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miércoles, 25 de enero de 2023

La jornada de 8 horas

La jornada de 40 horas semanales parece que ha llegado al fin de su camino histórico. En España, muchos convenios colectivos recogen ya jornadas completas que son inferiores a esa cifra, y la discusión sobre si reducirla a 30 horas semanales (es decir, 6 diarias, o bien 7,5 diarias y el viernes libre) se renueva periódicamente. Y no es imposible que salga adelante, aunque lo más probable es que se vaya desplegando poco a poco. 

Un buen ejemplo de lo que digo es la forma en que se está desarrollando la discusión. Hay al menos un partido del arco parlamentario que lo propone de manera continua, hasta convertirlo en parte de su marca. Incluso algunas empresas grandes han dicho de boquilla que la aceptaban. Luego resultaba que lo que hacían era reducir la jornada a 30 horas y bajar el sueldo en proporción, es decir, crear jornadas parciales, pero esta clase de jujas era esperable. Lo que me importa es que la idea cala.

Sin embargo, las resistencias me parecen curiosas. A poco que busques en redes sociales la discusión sobre el tema te encuentras a gente que no parece capaz de entender la medida. Y eso que es simple: la jornada máxima semanal, que ahora es de 40 horas, pasa a ser de 30, con todo lo que ello implica. El sueldo completo se cobra con 30 horas, la jornada parcial se mide desde ese módulo de 30 horas, etc. Pero tenemos tan metido en la cabeza el mantra de las 40 horas semanales (es decir, 8 diarias) que salirnos de ahí es un ejercicio mental consciente que no todo el mundo es capaz de hacer.

Quizás ya conozcáis el concepto de realismo capitalista, que lleva un tiempo circulando por ahí. Para quien no, ahí va: se trata de la concepción mental que considera que el capitalismo es el único sistema posible y viable, que no hay alternativa. Una frase atribuida a varios pensadores de izquierda lo expresa muy bien: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. O, en otras palabras, cuando imaginamos escenarios postapocalípticos (y sabe Dios que en la ficción de las últimas décadas los hay a patadas), siempre están construidos siguiendo las pautas del capitalismo.

Si yo digo «apocalipsis» lo que aparece en tu cabeza es lo esperable: un gran desastre natural que saca lo peor de las personas. La demostración definitiva de que, en última instancia, somos egoístas y solo podemos funcionar a partir del comercio (a ser posible desde una posición de ventaja) o la violencia. Eso es realismo capitalista: creer que cuando se acabe la sociedad estructurada el capitalismo todavía seguirá allí porque, de alguna manera, es la forma menos mala de todas aquellas que ha probado la Humanidad para organizarse. Lo cual es tristísimo, claro.

Hoy en día ciertas conquistas sociales se han incorporado al marco capitalista. Es el caso de la jornada de 40 horas. No importa que haya mucha gente que trabaje más de eso ni que todos tengamos claro que, si por la patronal fuera, no existiría jornada máxima. Esas cifras (40 horas a la semana, 8 al día) están en nuestras cabezas como lo ideal, lo sensato y lo razonable. Y cuando se cuestionan hacia abajo, es decir, cuando se propone su reducción, muchas personas reaccionan de forma airada.

Ese es el poder del realismo capitalista: que consigues a una legión de muertos de hambre obvia y objetivamente perjudicados por el capitalismo defendiendo a ese sistema como si les fuera la vida en ello. Además, defendiéndolo de una reforma mínima, plenamente viable y que no cambia en nada la relación de producción que hay debajo. Que hablamos de trabajar dos horas menos al día, no de tomar el Palacio de Invierno y mandar a todos los empresarios a construir la autopista Vladivostok-Don Benito.

Estamos ante reacciones que tienen más que ver con lo identitario que con lo racional. Tenemos el capitalismo tan metido en la cabeza que tratamos un pequeño cuestionamiento del mismo como si fuera una especie de blasfemia. Mira que me he metido en follones durante los años que llevo en Twitter, pero pocas veces he visto tanta amargura y tanto cabreo como cuando le he dicho a un tieso cualquiera que su jornada debería ser inferior. Enseguida salen a relucir ideas tan desarrolladas como «entonces la empresa quebraría», «ya, también quiero un Ferrari, pero hay que ser realistas» y «es que no quieres trabajar, vago». Y cuando respondo que claro que quiero trabajar lo menos posible, la cosa explota.

Sin embargo, la jornada de ocho horas no es una ley natural puesta por Dios para regular el trabajo y el descanso de la Humanidad. Es fruto de luchas sociales, y nunca se planteó como punto de llegada, sino como un mínimo en un contexto, el capitalismo del siglo XIX, donde las personas trabajaban 10, 12 o 14 horas diarias dependiendo de edad, sexo y sector. Un mínimo al que se fue llegando, además, por pasos: hubo leyes que establecían la jornada máxima en 12 y en 10 horas, por ejemplo.

Lo que se propuso fue dividir el día en tres partes: ocho horas de sueño, ocho de trabajo y ocho de ocio. Esta tripartición viene de los socialistas utópicos y es la que ha acabado permeando nuestras cabezas, porque es muy visual y parece justa: dedicarle 1/3 de tu vida al trabajo y tener el resto para ti suena razonable. Pero está viciada ya de base. Excluye todo el trabajo doméstico, que no se puede hacer durante el tercio de trabajo (¡en esas horas estás vendiendo tu fuerza laboral a un empresario!) y que sin duda no es descanso ni ocio. Si trabajas 8 horas en la empresa y además te tienes que hacer la comida, poner lavadoras, atender a personas dependientes y sacar un rato para meterle mano a la cisterna que gotea, no tienes 8 horas para el ocio ni 8 para el sueño ni de coña.

Pero es que es peor. ¿Qué pasa con el tiempo que se tarda en ir y volver al trabajo? ¿Y con la hora (o las dos horas) de la comida, que en muchos casos no permite volver a casa y obliga, por tanto, a seguir vinculado a tu empresa? Puede que no sea tiempo de trabajo, ya que no estás produciendo ni se te remunera, pero sin duda tampoco es tiempo de ocio ni tiempo de descanso. En consecuencia, y dado que la jornada de trabajo es de unas inamovibles 8 horas, todas esas actividades, que tienen una significación laboral indudable (estás yendo para el trabajo, volviendo de él o comiendo en medio del mismo), se hacen en lo que debería ser tu tiempo de sueño y en tu tiempo de ocio. Y no es que sea poco rato, que hay quien pierde así más de cuatro horas diarias.

Lo voy a poner en otras palabras: si queremos mantener la vieja tripartición, entonces la jornada diaria debe ser menor de 8 horas (y probablemente menor de 6) para incluir en el «tercio laboral», como mínimo, los desplazamientos y los tiempos para comer. El sistema puede aguantarlo, puesto que la productividad se ha multiplicado en las últimas décadas: esta medida, por cierto, no la hundiría, puesto que ahora sabemos que la concentración se desploma a partir de la cuarta o quinta hora dedicada a la misma tarea. Además, permitiría distribuir mejor la carga de cuidados y conciliar más.

En definitiva, estamos ante una medida más socialdemócrata que otra cosa, que apuntala el sistema en vez de ir contra él. Algo que permite que el empresario mantenga su Ferrari en vez de expropiárselo para convertirlo en cosechadoras. Dice mucho del momento histórico en el que nos encontramos el que esto se reciba con hostilidad.

La jornada de 8 horas apareció en un momento histórico concreto para resolver los problemas que tenían en esa época. Sin embargo, han pasado casi dos siglos desde que se teorizó y siglo y medio desde que empezó a acceder a las leyes. Tiempo suficiente para que le agradezcamos los servicios prestados y busquemos condiciones de trabajo mejores. Nos las merecemos.

 

 

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domingo, 22 de enero de 2023

Edición y coedición

El otro día me contaron una historia real. Trata de una persona a quien llamaremos Alex porque es nombra tanto de chico como de chica. Alex acaba de terminar su primera novela: es una historia a la que le ha dedicado años y le causa orgullo haberle puesto el punto final. Como es lógico, quiere publicarla. Pero claro, las editoriales de fantasía, ciencia ficción y terror son pequeñas y están sobresaturadas. Ninguna contesta. Alex se empieza a desanimar. ¿Es que nunca podrá ofrecer su obra al mundo? Como autor, puedo certificar que nuestras autoestimas son frágiles cuando se trata de las criaturas que salen de nuestro boli y nuestro tecleo. 

Por suerte, las cosas salieron bien. Alex llegó a la página web de una editorial que se define como «un océano de posibilidades para el autor» (1) y que promete un informe de lectura, personalizado y gratuito, en el plazo de veinte días. Además, si ese informe es positivo, ¡te publican la novela y te incorporas a su amplio catálogo, en el que cuentan con autores consagrados! Todo ventajas a ojos de Alex, que mandó su novela con ilusión.

Las promesas se cumplieron. En menos de una semana Alex tenía en su correo dos cosas: un informe de lectura personalizado (alguien malpensado podría señalar lo fácil que es fingir la personalización tirando de lugares comunes) y una propuesta de publicación, con contrato incluido. Se prometía una presentación en la Fnac de Callao, nada menos, y todo lo demás que lleva aparejada una publicación. Lo único, una pequeña cláusula: en dicha presentación, el autor debía vender 40 ejemplares, que no cobraría. Empezaría a cobrar a partir del ejemplar número 41. «Es lógico», repetía Alex, feliz, «las editoriales tienen muchos gastos y al fin y al cabo están apostando por mí».

La historia aún no ha terminado, pero podemos adelantar el final. La novela saldrá, habrá presentación en la Fnac y, a partir de ahí, absoluto silencio de radio por parte de la editorial. No habrá más actos ni presentaciones salvo que Alex consiga apalabrar alguno. El rédito económico para esta persona será nulo, pero bueno, no hacemos esto por el dinero: el problema será que el libro no se venderá (¿cómo, si nadie sabe que existe?), que nadie lo leerá ni lo reseñará. Y Alex, quizás con los ánimos destrozados y definitivamente fuera del mundo editorial (quizás, con suerte, no sea así), tendrá que esperar los años que marca el contrato para poder hacer cualquier otra cosa con su obra.

¿Qué es lo que ha pasado aquí? ¿Por qué estoy tan seguro del final de la historia? Porque Alex no ha editado su libro con una editorial de verdad, sino con una empresa de coedición, y eso lo cambia todo. Porque estas empresas se parecen superficialmente a las editoriales, pero son totalmente distintas porque obedecen a una lógica diferente. Voy a explicarlo para que todo el mundo tenga claro qué es una cosa, qué es otra y por qué no debemos confundirlas.

Una editorial es una empresa que se dedica a publicar libros, con el fin (o, en el caso de las editoriales de género en España, la lejana esperanza) de obtener un beneficio. Produce libros como quien produce cacerolas. Bueno, esperamos que con más cariño, pero la idea básica es esa: editan libros y los ponen en el mercado con el objetivo de que la gente los compre y sacar dinero de ahí. Para ello incurren en una serie de costes: corrección, traducción, maquetación, ilustración, distribución y, por supuesto, el adelanto y/o porcentaje que se lleva el autor. Una vez han pagado esos costes, lo que les queda es su beneficio.

Una empresa de coedición se parece a una editorial en el hecho de que también pone libros en el mercado, pero en nada más. Su objetivo como empresa es facilitar que los autores publiquen sus obras. Para ello, ofrecen una serie de servicios editoriales (como ese informe de lectura del que hablábamos más arriba, pero también maquetación, portada o distribución) que se cobran del autor, de una manera o de otra. O bien retienen un porcentaje del precio de la obra, o bien directamente le piden dinero al autor, o bien acuden a técnicas como la descrita más arriba: el autor se compromete a vender X ejemplares y a no cobrarlos. Es decir, que las primeras ventas del autor, que son fáciles porque enganchan a amigos y familiares, se las queda la empresa.

Dicho así, podría parecer una modalidad de negocio más. Una empresa oferta en el mercado una serie de servicios editoriales y, por ello, los cobra, sea de la forma que sea. Los autores los compran si quieren y si no, pues no. Todo claro y legítimo. El problema es que estas empresas no operan así. Saben que los autores no solo queremos publicar, sino que nos publiquen, es decir, sentir que una editorial ha apostado por nuestra obra. Así que se disfrazan de editoriales y firman con los autores un contrato de edición con todas sus cláusulas (incluyendo exclusividad durante X años y pago al autor por porcentaje), pero, además, les cobran.

Esto es un negocio ruinoso para el autor, claro, en especial si es novel y no tiene una base de seguidores. ¿Por qué? Pues porque la empresa de coedición, una vez publicado el libro, no tiene incentivos para seguir moviéndolo. Puede dedicar sus esfuerzos a promocionar a sus autores, montar presentaciones, ir a ferias y agitar las redes o puede seguir anunciándose para que entren autores nuevos. Es obvio que se saca más dinero y hay menos costes con la segunda estrategia. Que es algo que nunca pasará con una editorial de verdad, porque esta cobra solo por los libros que vende: su incentivo es vender más.

Es un poco, si nos paramos a pensarlo, como la diferencia entre un negocio multinivel y una estafa piramidal. Un negocio multinivel es aquel en el que los empleados tienen que vender los productos de la empresa y, además, reciben una comisión por lo que vendan otros empleados a los que ellos hayan reclutado. Una estafa piramidal se disfraza muchas veces de multinivel, pero lo verdaderamente lucrativo es reclutar a gente y no vender el producto, lo que cambia por completo la dinámica del sistema. Y no, la comparación con un esquema Ponzi no es inocente.

Vemos que la lógica es muy distinta. Para una editorial, el autor es un proveedor más, igual que el ilustrador, el maquetador o el traductor; como tal proveedor, se le paga. Para una empresa de coedición, el autor es un cliente y, como tal cliente, se le cobra. Lo cual nos lleva a invertir el silogismo: si eres autor y te cobran, sea de manera directa o solapada, es que no estás ante una editorial, sino ante otra cosa.

¿Cómo diferenciamos, entonces, una editorial de una empresa de coedición disfrazada de editorial? O, más bien, ¿cómo las diferenciamos sin perder tiempo e ilusión hablando con ellas para que luego nos pidan dinero? Pues hay varios indicios que pueden ayudar a filtrar:

  1. Ausencia de línea editorial. Una empresa de coedición publicará cualquier cosa que le llegue, casi literalmente: ensayo, poesía, ciencia ficción o policiaca, le da igual mientras pueda sacarle dinero al autor.
  2. Publican mucho. Una editorial que no pertenezca a un gran sello no publica más de quince o si me apuras veinte títulos al año, y eso tirando por lo alto. Es lógico, puesto que los libros tienen un ciclo de venta. Si ignora ese ciclo es que su objetivo no es vender libros.
  3. No se promocionan. Mira su web y sus redes. ¿Cuántas veces hablan de cada libro de su catálogo? ¿Han ido a ferias de libro de su provincia o de su sector en el último año? Si las respuestas son «una o dos en el mes de su publicación» y «no», respectivamente, es que a esa editorial no le interesa vender. Luego gana dinero de otro modo.
  4. Autores que no repiten. Esta es un poco más subjetiva, porque no solo puede indicar coedición sino también editorial tradicional mal gestionada. La cosa es que, si la editorial lo hace bien, es lógico que sus autores quieran repetir. Si no es así, hay que sospechar, aunque, como he dicho, este indicio no solo apunta a la coedición.
  5. Se orientan a los autores. A mi juicio, este es el indicio más importante y, además, de los más fáciles de hallar. Basta con abrir la web de la empresa y con leer un poco sus redes sociales. Estos medios están dedicados siempre a captar clientes. Si abres la web y lo primero que te encuentras es el catálogo, las novedades o las promociones, es que sus clientes son los lectores: es una editorial de verdad. Si lo primero que sale son las ventajas de publicar con ellos, es que sus clientes son los autores: es coedición.

 

Creo que ya ha quedado claro qué es la edición y qué es la coedición. Ahora viene mi consejo: por lo que más quieras, no entres en coedición. Aunque sepas lo que estás haciendo, aunque lo hayas identificado como tal, no te va a rentar. Esas empresas te cobran sin añadir valor a tu propio trabajo. O, dicho de otra manera: vas a pagar por una maquetación que no elegirás tú, por una imagen de portada sacada de un banco de stock, por una corrección prácticamente inexistente (2) y por una distribución nula porque te vas a encargar tú de vender el libro. Y encima perdiendo los derechos sobre tu obra durante años.

Si tienes delante a una empresa de coedición, mi consejo es: pasa de ella y autoedítate. Elige tú la maquetación, paga tú una portada que te guste, dedícale a la venta el tiempo que puedas, quédate con todos los beneficios y conserva los derechos sobre la obra. No te metas en pantanos de donde luego te va a costar salir, por muy atractivos que parezcan. De verdad que no merece la pena.

 

 

 

 

(1) La cita es literal de su web, por si queréis buscar y descubrir que el chiringuito del que hablo es Ediciones Atlantis. Ay, se me ha escapado.

(2) En el caso que ha dado lugar a este artículo, es Alex quien está corrigiendo su propio libro.

 

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sábado, 21 de enero de 2023

Un registro en las Big Four

Esta semana se ha cumplido el sueño húmedo de muchos: una inspección de trabajo ha recaído sobre las Big Four, las cuatro grandes consultoras mundiales. Los periódicos hablan de jefecillos superados y de becarios siendo escondidos en la escalera de servicio (1). Aún no se conocen las consecuencias jurídicas, pero las sociales y periodísticas ya las tenemos aquí: toda la liberalada patria exigiendo al Gobierno que deje en paz a los pobres multimillonarios creadores de empleo.

Me fascina el mantra de la creación de empleo como excusa para todo. Primero: si el empresario crea empleo es porque le renta tener esos empleados (o porque él cree que le renta, que ya sabemos que la racionalidad económica del empresario es más un mito que una realidad). Vaya, que no es que haya que agradecerle esa creación de empleo, porque obtiene de ella cuantiosos beneficios. En segundo lugar, precisamente las cuatro empresas investigadas suelen llamarse cárnicas por la forma en que cada trabajador es exprimido hasta la última gota de sangre y, entre otras cosas, hace muchas más horas de las que le correspondería. Horas que, en un modelo menos inhumano, harían dos o más trabajadores. Así que eso de que crean tantísimo empleo podría matizarse: crean el mínimo imprescindible para seguir adelante. 

Pero es que, además, aunque todo lo anterior no fuera cierto, pretender que la creación de empleo es excusa para vulnerar la ley es ridículo. Y con este asunto llevamos una semana viéndolo: listos de Twitter opinando que la regulación laboral es para trabajos «poco cualificados». Si te metes en una Big Four ya sabes que tendrás que trabajar muchas horas a cambio de un salario aceptable y la posibilidad de ascender y darle un impulso a tu carrera. La versión más extrema de esto la he leído ya un par de veces esta semana: la ley no debería aplicarse a esta clase de empresas precisamente por esta razón.

Este argumento hiede por los cuatro costados. Para empezar, es clasista a más no poder. Traza una división inexistente entre trabajos no cualificados y trabajos cualificados. Sorpresa, todo trabajo requiere una cualificación para hacerlo bien, aunque esta cualificación no tenga por qué ser universitaria. Anda que no sabemos diferenciar entre un camarero bueno y uno malo, por poner un ejemplo. Y luego está lo otro: presuponer que los trabajadores «sin cualificación» son tontitos que necesitan protecciones estatales mientras que los graduados currantes de una Big Four no las necesitan porque saben dónde se meten. Como si una camarera o una limpiadora no pudieran ser plenamente conscientes de sus condiciones de trabajo.

La normativa laboral, conviene recordarlo, no es una cuestión asistencial, sino que tiene que ver con la propia estructura de las relaciones laborales. No está para proteger solo a un tipo de trabajadores, sino para igualar un poco las reglas del juego entre empleados (todos los empleados) y empresarios. Eliminarla y dejar que ciertos trabajadores (o incluso todos ellos) negocien individualmente sus condiciones de trabajo será un absoluto desastre, por mucho que sea el mantra del liberalismo. O quizás precisamente por eso.

Cuando un trabajador entra en la empresa, no tiene ninguna fuerza para negociar. Sí, hay excepciones: alta dirección, científicos de ramas concretas en las que trabajan cuatro gatos, empleados que conocen una tecnología minoritaria que la empresa necesita, cosas así. Como digo, excepciones. Cuando estamos en el momento de la entrevista de trabajo, un trabajador no puede ofrecerle a una empresa nada que no puedan ofrecerle otros quinientos. Y esto se aplica sea cual sea el nivel de cualificación, que anda que no hay graduados en derecho, ADE y economía por el mundo.

La consecuencia más importante es que el trabajador no tiene nada para presionar en la negociación. Es decir, que no hay tal negociación. Las condiciones del empresario son lentejas, y si las dejas hay miles que ocuparán tu posición. Como eso es así en todas las empresas del sector, el consejo de «si no te gustan las condiciones dimite y vete a otra que las tenga mejores» no vale para nada: en todas partes están parecido.

Llegados a este punto de la discusión, el liberal medio se pone a hablar de retención del talento y de la racionalidad del empresario. «En este caso», te dicen, «el que se quedará con el pastel será quien mejore las condiciones de trabajo de tal manera que se queden los mejores, lo cual fuerza a los demás a hacer lo mismo». Es encantador que siga habiendo adultos que crean en los Reyes Magos, ¿no?

Dejemos una cosa clara: talento hay a patadas. No es tan importante. En este mundo de grandes corporaciones, donde se ganan o se pierden millones cada día y donde hay que adaptarse rápido, no se necesitan trabajadores talentosos que tengan grandes ideas o que mejoren los procesos productivos, sino una masa de curritos altamente especializados que se dejen explotar durante jornadas maratonianas. Muchos aguantan pocos meses, pero siempre vienen más. Y solo los que resisten promocionan, con independencia del talento que posean.

Este es el modelo de las Big Four y cárnicas similares. Es lo que hacen todas; si una deja de hacerlo so pretexto de «retención del talento» empezaría pronto a perder cuota de mercado, porque estaría pagando cien por lo que las otras empresas pagan a sesenta o porque tardaría diez días en lo que las otras empresas tardan ocho. No hay mucho más que hacerle. Así las cosas, los beneficios para los empleados se resuelven en chorradas del tipo salario emocional en vez de en dinero, estabilidad y condiciones razonables.

Entonces, y por ir resumiendo: si el trabajador tiene poco o nada con lo que negociar y si las empresas no tienen incentivos para mejorar las condiciones de trabajo, la única forma de conseguir que en ellas se trabaje de manera mínimamente humana es la ley o el convenio colectivo. Es decir, la fuerza coactiva del Estado o el acuerdo alcanzado por medio de huelgas o la amenaza de las mismas. ¿Qué preferís, liberales?

Claro, esto que he dicho se puede aplicar, palabra por palabra y salvando las menciones específicas al funcionamiento de las consultoras, a cualquier empresa y sector productivo. En ninguna parte tienen los trabajadores, individualmente considerados, gran cosa con la que negociar. De donde resulta que no se pueden hacer excepciones: la legislación laboral nos tiene que alcanzar a todos, estemos donde estemos.

Resulta ridículo que en un mundo que cada vez compra menos lo de la jornada de ocho horas que termina siendo de doce (entre el trabajo, el transporte y la pausa para la comida) y que está empezando a abogar muy en serio por su reducción, haya quien siga teniendo como mantra las jornadas sin fin, sin descanso y hasta que se va el jefe. Pero en fin, ya se sabe: los liberales, siempre a la vanguardia.

 

 

 

(1) Vale, esto último me lo he inventado, pero ¿a que es creíble?

 

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miércoles, 11 de enero de 2023

Despido ideológico

Entre el fin de las vacaciones y los asaltos bolsonaristas, la siguiente noticia ha pasado desapercibida: anuladoel despido de un trabajador de la cadena COPE que hizo una broma sobre Cristoen sus redes sociales. En realidad, el despido se anuló en 2021: lo que ha sucedido ahora es que el Tribunal Supremo ha inadmitido (es decir, ni siquiera ha entrado a juzgar el fondo de la cuestión) un recurso de casación interpuesto por COPE. Es una historia jugosa, que me sirve para hacer un breve comentario sobre el despido y sus límites. 

Los hechos son los siguientes: Netflix publicó una película denominada «La primera tentación de Cristo». En ella, se representaba a Jesucristo como homosexual, y la asociación Abogados Cristianos, conocida por no ganar ni los recursos contra las multas de tráfico, decidió demandar a la plataforma. En la conversación que se suscitó en redes sociales, un usuario dijo lo siguiente: «Pero si iba a todas partes con doce maromos y su mejor amiga, cómo no va a ser maricón». Una broma gruesa, que mezcla homofobia con blasfemia, probablemente como la propia película mencionada, y que debería haber quedado ahí.

Pero no quedó ahí. Porque resulta que el usuario era trabajador de la cadena COPE, una emisora de radio de carácter religioso (es, literalmente, propiedad de la Conferencia Episcopal). Así que cinco días después este trabajador, al que las sentencias anonimizan como Rodolfo, tenía sobre la mesa una carta de despido. Y ahora vamos a explicar un poco qué es el despido y cómo funciona. Porque, aunque uno haya vivido este proceso, no está mal conocer la teoría que hay detrás.

El despido es la cesación de la relación laboral por voluntad del empresario. En otras palabras, el empresario decide que ya no quiere seguir vinculado al trabajador y da por terminado el contrato de trabajo. En España el despido es de tres tipos:

  • Disciplinario: el trabajador ha hecho algo mal y el empresario lo sanciona de esta manera. Es la expresión máxima del derecho que tiene el empresario a gestionar la empresa y a imponerle normas y directrices a los trabajadores.
  • Objetivo: el trabajador no ha hecho nada mal, pero el empresario decide no contar más con él. Este caso no se trata igual que el anterior, porque el empresario debe indemnizar al trabajador.
  • Colectivo: el llamado ERE, que consiste en el despido de una gran masa de trabajadores, normalmente por cierre de algún centro de trabajo, fin de la empresa, etc.

 

Lo que sucedió en este caso fue que a Rodolfo le intentaron hacer un despido disciplinario, es decir, un castigo por su tuit. Las causas alegadas fueron dos de las previstas en el Estatuto de los Trabajadores:

  1. Ofensas verbales o físicas al empresario, a los demás trabajadores o a sus familiares.
  2. Transgresión de la buena fe contractual o el abuso de confianza.

 

Son dos causas muy abiertas, en especial la segunda. Es lógico. Están pensadas para poder aplicarse en todos los sectores, empresas y puestos. Los convenios las pueden adaptar y definir y, desde luego, el empresario debe razonar por qué las aplica en cada despido concreto. En este caso, la COPE dijo que el comentario atenta contra el ideario de la empresa y que incumple un decálogo de buenas prácticas en RR.SS. que, entre otras cosas, recomienda lo siguiente: «Ten presente la línea editorial de la Casa, sus valores, ideario y prestigio como medio de comunicación».

Rodolfo recurrió, claro, porque despedir a un trabajador por no tener en cuenta la ideología de la empresa suena un poquito mal. El Juzgado de lo Social le dio la razón, COPE recurrió y el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, en sentencia que podéis leer aquí, falló en el mismo sentido. El despido no era válido.

En primer lugar, y no me resisto a comentarlo aunque no tenga nada que ver con el fondo del asunto, la empresa se queja de que el Juzgado no admitió una de las pruebas que solicitó. La prueba consistía en solicitarle a Twitter que enviara un certificado con todos los tuits publicados por Rodolfo en los seis meses anteriores a los hechos (incluyendo tuits borrados), así como el momento en que cambió el estatus de su cuenta a privado. El Juzgado rechazó esa prueba, y el TSJ lo confirma, por tratarse de una investigación prospectiva: los abogados de COPE, con todo su papo, intentaron que los jueces les facilitaran seis meses de tuits del trabajador a ver si encontraban más mierda que tirarle encima.

Una vez desestimado esto (y otras cuestiones en relación a los hechos probados), la sentencia del TSJ pasa ya al fondo del asunto: el conflicto entre la libertad de expresión y la libertad de empresa. Ambos son derechos constitucionales, bien que el primero tiene carácter de fundamental y el segundo no. Por supuesto, el hecho de firmar un contrato de trabajo no quiere decir que el trabajador renuncie a sus derechos más básicos. La libertad de expresión puede quedar modulada por la inserción del trabajador en la empresa, pero nunca anulada. Cuando ambos bienes entran en conflicto, hay que ponderar y analizar el caso concreto.

Y el caso concreto es que, aunque sin duda las palabras de Rodolfo fueron una falta de respeto a la religión católica, eso no significa que sean motivo de despido. Desde luego, no supone una ofensa dirigida al empresario (primer motivo del despido), puesto que no se le ataca directamente, sino que se hace burla de cierta religión, cosa que es perfectamente lícita y amparada dentro de la libertad de expresión. Y en cuanto a la transgresión de la buena fe contractual o el abuso de confianza, tampoco se aprecian, por cuanto ni el ideario de la empresa ni el decálogo de redes sociales (que obliga a tener en cuenta aquél) son de obligado cumplimiento para los trabajadores. Ni pueden serlo, claro.

Para llegar a esta conclusión, la jueza menciona varios datos, que el TSJ confirma. El que más me interesa era que Rodolfo no trabajaba representando el ideario del medio, sino que era ayudante de toma de sonido. Esta es la razón por la que he escogido este caso para comentarlo: si Rodolfo hubiera sido periodista, o peor, tertuliano, el resultado del pleito podría haber sido muy otro, ya que estas figuras se contratan, en parte, porque tienen valores similares a los del medio.

Si un tertuliano de la cadena COPE hace este chiste, sí podría imputársele una vulneración de la buena fe contractual, porque se le ha contratado para transmitir un mensaje compatible con el ideario católico. Representa estas ideas. Es uno de los escasos supuestos donde se puede despedir a alguien por manifestar unas ideas políticas: que haya sido contratado en presunción de que tenía otras y para puestos donde esto es relevante dentro de una empresa que tiene una ideología oficial (las llamadas empresas de tendencia: partidos, sindicatos, confesiones, medios de comunicación, etc.).

Pero Rodolfo, por volver al caso concreto, aunque sí trabajaba en una empresa de tendencia, no era periodista ni redactor. No la representaba. Además, hizo el comentario en una cuenta de Twitter privada donde no se identificaba como trabajador de COPE. De hecho, y aunque la sentencia no lo deja claro porque todos los datos personales están anonimizados, se deja entrever que en la cuenta de Twitter ni siquiera se mencionaba el nombre y apellidos del trabajador. Es decir, que estamos ante un simple ejercicio de la libertad de expresión (que, como no se cansa de repetir el Tribunal Constitucional, comprende el derecho a crítica aunque esta misma sea desabrida o pueda molestar a quien se dirige), no ante un abuso de confianza ni nada parecido.

Así pues, el despido no es válido. Y aquí hay otro hecho interesante. Cuando se declara que un despido no fue ajustado a la ley, puede calificarse de dos formas: como improcedente y como nulo. Un despido improcedente es el que está mal hecho y, por ello, el empresario puede mantenerlo pero pagándole una indemnización al trabajador. Un despido nulo es el que adolece de tales vicios que se declara que nunca ha existido y que deben reponerse las cosas al estado en que estaban antes de producirse: es decir, es obligatorio readmitir al trabajador y abonarle los salarios que dejó de percibir durante los meses que estuvo ilegalmente despedido.

En este caso, el despido se ha declarado nulo por vulnerar derechos fundamentales del trabajador. Así que a COPE le ha salido excelente la jugada: han hecho un ridículo espantoso, van a tener que pagar salarios de tramitación y han salido en titulares como los censores incompetentes que son. Censores por lo obvio, e incompetentes por todo lo demás. Por ejemplo, la sentencia que hemos comentado durante todo este artículo salió a finales de 2021, pero el caso ha vuelto ahora a titulares porque, como hemos dicho, la recurrieron y el Tribunal Supremo no ha aceptado ni siquiera tramitar el recurso, de lo mal planteado que estaba.

De este relato extraemos una enseñanza: despedir a vuestros trabajadores por reírse de Cristo en redes sociales hace llorar al niño Jesús. Y a los tribunales de justicia.


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