesinatos más graves o para castigar a asesinos múltiples.

Vale, tenemos a un condenado a cadena perpetua. Se nos presenta un problema, y es el de calcular cuándo puede acceder a los permisos penitenciarios, al tercer grado y a la primera revisión. Normalmente estas cuestiones se calculan a partir del total de la condena (por ejemplo, la libertad condicional ordinaria se puede pedir una vez extinguidas las tres cuartas partes de la pena), pero claro, aquí ese total es indefinido. Así que lo que hace la ley es establecer cuántos años de cumplimiento se necesitan para acceder a estas liberaciones. Es la siguiente tabla:




Éste es el caso más básico, en el que hay una sola pena de cadena perpetua. Pero es posible que el condenado haya cometido más de un delito y tenga que cumplir además otras sanciones, o incluso que tenga varias cadenas perpetuas juntas. A esta situación se le llama concurso real de delitos, y está regulada en el artículo 78 bis CPE. Este precepto no regula el caso de los permisos de salida, pero sí el tercer grado y la primera revisión. Es la siguiente tabla:




Vemos, por tanto, que la primera revisión de la cadena perpetua ocurre a los 25 años en el caso más favorable (preso condenado a una única cadena perpetua) y a los 35 en el más desfavorable (preso condenado a varias cadenas perpetuas por delitos de terrorismo o cometidos en el seno de organizaciones criminales). Ésta es una de las críticas que se ha dirigido a la reforma penal de 2015: mientras que otros países establecen la primera revisión a los 10 o 12 años o tienen un límite máximo de cumplimiento, en España la primera revisión se producirá, en el mejor de los casos, cuando el reo lleve un cuarto de siglo cumpliendo condena.

Una vez llegamos a esos 25, 28, 30 o 35 años (según los casos) se produce la primera revisión. La revisión la realiza el tribunal que condenó al reo (2). Para conceder dicha revisión es necesario, además de que se cumpla el plazo correspondiente, que el preso esté en tercer grado (3) y que el tribunal aprecie un pronóstico favorable de reinserción. Esta clase de pronósticos, que son más futurología que ciencia, están cada vez más extendidos en el sistema penitenciario. Además, en caso de delitos de terrorismo es necesario que el penado abandone “los fines y los medios de la actividad terrorista” y colabore con las autoridades.

Si no se concede la revisión, el asunto se valorará de nuevo como mínimo cada dos años y, además, cada vez que lo pida el reo. Si se concede la revisión, el preso sale en libertad condicional: durante un periodo de cinco a diez años sigue sometido a las prohibiciones y obligaciones que le imponga el juez (órdenes de alejamiento, obligación de residir en un lugar determinado, comparecer cada cierto tiempo, participar en programas de formación, etc.). Si en ese plazo delinque de nuevo o incumple estas prohibiciones de forma grave, vuelve a ingresar en prisión. Por último, si transcurre el plazo sin inconvenientes, se acuerda la remisión de la pena y el condenado queda libre.

En conclusión, la cadena perpetua española dura entre 30 años (contando 5 de libertad condicional) y toda la vida del sujeto. Es mucho más dura que las de nuestro entorno, lo cual es coherente con el resto del Código: viene a complementar o a suplir un régimen que ya permitía para los delitos más graves penas de 30 y 40 años, con práctica exclusión de los beneficios penitenciarios en caso de delincuentes múltiples. Por supuesto, no hemos entrado en la forma de ejecución ni nos hemos preguntado cómo una persona que ha estado quince años en régimen cerrado (4) va a conseguir el pronóstico individualizado de reinserción necesario para obtener el tercer grado y, posteriormente, la liberación. Nos hemos limitado a citar la ley.

Así pues, que no te engañen: de esto (y no de otra cosa) hablamos cuando hablamos de prisión permanente revisable.









(1) Ojo: para que se aplique la cadena perpetua, tiene que tratarse de un asesinato, no de un homicidio. Si el delito es homicidio, no se podrá aplicar la PPR aunque concurran estas agravantes. Hablé aquí sobre las diferencias entre ambas figuras.

(2) Ésta es otra de las pequeñas cosas en las que se cuela el autoritarismo. Existe una pelea entre darle esta clase de competencias al juez o Tribunal sentenciador (el que condenó al reo) o al juez de Vigilancia Penitenciaria correspondiente. En principio, se considera que el organismo sentenciador es más desfavorable para el reo porque no le ha visto desde que le condenó por un crimen gravísimo (al contrario que el JVP, que ha seguido su evolución) y porque tiene menos conocimientos criminológicos.

(3) En la cadena perpetua, la clasificación en tercer grado la ha tenido que autorizar un juez (al contrario que en penas de prisión de duración definida) y, de nuevo, ese juez ha sido el sentenciador.

(4) Régimen cerrado: 21 horas al día en una celda individual, otras 3 en un patio que es prácticamente una jaula a cielo abierto en la que no puede haber más de dos reclusos juntos, registros y cacheos diarios.


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sábado, 17 de marzo de 2018

¿Por qué castigamos?


A la luz de los asesinatos de Diana Quer y del niño Gabriel, el debate sobre la cadena perpetua ha vuelto a nuestro país. El PSOE, Podemos y los nacionalistas están impulsando una reforma del Código Penal con el objetivo de sacar esta inhumana pena de nuestra legislación. El PP, que fue quien la reinstauró en 2015, se opone. Ciudadanos ha optado por ponerse en plan veleta y ha pasado de apoyar la derogación a votar en blanco para por último pedir el mantenimiento. En el momento de escribirse estas líneas, el Congreso acababa de tumbar las enmiendas a la totalidad contra la proposición de derogación, por lo que el trámite sigue por sus cauces. Si todo va como debe, en unos meses nos habremos librado de la pena de prisión perpetua.

Antes de seguir adelante, quiero hacer una aclaración. Quizás se haya notado que me he referido a esta pena como “cadena perpetua” y no como “prisión permanente revisable”. Lo hago a raíz de esta reflexión, que me ha hecho darme cuenta de hasta qué punto el término legal es un eufemismo. La cadena perpetua no revisable (encerrar a alguien de por vida) no existe en nuestro entorno jurídico: todas las penas de prisión indefinida son revisables. Y sin embargo, se siguen llamando “cadena perpetua” o término equivalente: prisión perpetua, life imprisonement, emprisonnement à vie, lebenslange Freiheitsstrafe, etc. En esas circunstancias, usar el nombre legal de “prisión permanente revisable” me parece hacerle el juego a un legislador que no se atrevió a usar el término mucho más duro de “cadena perpetua”.

Hecha esta precisión, sigamos. La cuestión es que el debate sobre la cadena perpetua ha hecho aflorar uno más profundo, que enfrenta a los penalistas desde antiguo: ¿por qué castigamos? ¿Cuál es la finalidad de la pena? ¿Qué es lo que estamos buscando cuando la imponemos? Así, los detractores de la cadena perpetua dicen que no sirve para disuadir a ningún delincuente potencial, mientras que sus partidarios afirman que el objetivo no es disuadir a nadie, sino apartar de la sociedad a quien ya ha cometido delitos particularmente graves. Sin saberlo, estas dos posturas se corresponden con dos de las respuestas que se han dado a esta pregunta tan importante: ¿con qué objetivo le imponemos una sanción a los delincuentes?

A lo largo de los siglos, esta pregunta ha recibido respuestas para todos los gustos. En primer lugar, ha habido autores que han dicho que la sanción penal no debe buscar ningún fin práctico. Es el mero delito el que justifica la pena, que debe imponerse solo porque es justa, sin importar si sirve para algo o no. Así, en la Europa preilustrada se sancionaba porque el delincuente transgredía el orden social decidido por Dios y por tanto merecía un castigo. También hubo filósofos ilustrados que defendieron esta posición. En este sentido, Kant creyó encontrar una justificación racional a la ley del talión: si el delincuente mata es porque considera que esa regla de conducta debe convertirse en ley, por lo que el castigo apropiado es matarle, independientemente de qué efectos prácticos va a tener esa ejecución.

Hoy en día estas teorías absolutas de la pena se consideran desfasadas. Se entiende que toda pena tiene que buscar un fin práctico: la prevención o evitación de futuros crímenes. La pena es una advertencia o aviso que tiene como objetivo la reducción del nivel de delitos en la sociedad. Sin embargo, hay distintos enfoques, dependiendo de a quién se dirija esa advertencia y de cómo se realice. En primer lugar, podemos distinguir entre teorías de la prevención general y teorías de la prevención especial, y dentro de cada una podemos hacer subdivisiones.

Las teorías de la prevención general sostienen que la pena es un aviso dirigido al conjunto de la sociedad. A su vez, este enfoque se divide en dos versiones, que ven a la sociedad de forma distinta:
  • Los teóricos de la prevención general negativa conciben a la sociedad como un reducto de potenciales delincuentes, que solo respetarán la ley si el castigo por romperla es mucho más alto que la posible satisfacción de cometer el delito. Así pues, la finalidad de la pena es disuadirles de cometer delitos. Algunos de los teóricos más antiguos de la PGN proponían incluso la ejecución pública de las penas, con el objetivo de maximizar la intimidación.
  • Las teorías de la prevención general positiva, por el contrario, entienden que los ciudadanos son en su mayoría respetuosos de la ley y que es más probable que sean víctimas que delincuentes. Entonces, la pena tiene por objetivo mantener y reforzar esa “conciencia jurídica” que tenemos de forma natural. En otras palabras, se busca que veamos que los delincuentes son castigados y que el sistema funciona.


Las teorías de la prevención especial sostienen que la pena es un aviso dirigido al delincuente, con el objetivo de que no reincida. De nuevo, este enfoque se puede dividir en dos versiones:
  • El enfoque de la prevención especial negativa sostiene que la pena debe amedrentar al delincuente para que no lo vuelva a hacer y, en casos extremos, inocuizarlo. Bajo este paradigma se justifican la cadena perpetua sin revisión y también la pena de muerte.
  • Por último, las ideas de la prevención especial positiva entienden que la finalidad de la pena es reinsertar al delincuente. Conciben el delito como desviación social, y buscan arreglarlo mediante un tratamiento basado en la educación, el trabajo y la intervención psicológica. El objetivo último es dar al delincuente herramientas para que viva sin transgredir las normas.


Por supuesto, estas cuatro son solo las teorías básicas. Hay autores que las han combinado, que han sostenido que en diversas partes del procedimiento se persiguen finalidades distintas, que se han centrado en elementos distintos (1), etc. Yo tiendo a opinar que ninguna de las cuatro logra captar por completo la función de la pena y que cualquiera de ellas da lugar a excesos y a contradicciones si se aplica en solitario y hasta las últimas consecuencias.

Además, también hay que entender de dónde venimos. Estamos ahora en una época de resaca: después de una etapa en la cual las ideas de reinserción y rehabilitación tuvieron un gran predicamento (de los ’60 a los ’80, más o menos), ahora se han hecho patentes las debilidades de ese enfoque. Por ejemplo, desde posiciones de izquierdas se suele sostener que la idea de resocialización es clasista, porque se aplica solo a delitos, digamos, “de pobres”. ¿Cómo reinsertas a delincuentes que ya están dentro de la sociedad, como a un político corrupto o a un empresario defraudador? Y, si la función de la pena es reinsertar y éstos ya están insertados, ¿lo lógico no sería no castigarlos?

Otras críticas al paradigma resocializador han venido por el lugar donde debe llevarse a cabo esta reinserción: las prisiones. Una prisión es una “institución total”, donde todo está pautado y decidido desde arriba y donde la autonomía del preso es nula. Exactamente lo contrario de la vida en el exterior. La conclusión es obvia: en una prisión no puedes preparar a nadie para que viva fuera. Por eso son tan importantes en el tratamiento de rehabilitación los permisos, los terceros grados y la libertad condicional: se trata de una ganancia progresiva de autonomía que desemboca en la liberación total. Cuando la derecha intenta reducir o dificultar el acceso a estos periodos con la excusa del “cumplimiento íntegro de las penas”, en realidad lo que hace es impedir la reinserción.

Una tercera crítica es que si el fin de la pena es reinsertar al preso, se puede frustrar con mucha facilidad si el preso no quiere reinsertarse. Ningún tratamiento (ni psicológico ni de otro tipo) puede pasar por encima de la voluntad del reo. No puedes imponerle a nadie que se eduque, o que trabaje, o que vaya a terapia. Aparte de ir contra sus derechos fundamentales, hay una cuestión básica de eficacia: un tratamiento impuesto no sirve para nada (2).

¿Qué queda, entonces, después de esta resaca resocializadora? Un mundo en el que no está muy claro cuál es el objetivo concreto que debe buscar la pena. Parece, como vemos en el debate de la cadena perpetua (y en iniciativas como las ya mencionadas de "cumplimiento íntegro"), que hemos vuelto a posiciones de prevención especial negativa. Sin embargo, el ideal rehabilitador no se ha perdido del todo, sino que debe ser reconducido a una pretensión más modesta: hay que entender que la reinserción es un derecho del preso. Eso quiere decir que la Administración debe poner a disposición del condenado los mecanismos necesarios para que se reinserte, y que el legislador tiene el deber de no establecer penas que frustren dicha resocialización.

En ese sentido, es posible que la idea de la reinserción no nos haya dado la respuesta a la pregunta de por qué castigamos, pero sí nos ha enseñado qué límites debe tener el castigo. Y si algo queda claro es que la cadena perpetua, al menos su versión española, está fuera de esos límites.







(1) Por ejemplo, en las últimas décadas ha ganado predicamento una versión de la prevención general positiva muy basada en las ciencias sociales, que sostiene que el objetivo de la pena no es tanto que no haya crimen (pues en todas las sociedades lo hay) como que éste no destruya el orden social. La idea es que el delincuente rompe nuestras expectativas normativas (“la gente va a obedecer las normas”), por lo que la pena debe confirmar la legitimidad de dichas expectativas. No se trata tanto de influir en conductas concretas como en dinámicas sociales.

(2) Ya se sabe cuál es el chiste favorito entre profesionales de la salud mental. “¿Cuántos psicólogos se necesitan para cambiar una bombilla? Solo uno, pero la bombilla tiene que querer cambiar”.




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jueves, 15 de marzo de 2018

El derecho de huelga

La huelga del 8-M, con todo su éxito, ha puesto de manifiesto una cosa: que hay mucha gente que no sabe lo que es una huelga. Durante los días previos, los juristas y sindicalistas de mi entorno tuitero se desvivieron por responder a preguntas muy básicas. ¿Quién puede faltar al trabajo? ¿Me van a descontar un día de sueldo? ¿Qué son los servicios mínimos? ¿Me pueden sancionar si falto? Mi objetivo con este post y con el siguiente es aclarar estas dudas. En éste hablaré un poco de qué es una huelga y en qué se fundamenta. En el siguiente adoptaré un formato de preguntas y respuestas para dar salida a las cuestiones más comunes.

El núcleo básico de la cuestión es que el empresario y el trabajador tienen intereses opuestos. El empresario, que es quien invierte dinero en poner una empresa, quiere obtener (como es lógico) la máxima rentabilidad de esa inversión. Para ello tiene muchas vías, pero la más obvia y barata es la relativa a la mano de obra: cuanta menos le cueste la hora de trabajo, mejor. En otras palabras, su interés es pagar a sus trabajadores lo menos que pueda y concederles pocos derechos laborales, y que ellos a cambio echen todas las horas posibles.

El trabajador, por el contrario, quiere lo contrario. Su interés es, también lógicamente, cobrar todo lo que se pueda y disponer de los máximos derechos laborales (vacaciones retribuidas, protección frente a modificaciones sustanciales de condiciones de trabajo, días libres por razones médicas, excedencias) a cambio de la menor cantidad posible de horas de trabajo. Simplificando mucho, en última instancia el empresario quiere empleados que trabajen sin cobrar y el trabajador quiere que le paguen sin trabajar (1).

Ojo: este análisis es objetivo, y se deduce necesariamente de la posición del empresario y del trabajador en la estructura empresarial. No va de buenos y malos, sino de intereses. No se ve refutado por el hecho de que en tu empresa el jefe sea muy simpático y los sindicalistas estén todo el día sin trabajar. No tiene nada que ver con que la empresa sea grande o pequeña. Tu empresario puede ser de lo más cercano y amable, pero si tiene que elegir entre su interés y el tuyo lo tendrá claro. De hecho, un empresario que mire antes las necesidades de los trabajadores que su propio interés probablemente acabe hundiéndose.

Tenemos, entonces, que ambas partes tienen intereses contrapuestos. Entonces se ven obligadas a negociar. Y aquí llegamos al problema: para que dos partes negocien en igualdad de condiciones, deben poder ejercer una presión similar sobre el otro. Esto, en la relación empresario-trabajador, no ocurre. El empresario tiene mucha más capacidad de presión que el trabajador. De nuevo, hablamos de un tema estructural que es independiente de la buena o mala voluntad de ambas partes.

¿Cuál es la medida de presión más fuerte que tiene el empresario? Despedir al trabajador, es decir, romper el contrato (2). Puede que tenga que pagar una indemnización por despido improcedente, pero en última instancia se libra de él. Esto para el trabajador es un problema actual y grave: se ha quedado sin su fuente de ingresos principal, o acaso sin la única. Necesita encontrar otra cosa más pronto que tarde o empezará a pasarlo mal. Por supuesto, hay circunstancias que hacen todavía más dramático el hecho de ser despedido: no tener derecho a paro, ser el único salario de la unidad familiar, no tener red de apoyo, ser de un colectivo con especiales problemas para encontrar trabajo (discapacitados, gente trans), tener personas a cargo, etc.

Y, en contraposición, ¿cuál es la medida de presión más fuerte que tiene el trabajador? La misma: romper el contrato, es decir, irse de la empresa. Pero claro, el significado de esta decisión no es el mismo que en el caso anterior. Para el empresario, que se vaya un trabajador puede ser una molestia pero nunca una tragedia. Conseguir un sustituto es más o menos sencillo. Además, aunque no se encuentre enseguida, la empresa tiene otros trabajadores que van a mantenerla en funcionamiento.

Por supuesto, esta disparidad se acrecienta en épocas de crisis o para trabajadores poco cualificados. Pero incluso en las mejores condiciones posibles, la máxima medida de presión que tiene el trabajador es mucho menos poderosa que la que tiene el empresario. Eso quiere decir que en una negociación el empresario está en mucha mejor posición que el trabajador para que sus demandas se tengan en cuenta y, llegado el caso, para imponérselas a la otra parte. "Si no aceptas, te despido y te sustituyo por cualquiera de los miles que buscan trabajo" es una amenaza mucho más persuasiva que "si no aceptas, me voy de la empresa".

La huelga (y llegamos por fin al meollo de la cuestión) es un mecanismo para equilibrar estas negociaciones. Si un único trabajador para, ya hemos visto que el empresario no tiene un problema; si paran todos, sí. La huelga permite a los trabajadores poner al empresario en un brete: el de no poder cumplir a tiempo los compromisos con sus clientes y en consecuencia tener que enfrentarse a demandas, reclamaciones o pérdidas de reputación. Ahora, cuando las dos partes pueden generarle a la otra un problema actual y grave (el empresario puede despedir al trabajador y los trabajadores pueden detener la empresa por un tiempo indefinido) podemos considerar que están equilibradas y puede empezar la negociación.

Es por eso que en derecho laboral hay una fuente del derecho que no existe en ningún otro campo: el convenio colectivo, que es el acuerdo al que llegan los empresarios y los representantes de los trabajadores. Porque un trabajador no tiene demasiada capacidad de influencia sobre su contrato de trabajo, pero la masa de trabajadores sí puede influir (mediante la huelga o la amenaza de la misma) en un convenio colectivo. Y también es por eso que las reformas laborales que hemos vivido han tendido a fomentar el convenio de empresa por encima del convenio de sector: así se atomiza la lucha y se dificulta la eficacia de la acción colectiva de los trabajadores.

Debido a su importancia, la huelga es un derecho fundamental, incluido dentro de la libertad sindical prevista en el artículo 28 de la Constitución. Derecho fundamental significa que su ejercicio está extraordinariamente protegido por la ley, hasta el nivel de que se puede recurrir al Tribunal Constitucional si se vulnera. Sí, eso quiere decir que la ley ampara y protege una conducta que puede molestar a los usuarios o al resto de empleados de la empresa que se pone en huelga. La razón es la que ya hemos visto: que es vital para la garantía de los derechos de los trabajadores.

Eso sí, lo que no hay es una definición unitaria de lo que es una huelga. Todos tenemos en la cabeza la idea de trabajadores que no van a trabajar, pero dentro del concepto caben muchas cosas. Por ejemplo, está la huelga de celo, en la cual los trabajadores van a trabajar pero lo hacen cumpliendo de forma escrupulosa todos los reglamentos, con lo que el trabajo se atasca. O la huelga de brazos caídos, en la que los trabajadores van a su lugar de trabajo pero no trabajan, obligando así al empresario a gastar en luz. O la huelga rotativa, en la que se paran de forma sucesiva distintos departamentos o centros de la misma empresa. No todas estas modalidades son legales, pero todas entrarían dentro del concepto de huelga.

Al final, podemos definir la huelga como cualquier medida de acción colectiva destinada a paralizar o ralentizar el proceso productivo de una o varias empresas con el objetivo de defender los derechos de los trabajadores. Así entendida, la huelga es, como digo, un derecho fundamental que merece el máximo respeto y protección. Por desgracia, el legislador no lo considera así: la norma que regula este importante derecho de huelga es preconstitucional, aunque ha sido depurada de sus elementos franquistas por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

En la siguiente entrada veremos, en formato preguntas y respuestas, algunas dudas comunes sobre la huelga. Si os apetece preguntar, es el momento.





(1) Otra cosa es que vivamos en un sistema cuya ética permita decir en alto lo primero (que el empresario trate de ahorrarse costes laborales es “lo normal”) y no lo segundo (si admites que ojalá te pagaran sin trabajar te van a llamar de vago para arriba).

(2) Si la negociación se está dando antes de firmar el contrato, se sustituye por “no contratar al trabajador”. El efecto viene a ser el mismo.


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sábado, 10 de marzo de 2018

Manifiéstate como quieras

Los actos del 8 de marzo han sido, parece, un éxito. Al margen del baile de cifras, las impresiones, fotos y vídeos que me llegan de todas partes de España son unánimes: calles y plazas llenas de gente, de todas las edades y grupos sociales, coreando consignas. El movimiento feminista puede apuntarse un nuevo tanto en capacidad organizativa, que se suma al que ya consiguió el 7 de noviembre de 2015, cuando organizó una gigantesca marcha estatal contra la violencia machista.

En ese sentido, he tenido la (no sé si buena o mala) suerte de leer a una serie de comunistas indignadísimos por la forma en que se ha desarrollado la marcha. Las críticas son un poco las que vienen siendo habituales de un tiempo a esta parte: la gente es liberal, se canta y se baila en las manifestaciones como si fueran una fiesta, en las pancartas hay memes de Internet en vez de consignas, no están siendo Serios ni tomándose una manifestación como lo que Es De Verdad… lo típico. Y ¿sabéis qué? Que uno llega a un punto en el que se harta.

Quizás sea porque estoy en un momento de mi evolución política donde me invade el cinismo, pero lo que veo es que las manifestaciones son, a nivel político, actividades más bien improductivas. Oh, sí, una protesta masiva sirve para muchas cosas. Si uno está fuera, vale para eso tan socorrido de “tomarle el pulso a la calle” o para determinar la capacidad organizativa de los convocantes. Si uno está dentro, sirve para descargar las ganas de protestar, para conocer gente políticamente afín (“tejer alianzas”, lo llaman), para saber que uno no está solo en sus problemas e incluso como actividad social.

Pero para lo que no sirve es para forzar a que el Gobierno haga cosas. Se pueden contar con los dedos de la mano de un carnicero ciego –la frase, claro, es de Pratchett– el número de veces que un Gobierno ha dado marcha atrás a una medida después de una manifestación masiva. ¿Recordáis las Marchas de la Dignidad, que reunieron a miles de personas de todo el Estado en Madrid? ¿Los Rodea el Congreso? Tuvieron un impacto político total de cero. Por mucha gente que se haya reunido el 8-M, el Gobierno no va a estar repentinamente interesado en el tema de la brecha salarial. Y eso lo sabemos todos.

Entonces, si tu manifestación no va a cambiar las cosas, ¿qué más da cómo se realice? ¿Importa algo (a fines prácticos) cuál es el “ambiente” de la manifestación? ¿Va a servir de algo que sea más “combativa” o “seria”? ¿Va a marcar una diferencia el hecho de que eliminemos de las pancartas las referencias a memes de Twitter? Retirar la batucada, ¿va a hacer que se avance aunque sea un ápice en las reivindicaciones? Si sustituimos los lemas que salen de canciones de OT por frases de Kollontai, ¿vamos a ganar algo? Que si es que sí yo encantado de manifestarme con la cara seria y de gritar solo consignas aprobadas por el partido. Pero me temo que no es así.

Lo que más me alucina es que saquen a relucir la archimanida palabra “lucha”. Al parecer, así no se lucha y éste no es el ambiente que ha de tener una lucha. Y yo me pregunto: ¿qué lucha? Aquí no hay nadie tomando el palacio de invierno. No estamos fusilando gente. Joder, ni siquiera estamos parando un desahucio. Aquí somos unos cuantos matados pegando gritos en la calle en un recorrido pactado con Delegación del Gobierno y custodiado por policías.

Al final esto es una especie de épica de baratillo en la cual unas cuantas personas se imaginan posando para que un dibujante soviético las retrate en un cartel político, y tuercen el morro cuando ven que los demás pasan de su rollo. No es tanto comunismo como ínfulas y ganas de ser uno de los pocos que Lo Hacen Bien frente a la gran mayoría que Lo Hace Mal. Algo muy humano, en realidad. Pero también muy cansino, y un punto ridículo. Porque anda que no es ridículo levantar la nariz y ensalzar las virtudes de una supuesta seriedad que es tan inútil para lograr cambios como la batucada de turno.

Al margen de que parece que si no copiamos las formas de gente que lleva cien años muerta no nos lo estamos tomando en serio. Aquí la vanguardia revolucionaria no parece capaz de entender que los tiempos cambian y que la tecnología cambia la forma de socializar. Los textos virales pueden ser tan útiles para expresar rabia o cabreo como la frase profunda del pensador comunista de turno. De hecho, pueden serlo más. Usarlos no significa que quien los usa se esté tomando el problema menos en serio, aunque muchos ironicen sobre la situación.

Así que mi conclusión, que ya advierto que es tan cínica como el resto de este artículo, es la siguiente: si vas a montar una revolución armada que proclame la dictadura del proletariado y mande a unos cuantos a un gulag, cuéntame el plan y a lo mejor hasta me apunto. Pero si no, deja a la gente protestar tranquila y no des tanto la barrila, que todos sabemos que lo poco gusta y lo mucho cansa.





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jueves, 8 de marzo de 2018

Alquileres de vivienda 5 - Obras de mejora


En la entrada anterior empezamos a hablar sobre las obras en un piso arrendado. Nos referíamos, en concreto, a las obras de conservación o reparaciones. Hoy analizaremos el otro gran tipo de intervención en un inmueble: las obras de mejora, que son todas aquellas que no buscan arreglar nada que se haya roto sino aumentar el valor del piso, añadirle funcionalidades o dejarlo más bonito. Como siempre, recordemos que ésta es la regulación legal, y que es nula cualquier cláusula que la modifique en perjuicio del arrendatario.

Como es natural, el tema de las obras de mejora le interesa sobre todo al arrendador. Es él quien tiene mayor interés en que el piso sea rentable. Por ello, la LAU le concede el derecho a realizar, sin que el arrendatario pueda oponerse, “obras de mejora cuya realización no pueda razonablemente diferirse hasta la conclusión del arrendamiento”. De nuevo, la norma es inconcreta. Al fin y al cabo, las obras de mejora son, por su propia naturaleza, algo no urgente: se trata de mejorar el inmueble, no de reparar una rotura.

Entonces, ¿qué obras están en este caso de no poder retrasarse “razonablemente” hasta el fin del contrato? Se me ocurren varias posibilidades. Por ejemplo, una intervención que busque evitar daños futuros (reforzar, antes de que se rompa del todo, una cañería que ya ha dado problemas) es una obra de mejora que a lo mejor no puede postergarse mucho tiempo. Otro caso: que el arrendador vaya a financiar la obra con una subvención que solo puede pedirse hasta determinada fecha, como un plan renove de la caldera. Un tercer supuesto, más discutible: que el arrendador haya encontrado una oferta buenísima que durará unos pocos días. Por el contrario, las obras de simple mejora funcional u ornato –poner un jacuzzi, sustituir los azulejos por otros más bonitos– que el dueño vaya a pagar de su bolsillo pueden sin duda esperarse a que el arrendamiento termine (1).

Esta especulación no es simple palabrería. Recordemos que el arrendador tiene derecho a aumentar la renta después de realizar obras de mejora, siempre que las realiza una vez transcurridos los tres primeros años del contrato. Este detalle hace que sea importante determinar en qué casos puede realizar dichas obras y en cuáles debe esperarse hasta la finalización del arrendamiento. En todo caso, hay que entender que la mayoría de caseros son razonables en este aspecto y que no propondrán cambiar el parqué del pasillo así porque sí y sin que haya causa que lo motive.

Está claro que la ley piensa en obras de mejora grandes, no en pintar una pared. El arrendador debe notificar el inicio de las obras por escrito y con al menos tres meses de antelación; en la notificación se describirán las obras y se incluirá una estimación de duración y de coste. El coste le importa al arrendatario porque servirá de base para calcular cuánto le van a subir el alquiler. Desde el momento de la notificación, el arrendatario tiene un mes para desistir del contrato salvo que se trate de obras menores. Si desiste, tiene dos meses para irse, durante los cuales no pueden empezar las obras.

De nuevo, la ley es ambigua a la hora de determinar qué es una obra menor: habla de intervenciones que “no afecten o afecten de modo irrelevante a la vivienda”. Entiendo que todo lo que sea cambios en los revestimientos (azulejos, pintura, etc.) o en elementos internos que no se ven (conducciones, cimientos, etc.) entran en esta categoría, aunque supongan un cambio completo. Sin embargo, cuestiones como tirar o levantar tabiques, abrir o cerrar ventanas y en general modificar la disposición estructural de la vivienda sí pueden salirse de la idea de “afectación irrelevante”.

Si el arrendatario decide soportar las obras, tiene derecho a que la renta se le reduzca en proporción a la parte de la vivienda de la que se vea privado por su causa. Además, el arrendador debe resarcirle de cualquier gasto que las obras le obliguen a efectuar: sustitución de muebles rotos por los operarios, el coste del hotel si tiene que pasarse alguna noche fuera, etc. No insisto más en este tema porque es una cuestión básica de responsabilidad civil.

Hasta ahora venimos hablando de las obras del arrendador, pero ¿puede el arrendatario realizar obras de mejora? La respuesta es “sí, pero”. Hay tres supuestos:

Caso general
El arrendatario necesita consentimiento escrito del arrendador para modificar la configuración de la vivienda o de sus anexos. Eso quiere decir que puede realizar cualquier obra que esté por debajo de ese límite sin necesidad de consultárselo al casero. Recalco esto porque cada vez es más común que en los contratos haya cláusulas que prohíben al arrendatario pintar las paredes o realizar agujeros en las mismas, aunque sea para colgar un triste cuadro. A mi entender, como esa clase de obras menores no modifican la configuración de la vivienda, no pueden prohibirse.

Si el arrendatario realiza sin consentimiento una obra que lo necesita, el arrendador no solo puede resolver el contrato sino que también puede exigir que el inquilino reponga las cosas al estado anterior en el momento en que concluya el arrendamiento. Si no lo hace, es decir, si el casero decide quedarse la obra que ha hecho el arrendatario, éste no le puede reclamar indemnización alguna. Tiene bastante lógica: ha hecho una obra prohibida que solo de carambola le ha gustado al propietario. ¿Qué indemnización va a reclamar?

Caso agravado: obras que socaven la vivienda
Nunca, bajo ningún concepto, puede el arrendatario disminuir la estabilidad o la seguridad de la vivienda. Ni con consentimiento ni sin él. Se trata de una norma destinada, obviamente, a proteger a terceros de los daños que podría causar un derrumbamiento. Si el inquilino incumple, la sanción es más potente: el arrendador le puede exigir que reponga las cosas a su estado anterior en ese mismo instante, sin necesidad de esperar a que el contrato termine.

Caso atenuado: obras de adaptación a edad o discapacidad
Para adaptar la vivienda a una persona de más de 70 años o con cualquier clase de discapacidad no es necesario el consentimiento del arrendador, aunque sí hay que comunicárselo. Se entiende, claro está, que la ley habla de obras que modifiquen la configuración de la vivienda, ya que en caso de obras menores ya hemos visto que la modificación es libre. Para poder activar este supuesto es necesario que el anciano o el discapacitado vivan en la vivienda: la ley menciona al propio arrendatario, a su cónyuge o persona con relación análoga y a sus familiares que convivan con ellos de forma permanente. Estas obras no pueden afectar a los elementos comunes del edificio (el rellano, la escalera, la fachada) y lógicamente también tienen prohibido disminuir su estabilidad o seguridad.

Igual que en el caso general, el arrendador puede exigir al arrendatario que revierta la obra al terminar el contrato.


Así que ya sabéis, ¡cuidado con las obras de mejora!





(1) Por supuesto, en el análisis de casos también hay que tener en cuenta cuánto tiempo le queda al contrato.


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