Patreon

¿Te interesa lo que escribo? ¿Te gusta el contenido de este blog? Pues quizá no sepas que tengo un Patreon. Patreon es una página de micromecenazgos en la que las personas que apoyan a un creador se comprometen a darle una cantidad de dinero mensual (¡yo tengo recompensas desde 1$ al mes!) a cambio de recompensas.

Échale un ojo, que a lo mejor te gusta lo que hay ahí.

martes, 2 de julio de 2024

Lexit

La noticia de que la Diputación Provincial de León ha votado una moción a favor de su autonomía ha sacudido un poco la prensa de verano, siempre vacía de noticias. No he podido acceder al contenido de la moción, pero parece ser más una propuesta política que un intento real de iniciar los trámites autonómicos. Además, probablemente morirá pronto. Aun así, da para hablar un poco de ello. 

Para saber de dónde viene este sentimiento regionalista leonés (que a muchos ya nacidos en democracia nos pilla un poco a desmano) hay que remontarse, como siempre, al siglo XIX. En el siglo XIX el Estado liberal hace una cosa que antes no había sido conceptualmente posible: afirmar el control sobre su territorio. Antes, el rey recibía en herencia unos territorios dados, con identidad propia, y en principio no podía modificarlos ni suprimirlos. Después de las revoluciones liberales, el Estado representa a la nación y tiene pleno derecho a regular las divisiones de su propia tierra.

En España esto se hizo en 1833 (aunque había habido otros intentos anteriores) y el encargado fue el ministro de Fomento Javier de Burgos. La fecha es llamativa. Ese año fue en el que murió Fernando VII y España empezó a transitar definitivamente hacia el Estado-nación liberal. Y casi lo primero que hizo fue ordenar el territorio.

Javier de Burgos pensó en un modelo al estilo francés: medio centenar de provincias, de tamaño y población similares, de tal manera que desde cualquier punto del territorio pudiera llegarse a la capital en menos de un día. Las provincias recibirían el nombre de su capital, para evitar identidades regionales. Este modelo hizo fortuna, y es el que conservamos hoy: salvo algunas modificaciones menores de fronteras (la más notable fue la división de la provincia de Canarias en las dos actuales), nuestro sistema provincial es el mismo que en 1833. Vamos para dos siglos, lo cual muestra que parece que ha tenido éxito.

Pero Javier de Burgos, por muy centralista que fuera, no pudo evitar por completo el regionalismo. Agrupó sus 49 provincias en quince regiones, algunas uniprovinciales (como Baleares, la ya citada Canarias o Navarra), pero la mayoría pluriprovinciales. Estas regiones no tenían competencias, órganos de gobierno ni ninguna clase de relevancia jurídica: el poder central se entendía directamente con las provincias, a cada una de las cuales mandaba un gobernador civil (1). Pero existían. Eran la supervivencia conceptual de los antiguos reinos y territorios que habían conformado España desde tiempos medievales.

Cuando uno mira la división territorial de 1833 ve inmediatamente que esas quince regiones a veces se corresponden con nuestras Comunidades Autónomas actuales (véanse Galicia, Asturias, Aragón, Cataluña, Extremadura o Valencia), pero en varios casos no. La diferencia más notable es que León es una región distinta a Castilla la Vieja, formada por las provincias de León, Zamora y Salamanca. Tiene pleno sentido histórico. León y Castilla siempre habían sido entidades distintas: como sabemos, de León salió Castilla y luego el centro del poder pasó a esta, pero aquel nunca quedó asimilado, sino que siempre conservó una identidad propia.

Pasaron las décadas y los siglos. La división de Javier de Burgos continuó en vigor, tanto las provincias como las regiones, que siguieron sin tener competencias o autoridades propias. Pero entonces llegó la Constitución de 1978, se inició el proceso autonómico y todas esas regiones históricas ganaron la autonomía. Fue ahí cuando Castilla la Vieja y León se unieron en una única autonomía, que inicialmente iba a tener las once provincias de ambos territorios, pero que se quedó en las nueve actuales (Cantabria y La Rioja se desgajaron, para formar Comunidades Autónomas uniprovinciales).

No fue un proyecto que surgiera de la nada. La posibilidad de unir a León y a Castilla la Vieja (e incluso, en algunas formulaciones, a Castilla la Nueva) en un único ente se había discutido durante todo el siglo XIX y XX: en la Segunda República se empezó incluso a elaborar un Estatuto de Autonomía. Pero, por supuesto, también había opiniones en contra, y una de las más señaladas era la del leonesismo, que aspiraba a una Comunidad Autónoma leonesa, separada de la castellana.

Hoy, cuarenta años después, el leonesismo sigue presente en las tres provincias del León histórico. Aparte de que hay un partido que lo lleva por bandera (Unión del Pueblo Leonés), parece ser un poco una cuestión transversal, algo de sentido común local: muchos leoneses no se sienten castellanoleoneses y tienen bastante claro que son una cosa distinta de Castilla, aunque no hagan de esa identidad el eje de su vida, ni siempre voten de acuerdo con esas ideas. En el debate sobre la moción de autonomía, incluso quienes se opusieron hacían encendida profesión de fe leonesista: el líder del PP provincial justificó su voto en contra por razones de forma, nunca de fondo.

La idea de que ha sido Valladolid quien se ha beneficiado de la Comunidad Autónoma y ha dejado a verlas venir al resto de provincias (tanto castellanas como leonesas) es una de las bases de este pensamiento. En esta clarificadora entrevista al alcalde de León, se dice una cosa que me parece importante: «Si la comunidad hubiera servido de verdad para vertebrar el territorio con un crecimiento lógico de la misma, con una atención proporcional a los territorios, aunque el debate histórico siempre hubiera estado ahí, los argumentos serían mucho menores y habrían frenado ese deseo y ese anhelo de los leoneses de salir de esta comunidad. Pero no ha sido así».

Bueno, y ahora, ¿qué pasa? Es importante tener en cuenta que, como decía al principio, este no es el inicio formal del proceso autonómico, sino una moción para trasladar la petición a las Cortes autonómicas y a las estatales. Yo personalmente no creo que vaya más allá: habría que contar con todas las fuerzas políticas y ver si Zamora y Salamanca se pronuncian también a favor, lo que exige un grado de acuerdo notable, especialmente teniendo en cuenta que en esos dos territorios el leonesismo tiene menos presencia.

Pero supongamos que se tira para delante. ¿Es esto posible? Sí, lo es. Hoy en día, que todo el territorio del país forma parte de una Comunidad Autónoma u otra, parece mentira pensar que las cosas podrían no haber salido así. La Constitución no recoge un listado de Comunidades Autónomas, sino unas instrucciones de uso para constituir las que se necesiten. Parte de una situación de base en la cual el territorio se divide en provincias con una autonomía muy escasa, y les da las herramientas para agruparse y formar Comunidades Autónomas. Al final todas las provincias tomaron esta decisión, pero podrían no haberlo hecho.

Se ha hablado mucho de que debería reformarse la Constitución para cerrar el proceso e incluir en nuestra Ley Fundamental un listado de Comunidades Autónomas, pero nunca se ha hecho. Así que ahora León, Zamora y Salamanca pueden perfectamente iniciar un proceso autonómico sin contar con las Cortes de Castilla y León. Por ser más precisos: el hecho de que exista ya una Comunidad Autónoma de Castilla y León es irrelevante a estos efectos. La Constitución reconoce el derecho a las provincias, y no dice que solo puedan ejercerlo una sola vez, ni que no puedan ejercerlo si ya están integradas en otra Comunidad Autónoma.

El derecho a la autonomía se reconoce a «las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes». No creo que haya ningún problema en demostrar que las tres provincias leonesas, que fueron parte de la misma región hasta finales de los ’70, cumple este requisito. En el caso de que Zamora y Salamanca no se apuntaran, León podría aun así constituirse como comunidad uniprovincial, derecho que se reconoce a «las provincias con entidad regional histórica».

Existen dos vías de acceso a la autonomía:

  • La vía ordinaria o lenta es la del artículo 143.2 CE. La iniciativa corresponde a todas las Diputaciones interesadas y a 2/3 de los municipios que representen a más del 50% del censo electoral de cada provincia. Todas estas entidades deben votar a favor en el plazo de 6 meses desde el primer acuerdo.
  • La vía rápida es la prevista en el artículo 151.1 CE. La iniciativa corresponde a todas las Diputaciones interesadas y a 3/4 de los municipios que representen a más del 50% del censo electoral de cada provincia. Todas estas entidades deben votar a favor en el plazo de 6 meses desde el primer acuerdo. Una vez conseguido este requisito, además, la iniciativa debe ratificarse por referéndum apoyado por la mayoría absoluta de los electores de cada provincia.

 

Una vez ejercida la iniciativa, en ambas vías se redacta un proyecto de Estatuto de Autonomía y se tramita en las Cortes como ley orgánica (aunque el trámite es distinto en uno y otro caso). Las de vía rápida, además, exigen que el Estatuto sea aprobado en referéndum. Cuando se cumplen estos trámites, ya existe la nueva Comunidad Autónoma.

Estas vías se llaman así porque la vía lenta permite asumir un nivel reducido de competencias durante 5 años, mientras que la rápida (que exige más acuerdo) concede desde el principio todas las funciones a la Comunidad Autónoma naciente. En el caso leonés, nadie parece considerar la vía rápida, pero, si se logra la autonomía, no sería descabellado pensar que el Estado pueda cederle las competencias que faltan: esto ya se hizo para Valencia y Canarias durante los ’80. Las dos vías son, en esencia, un mecanismo ideado para ir despacito con el experimento autonómico, y no tienen sentido en 2024.

Esto es lo que hay. La verdad, no es un asunto sobre el que yo tenga una opinión muy fuerte, porque ni soy de León ni conozco el territorio, pero oye, si los leoneses quieren, ¿por qué no?

 

 

 

 

(1) El término «gobernador civil» es posterior a la época de Javier de Burgos. Cuando se hizo la división territorial, lo que había en las provincias eran jefes políticos y subdelegados de Fomento.

 

     ¿Te ha gustado esta entrada? ¿Quieres ayudar a que este blog siga adelante? Puedes convertirte en mi mecenas en la página de Patreon de Así Habló Cicerón. A cambio podrás leer las entradas antes de que se publiquen, recibirás PDFs con recopilaciones de las mismas y otras recompensas. Si no puedes o no quieres hacer un pago mensual pero aun así sigues queriendo apoyar este proyecto, en esta misma página a la derecha tienes un botón de PayPal para que dones lo que te apetezca. ¡Muchas gracias!


domingo, 16 de junio de 2024

La Ley de Amnistía (y II) - Los efectos de la amnistía

En el artículo anterior vimos los motivos que se han aducido para la amnistía. En este vamos a ver en qué consiste dicha amnistía.

 

¿Qué se amnistía?

El objetivo de la ley es amnistiar los actos determinantes de responsabilidad penal, administrativa o contable que se hayan producido en relación con el procés. Para ello hay dos criterios de conexión. El primero es temporal: los actos deben haber sucedido entre el 1/11/2011 (día que se considera que se inició el procés) y el 13/11/2023 (día en que se presentó la proposición de ley de amnistía en el Congreso). Si los actos son anteriores a la primera fecha, pueden amnistiarse si terminaron después de aquella; si terminaron después de la segunda, pueden amnistiarse si se iniciaron antes de aquella.

El segundo criterio es de relación. Para ser amnistiados, los actos deben tener relación con el procés, más en concreto, deben haber sido «ejecutados en el marco de las consultas celebradas en Cataluña el 9 de noviembre de 2014 y el 1 de octubre de 2017, de su preparación o de sus consecuencias». Además, se amnistían los siguientes actos, aunque no estén relacionados con las consultas:

  1. Los actos cometidos con la intención de reivindicar, promover o procurar la secesión o independencia de Cataluña, así como los que hubieran contribuido a la consecución de tales propósitos. Los delitos económicos, como malversación, solo están incluidos aquí cuando tuvieran como única finalidad esa secesión o independencia, no si buscaran el enriquecimiento del autor. También se incluyen actos para divulgar el proceso, recabar información sobre experiencias similares, convencer a otras entidades de que se unan, etc. Y, por último, los actos de colaboración, asesoramiento, representación, protección o seguridad a los líderes del procés.
  2. Los actos cometidos con la intención de convocar, promover o procurar la celebración de las consultas que tuvieron lugar en Cataluña el 9 de noviembre de 2014 y el 1 de octubre de 2017. Se establece la misma salvedad sobre la malversación que en el caso anterior.
  3. Los actos de desobediencia, desórdenes públicos, atentado o resistencia ejecutados con el propósito de celebrar las consultas independentistas o sus consecuencias, así como cualesquiera otros actos tipificados como delitos realizados con idéntica intención. Se incluyen los actos de prevaricación (para aprobar o ejecutar leyes o resoluciones) y también actos de desconsideración, crítica o agravio vertidos contra las autoridades y funcionarios públicos, los entes e instituciones públicas y sus símbolos o emblemas.
  4. Los actos de desobediencia, desórdenes públicos, atentado, resistencia u otros actos contra el orden y la paz pública ejecutados con el propósito de mostrar apoyo a los objetivos y fines anteriores o a los encausados o condenados por la ejecución de cualesquiera de los delitos que ahora se amnistían.
  5. Las acciones realizadas en el curso de actuaciones policiales dirigidas a dificultar o impedir la realización de los actos. Es decir, aquí se amnistían los delitos que pudieran haberse cometido en defensa del orden constitucional.
  6. Los actos cometidos con el propósito de favorecer, procurar o facilitar cualesquiera de las acciones que ahora se amnistían, así como cualesquiera otros que fueran materialmente conexos con tales acciones.

 

Todos estos actos se amnistían sea cual sea su grado de ejecución y su forma de autoría o participación.

 

¿Qué no se amnistía?

El artículo 2 de la ley incluye un completo catálogo de delitos que quedan fuera de la amnistía: muertes, abortos o lesiones al feto, lesiones graves contra las personas, torturas, terrorismo, delitos con motivaciones discriminatorias, delitos contra los intereses financieros de la UE, delitos de traición y contra la paz o independencia del Estado y delitos contra la comunidad internacional (cosas como genocidio o lesa humanidad).

Claro, uno lee este listado y se queda extrañado. ¡Si nada de esto se cometió durante el procés! Y es cierto. Pero el preámbulo aclara que establecer un listado de exclusiones, que mencione las violaciones más graves de los derechos humanos, es necesario para satisfacer los estándares internacionales sobre cómo deben ser las amnistías. Supongo que han querido cubrirse las espaldas: aunque no haya delitos de este nivel relacionados con el procés, dejamos claro que no quedan incluidos en la amnistía, por si aparecieran.

 

Efectos

El efecto de la ley es que se extingue toda responsabilidad penal, administrativa o contable.

En cuanto a la responsabilidad penal (por delitos), los jueces deben poner inmediatamente en libertad a todos los que se hallen en prisión (sea provisional o por cumplimiento de condena); alzar cualquier otra medida cautelar que haya en vigor; dejar sin efecto las órdenes de busca y captura, ingreso en prisión o detención; terminar la ejecución de cualquier pena que haya sido impuesta y eliminar los antecedentes penales de los amnistiados.

Se establece un procedimiento para alegar la amnistía en cualquier fase del proceso penal y que este pueda ser archivado o terminar con sentencia absolutoria, según los casos. La competencia corresponde al órgano que esté conociendo de la causa. Puede actuar de oficio o a instancia de las partes o del Ministerio Fiscal, y en todo caso debe dar audiencia a las partes y al Ministerio Fiscal.

En cuanto a la responsabilidad administrativa (por infracciones que no sean delitos), el órgano administrativo acuerda el archivo de todos los expedientes sancionadores, la eliminación de los antecedentes del Registro Central de Infracciones contra la Seguridad Ciudadana y el alzamiento de las medidas cautelares. Se establecen mecanismos para aplicar la amnistía tanto en procedimientos administrativos (es decir, en los que la Administración intenta sancionar a alguien) como contencioso-administrativos (es decir, en los que la Administración ya ha sancionado a alguien y este alguien ha recurrido la sanción ante un juez).

En cuanto a los empleados públicos que hayan sido sancionados o condenados, se los reintegrará en todos sus derechos y se los reincorporará a sus cuerpos si hubieran estado separados de ellos. No recibirán el sueldo por el tiempo en que hayan estado separados del servicio, pero sí se les computa la antigüedad.

Los efectos económicos de la amnistía son limitados. Los amnistiados no tienen derecho a que los indemnicen ni a que les devuelven las multas que pagaron, salvo, en algunos casos, cuando esas multas fueran sanciones por infracciones leves o graves (no muy graves) de la Ley de Seguridad Ciudadana.

En cuanto a la responsabilidad civil (las indemnizaciones por daños y perjuicios), quedan extinguidas salvo dos excepciones:

  • Que ya hayan sido declaradas en sentencia o resolución firme y ejecutada. Es decir, que ya estuvieran pagadas.
  • Que correspondan frente a particulares. Si alguien, durante la comisión de un hecho amnistiado, causó daño a un particular, sigue teniendo que reparar ese daño. Estos procesos se sustancian ante la jurisdicción civil.

 

Por último, en relación a la responsabilidad contable (aquella en la que incurren quienes menoscaben caudales o efectos públicos), quedan alzadas todas las medidas cautelares adoptadas por el Tribunal de Cuentas. Este procederá a archivar las actuaciones o absolver a las personas físicas o jurídicas demandadas.

 

Procedimiento

En el apartado anterior ya hemos mencionado muy brevemente algunas normas de procedimiento, pero quedan los siguientes:

  • Un acto solo queda amnistiado cuando así se declare en resolución firme dictada por un órgano competente.
  • Los órganos competentes deben tramitar la amnistía con carácter preferente y urgente, cualquiera que fuera el estado de tramitación del procedimiento. El plazo máximo es de 2 meses. Sin embargo, este plazo es engañoso, porque los jueces pueden solicitar que el TC o el TJUE valoren si la ley de amnistía es contraria a la Constitución o a los tratados de la UE, respectivamente. Y durante la tramitación de estas solicitudes, se suspende el procedimiento principal, que puede así acabar durando mucho más de 2 meses.
  • El plazo para solicitar que te apliquen la amnistía es de 5 años.
  • Contra las resoluciones que apliquen la amnistía cabrá interponer los recursos previstos en el ordenamiento jurídico. Estos recursos nunca serán suspensivos.


 

Escribo este artículo cuando se acaba de publicar la noticia de que el fiscal general ha ordenado a los fiscales del procés que apliquen la amnistía. Ahora vendrá la segunda parte: jueces planteando la cuestión de inconstitucionalidad ante el TC o la cuestión prejudicial hasta el TJUE y paralizando las amnistías durante meses o años. Y luego, claro, la resolución de esos órganos, que establecerán definitivamente si la amnistía es válida. 

Qué ganas, ¿eh?

 

 

    ¿Te ha gustado esta entrada? ¿Quieres ayudar a que este blog siga adelante? Puedes convertirte en mi mecenas en la página de Patreon de Así Habló Cicerón. A cambio podrás leer las entradas antes de que se publiquen, recibirás PDFs con recopilaciones de las mismas y otras recompensas. Si no puedes o no quieres hacer un pago mensual pero aun así sigues queriendo apoyar este proyecto, en esta misma página a la derecha tienes un botón de PayPal para que dones lo que te apetezca. ¡Muchas gracias!


viernes, 14 de junio de 2024

La Ley de Amnistía (I) - Las razones de la amnistía

Pues ya tenemos Ley de Amnistía. La norma está publicada en el BOE y ya en vigor, por lo que es previsible que empiece pronto a aplicarse. La semana que viene tendremos unas cuantas noticias sobre jueces que la recurren al Tribunal Constitucional o al Tribunal de Justicia de la UE por considerarla contraria, respectivamente, a la Constitución y a los tratados constitutivos. Esos venerables órganos tendrán que resolver y será entonces cuando podamos considerar cerrado este sainete. 

El legislador es consciente de que la publicación de la ley no acaba con el problema, y por ello dedica una larguísima exposición de motivos a argumentar la constitucionalidad de la ley. Yo ya escribí un artículo en el que explicaba por qué no me convencen ni los argumentos a favor ni los argumentos en contra, así que ahora no voy a opinar. Me voy a limitar a glosar el argumentario de este preámbulo, antes de hablar, en el siguiente artículo, de la regulación en sí.

 

El preámbulo. ¿Es constitucional la amnistía?

Varias secciones de la exposición de motivos se dedican a argumentar a favor de la constitucionalidad de la amnistía, en abstracto. Es decir, ¿cabe la amnistía (cualquier amnistía) en la Constitución, dado que esta no la menciona expresamente? El preámbulo acude, en primer lugar, a la tradición histórica: ha habido otras amnistías en España. Es un argumento tramposo, porque todas fueron antes de la Constitución en vigor.

Se dice también que esta medida de gracia está prevista en las Constituciones de muchos países y que, en aquellos cuya Constitución no menciona este tema (Alemania, Bélgica o Suecia), se hacen sin problema. En cuanto a la UE y el TEDH, su ordenamiento reconoce la viabilidad de las amnistías. Es decir, que como concepto no es extraño al ordenamiento constitucional de los países democráticos: se puede aplicar en «circunstancias de especialidad crisis política».

Volviendo a España, el preámbulo sigue diciendo que la constitucionalidad de la amnistía la ha declarado ya el Tribunal Constitucional en su sentencia 147/1986, en la que dijo que «no hay restricción constitucional directa sobre esta materia». Esto, la verdad, me ha hecho torcer un poco el morro, porque esta sentencia no versa sobre la amnistía de 1977 (¡no podría, esta amnistía es anterior a la Constitución!), sino sobre un añadido que se le hizo en 1984. Tomarla como punto de partida para analizar una amnistía nueva me parece erróneo. En cuanto a la fase entrecomillada, en su contexto lo que quiere decir es que el legislador de 1984 puede precisar el régimen jurídico de la amnistía preconstitucional de 1977, no que pueda aprobar una nueva bajo la vigencia de la Constitución (que es un tema que no se trata en esa sentencia).

Sigue diciendo el preámbulo que la Constitución no prohíbe la amnistía porque eso hubiera implicado la derogación de la amnistía de 1977. No voy a calificar este argumento. Y también que toda clase de normativas españolas (tanto estatales como autonómicas) de los años ’80 y ’90, así como tratados internacionales ratificados por España en esas fechas, mencionan la amnistía. Con esto vienen a decir «aquí no se ha cuestionado nunca que se pueda hacer amnistías», lo cual puede ser cierto, pero no dice nada a favor de lo que está intentando argumentar: por muchos operadores jurídicos que hayan mencionado la amnistía en sus normas (y suponiendo que no se refieran a la de 1977), si esta es inconstitucional, es inconstitucional.

Más atendibles me parecen argumentos más simples, como el siguiente: [la amnistía] «se presenta como una facultad de las Cortes Generales (…). De esta manera, a quien se halla legitimado para tipificar o destipificar una determinada conducta se le reconoce, en lógica consecuencia, la facultad de amnistiar esos mismos hechos». Y esto no afecta al poder judicial, porque este está sometido al imperio de la ley. Creo que con esta idea sobra casi toda la verborrea anterior sobre que si un real decreto de 1991 menciona la amnistía o que si en el siglo XIX amnistiaron no sé qué.

 

El preámbulo. ¿Es constitucional esta amnistía?

Aceptada que la amnistía es constitucional en abstracto, hay que dar el siguiente paso: ¿es constitucional esta concreta amnistía? Aquí el preámbulo dedica varios párrafos a explicar el procés. Este comportó «una tensión institucional que dio lugar a la intervención de la Justicia y una tensión social y política que provocó la desafección de una parte sustancial de la sociedad catalana hacia las instituciones estatales, que todavía no ha desaparecido y que es reavivada de forma recurrente cuando se manifiestan las múltiples consecuencias legales que siguen teniendo, especialmente en el ámbito penal».

Esta es la idea central: que las responsabilidades legales por los hechos del procés siguen generando desafección entre los ciudadanos catalanes y evitan que la brecha se cierre. Las Cortes, como representantes de la soberanía popular, tienen que evaluar la situación y darle respuesta, una vez que se ha superado la crisis y lo que toca es garantizar la convivencia futura. De hecho, el nombre de la ley es «de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña». Me parece interesante este párrafo:


«Así, esta amnistía no puede interpretarse como un alejamiento de nuestro marco legal. Muy al contrario, es una herramienta que lo fortalece y mira hacia el futuro, devolviendo al debate parlamentario las divisiones que siguen tensando las costuras de la sociedad, mediante una renuncia al ejercicio del ius puniendi por razones de utilidad social que se fundamenta en la consecución de un interés superior: la convivencia democrática».

 

¿Y esto es constitucional? Según el preámbulo sí, porque el Tribunal Constitucional acepta que existan leyes singulares: la ley debe ser general (aplicarse a toda la colectividad), pero de manera excepcional pueden existir leyes que se apliquen solo a supuestos únicos o sujetos concretos. Para ello, la norma debe dictarse en atención a un supuesto de hecho concreto y agotar su eficacia en las medidas que se toman ante este supuesto de hecho. Es decir, no debe desplegarse hacia el futuro, como sucede con el resto de leyes. La ley de amnistía, siempre según su preámbulo, cumple con este canon de constitucionalidad, porque se agota en los actos vinculados a un proceso independentista que ya se considera terminado.

 

 

He resumido muchísimo un preámbulo que ocupa 10 páginas en la ley. Pero me parece relevante, porque vamos a estar hablando de amnistía durante meses, y estos van a ser los parámetros en que se desarrollará la discusión: si cabe o no cabe en abstracto, si de verdad sirve para garantizar la convivencia, si se cumplen los requisitos de la ley de caso único, etc.

La concreta regulación legal la veremos en el siguiente artículo.

 

 

   ¿Te ha gustado esta entrada? ¿Quieres ayudar a que este blog siga adelante? Puedes convertirte en mi mecenas en la página de Patreon de Así Habló Cicerón. A cambio podrás leer las entradas antes de que se publiquen, recibirás PDFs con recopilaciones de las mismas y otras recompensas. Si no puedes o no quieres hacer un pago mensual pero aun así sigues queriendo apoyar este proyecto, en esta misma página a la derecha tienes un botón de PayPal para que dones lo que te apetezca. ¡Muchas gracias!

 

 

 

 

martes, 4 de junio de 2024

Por qué Alvise va a obtener escaño

Este domingo son las elecciones europeas. Todos los sondeos dan al partido de Alvise Pérez un mínimo de un escaño, lo cual le vendrá muy bien al propio Alvise, acosado por diversas causas judiciales. Es evidente que el objetivo de esto es ganar la inmunidad parlamentaria europea (la misma que ha disfrutado Puigdemont) para el cabeza de lista, y que lo demás son pantomimas.

Pero ¿por qué precisamente las europeas, aparte del hecho banal de que son las que están más cerca en el tiempo? ¿Por qué Alvise Pérez no intentó presentarse a las generales el año pasado? Hay dos razones principales: una de sistema electoral y otra de psicología de los votantes. Que son, por supuesto, las mismas que casi garantizan que el multicondenado tuitero va a conseguir escaño.

 

1. El sistema electoral

El sistema electoral son aquellas reglas jurídicas que regulan la transformación de votos en escaños. No forman parte del sistema electoral la regulación del censo, de las mesas electorales, de la propaganda electoral, del ejercicio del derecho de voto o del escrutinio. Sí forman parte del sistema electoral el número de circunscripciones que hay, los diputados que se eligen en cada una, el porcentaje mínimo que debe conseguir una candidatura para ser considerada, el tipo de voto o la fórmula que transforma votos en escaños.

En las elecciones generales, la circunscripción electoral es la provincia. Eso quiere decir que tú no votas, en abstracto, al partido de tu elección, sino a una lista de personas que ha presentado tu partido en esta provincia, y que será distinta de la lista que haya presentado en la provincia de al lado. Los votos se cuentan en cada provincia, y los electos se proclaman también según provincia. Los elegidos de cada provincia son los que, sumados, forman el Congreso y el Senado.

Me veo en la necesidad de explicar esto porque, como nuestras elecciones están tan presidencializadas, la gente muchas veces no lo capta bien, y cree que está votando «al PSOE» o incluso «a Pedro Sánchez». Y así pasa como en aquella anécdota que leí por Twitter, del votante del PP que hace unos años quiso impugnar las elecciones porque Rajoy no salía en su papeleta y eso implicaba que esta era una falsificación. A este pobre hombre se le tuvo que explicar que es que Rajoy se presentaba en otra circunscripción.

Aunque antes hemos mencionado el Senado, vamos a hablar solo de las elecciones al Congreso, porque son las que más se parecen a las europeas. Lo primero que hay que ver, una vez establecida la división en provincias, es cuántos diputados elige cada provincia. Hay dos iniciales por provincia, y el resto depende de su población; Ceuta y Melilla eligen cada una un diputado. Si vamos a la última convocatoria de elecciones veremos que hay una disparidad brutal entre las provincias más pobladas (Madrid elige 37 diputados, Barcelona 32) y las que lo están menos (Soria elige 2 diputados; Cuenca, Guadalajara, Teruel o Zamora eligen 3; Burgos, Cáceres o León eligen 4, etc.).

Este reparto tiene graves efectos sobre la proporcionalidad. Da igual cómo cuentes los votos: es imposible conseguir un reparto proporcional cuando hay tan pocos asientos en juego. En Soria, por poner un ejemplo extremo, el primer escaño se lo lleva el ganador, el segundo se lo lleva el segundo y pare usted de contar. Y si nos vamos a los números, resulta que, en las últimas elecciones generales, 144 de los 350 diputados fueron elegidos en circunscripciones que reparten 6 diputados o menos. Más del 40%.

En lenguaje técnico se suele decir que las provincias pequeñas (las que eligen pocos escaños) están sobrerrepresentadas, es decir, que eligen más escaños de los que les correspondería por población, y eso gracias al mínimo de 2 diputados que se da a todas las provincias. Un 40% de diputados provenientes de circunscripciones donde es muy difícil que el tercero más votado obtenga escaño (por no mencionar el cuarto o el quinto) es una de las causas del histórico bipartidismo español. No la única, ya que este bipartidismo se ha moderado bastante sin que cambie el sistema electoral, pero desde luego una importante.

En las elecciones europeas esto no pasa. ¿Y por qué no? Porque en las europeas la circunscripción no es la provincia, sino todo el Estado. Cada partido o coalición presenta una única lista, se suman los votos a esa lista en toda España y se reparten los escaños de manera nacional. Este año hay 61 escaños en juego. Se comprenderá que, con estos datos, la proporcionalidad es mayor: aunque el PP y el PSOE se siguen llevando la parte del león (las encuestas les dan más de 40 escaños entre las dos), hay muchas probabilidades de que quintos, sextos y séptimos partidos obtengan uno o dos escañitos.

Hay más puntos del sistema electoral que son relevantes. El que más nos interesa es la barrera porcentual. En muchos sistemas electorales proporcionales se exige que las listas reciban al menos un cierto porcentaje de votos en cada circunscripción, para que no entren al reparto candidaturas irrelevantes que tienen muy poco apoyo popular. En las elecciones generales españolas, este porcentaje es del 3% en cada circunscripción. Es decir, que si obtienes menos del 3%, no puedes obtener escaño aunque teóricamente los números te dieran para ello (1). En las elecciones europeas esta barrera no existe, y eso permite que los sondeos le estén dando a Alvise un 2%-2,5% de los votos y, aun así, le asignen un escaño.

No voy a hablar de la fórmula de conversión de votos en escaños (la famosa D’Hondt), porque tiene mucha menos influencia que el número de escaños en juego por circunscripción y que la existencia o no de barrera. El resumen de esta parte es simple: en las elecciones europeas, un partido pequeño y con votos distribuidos en todo el territorio nacional tiene más opciones de rascar escaño que en ninguna otra convocatoria.

 

2. Las elecciones de segundo orden

Pero estos efectos mecánicos no valen de nada si la gente no vota a estos partidos minoritarios. Las elecciones europeas históricamente han sido elecciones de segundo orden, que son aquellas en las que los votantes piensan que se juegan menos o que son menos importantes. Ojo, que aquí lo que importa es lo que piensen los votantes, no la realidad: lo que se decide en Europa es importantísimo para nosotros, y el Parlamento Europeo tiene bastante influencia en esas decisiones, pero muchas personas viven todo eso como instituciones alejadas de su cotidianeidad.

En las elecciones de segundo orden, la gente hace cosas raras. Personas que siempre votan puede que aquí se abstengan. Votantes fieles de un partido que están disconformes con algunas decisiones puede que no le voten, para infligirles un castigo a bajo coste (no es como si les fueran a hacer perder el gobierno del país). Practicantes del voto útil a lo mejor deciden votar a la formación de su preferencia en vez de a la que suelen apoyar. Los experimentos se hacen con gaseosa… o en elecciones poco importantes.

Los partidos esto lo saben, y saben también cómo funcionan los efectos mecánicos del sistema electoral. Por tanto, echan el resto para conseguir escaños. En las europeas ves en el Metro o en redes candidaturas que no conocías de nada. Y si lo piensas bien, es lógico. En esta convocatoria, y redondeando números, el censo es de 38 millones de personas. Suponiendo un 60% de participación, que es el porcentaje que hubo en las últimas europeas, van a ir a votar 22,8 millones de personas. Si las encuestas muestran que con un 2% de esos votantes se consigue escaño, eso es menos de medio millón de personas. A poco que tengas una cierta fama y una base medio firme, no es imposible.

Recordemos las elecciones europeas de 2014. Hace diez años (parece más, ¿eh?) se habló mucho de la «irrupción» de un Podemos recién creado en el Parlamento Europeo, hasta el punto de que las malas lenguas dijeron que aquello tuvo cierta relación con la abdicación de Juan Carlos I unas semanas después. Pues esa irrupción fue, conviene recordarlo, menos del 8% de votantes que se tradujeron en 5 escaños de 54. Hasta Izquierda Unida sacó más: 10% de votos y 6 escaños. En esas mismas elecciones, donde la participación fue inferior al 50%, la candidatura Primavera Europea (que llevaba a Equo, Compromís, Chunta Aragonesista, PUM+J y algunos más) consiguió escaño con apenas 300.000 votos.

 

 

 

Con este panorama, no es extraño que un tío como Alvise, que lleva media década currándose a su comunidad filofascista, haya decidido justo en las europeas dar el salto a la política institucional y ver si consigue esa ansiada inmunidad parlamentaria. Los gañanes que le siguen, que normalmente votarían a Vox, puede que en estas elecciones se sientan tentados a dar su apoyo a un partido que perciben como más puro, menos contaminado por el trabajo político real. El hecho de que estén muy dispersos no es un problema, porque no se vota por provincias. Y como no hay barrera, basta con conseguir a medio millón de personas, o quizás incluso menos si la participación baja.

Así que, si las encuestas están bien hechas (y es una condición bastante importante), lo más probable es que Alvise Pérez obtenga en Europa el escaño que nunca conseguiría en España. Espero que el Parlamento Europeo no juzgue demasiado sus aficiones ardillescas, porque si no se le van a hacer muy duros estos cinco años.

 

 

 

 

(1) Anécdota: en las elecciones a la Comunidad de Madrid esta barrera es del 5%. Esto fue lo que provocó que, en las últimas autonómicas, el PP pasara de ir ganando a arrasar con mayoría absoluta: Podemos cayó por debajo de este 5% y sus votos salieron del reparto de inmediato, por lo que sus escaños tuvieron que ser repartidos entre las candidaturas que seguían.


  ¿Te ha gustado esta entrada? ¿Quieres ayudar a que este blog siga adelante? Puedes convertirte en mi mecenas en la página de Patreon de Así Habló Cicerón. A cambio podrás leer las entradas antes de que se publiquen, recibirás PDFs con recopilaciones de las mismas y otras recompensas. Si no puedes o no quieres hacer un pago mensual pero aun así sigues queriendo apoyar este proyecto, en esta misma página a la derecha tienes un botón de PayPal para que dones lo que te apetezca. ¡Muchas gracias!

martes, 28 de mayo de 2024

Por qué no voy a clubes de lectura

La semana pasada me pasaron una columna de opinión interesante: «Por qué no hay hombres en los clubs de lectura», de Ana Ribera. La articulista se preguntaba por qué solo hay mujeres en los clubes de lectura o escucha, en las presentaciones de libros o en los cursos y retiros creativos. Después de sondear a algunos hombres de su entorno, obtiene una respuesta casi unánime: todos le dicen que no les interesa, que les da igual lo que opinen otros.

A partir de ahí, la articulista desarrolla la teoría de que cuando un hombre termina un libro, ya se ha forjado una opinión y no tiene interés en contrastarla. Si quiere comentarlo, es solo con conocidos. Salvo una excepción, claro: que el hombre en cuestión sea el autor del libro, en cuyo caso sí va a clubes de lectura, como parte de la promoción y porque su opinión está por encima de la del resto de asistentes. «Compartir esos momentos, escuchar los pareceres de otros sobre su obra es un peaje al que obliga ser un autor con cierto éxito». A pesar de ello, la crítica literaria, musical, etc. es territorio casi exclusivo de hombres.

Esto, por supuesto, tiene un sesgo machista evidente. Los hombres con quienes ha hablado del tema le han asegurado que en esos clubes no se leen más que tonterías intrascendentes y que son actividades para mujeres. Bueno, esto último no lo dijeron, lo pensaron. La articulista, después de decir que eso es un prejuicio, pasa a confirmarlo en un último párrafo donde afirma que, para las mujeres, la cultura no es algo solitario e individual, que en muchas ocasiones necesitan saber qué opinan otras sobre la obra y que a veces se quedan dándole vueltas a lo escuchado o leído y necesitan compartirlo.

He resumido el artículo entero porque me he sentido bastante interpelado. Me ha descrito a la perfección. Cuando termino un libro dejo una breve reseña en Goodreads (que uso más como diario de lectura que como otra cosa), si me ha parecido muy bueno o muy malo lo comento en redes sociales o se lo cuento a alguien cercano, y se acabó la presente historia. Guardo el libro en la memoria, lo recomiendo si lo merece y a veces lo releo, pero no me entran ganas de compartirlo con un grupo de personas desconocidas. Y sí, como autor de «cierto éxito» (para valores muy bajos de éxito) he ido a clubes de lectura como invitado. No escucho podcast, pero sospecho que si lo hiciera mi relación con ellos sería muy parecida.

Y la cosa es que, a pesar del tono indignado y escandalizado del artículo, no me parece una mala forma de relacionarse con la cultura. La autora llama triste a esta conducta en varias ocasiones y lo comenta como si fuera una rareza indefendible, casi una turbia perversión sexual de la que uno debería avergonzarse, pero no creo que sea para tanto.

Hablemos de mí, que para eso estamos en mi blog: ¿por qué no voy a clubes de lectura, a presentaciones de libros, a retiros creativos o a actos similares? Bueno, la pregunta ya nace viciada, porque de hecho he acudido a saraos de estos en ocasiones, y hasta he organizado alguno. Pero en todos ellos encuentro un elemento común, y es el social. He ido a clubes de lectura compuestos por gente a la que ya conocía, y a presentaciones de libros de amistades. Nunca he ido a retiros creativos, pero sí a sesiones de escritura conjunta, en algunos casos en mi casa. En todos esos casos, la parte literaria era casi el peaje que pagaba por tener un rato guay con personas a las que aprecio.

De hecho, cuando voy a convenciones frikis, es raro verme en una charla. En el último Celsius entré en una, porque la daba una amiga mía. En el anterior, en ninguna. En las HispaCones no es lo mismo porque suelo estar de organizador o detrás de una mesa, pero en la última no entré a ninguna charla y en la anterior, a una, y más por necesidad de descansar un poco que por la charla en sí (aunque luego me encantó). A estas cosas yo voy por ver a mis colegas, y donde mejor me lo paso es en las comidas, en las cenas y en los descansos entre actividades.

No es exactamente que mi relación con la cultura sea individual. Para mí, por ejemplo, crear obras culturales es siempre un proceso dialéctico. Una amiga lo llama «rebotar ideas»: alguien tiene una idea para un relato o para una novela y la comenta con otros amigos letraheridos, que hacen comentarios o sugerencias. Y en la respuesta a esos comentarios y sugerencias la idea se afila, se pule, se hace mejor. Casi todo lo que he escrito ha nacido así.

Si la creación de cultura es dialéctica, su consumo también puede serlo. ¿Ir a museos, a visitas culturales o al cine con mi pareja? Para delante. ¿Quedar con una amiga y pasarnos la comida hablando de libros (y, probablemente, prestándonos algunos)? Estoy dentrísimo. Pero sentarme en círculo con personas semidesconocidas a compartir opiniones sobre el mismo libro no me atrae nada de nada.

Creo que hay dos factores. El primero, que intento que haya las mínimas imposiciones posibles sobre las obras culturales con las que entro en contacto. En general yo leo muy rápido, por lo que podría llegar con los deberes hechos a un club de lectura semanal o quincenal, pero ese es justo el problema: que no quiero que leer se convierta en deberes. Para mí es un placer, y eso solo se consigue si puedo escoger la obra que quiero en cada momento, ir con ella a mi ritmo, dejarla tirada durante cuatro días o devorármela en una tarde. Hay gente a la que le vienen bien las fechas límite: a mí, en esto, no. Y claro, nadie te obliga a nada, puedes ir al club sin haberte acabado el libro, pero ya me dirás qué gracia tiene pasarte una hora escuchando opiniones sobre una obra que igual ni has abierto.

El segundo factor es el de los desconocidos. No tengo problema en hacer actividades con desconocidos, incluso si es un grupo mayoritariamente de mujeres; mis dos años siendo el único señor de mi clase de pilates lo demuestran. Pero, a priori, no me interesan sus opiniones sobre nada. No lo suficiente como para comprometer un par de horas a la semana, a la quincena o al mes en escucharlas. Si con alguna de estas personas desarrollo afinidad, entonces me encantará hablar de libros con ella, pero ya está.

Y ojo, esto no tiene que ver con el miedo, mencionado en la columna, a que las asistentes se rían de mí por expresar sentimientos o por abrirme. Si alguien se ríe de mí por esas razones, peor para esa persona. Es más bien que no creo que mis opiniones sobre un libro sean de interés para un grupo de desconocidos, igual que a mi me dan un poco igual las suyas. ¿Podría aprender, ampliar mi visión o comprender aspectos que no he percibido, como dice Ana Ribera en su columna? Podría. También podría pasarme la hora entera aburriéndome de escuchar cosas que no me interesan. Y como esa parte de aprendizaje y crecimiento ya la tengo al hablar de libros con mis amigos, para qué arriesgarme.

Inciso para contar una batallita: el peor club de lectura en el que he estado era de cómics, y estaba compuesto por un grupo grande de personas, mixto y con fuerte presencia de varones. Seguía un turno rotatorio de palabra, que era frecuentemente interrumpido por varios de los asistentes (masculino no genérico), progresivamente más chuzados, que voceaban bromas internas del grupo, se insultaban entre sí «amistosamente» y hacían la experiencia muy desagradable para todos los demás. No volví, claro.

Dicho esto, por supuesto que me parece genial que existan los clubes de lectura, las presentaciones de libros y cualquier actividad cultural grupal. Estos días ha aparecido una columna que, al hilo de este debate, reivindica la lectura en soledad y considera a los clubes de lectura pequeñas dictaduras comunistas. Al margen de los chistes (¿pequeñas dictaduras comunistas? ¡Me apunto, y también a las grandes!), esto es una chorrada como la copa de un pino. Es sostener la misma posición desde el otro lado: el único modo valioso de acercarse a la cultura es el mío. Y no, claro que no. Los clubes de lectura deben existir, porque a sus asistentes les gusta este modo de relacionarse con los libros. A mí no, y por eso no voy. Aquí debería acabarse el debate.

A lo largo de todo este artículo he sostenido que mi relación con la cultura es a veces grupal y colectiva (aunque no de la manera que le gusta a Ana Ribera) y a veces individual. Pero ese es solo mi caso. Si alguien disfruta más a solas de libros, películas, discos y cuadros, si escribe o compone en la soledad de su estudio y si no le gusta hablar con nadie de sus opiniones, no sé qué derecho tenemos los demás a decir que eso es triste y a convencerlo de que lo haga de otra forma. Quizás le viniera bien y quizás no, pero contra cualquier argumento se alza una realidad fundamental: a esa persona no le apetece.

Es un poco bajonero acabar un artículo con el manido let people enjoy things, pero es que al final todo se reduce a eso. A dejar a la gente un poquito en paz y no informarle, desde una atalaya de superioridad, de que está leyendo mal el libro y lo va a joder. Ojalá pudiéramos comportarnos así. Como dice Ana Ribera en la excelente frase que da fin a su columna, sería mejor para todos y todas, pero me temo que no va a ser.

 

 

 ¿Te ha gustado esta entrada? ¿Quieres ayudar a que este blog siga adelante? Puedes convertirte en mi mecenas en la página de Patreon de Así Habló Cicerón. A cambio podrás leer las entradas antes de que se publiquen, recibirás PDFs con recopilaciones de las mismas y otras recompensas. Si no puedes o no quieres hacer un pago mensual pero aun así sigues queriendo apoyar este proyecto, en esta misma página a la derecha tienes un botón de PayPal para que dones lo que te apetezca. ¡Muchas gracias!

jueves, 23 de mayo de 2024

Ánimo de lucro

Soy una persona que lleva años en el mundillo asociativo. Las asociaciones son entidades sin ánimo de lucro que pueden perseguir una amplia variedad de fines culturales, sociales, vecinales, económicos o políticos, siempre que tengan en común precisamente eso: la ausencia de ánimo de lucro. A veces, para financiarse, realizan actividades económicas, como organizar cursos, vender productos (libros, merchandising) o prestar servicios previo pago. Y siempre hay que se pregunta: pero ¿pueden hacer eso? ¿No son una entidad sin ánimo de lucro? Con este artículo pretendo despejar esta duda.

Los seres humanos inician actividades. A veces, con esas actividades buscan ganar dinero: son lo que llamamos empresas. Y a veces solo quieren promover una determinada causa por motivos desinteresados o, al menos, no económicos: esta categoría no tiene un nombre colectivo aceptado, así que, para entendernos, los llamaremos proyectos. Es cierto que, en la práctica, ambos objetivos no siempre están separados, pero a nivel jurídico ambas situaciones tienen un tratamiento muy distinto.

En las empresas existe, para empezar, la figura del empresario individual o trabajador autónomo. Ambos son lo mismo, una persona que ordena capital y trabajo (propios o ajenos) con el objetivo de crear bienes o servicios, ponerlos en el mercado y sacar beneficios. En el habla coloquial solemos separar autónomo de empresario individual usando criterios como si tiene a su vez trabajadores contratados o si posee un local físico afecto a la actividad (una tienda, una oficina), pero en ambos casos el tratamiento jurídico es el mismo. El dinero que queda después de restar los gastos son esos beneficios, y el empresario se lo apropia porque para eso ha iniciado la empresa.

Cuando varios empresarios se juntan, lo que tenemos es una sociedad. Una sociedad es una persona jurídica distinta de sus socios: la sociedad es capaz de tener sus propios derechos y obligaciones, separados de los de las personas que lo forman. Existe una amplia tipología de sociedades: algunas permiten que los acreedores de la sociedad vayan contra los socios, otras no lo permiten; en algunas necesitas el acuerdo de todos los socios para entrar, en otras no; algunas asumen que todos los socios trabajarán en la empresa, otras esperan de ti que pongas dinero y te olvides; en algunas todos los socios son iguales, en otras no, etc. Pero todas tienen algo en común: intervienen en el tráfico comercial con sus bienes y servicios y, de nuevo, restan ingresos menos gastos y reparten entre los socios los beneficios resultantes. En algunas formas sociales, a este reparto se le denomina dividendos.

¿Y qué pasa con los proyectos sin ánimo de lucro? Si haces la guerra por tu cuenta, el derecho no se ocupa mucho de ti. Pero a poco que te juntes con alguien, existe una forma jurídica específica para lo que quieras hacer. ¿Quieres intervenir en política y presentarte a elecciones? Lo que tienes que fundar es un partido. ¿Planeas juntar a los trabajadores e intervenir en la negociación colectiva y en las huelgas? Revisa la legislación sobre sindicatos. ¿Te ha sido revelada la verdad? Hay un Registro de Entidades Religiosas esperando tu culto. ¿Tienes mucho dinero y mucha mala conciencia? Crea una fundación con tu nombre (1).

Las asociaciones, de las cuales nos ocupamos hoy, son lo que quedan cuando ya has descartado todas esas formas jurídicas. Si tu proyecto sin ánimo de lucro no encaja como partido, como sindicato, como entidad religiosa ni como cualquier otra figura regulada por leyes especiales (2), te toca constituir una asociación, y para eso da igual que seáis tres matados que buscáis promover una causa en redes sociales que el que seáis todo un colectivo de cientos de personas (por ejemplo, los afectados por una enfermedad rara o los familiares de las víctimas de cierta catástrofe). En todos los casos la forma jurídica es la misma.

El derecho de asociación es uno de los fundamentales. El artículo 22 de la Constitución reconoce el derecho de asociación, salvo casos como las que persigan fines delictivos, las secretas y las paramilitares. La prohibición de las asociaciones secretas es un poco sorprendente, porque la inscripción en el registro de asociaciones no es obligatoria, así que, si yo quiero constituir una asociación y no decírselo a nadie, ¿quién me va a obligar? Por último, y como buen derecho fundamental, solamente un juez puede interferir en él: la Administración no puede disolver ni suspender las actividades de las asociaciones.

Este derecho de asociación tiene su propia ley reguladora, que no vamos a explicar aquí. Porque lo que nos interesa está solo en uno de sus artículos, más en concreto el 13.2: «los beneficios obtenidos por las asociaciones (…) deberán destinarse, exclusivamente, al cumplimiento de sus fines, sin que quepa en ningún caso su reparto entre los asociados ni entre sus cónyuges o personas que convivan con aquéllos con análoga relación de afectividad, ni entre sus parientes, ni su cesión gratuita a personas físicas o jurídicas con interés lucrativo».

Es decir, que las asociaciones hacen lo mismo que las empresas, que es restar los gastos de los ingresos para determinar los beneficios. Pero luego esos beneficios no pueden salir de la asociación. No hay reparto de dividendos. Los socios no reciben una parte proporcional de los beneficios, y existen normas para dificultar el fraude: esos beneficios tampoco pueden ir a los parientes de los socios ni donarse a empresas. Tienen que quedarse en la asociación para seguir cumpliendo los objetivos sociales.

Más aún: ni siquiera en caso de que la asociación se disuelva se reparten beneficios. En este caso, el patrimonio será destinado a lo previsto en los Estatutos, que, de acuerdo con el artículo 7.1.k de la ley reguladora, «no podrá desvirtuar el carácter no lucrativo de la entidad». Es decir, que tampoco aquí se reparte el sobrante ni puede donarse a empresas. Lo común es que los Estatutos establezcan que, si la asociación se disuelve, el patrimonio social se regale a otras asociaciones similares.

Esto, precisamente esto, es lo que significa que una entidad no tenga ánimo de lucro: que los beneficios que genere su actividad no pueden repartirse entre los socios. Se garantiza así que estos no se unan esperando obtener una contraprestación económica, porque la ley impide que se lo den. Cada forma social tiene una regulación apropiada para la posición que debe ocupar en el sistema: las sociedades, que tienen ánimo de lucro, pueden repartir beneficios; las asociaciones no.

Ahora bien: ¿eso significa que una asociación no pueda participar en el tráfico jurídico, vender productos, prestar servicios o ejercer cualquier clase de actividad económica? No, claro que no. Una asociación, igual que una empresa, puede poner bienes y servicios en el mercado, siempre que tenga las autorizaciones pertinentes y cumpla con sus obligaciones fiscales. Lo único, que el objetivo será distinto: una empresa lo hace para enriquecer a los dueños, una asociación lo hace para tener más dinero con el que financiar la actividad.

Voy a poner un ejemplo extremo: la editorial Crononauta es una asociación. De hecho, su nombre completo, según su aviso legal, es Asociación Cultural Crononauta. Sin embargo, no tienen otra actividad cultural que la edición y venta de libros. Aquí, la actividad financiadora y la actividad principal se confunden hasta ser una: la asociación cumple sus objetivos estatutarios, precisamente, editando libros y poniéndolos a disposición del público a cambio de un precio. Funcionan como una empresa a todos los efectos, pero no lo son. Los beneficios que obtengan nunca se repartirán entre los socios: como mucho, estos podrán recibir un salario si realizan funciones profesionales para la asociación, pero eso es un gasto de la actividad, no parte del beneficio. Por ello mismo, no desvirtúa su objetivo de ser sin ánimo de lucro.

Así que sí, una asociación puede realizar cualquier actividad económica que le dé la gana. Mientras no pretenda repartir beneficios, todo es legal.

 

 

 

 

 

(1) Las fundaciones no son asociaciones de personas, como si lo son los partidos o los sindicatos, sino patrimonios autónomos, gestionados por un equipo que garantiza que se dedican a los fines sociales que estableció su fundador.

(2) Otras figuras de base asociativa reguladas por leyes especiales son las federaciones deportivas y las asociaciones de consumidores y usuarios, por ejemplo.

 

 

 ¿Te ha gustado esta entrada? ¿Quieres ayudar a que este blog siga adelante? Puedes convertirte en mi mecenas en la página de Patreon de Así Habló Cicerón. A cambio podrás leer las entradas antes de que se publiquen, recibirás PDFs con recopilaciones de las mismas y otras recompensas. Si no puedes o no quieres hacer un pago mensual pero aun así sigues queriendo apoyar este proyecto, en esta misma página a la derecha tienes un botón de PayPal para que dones lo que te apetezca. ¡Muchas gracias!

sábado, 18 de mayo de 2024

CGPJ y azar

La falta de renovación de Consejo General del Poder Judicial (ya lleva más tiempo en funciones de lo que duró su mandato) es un runrún de fondo en este país. El último capítulo lo componen unas declaraciones del presidente del órgano donde dice que no va a dimitir y que rebajar las mayorías parlamentarias que se requieren para la renovación sería propio de «las leyes de una dictadura». También ha dicho que en caso de que se rebajaran las mayorías, los nombramientos tendrían «un componente político importante y eso sería gravísimo». Y lo ha dicho sin reírse, el tío.

A mí todo este sainete me recuerda a un libro que leí durante la carrera (Los principios del gobierno representativo, de Bernard Manin) y a un trabajo académico que hice sobre las ideas del autor. Vamos a ver si puedo desarrollarlo.

¿Cómo debe elegirse al Consejo General del Poder Judicial? Ahora mismo la Constitución dice que los 8 vocales del turno de juristas son elegidos por el Congreso y el Senado (cuatro y cuatro) por mayoría de 3/5. La Constitución no precisa cómo debe elegirse a los 12 vocales del turno de jueces, pero la ley copia el sistema del otro turno: elegidos por el Congreso y el Senado (seis y seis) por mayoría de 3/5. Es en este turno donde se está planteando cambiar el sistema de elección, porque no está fijado por la Constitución.

Pero hagamos política-ficción. Supongamos que tenemos mayoría suficiente como para modificar la Constitución y la Ley Orgánica del Poder Judicial a nuestro antojo. ¿Qué mecanismo estableceremos? En democracia se han usado dos (siempre para los del turno judicial, claro): elección por parte de los propios jueces y magistrados en elecciones internas y elección por parte de las Cortes Generales.

Desde el punto de vista democrático, la elección por parte de las Cortes es el sistema que parece más lógico. Separación de poderes nunca ha implicado absoluta división ni estanqueidad entre los mismos. La idea del sistema es establecer una serie de frenos y contrapesos que pueden incluir, por supuesto, la elección de uno de los tres poderes (o, más bien, de su órgano de gobierno) por parte del otro, siempre que haya sistemas suficientes para proteger su independencia. Tiene pleno sentido que sean las Cortes, como depositarias de la soberanía nacional, quienes elijan al CGPJ.

El problema, claro, es el que vemos: si cierta composición del órgano beneficia mucho a uno de los principales partidos, y este partido no tiene vergüenza, los mandatos se eternizan mucho más allá de su máximo legal. Y aunque no se eternicen, se forman banderías y acabamos hablando de vocales progresistas y conservadores.

Entonces ¿prescindimos del principio democrático y nos vamos a la elección interna? Ya que los políticos no saben elegirlo, que sean los propios interesados quienes seleccionen a sus gobernantes. Esto tiene un problema práctico, más allá de que sea absurdamente elitista, y es que el Consejo General del Poder Judicial no desarrolla acción política. Es un órgano gestor y consultivo, que impone sanciones, firma ascensos y traslados, evacúa informes y maneja presupuestos, pero no implementa un programa de gobierno.

Un principio básico de la elección es que debemos poder diferenciar a los candidatos entre sí. En unas elecciones a un cargo político (y me da igual que sean generales, autonómicas, europeas o locales) esto se consigue por medio de partidos que tienen distintos programas e idearios. Yo elijo a aquel cuyas propuestas más me convencen y le voto, porque quiero que lleve adelante esas propuestas.

Si se trata de la elección a un órgano técnico como es el CGPJ, el votante no tiene esa herramienta. Entonces ¿qué criterios tiene para votar? ¿Afinidad ideológica general a las asociaciones que presentan a los candidatos? ¿Deseo de conseguir prebendas si apoya a «los suyos»? ¿Corporativismo? ¿Una sosegada valoración técnica de los méritos de cada candidato? Ninguno de estos motivos parece suficiente, oportuno ni fácil de implementar, la verdad. El más interesante es el último, pero no hay ninguna razón para pensar que los jueces y magistrados vayan a ponerse de verdad a valorar el currículum de cada candidato (no más, al menos, de lo que lo hacemos los votantes ordinarios en las elecciones).

Entonces ¿qué sistema nos queda? Pues en el libro que he citado más arriba, Manin hace una encendida defensa del sorteo como mecanismo democrático. Al parecer, los antiguos atenienses desconfiaban de las elecciones, por considerarlas un método aristocrático: favorecen de forma clara a quienes tienen dinero y contactos para pagarse una campaña. Para muchos cargos, preferían el sorteo. El sorteo garantiza que todos los ciudadanos puedan aspirar al cargo y que nadie se eternice en un puesto, por lo que se dificulta la formación de élites que serían perjudiciales para la democracia.

Esta idea ha quedado desfasada, al menos en lo que se respecta a la selección de nuestros gobernantes. Elegir hoy en día por sorteo a los diputados y senadores es incompatible con nuestro paradigma. Ya no vivimos en la era de los griegos, y una idea básica del Estado liberal-democrático es la de consentimiento: los gobernantes lo son porque el pueblo les cede el poder. Es tan básica que muchas veces ni siquiera se enuncia, y es de estas concepciones contra las que no tiene mucho sentido ir.

Pero ¿y en cargos como los del CGPJ? Órganos técnicos y gestores, con un margen de acción muy tasado, donde, superada una criba inicial de cualificaciones, no importa demasiado quién ocupe los puestos. En el trabajo que hice en la carrera sobre el libro de Manin proponía precisamente la elección del CGPJ, ya que ello (y hago eso tan cargante de citarse a uno mismo), «soslayaría al menos las conexiones directas entre órganos disciplinarios y poder político, y los amiguismos, corporativismos y demás lacras de la elección interna». Sí, en la carrera ya era un redicho y un pedante.

Cuanto más pienso en ello, más me gusta la idea. Candidatos propuestos por los profesionales (jueces, abogados, profesores), una serie de comparecencias en sede parlamentaria para descartar a los menos capaces y, por último, un sorteo. Nombramos a los veinte que salgan y que estén sus cinco añitos. Y cuando estos transcurran, la renovación puede instarse casi de forma automática, sin necesidad de conseguir acuerdos amplios y sin que el encastillamiento de un partido provoque retrasos.

Más aún, en órganos elegidos por sorteo entra en juego lo que otro filósofo de nombre francés (aunque este es yanqui), Philip Petit, denomina la mano intangible. La mano intangible es el mecanismo psicológico por el cual los miembros de un órgano colegiado se ven impulsados a ser razonables y a llegar a acuerdos con los demás. Como nadie quiere pasar vergüenza y todos los demás miembros del órgano están valorando nuestra actuación, trataré de ser sensato.

Para que se aplique la mano intangible es importante que los miembros del órgano no tengan interés personal en el asunto que se trata. Es decir, que es imposible que llegue a aplicarse en el CGPJ actual, donde todos han sido propuestos por un partido y se juegan, por tanto, seguir llevándose bien o no con ese partido. De ahí que se hable de bandos. Sin embargo, si se eligiera por sorteo, ese incentivo desaparecería. Ninguno de los vocales le debe nada a nadie, todos están ahí por azar. El CGPJ sería parecido a una mesa electoral o a un jurado, institución que Petit pone de ejemplo de ente donde funciona la mano intangible.

Todo lo anterior no deja de ser una especulación. Existirían medios más sencillos para destrabar la elección del CGPJ, como, por ejemplo, quitarle poder al órgano: si el Consejo deja de elegir a los magistrados del Supremo, de repente a nadie le interesa controlarlo. Y si esta idea ni siquiera está sobre la mesa, como para proponer la selección aleatoria. Sin embargo, creo que es una reflexión interesante sobre cómo podrían funcionar las instituciones. Porque lo que conocemos no es lo único posible.

 

 

¿Te ha gustado esta entrada? ¿Quieres ayudar a que este blog siga adelante? Puedes convertirte en mi mecenas en la página de Patreon de Así Habló Cicerón. A cambio podrás leer las entradas antes de que se publiquen, recibirás PDFs con recopilaciones de las mismas y otras recompensas. Si no puedes o no quieres hacer un pago mensual pero aun así sigues queriendo apoyar este proyecto, en esta misma página a la derecha tienes un botón de PayPal para que dones lo que te apetezca. ¡Muchas gracias!