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jueves, 16 de noviembre de 2023

El Senado y la amnistía

Contra mayoría absoluta en el Congreso, mayoría absoluta en el Senado. Eso han debido pensar los linces del PP, lo que ha dado lugar a una serie de titulares apocalípticos en la prensa de izquierdas. «El PP retuerce la Constitución para intentar retrasar la aprobación de la ley de amnistía», titulaba ElDiario.es. Yo creo que no es tan fiero el león como lo pintan, pero, aun así, quiero escribir un artículo al respecto. Por dos razones. Una, que me lo han pedido. Y dos, que se trata de una cuestión que, aunque se explica fácilmente, necesita bastante contexto, puesto que apunta justo al centro de nuestro procedimiento legislativo.

Vamos a las bases. En España tenemos un sistema bicameral, es decir, que el Parlamento (Cortes Generales) tiene dos cámaras: Congreso de los Diputados y Senado. Ambas cámaras son, a todos los efectos, instituciones diferentes. Cada una tiene su propio reglamento, aprobado por ella misma, y elige a sus propios órganos de gobierno. Como sabemos, el sistema electoral es diferente para ambas, y esto puede generar distintas configuraciones. Ahora mismo, en el Congreso hay una mayoría parlamentaria formada por una alianza de la derecha nacionalista, la izquierda y el PSOE, mientras que en el Senado el PP tiene mayoría absoluta de forma clara e incontestable.

Estas dos cámaras no son iguales en poderes y atribuciones. La Constitución diseña un sistema de bicameralismo imperfecto, que es la forma fina de decir que el Senado está subordinado al Congreso. Esta subordinación se refleja en dos cuestiones importantes: que el Senado tiene un tiempo tasado para examinar las propuestas de ley aprobadas por el Congreso y que cualquier cambio que introduzca el Senado en una propuesta de ley lo puede levantar luego el Congreso. El Senado se configura como una cámara de segunda lectura, que sirve para ralentizar el proceso legislativo (atemperando, se supone, las prisas que pudiera tener el Congreso) y para introducir aportaciones, pero que en ningún caso tiene capacidad decisoria.

Vamos a verlo un poco más en detalle. En primer lugar, todas las leyes las tiene que proponer alguien, y según quién las proponga, reciben uno u otro nombre:

  • Proyectos de ley: los propone el Gobierno. Como este es el órgano que dirige la política interior y exterior, los proyectos de ley tienen prioridad sobre las proposiciones.
  • Proposiciones de ley: las propone el propio Congreso, el Senado, las Asambleas autonómicas o 500.000 firmas.

 

Hay que tener en cuenta que la Ley de Amnistía no es un proyecto, sino una proposición. No procede del Gobierno (este está en funciones, no puede presentar proyectos de ley) sino del grupo parlamentario del PSOE en el Congreso: será el Congreso quien formalmente lo proponga. Esto no es baladí, como veremos de inmediato.

Una vez iniciado el trámite legislativo, sea con proyecto o con proposición, es el Congreso quien empieza a debatir. Hay una serie de enmiendas, luego pasa a una comisión, se discute, vuelve al Pleno, etc. No voy a entrar en los detalles, lo importante es eso: primero el Congreso tramita el texto, lo va perfilando y modifica las partes que considera.

Una vez el texto ha terminado su recorrido en el Congreso, pasa al Senado. Y este tiene un plazo tasado para hacer su propia tramitación: de nuevo hay debates, enmiendas, se pasa por comisiones, etc. ¿Cuál es este plazo? En general 2 meses, pero es de 20 días si el Gobierno o el Congreso declaran urgente el proyecto.

Este proceso puede terminar de tres formas distintas:

  • Si el Senado no introduce ningún cambio en el texto que venía del Congreso, este se considera aprobado.
  • Si el Senado veta el texto, este vuelve al Congreso, que puede levantar el veto. Se considera entonces aprobado.
  • Si el Senado introduce modificaciones al texto, este vuelve al Congreso, que debe pronunciarse sobre cuáles de estas modificaciones acepta (si es que acepta alguna). Se considera entonces aprobado.

 

Una vez que el texto quede aprobado, se remite al rey para que lo firme y lo mande publicar.

Vemos más arriba lo que ya decíamos: el Senado está subordinado al Congreso. Tiene un plazo tasado de 2 meses o de 20 días para hacer su trabajo, y son otras instituciones las que le marcan cuál de los dos plazos se aplica. Además, si cambia aunque sea una coma del texto que le vino del Congreso, este decidirá qué cambios se quedan.

Ya tenemos el contexto. Entonces, ¿qué es lo que ha hecho el Senado, con mayoría absoluta del PP? Pues todo gira en relación a los plazos de tramitación. La proposición de ley de amnistía va a ser declarada urgente, con lo que el plazo de tramitación en el Senado sería de 20 días. Así lo decía antes el reglamento de esta cámara, de acuerdo con la Constitución. Más en concreto, el artículo 133.1 del reglamento decía que:

En los proyectos declarados urgentes por el Gobierno o por el Congreso de los Diputados, el Senado dispone de un plazo de veinte días naturales para ejercitar sus facultades de orden legislativo.

 

Si os dais cuenta, el texto solo hablaba de proyectos, es decir, normas propuestas por el Gobierno. Pero se aplicaba a las proposiciones. Esto es algo común en el derecho parlamentario. La diferencia entre proyectos y proposiciones es, sobre todo, de prioridad, pero en ambos casos el trámite es el mismo, por lo que a veces los reglamentos de las Cámaras regulan los proyectos y se entiende, implícita o explícitamente, que esa regulación se aplica también a las proposiciones.

Hasta ahora. Porque ahora el artículo 133 del Senado separa entre proyectos y proposiciones. En proyectos se queda como está: si el Gobierno o el Congreso declaran la tramitación urgente, el Senado tiene 20 días. Pero en proposiciones, es la Mesa del Senado la que decide si la tramitación es urgente o no: el Gobierno y el Congreso solo pueden proponérselo, no decidirlo.

Sobra decir que, como la amnistía es una proposición y la Mesa del Senado está controlada por el PP, este se negará a aplicar la tramitación de urgencia. Con lo cual tendrá 2 meses para tener paralizada la amnistía. Pero esos 2 meses se convertirán en 3, porque se refiere a meses donde haya sesiones ordinarias, y en enero no las hay. Si el asunto entra en el Senado a mediados de diciembre, estaría detenido hasta mediados de marzo.

¿Es esto constitucional? En un primer vistazo parece que sí. El artículo 90 CE, que es el que regula la actuación del Senado, se refiere exclusivamente a proyectos de ley. El párrafo 3 dice literalmente que «El plazo de dos meses de que el Senado dispone para vetar o enmendar el proyecto se reducirá al de veinte días naturales en los proyectos declarados urgentes por el Gobierno o por el Congreso de los Diputados». Como aquí no se trata de proyectos sino de proposiciones, parece que el Senado, en uso de su autonomía reglamentaria, puede regular estas de forma distinta.

Pero esta interpretación tan literal convence muy poco. El artículo 90 de la Constitución regula la totalidad de competencias del Senado en materia legislativa. Todo lo que hemos visto más arriba (lo que sucede si el Senado veta un texto o le introduce modificaciones, el plazo ordinario de 2 meses, etc.) está en el artículo 90. Si el artículo 90 solo se aplica a proyectos, ¿eso quiere decir que la Constitución no regula la competencia del Senado en materia de proposiciones? ¿Puede el Senado hacer lo que quiera en este caso? ¿Puede darse a sí mismo un plazo de 1 año para tramitar proposiciones y además establecer que sus vetos no los puede levantar el Congreso? Si el artículo 90 CE solo es aplicable a proyectos, nada impediría que el Senado hiciera lo que le diera la gana en materia de proposiciones.

La absurdez de este planteamiento ya ha sido apreciada por el Tribunal Constitucional. En una sentencia de 2002, se planteaba precisamente una discrepancia entre Congreso y Senado a la hora de interpretar el artículo 90 CE, en relación a una proposición de ley. Y el Tribunal Constitucional dijo expresamente que este artículo es «aplicable no sólo a los proyectos de ley, sino también a las proposiciones de ley, pues aunque la Comisión Mixta suprimió la referencia a éstas en la redacción definitiva que dio al texto, la evidente semejanza de ambas figuras pone de relieve la identidad de razón para su régimen jurídico» (1). O, en otras palabras, no tiene sentido que la Constitución regule hasta el detalle la competencia del Senado en proyectos de ley y deje totalmente libre esta competencia en relación a proposiciones, cuando la única diferencia está en quién presenta cada tipo de texto.

Así que no, el Senado no puede retirar la calificación de urgente que le han otorgado el Gobierno o el Congreso a una proposición de ley. Ya hay anunciado un recurso, pero con los tiempos del Tribunal Constitucional, probablemente la sentencia no llegue a tiempo y la ley de amnistía esté 2 meses (de facto 3) cogiendo polvo en el Senado.

¿Y si está más? Es decir, ¿y si al Senado se le pasa el plazo y no aprueba el texto, no introduce un veto ni lo devuelve con enmiendas? Con el nivel de filibusterismo parlamentario que nos gastamos, este es el siguiente paso. Aquí hay dos opciones: o bien entender que el Senado ha vetado el texto o bien entender que lo ha aprobado. La segunda opción se basa en la idea de que el veto debe ser explícito, y aquí no lo habría sido. Sin embargo, la primera me parece más democrática: reconocer como un veto la actitud obstruccionista del Senado y que el Congreso proceda a levantar dicho veto.

¿Por qué me da la sensación de que en menos de medio año voy a tener que escribir un artículo sobre esto?

 

 

 

(1) Técnicamente el Tribunal Constitucional habla del párrafo 2 del artículo, pero su argumento puede extenderse a todo el precepto.

 

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martes, 14 de noviembre de 2023

Lawfare

Ayer tuve quedada de rol. Cuando ya habíamos terminado la partida y estábamos volviendo cada uno a su casa, me di cuenta de que se nos había olvidado un trámite fundamental: no habíamos aprovechado la pausa de la merienda para redactar y emitir un comunicado contra el acuerdo entre el PSOE y Junts. No vamos a tener otro remedio que volver a quedar… 

La semana pasada se formalizó el acuerdo entre el PSOE y Junts que desbloquea la legislatura. Con el resto de partidos era más o menos fácil pactar (han sido aliados de Pedro Sánchez desde la moción de censura) y, de hecho, ya había cosas firmadas en algunos casos. Con Junts no era tan sencillo. Aunque parecían destinados a entenderse, con estas cosas nunca se sabe.

El acuerdo puede consultarse íntegro, pero el punto más controvertido, y del que quiero hablar hoy, es el siguiente:

 

La Ley de Amnistía, para procurar la plena normalidad política, institucional y social como requisito imprescindible para abordar los retos del futuro inmediato. Esta ley debe incluir tanto a los responsables como a los ciudadanos que, antes y después de la consulta de 2014 y del referéndum de 2017, han sido objeto de decisiones o procesos judiciales vinculados a estos eventos. En este sentido, las conclusiones de las comisiones de investigación que se constituirán en la próxima legislatura se tendrán en cuenta en la aplicación de la ley de amnistía en la medida que pudieran derivarse situaciones comprendidas en el concepto lawfare o judicialización de la política, con las consecuencias que, en su caso, puedan dar lugar a acciones de responsabilidad o modificaciones legislativas.

 

De la amnistía ya se ha hablado mucho y tampoco me quiero centrar demasiado en ella. Voy a hablar más bien de la segunda parte del párrafo: comisiones de investigación para analizar si ha habido lawfare. Claro, ha sido poner esto por escrito y todas las entidades relacionadas con el mundo de la justicia (asociaciones de jueces y funcionarios, colegios profesionales…) han puesto el grito en el cielo. Luego repasaremos algunas de las reacciones más sobreactuadas, pero de momento vamos a analizar qué se pretende con esta propuesta.

El lawfare, traducido en el acuerdo como politización de la justicia, es más bien su instrumentalización. Se trata del empleo de procedimientos judiciales para desacreditar, desgastar o, en el mejor de los casos, destruir a un rival político. No siempre requiere de la politización del juez (la iniciación de causas sin sentido, como hace Abogados Cristianos, es una forma de lawfare), pero la verdad es que ayuda mucho. En todo caso, es un concepto amplio y ambiguo, que está de moda pero que, en realidad, cada cual utiliza un poco en el sentido que se le canta. Porque claro, denunciar que te hacen lawfare siempre es mejor que reconocer tus propias corruptelas.

Ahora vamos a las comisiones de investigación. Estas comisiones son un mecanismo parlamentario previsto en el artículo 76 CE con la siguiente estructura:

  • Las pueden designar el Congreso, el Senado o ambas cámaras conjuntas.
  • Pueden investigar cualquier asunto de interés público y es obligatorio comparecer ante una de ellas si se te cita.
  • Sus conclusiones no son vinculantes para los tribunales ni afectan a las resoluciones jurisdiccionales. Como mucho, el resultado la investigación se comunica al Ministerio Fiscal para que este ejerza las acciones oportunas.

 

Es decir, son mecanismos de conocimiento. Se aplican sobre todo cuando ha sucedido algún hecho grande e importante, que no tiene por qué ser delito o que se ha troceado en diversas causas, y su objetivo es tener un relato único de lo que pasó. En la práctica son paralelas a las causas judiciales abiertas por los mismos hechos y no sirven para gran cosa.

Entonces ¿significa este acuerdo que se va a hacer comparecer a todos los jueces del país ante una comisión parlamentaria que va a valorar sus sentencias para ver si han cometido lawfare? Obviamente no. Aunque solo sea porque, como acabamos de ver, las comisiones de investigación no tienen la capacidad de afectar a las resoluciones judiciales: se limitan a redactar un informe de hechos probados.

Pero es que, además, las comisiones de investigación que se plantean esta legislatura son únicamente dos: la relacionada con la policía política o policía patriótica (utilización de medios policiales contra adversarios del PP, como el independentismo o Podemos) y la de Pegasus (el programa espía usado contra el independentismo). Ambas empezaron sus trabajos en la legislatura pasada y concluirán, se espera, en la presente. Y tienen también en común que van más dirigidas hacia el Gobierno de Rajoy que hacia los jueces.

Por último, hay que tener en cuenta la redacción del texto del acuerdo: «las conclusiones de las comisiones de investigación (…) se tendrán en cuenta en la aplicación de la ley de amnistía en la medida que pudieran derivarse situaciones comprendidas en el concepto lawfare». Este texto no compromete a nada. Si de las comisiones de investigación se derivan indicios de lawfare (ya empezamos con un condicional), se podrán iniciar acciones de responsabilidad (que, como es lógico, se sustanciarán ante los órganos competentes) y modificaciones legislativas (para hacer más complicado que vuelva a ocurrir). Un blablablá genérico que, en realidad, no significa gran cosa.

No parecen pensar lo mismo los estamentos funcionariales y jurisdiccionales de este maravilloso país. Abrió fuego, cómo no, el Consejo General del Poder Judicial. No acabo de entender por qué debería importarnos lo que opina un órgano que dentro de tres semanas llevará más tiempo en funciones del que estuvo en el cargo, pero el hecho es que diversas asociaciones e instituciones suscribieron el comunicado o, si estaban creativos, elaboraron el suyo propio. En apenas tres párrafos, el CGPJ caracterizaba de inadmisibles las referencias al lawfare y alertaba de que el acuerdo suponía un atentado contra la separación de poderes.

En el colegio todos aprendimos lo de la separación de poderes. Lo que no aprendimos en el colegio, pero uno presume que el órgano de gobierno del poder judicial debería saber, es que «separación de poderes» quiere decir que los tres poderes del Estado están atribuidos a instituciones distintas, no que sean tres compartimentos estancos. La doctrina liberal más clásica habla de frenos y contrapesos (muchas veces se dice en inglés, checks and balances), que no es más que normas institucionales que garantizan que esos tres poderes separados se controlen ente sí.

Por supuesto que, en general, el poder judicial debe ser independiente y no estar sujeto a revisión. Pero también es cierto que pueden existir válvulas de seguridad ante interpretaciones rigoristas de la ley que dan lugar a situaciones injustas (sí, hablo del indulto y de la amnistía) y que el Parlamento, como cámara democrática, puede investigar las materias de interés público que le salgan de las narices. Y saber si el Gobierno de Rajoy instrumentalizó a la policía y a los jueces para sus finalidades partidistas es una cuestión de interés público.

También es muy gracioso el comunicado conjunto de todas las asociaciones de jueces, especialmente por dos frases que ha caído en gracia y que se han puesto a repetir como loros todos los Tribunales Superiores de Justicia que también se han pronunciado: «Los jueces han de estar sometidos únicamente al imperio de la ley, puesto que así lo establece (…) el artículo 117.1 de la Constitución Estas expresiones, en cuanto traslucen alguna desconfianza en el funcionamiento del Poder Judicial, no son aceptables».

Empecemos por el final: ¿perdón? ¿Cómo que las expresiones que traslucen desconfianza en el funcionamiento del poder judicial no son aceptables? He hablado alguna vez de la desconexión de la realidad que hay a veces en el mundo judicial, pero es que esta frase es perfecta. Que todas las asociaciones de jueces firmen un documento en el cual afirman que no es aceptable desconfiar de ellos es de un endiosamiento alucinante. Pues claro que los ciudadanos podemos desconfiar de los jueces (sobre todo en casos mediáticos y con elemento político) y articular políticamente esa desconfianza.

Pero es que la primera frase es también para darle de comer aparte. Los jueces han de estar sometidos únicamente al imperio de la ley. Eso es totalmente cierto. ¿Y qué es el lawfare, sino una quiebra del imperio de la ley? ¿Qué es, sino una utilización torticera de la ley con el fin de conseguir ventajas privadas? ¿Qué es, sino desviación de poder? De las cuatro notas que definen la actividad judicial previstas en el citado artículo 117.1 CE, a las asociaciones judiciales les encanta citar tres de ellas (los jueces son independientes, son inamovibles y están sometidos únicamente al imperio de la ley), pero se les olvida siempre la cuarta: los jueces son responsables. Y si algún juez ha cometido desviación de poder, pues digo yo que deberíamos poder exigirle esas responsabilidades.

El último comunicado que voy a analizar es el del ICAM, los abogados de Madrid, dictado, dice, «desde la absoluta neutralidad institucional y pleno respeto a la pluralidad política». El comunicado en sí es el mismo racaraca sobre la separación de poderes y la independencia judicial, pero tiene una frase interesante: «el uso del término lawfare referido a los Juzgados y Tribunales no tiene cabida en un Estado Democrático». No es ya que la palabreja sea inaceptable, como decían los jueces, es que directamente no tiene cabida.

Hay aquí una obviedad: en un Estado democrático no hay lawfare. Pero el Colegio de Abogados decide interpretar esta relación al revés. Parecería que la relación causal lógica es la siguiente: si hay lawfare, no estamos ante un Estado democrático o, al menos, se ha reducido la calidad de la democracia. Pero los abogados saben que el razonamiento correcto es el contrario: como hay un papel que dice que vivimos en un Estado democrático (la Constitución, en su artículo 1), no se puede hablar de lawfare. Punto. Por principio y por definición. ¡Toreros!

En fin. Yo no sé si ha habido lawfare o no lo ha habido, ni quién es culpable. Lo que sí se es que el mundo jurídico (jueces, fiscales, abogados, hasta funcionarios) es de un corporativismo insoportable. Hasta las asociaciones y entidades denominadas progresistas dentro de ese mundillo cierran filas cuando les critican y acaban sosteniendo posiciones tan imbéciles como que es inaceptable usar expresiones que muestren desconfianza en ellos.

Eso es lo que a mí me da miedo y no los pactos políticos.

 

 

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miércoles, 8 de noviembre de 2023

#LeoAutorasOct - Mis lecturas de 2023

Mi #LeoAutorasOct de este año ha estado marcado por la HispaCón de Zaragoza: la mitad de los libros los adquirí allí y fueron a engrosar mi pila. Otro lo tenía pendiente desde el Celsius y otro más lo compré en el HUL durante el propio octubre. Además, hay un cómic, un relato y un libro que no compré en festivales pero que también han salido este año.

Eso explica que haya tanto 2023 en los títulos. Para esta lista uso el año de la edición que he leído (1) y, aunque algunas de estas son reediciones (definitivamente, Por no mencionar al perro no es un libro de 2023), la mayoría son novedades. Es interesante remarcarlo, porque #LeoAutorasOct es una iniciativa que nació en 2016 para, entre otras cosas, denunciar el maltrato editorial al que estaban sometidas las mujeres. Y aunque la situación dista mucho de ser perfecta, sobre todo en lo relativo a las reediciones, hemos mejorado mucho.

Sin más dilación, por tanto, aquí va la lista:

 

1. Mediojuego (Seanan McGuire, 2023)

Roger y Dodger son constructos. Los ha creado Reed, un alquimista, para encarnar la Doctrina Inmortal: ella es matemáticas, él es lenguaje y el plan es que crezcan separados hasta que puedan manifestar la Doctrina bajo el control de Reed. Pero de niños descubren cómo comunicarse mentalmente y eso lo cambiará todo.

 

Tengo la sensación de que no he estado a la altura de este libro. Es una historia que exige que te metas dentro y sigas a la autora por la pendiente resbaladiza de acontecimientos encadenados que va planteando, pero, debido a mis circunstancias vitales, lo he leído a saltos. Creo que la pequeña decepción que me he llevado al final se debe a que no iba con la suficiente inercia.

En todo caso, hasta llegar al final lo que tenemos es una novela absorbente, que narra el crecimiento y evolución de dos hermanos condenados a encontrarse y desencontrarse al tiempo que van comprendiendo el terrible poder que encarnan. Muy bien traducida (salvo por la repetida confusión entre "pábulo" y "pabilo", pero bueno) y con un lenguaje rico y plástico.

 

2. Con la boquita partía (Irene B. Trenas, 2023)

Garrique es un pueblo de lo más normal. Tiene, incluso, una curiosa leyenda local, la del Mellao, un habitante violento y racista a quien un día se llevaron sin que se supiera más de él. Ahora, un joven que lleva un podcast de misterios y crímenes ha aparecido en el pueblo preguntando por el Mellao, y eso va a forzar a los habitantes de Garrique a enfrentarse con algo que creían olvidado.

 

Curiosa novela de terror costumbrista con protagonista coral: aunque el eje de la historia pivota sobre Carmela y Dolo, una pareja de ancianas, muchos otros garriqueños son protagonistas de sus respectivos capítulos. Tiene imágenes muy potentes y emocionantes, y un muy buen empleo del lenguaje. Es de remarcar el uso del andaluz en los diálogos, lo que permite identificar de inmediato a los personajes que vienen de fuera o que deciden no emplearlo.

El final me ha parecido un poco anticlimático, pero he disfrutado mucho de todo lo demás.

 

3. Crímenes reales (Samantha Kolesnik, 2023)

Suzy es una adolescente que ha vivido toda su existencia bajo la violencia (física, psicológica y sexual) de su madre. Un día, ante una vejación más, la mata a golpes y huye junto con su hermano.

 

Durísima novela de terror sin elemento sobrenatural. Es una exploración sobre la maldad humana, sobre lo que le hace a las víctimas y sobre cómo estas se desocializan y se convierten a su vez en victimarias. Hay mucho gore y mucha violencia sexual sórdida, pero es funcional a lo que quiere contar.

 

4. Como alma que lleva el diablo (Mireia de No Honrubia, 2020)

Jess ha perdido su empleo de abogada y decide meterse en la compraventa de almas. Comprará almas baratas y se las venderá caras a pirados que las quieran. Al principio la cosa tira un poco floja, pero enseguida le contacta Sam, el becario del Diablo, que le ofrece convertirse en su único cliente. Por medio está Lía, una periodista sin escrúpulos que se encuentra con esta historia y no se detendrá ante nada para descubrirla.

 

Me encantaría poder decir que me ha gustado, pero me ha parecido un despropósito de principio a fin.

La historia tiene muchísimo potencial, pero me ha fallado todo. En primer lugar, los personajes: son todos tontísimos, incluso los que, como Jess o el propio Diablo, deberían ser muy listos. Una parte central de la historia es el juego de engaños entre estos dos, que uno espera que sean sutiles y complicados, pero que resultan ser auténticas bobadas. También está el hecho de que Jess es abogada como podría ser tornera fresadora: en ningún momento demuestra esos conocimientos jurídicos que, según la trama, no solo tiene sino que son vitales para su desarrollo como personaje.

En cuanto a la forma, la cosa no mejora. El libro necesita una corrección. Aparte, está trufado de notas al pie mal empleadas: se usan para hacer aclaraciones innecesarias, para meter acotaciones que deberían ir en el texto principal e incluso para introducir valoraciones morales. Y por último, aunque la situación da pie a mucho humor (quiere ser un libro que no te saca carcajadas pero sí te tiene todo el rato con una sonrisa), todo va demasiado rápido y las situaciones son demasiado inverosímiles como para que cuaje la comedia.

 

5. Intermnemosis (Celia Corral-Vázquez, 2023)

Las siderales son la única especie inteligente que hemos encontrado, y ahora han desaparecido. Un grupo ecologista ha secuestrado a la última sideral que queda y está dispuesta a practicar con ella un arriesgado procedimiento quirúrgico: la intermnemosis, por la cual sus recuerdos se implantarán en una huésped humana. Confían en averiguar qué ha pasado con esta especie, para así poder encontrar un camino para una humanidad que ha destrozado su propio planeta.

 

Una novela excelente, con un ritmo que engancha y con unas relaciones entre personajes muy sólidas. No me extraña que se llevara el V Premio Ripley, la verdad.

 

6. Por no mencionar al perro (Connie Willis, 2023)

Ned Henry es historiador en una época en la que los historiadores viajan en el tiempo. El problema es que una millonaria estadounidense está poniendo mucho dinero para reconstruir la catedral de Coventry (que fue arrasada durante el Blitz) y para eso quiere recuperar un horroroso objeto de arte victoriano: el tocón del pájaro del obispo. 
Pero el tocón no aparece y Ned sufre un caso avanzado de vértigo transtemporal. Así que su jefe decide mandarle a que se recupere a la Inglaterra victoriana: hará allí una misión simple y directa y luego se pasará dos semanas de relax. Por desgracia, el propio vértigo hace que se olvide de su misión.

 

Relectura. Temía que esta vez me gustara menos (tenía a este libro un poco mitificado), pero no ha sido así. Qué maravilla. Una comedia de viajes en el tiempo que también es un whodunnit sostenida con pulso firme durante 700 páginas. Limpiaplumas, mayordomos, bombardeos, Agatha Christie, arte victoriano, rastrillos, amor verdadero, discusiones académicas, La piedra lunar, gatos... Lo tiene todo, de verdad. Y, por supuesto, tan bien llevado que da un poco de rabia saber que no voy a ser nunca capaz de escribir algo así.

 

7. Diccionario de fantasía (Laurielle y Sergio Sánchez Morán, 2023)

El Diccionario de Fantasía es un webcómic que recopila todas las cosas fantásticas, desde mitos a géneros literarios. Ahora se ha publicado una edición en papel.


Un muy divertido recopilatorio (aunque con bastante material nuevo) del Diccionario de Fantasía. Todos queremos a José Esmaug.

 

8. Acércate (Sara Gran, 2023)

Amanda vive una vida de película: buen trabajo, buen marido, buena casa… Pero un día empieza a experimentar fenómenos extraños que, por lo que parece, salen de ella misma.

 

Desasosegante historia sobre una mujer que se va deslizando por una pendiente: pasa de sueños raros y oír ruidos a cometer delitos y hacer daño a las personas. Su vida de clase media profesional con una carrera exitosa se ve muy pronto afectada. Y ella, que no sabe lo que le ocurre, va cada vez dando un paso más, un pasito más...

La sensación de perder el control de la propia vida es vívida y perturbadora. Y me identifico mucho con todos los intentos que hace de negar el problema o de buscarle soluciones que obviamente no funcionarán: es una fase, tengo que ir al médico, necesito terapia...

 

9. Tres plumas negras (Rocío Brea Contreras, 2021)

El comandante de la Guardia de la ciudad de Dohen persigue sin éxito a un misterioso encapuchado que se dedica a exponer y humillar a los nobles de la ciudad. Un joven pelirrojo se despierta sin recuerdos en medio del bosque. Un chaval bromista y tocanarices se ha atrevido a ofender al jefe criminal de la ciudad, que ahora va a por él. Las vidas de estos tres personajes se cruzarán cuando el encapuchado empiece a matar gente.

 

Este libro nos presenta una investigación policíaca bastante conseguida. El misterio tiene sentido, se resuelve de forma racional, se dan pistas donde tienen que darse, las deducciones son correctas, etc. Abusa un poco de las coincidencias, pero eso es común en el género. De hecho, las partes de la investigación policial son de lejos las que más me gustaron. Tiene también un mundo con algunas notas interesantes, en especial lo relativo a la magia.

Mi pega son los personajes. Son muchos en poco espacio, y están poco definidos. Les falta identidad. Los buenos son demasiado buenos y, al final, el único conflicto real que hay es el asunto del encapuchado, porque todos los protagonistas se dan entre sí unas muestras de confianza y de perdón que, la verdad, no tienen demasiado sentido, ya que son desconocidos entre sí. Y eso tiene el efecto secundario de que acaba por no importarte lo que les pase.

Además, hay un tema menor, que sé que es una manía mía pero que me sacaba de la lectura constantemente: no entiendo por qué es todo tan inglés si la autora no lo es. Que si Jim, que si Duncan, que si Lord Nosequé, que si una taberna tiene incluso el nombre sin traducir... Supongo que hay a quien le suena más a fantasía, pero a mí me resultó impostado.

 

10. Contrapaso: Los hijos de los otros (Teresa Valero, 2021)

Madrid, 1956. En la gris y plomiza capital de la dictadura, el falangista desencantado Emilio Sanz trabaja como periodista de sucesos. Es un hombre viejo y atrabiliario, que se obsesiona con sus casos. Un día el director contrata a otro periodista: Léon Lenoir, hijo de un rojo muerto en la guerra. Justo en ese momento una mujer es encontrada muerta en el Manzanares. Ya en los primeros compases de la investigación queda claro que la historia es impublicable porque trata de cosas que no ocurren en la España de Franco, pero aun así Sanz y Lenoir deciden tirar del hilo.

 

Una brutal historia policíaca ambientada en el Madrid de los años '50, entre luchas estudiantiles, desfiles de Falange, chabolas de Vallecas y mansiones propiedad de quienes ganaron la guerra. La investigación está llevada con pulso y ritmo, los personajes son carismáticos y bien definidos... Menuda delicia.

El dibujo merece su propio comentario. Es soberbio. Destaca en especial la recreación minuciosa del Madrid de la época, en viñetas llenas de detalles. Se nota que hay una investigación ardua detrás, en asuntos como el vestido, los planos de los edificios, los nombres de las estaciones de Metro, las marcas que se anuncian...

Un gustazo de lectura.

 

11. Semana de permiso (Darkor_LF, 2023)

Un fallo en los motores de la Islandia obliga a la nave a quedarse varada en una estación espacial, para desgracia de Ping (a quien le cae encima la poco gratificante tarea de ayudar a la capitana con el papeleo) y para esperanza de Yuan (que decide aprovechar este tiempo para declararse a una tripulante).

 

Nueva y divertida historia de la Islandia. Tiene humor, cabras (mencionadas) y un poquito de trasfondo político.

 

12. Monje y robot (Becky Chambers, 2023)

El mundo casi fue destruido, pero logró recuperarse. Ahora la mitad del planeta es un jardín formado por pequeñas comunidades bien cuidadas y la otra mitad es puro bosque salvaje donde no hay humanos. Hace generaciones que los robots decidieron irse a la parte salvaje y no se ha vuelto a saber de ellos. Ahora, Dex, une monje del té a quien no le satisface su vida, ha decidido adentrarse en la parte salvaje. Allí conoce a Onfalina, un robot que tiene una misión: averiguar qué desean los humanos.

 

Estamos ante un libro lento y tranquilito, de dos colegas que viajan en un carro y charlan. El mundo que crea Chambers es impresionante, un lugar de comunidades pequeñas, ausencia de dinero, casas biodegradables, té y necesidades satisfechas. También es bonita la relación entre Dex y Onfalina.

Sin embargo, todo el libro tiene algo que no me acaba de encajar. No es solo que me falte un poco de acción, que también. Es que la parte filosófica, todo ese diálogo sobre el propósito y la identidad que se supone que es un poco el punto fuerte del libro, me ha resbalado mucho. Otra reseña dice que le recuerda a un libro de autoayuda, y es exactamente eso. A ratos me parecía a estar leyendo a una señora yanqui que nunca ha salido de su suburbio (salvo, quizás, para ir a la India a constatar qué felices son allí con tan poco) y que dice unas cosas súper genéricas sobre la necesidad de autoaceptación y lo importante que es soltar.

 

 

 

Y este ha sido mi #LeoAutorasOct de 2023. Espero que encontréis recomendaciones interesantes de lecturas que hacer.

 

 

 

 

(1) En los primeros años usaba la fecha de la edición original, pero en un momento dado cambié de criterio sin darme cuenta y ahora me da pereza modificar artículos antiguos para unificarlo.

 

martes, 31 de octubre de 2023

Democratizar el arte

Hace un año publiqué un artículo sobre la famosa exhortación a separar obra de autor. En estos doce meses ha aparecido una frase que aborrezco todavía más: democratizar el arte. Es un invento de los tecnobros para que traguemos mejor con los productos hechos por inteligencia artificial generativa. No serían dibujos o textos de mala calidad hechos por una máquina que se ha alimentado sin consentimiento de sus autores de arte subido a Internet: serían la revolución, que permite acercar la producción de arte a todo el mundo. 

Por si alguien no sabe de qué estoy hablando, las inteligencias artificiales generativas parecen ser la siguiente cancamusa tras las criptomonedas y los NFT. Se trata de programas que pueden ser alimentados con cualquier tipo de datos (texto o imágenes es lo más frecuente), de los cuales aprenden patrones. Interiorizan cómo se relacionan entre sí los tipos de datos que consumen (qué palabras suelen ir juntas, qué pixeles suelen ir cerca de otros...) y, gracias a ese aprendizaje, son capaces de crear datos nuevos: imágenes que antes no existían, texto que responde a una pregunta de forma coherente, etc.

Las inteligencias artificiales generativas tienen, por supuesto, usos lícitos. La creación de textos que tienen un muy bajo valor añadido, como abstracts de artículos científicos o traducciones de nombres de productos en tiendas online puede ser uno de ellos. No tiene sentido poner a seres humanos a hacer esas tareas si existen máquinas que los pueden sustituir. Igualmente, un artista podría utilizarlas para sacar ideas, para buscar palabras que no le salen o para cualquier otra tarea auxiliar.

Pero la forma en que nos las venden no es esa. Como ya comentamos en el artículo que dedicamos a las IA hace unos meses, lo que está haciendo famosos a estos programas es que hay mucha gente creando imágenes por ordenador y flipándose mucho con los resultados. Incluso han empezado a aparecer carteles de eventos o anuncios publicitarios que emplean productos de IA. Y eso no sirve más que para precarizar todos los elementos de la cadena: tanto el autor de las imágenes que han alimentado el programita (que no ha podido denegar el consentimiento para esa transformación de su obra ni exigir remuneración por ella) como el artista que habría sido contratado para hacer los dibujos que ahora se generan por IA, pasando, por supuesto, por los miles de trabajadores mal pagados que entrenan el sistema.

Y resulta que cuando criticamos este obvio retroceso se nos responde con acusaciones de elitismo. Los tecnobros, esos defensores de compañías multimillonarias, se envuelven en una especie de bandera libertaria de pega y nos acusan de querer cerrar el acceso a la creación artística solo a unos pocos privilegiados, probablemente de familias nobles europeas. Ellos vendrían a democratizar el arte, a abrirlo, a permitir que cualquiera sin formación ni educación pudiera crearlo. Qué buenos son, casi como hermanitas de la caridad. 

¿Qué es el arte? Una vez eliminada la respuesta banal (helarte es pasar mucho frío), nos queda un concepto difícil de aprehender y de definir. Hay una rama filosófica entera que trata de ese asunto y, por supuesto, sus miembros no se ponen de acuerdo en la definición. Bajando a conceptos más de andar por casa, podemos decir que el arte es una actividad humana realizada con finalidades estéticas y comunicativas, para expresar emociones o ideas por medio de técnicas creativas. Además, también llamamos arte al producto de esta actividad.

El arte en el capitalismo está sometido a una paradoja curiosa. Por un lado, la actividad artística apunta a una idea de libertad, de que el creador expresa justo lo que quiere expresar con las técnicas que tiene a su disposición. Por otro lado, los productos artísticos son bienes comerciales, que se compran y se venden, y que se pueden encargar. Encargar un producto artístico parecería algo que entraría en conflicto con la actividad artística (el autor ya no expresa lo que quiere expresar, sino lo que su cliente quiere que exprese), pero al final el problema se resuelve yendo a lo práctico: el autor crea lo que le apetece y eso le permite definir un estilo y una manera de trabajar que son determinantes para que otras personas le hagan encargos. Vamos a quedarnos con esta idea, que será importante luego.

El arte, la actividad artística, ya es democrático. Es, de hecho, lo más democrático del mundo. A cualquiera se le pasa por la cabeza cualquier cosa, la dibuja o escribe y pum, ya ha hecho arte. Quizás arte repetitivo, poco trabajado y de baja calidad, pero arte al fin y al cabo. A esto podría oponerse que el arte no es solo la pura inspiración arrebatada, sino que necesita dinero en materiales y en formación para desarrollarse, y que las IA (que, de momento, son gratuitas) permiten saltar esa barrera. Pero, a mi juicio, eso no es así.

En cuanto a los materiales, en varias disciplinas artísticas son muy baratos. ¿Cuánto cuestan un paquete de folios y un lápiz? ¿Qué impide comenzar a escribir o a componer en un dispositivo electrónico que ya tuvieras de antes? ¿Es que no puedes bailar con ropa genérica de deporte? Claro, si quieres hacer escultura o tocar la viola sí se requiere más inversión, pero para acceder a muchas artes lo único que tienes que hacer es pintar en un papel o escribir en el móvil. En cuanto a la formación, vivimos en la era de Internet. Tenemos a nuestra disposición toda clase de cursos, tutoriales, clases y demás, gratuitas o a precio muy bajo.

Es cierto que, a menudo que se avanza, y si uno quiere profesionalizarse, se empiezan a necesitar más conocimientos y/o materiales mejores. ¿Veis qué palabra he empleado? Profesionalizarse. Es decir, pasar de la pura expresión de emociones a la práctica que te da de comer. Intentar vivir de ello. Y aquí, como es lógico, sí que hay barreras de entrada. Un abogado debe saber de derecho y tener acceso a códigos legales y bases de datos de jurisprudencia. Un médico debe saber de medicina y tener el instrumental correcto. Y un artista debe conocer las técnicas y tener los medios para crear lo que nos ofrece.

Es esto, precisamente esto, lo que quieren decir los tecnobros cuando hablan de «democratizar el arte». No te pone a ti más fácil expresarte artísticamente (eso, como hemos visto, era muy sencillo), sino que permite a las empresas prescindir de los profesionales a la hora de crear su imagen gráfica, su publicidad, su música comercial o cualquier otro elemento mínimamente creativo o artístico de su actividad. No va de arte, sino de abaratamiento de costes empresariales.

La lógica es perversa. El arte ya es democrático, pero la profesión artística sí tiene unas barreras de entrada que justifican que quienes la ejercen cobren por ello. Nos inventamos un programita que saca productos pseudo-artísticos (1) y afirmamos que podemos prescindir de los artistas profesionales. Cuando estos se quejan, los llamamos elitistas y decimos que queremos democratizar el arte. Jugada redonda.

La prueba de que esto va de abaratamiento de costes es que, fíjate qué casualidad, las IA «artísticas» crean dibujos siempre muy parecidos. El hiperrealismo ese feo, o incluso imitaciones de Pixar o Ghibli. Se demuestra así que sus fabricantes lo que quieren es emular estilos, no crear arte. El estilo es el sello de un artista o de un estudio, lo que te permite ver el dibujo y decir «esto lo ha pintado X». Y como el estilo es uno de los elementos que permiten al artista cobrar por su arte (yo no compro un cuadro; yo compro un cuadro de Fulanita Méndez), es precisamente lo que tratan de imitar los tecnobros. Es la pescadilla que se muerde la cola, porque cuanto más éxito tenga un artista, más imágenes habrá suyas y más probable será que alguien las utilice para entrenar una IA que le imite.

No quiero terminar sin dedicar unas palabras a una justificación que cada vez veo más. Las IA funcionan por medio de prompts, es decir, las sugerencias (frases, esquemas, dibujos) que le metes a la máquina para que te dé lo que le pides. «Hazme un dibujo de un señor con sombrero» es un prompt válido, pero también lo es «Hazme un dibujo de un hombre de mediana edad, de pie, con bigote y cara de enfado, que lleva un sombrero hongo de color marrón, todo ello en el estilo de Ibáñez».

Pues los tecnobros lo que dicen es que construir buenos prompts lleva tiempo y esfuerzo, lo que lo equipararía a una actividad artística de verdad. Esto es estúpido por varias razones. Primero, porque es una actividad improductiva: estás intentando describir un dibujo de la manera más precisa posible para que una máquina te dé lo que tienes en la cabeza, cuando sería mil veces más fácil hablar con un artista e informarle de lo que quieres por medio de un diálogo. Claro, para eso hay que pagar.

Segundo, porque el arte no va de que te cueste mucho hacerlo, sino de expresar lo que sientes. Que te haya costado más o menos escribir el prompt no convierte en más o menos artístico al resultado, igual que no es más artístico el cuadro de tres metros cuadrados de un artista consagrado que el dibujo en el margen que hizo cuando empezaba.

Y tercero, porque por mucho que te cueste hacer un prompt, tu contribución al producto final sigue siendo la misma. Es curioso que si yo le pido a un artista que me dibuje un señor con sombrero todos entendamos que el autor del dibujo es el artista (él es quien lo ha hecho, quien tiene la propiedad intelectual), mientras que si le hago exactamente la misma petición a una máquina, de repente haya un debate. En el primer caso, el proceso artístico lo ha dirigido una persona; en el segundo, no lo ha habido, sino que se ha sustituido por métodos estadísticos. Pero en ambos, quien quería el señor con sombrero se ha limitado a hacer una petición. Por muy detallado que sea el prompt.

Como ya he mencionado, una IA puede tener muchos usos útiles, pero el que esperan que le demos es sustituir a los profesionales bajo la bandera de una presunta democratización, todo ello mientras nos felicitamos unos a otros por lo preciso que nos quedó el prompt. Eso, para mí, es lo contrario del progreso. Porque el progreso no es tener maquinitas chulas, sino estar cada vez más liberados de las tareas repetitivas y agotadoras que constituyen la base de nuestra existencia y poder dedicar el tiempo a expresarnos, soñar y ser felices. O sea, a hacer arte.

 

 

 

 

 

 

(1) Me niego a llamar arte a un producto que no ha tenido una dirección artística humana.


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martes, 24 de octubre de 2023

Autoadoctrinamiento

«La policía lanza una operación antiyihadista con cuatro detenidos en distintos puntos de España. Están acusados de autoadroctrinamiento y difusión de material yihadista», tuiteaba el otro día El País. La noticia hablaba de un grupo de cuatro personas que estaban radicalizándose para cometer atentados. La idea de autoadoctrinamiento hizo cierta gracia en Twitter, así que he decidido hablar un poco de este delito. Porque sí, el autoadoctrinamiento es delito. 

Históricamente, nuestro Código Penal enfocaba los delitos de terrorismo desde la actividad delictiva de los miembros de una banda. Dedicaba a ello los artículos 571 a 580, y la formulación siempre era similar: castigaba a quienes cometieran ciertos delitos (estragos, incendios, homicidios, lesiones, delitos contra el patrimonio…) por cuenta de una banda terrorista, definida como aquella organización que tuviera por finalidad «subvertir el orden constitucional o alterar gravemente la paz pública». Es decir, eran los mismos delitos ordinarios, pero tenían más pena porque se cometían para un grupo terrorista (1).

¿Cómo trataba este sistema a los lobos solitarios, es decir, a quienes realizan actividad terrorista por su cuenta, sin pertenecer a una banda? Pues no era difícil. Si el Código entiende el terrorismo como una acción cometida por cuenta de una banda que tiene finalidades terroristas, basta con eliminar el término intermedio. Se definía a estos lobos solitarios en relación a su objetivo: eran quienes cometían ciertos delitos (homicidios, lesiones, secuestros…) con finalidad terrorista pero por su cuenta.

En 2010 hubo una macrorreforma penal. Entre otras cosas, se modificó de arriba abajo todo lo relativo a la criminalidad organizada y, al hilo de esto (y en cumplimiento también de obligaciones europeas), se reformaron los delitos de terrorismo. Básicamente, se definió mucho mejor lo que era una banda terrorista. Se crearon las figuras de organización y grupo terrorista (2) y se sancionaron tanto la dirección de las mismas (prisión de 8 a 14 años) como la mera membresía (prisión de 6 a 12 años). Antes estas conductas se llevaban por otro lado y eran más complicadas de sancionar: ahora forman parte del propio concepto de terrorismo.

El resto de delitos (los concretos atentados, homicidios, etc. cometidos por la banda) quedaban sin muchos cambios. Además, se tipificaban nuevas conductas, como la financiación del terrorismo y la captación, adiestramiento o formación de nuevos miembros para la banda. En cuanto a los terroristas individuales, su concepto apenas varió, pero se amplió el catálogo de delitos que podían cometer.

En el año 2015 vino otra macrorreforma penal que, cómo no, afectó al tema del terrorismo. Es un contexto en el que ETA ya no existe y sí hay un importante riesgo de terrorismo yihadista. Son diferentes en su forma de actuar. Como explica la propia Exposición de Motivos de la reforma, el terrorismo tipo ETA estaba caracterizado por grupos terroristas con líderes, estructura orgánica, reparto de roles y jerarquía. La legislación hacía lo que hemos visto en párrafos anteriores: definir (mejor o peor) lo que era una organización o grupo terrorista y tipificar las conductas de sus miembros.

El terrorismo yihadista no funciona así. Es un terrorismo internacional que utiliza Internet para captar, adiestrar y adoctrinar a personas que pueden estar en el otro lado del mundo, con el fin de que sean estas personas (incluso individualmente) quienes tomen la decisión de atentar y cometan efectivamente el atentado. Las personas al final de la cadena, las que matan, pueden perfectamente no conocer a quienes les han dado la idea y no ser parte de ninguna organización formal. En los casos más graves incluso llegan a desplazarse a las sedes de estas organizaciones terroristas internacionales (Siria, Irak, etc.) para recibir allí entrenamiento, lo que los convierte en un peligro al volver a casa.

El nuevo enfoque para afrontar esto parte de la idea del delito de terrorismo. Se consideran terroristas un amplio catálogo de delitos (contra la vida, la libertad, el patrimonio, de riesgo catastrófico, contra la Corona, delitos informáticos…) siempre que tengan objetivos políticos: subvertir el orden constitucional, suprimir las instituciones públicas, obligar a los poderes públicos a realizar un acto, alterar la paz pública, provocar el terror en la población, etc. Cualquiera que cometa uno de estos delitos es un terrorista, actúe solo o por cuenta de una banda. Los conceptos de organización y grupo se mantienen, pero la acción terrorista queda totalmente desvinculada de ellos.

Y llegamos ya, por fin, al tema del autoadoctrinamiento. Claro, cuando concebimos el terrorismo como algo que hacen bandas, castigar la captación y adiestramiento de miembros es sencillo: ya vimos que se había incluido específicamente en la reforma de 2010. Pero en un contexto tan líquido como el del yihadismo, hacen falta nuevas estrategias.

Así, el artículo 575 del Código Penal, en su redacción vigente (porque tuvo una pequeña reforma en 2019), castiga con prisión de 2 a 5 años a las personas que, con la finalidad de capacitarse para cometer un delito de terrorismo, realicen las siguientes conductas:

  • Recibir adoctrinamiento o adiestramiento (militar, de combate, en técnicas de desarrollo de armas o explosivos, etc.).
  • Autoadoctrinarse o autoadiestrarse. Se entiende que comete este delito quien accede habitualmente a sitios de Internet dirigidos a incitar a la incorporación a una organización o grupo terrorista o a colaborar con ellos. También lo comete quien adquiere o posee documentos análogos a dichos sitios web.
  • Trasladarse a territorio extranjero. Esta conducta no solo se castiga si se comete con el fin de capacitarse, sino también si se comete para colaborar con una organización o grupo terrorista o para cometer un delito de terrorismo.

 

Con estos delitos lo que se hace es adelantar la punición a mucho antes de que se cometa el atentado. El delito de autoadoctrinamiento no es estar en tu casa pensando muy fuerte en lo guay que sería demoler a bombas la sociedad capitalista, sino en entrar voluntariamente en el pozo, en dar pasos en la espiral que te llevará a atentar.

Claro, es bastante obvio que aquí la ley equipara dos cosas que no son lo mismo: el adoctrinamiento y el adiestramiento. Y es muy peligroso, porque una cosa es cambiar de creencias y la otra aprender a poner bombas. Las creencias son legítimas, incluso si apoyan la destrucción violenta del orden existente; las bombas, igual un poco menos. Pretender que porque alguien esté adoctrinado va a acabar poniendo bombas (es decir, entender que existe la espiral que mencionábamos antes) es más bien falaz.

Además, hay otra duda: ¿cómo sabes si alguien está adoctrinado? Saber si está adiestrado parece más fácil. Si una persona accede reiteradamente a contenidos que le explican cómo crear y usar armas, si encuentras prototipos en su casa, si sabes que se ha ido a un descampado a hacer pruebas, es obvio que está adiestrado. Pero el adoctrinamiento sucede dentro de las cabezas de las personas. A veces se revela en dichos y actos, pero no siempre; y, lo más importante, la ley no exige que se haga para meter a alguien en la cárcel. ¿Solo por entrar muchas veces en páginas web yihadistas se puede certificar que alguien ha cambiado sus puntos de vista?

El problema es que, en la práctica, adoctrinamiento y adiestramiento van unidos en las mismas webs y documentos. Y en un mundo donde los atentados pueden ser un hombre apuñalando en una multitud o un atropello masivo, castigar solo el adiestramiento deja un poco coja la norma. Pero, aun así, no acabo de sentirme cómodo con una ley que castiga la conducta de quien, en su casa, lee documentos producidos por grupos yihadistas.

Espero que se haya entendido qué es el autoadoctrinamiento y en qué contexto se desarrolla. Cuando haya otras detenciones por la misma razón, al menos la palabreja no pillará de nuevas.

 

 

 

(1) Además, se castigaban de forma autónoma otras conductas de colaboración con la banda que normalmente no serían delictivas o se entenderían como participación en un delito ajeno: vigilar objetivos, construir o ceder alojamientos, ocultar a personas, montar entrenamientos, etc.

(2) Una organización es estable y genera un reparto de tareas. Un grupo es una unión de personas a la que le faltan las características de la organización: o bien no es estable o bien no reparte tareas.


 

 

 

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jueves, 19 de octubre de 2023

La amnistía del procés

La amnistía ha pasado de ser una reclamación de los independentistas a una idea probable. Llevamos unos cuantos meses hablando de ella, y parece ser que la cosa va a tirar hacia delante. Así que se plantea una pregunta obvia, que todos nos hacemos: ¿algo así es constitucional? ¿Es conforme a la Constitución amnistiar a los enjuiciados por el procés catalán? 

Y la respuesta es: no lo sé. No tengo ni la más reverenda idea. He leído argumentos a favor y en contra y no sé cuáles me convencen más. Además, da igual lo que me convenza más a mí. Adoptando un punto de vista pragmático, constitucional es todo lo que el Tribunal Constitucional considera como tal, por mucho que los juristas rasos podamos disentir de su criterio. Y, hasta donde yo sé, el Tribunal Constitucional nunca se ha pronunciado sobre esta cuestión, ya que no ha habido amnistías bajo la vigencia de la Constitución, así que tenemos poco para guiarnos.

Voy a intentar explicar un poco la cuestión, a ver si al menos aclaro conceptos.

 

Indulto y amnistía

Lo primero: ¿qué es una amnistía y en qué se diferencia de un indulto, que es una palabra que sí nos suena más? Ambas son instituciones de lo que se llama derecho de gracia. El derecho de gracia es una válvula de escape del sistema jurídico-penal. Se enjuicia a una persona y, con las pruebas en la mano, se la halla culpable, por lo que se le impone una pena, pero existen razones para pensar que esa pena no es justa o no debe ejecutarse. Así que el poder político, normalmente el ejecutivo, recibe el derecho de levantarla en ciertos casos.

El indulto es la forma ordinaria de ejercer el derecho de gracia. Es individual: a una persona concreta, por las razones que sea (de equidad, de justicia, de humanitarismo), se le perdonan uno o más de los delitos que cometió. Aunque levanta la pena y extingue la responsabilidad criminal, no borra el resto de consecuencias del delito: el condenado sigue teniendo que pagar la responsabilidad civil (la indemnización a las víctimas) y mantiene sus antecedentes penales. Su regulación varía mucho entre países, pero normalmente es una facultad del poder ejecutivo.

La amnistía es la forma extraordinaria de ejercer el derecho de gracia. Para empezar, suele ser colectiva: se regulan categorías enteras de personas cuyos delitos quedan perdonados. La causa no es humanitaria ni de justicia, sino más bien política: tras una guerra civil o un cambio importante de régimen, quienes ejercen el poder pueden querer mostrar clemencia hacia el otro bando o perdonar a sus propios partidarios que fueron condenados. Además, en muchas ocasiones no solo levanta las penas, sino que supone un completo olvido de los hechos delictivos: puede, por ejemplo, cancelar los antecedentes penales. Una decisión tan importante suele requerir de una ley, por lo que no es una facultad del poder ejecutivo, sino del legislativo.

 

¿Qué dice la Constitución?

La Constitución dice muy poco sobre esta materia. Solo dice que es competencia del rey ejercer el derecho de gracia «con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales». Aparte de eso, hay otros dos artículos: la ley que regula el derecho de gracia no puede aprobarse por iniciativa legislativa popular (artículo 87.3) y no cabe ejercer la prerrogativa de gracia si los condenados son miembros del Gobierno (artículo 102.3).

La Carta Magna no utiliza en ningún momento las palabras indulto o amnistía, sino que, como hemos visto, prefiere hablar de derecho o prerrogativa de gracia. Sin embargo, queda bastante claro que se refiere al indulto: habla de un procedimiento establecido y regulado por la ley, mientras que la amnistía es algo notoriamente excepcional, que la propia ley aprueba.

 

¿Hay algún término de comparación?

Para saber si la amnistía es constitucional, quizás podría verse qué se ha hecho en otras amnistías similares. El problema es que, como ya he dicho, no las ha habido.

Hay dos que se nos vienen a la mente. La primera es la Ley de Amnistía que se aprobó durante la Transición. Esta ley amnistiaba todos los delitos políticos cometidos hasta diciembre de 1976, y algunos cometidos después. Se refería a delitos concretos, y se extendía a quebrantamientos de condena, a infracciones administrativas e incluso a infracciones laborales. Aunque no perdonaba la responsabilidad civil, sí cancelaba los antecedentes penales, reintegraba en sus puestos a funcionarios y militares que hubieran sido sancionados (con efectos en antigüedad y pensiones) y hasta anulaba despidos y sanciones laborales. Eran los jueces quienes debían aplicar la ley, incluso de oficio. El plazo era de 3 meses, si bien las liberaciones de prisión debían ser inmediatas.

Esta amnistía no se puede aplicar como término de comparación en el caso actual porque es previa a la Constitución: la ley es de 1977. Puede servir de ejemplo o guía, pero no estaba sometida a los principios y normas constitucionales y nunca fue evaluada por el Tribunal Constitucional (1). Así que no nos sirve de mucho, me temo.

El segundo ejemplo que se nos viene a la mente es la mal llamada amnistía fiscal de 2012, aprobada por el ministro Montoro. Por desgracia, digo «mal llamada» porque esto no era una amnistía. Una amnistía, como hemos dicho, es un perdón colectivo de ciertos delitos por razones políticas. Lo que entonces se hizo fue otra cosa. Con el objetivo de hacer aflorar la economía sumergida y sacar dinero en una España en crisis, se les dio a los defraudadores una vía simple para legalizar su situación: si declaraban el patrimonio que tenían oculto, podían tributarlo solo al 10%, en vez de al tipo mucho más alto que les habría correspondido normalmente. A cambio, se les consideraba en regla con Hacienda, por lo que no se les imponían sanciones administrativas ni recargos (2). El plan era, primero, obtener una inyección rápida de dinero y, segundo, hacer aflorar bienes que en años siguientes ya tributarían al tipo normal.

Aunque popularmente se la llamó amnistía, vemos que esto no era en absoluto una amnistía: no se perdonaban delitos, sino que se abría una vía especial para que grandes defraudadores fiscales regularizaran su situación. Así que no, esto tampoco puede usarse como término de comparación.

 

Entonces, ¿qué pasa con la amnistía del procés?

Pues pasa que no se sabe. Para empezar, hay que tener en cuenta que este debate tiene dos niveles. El primero, si la amnistía es constitucionalmente admisible en general, en abstracto: ¿cabe la amnistía en la Constitución? El segundo, en el caso de que se responda que sí a lo anterior, si esta amnistía, a estos reos concretos, es admisible. No son la misma pregunta. Hay autores que responden que sí a lo primero y que no a lo segundo.

Desde una perspectiva ingenua, podría sostenerse que no hay problema: lo que el legislador hace, el legislador puede deshacerlo. Si una ley (el Código Penal) declara que tales y cuales acciones son delito, con las mismas puede venir otra ley a declarar que esas mismas acciones, en ciertos plazos y para ciertas categorías de personas, no lo son. Entraría dentro de la amplísima facultad que debe tener el legislador democrático para regular y sancionar conductas.

El problema es que esa facultad es amplísima pero no ilimitada. La Constitución reconoce, por supuesto, la legitimación democrática del legislador, pero también reconoce el principio de igualdad como uno de los cuatro que deben regir nuestro ordenamiento jurídico (en el artículo 1.1, nada menos). Y es bastante obvio que una amnistía afecta al principio de igualdad: unos reos siguen condenados y otros, por razones políticas, ya no. Necesitaría una justificación exquisita. Los mismos argumentos se aplican al principio de seguridad jurídica, también reconocido por la Constitución y que también se ve afectado ante una medida tan masiva.

Un segundo escollo es la prohibición de indultos generales. Hay quien dice que si la Constitución prohíbe los indultos generales (es decir, los que se aplican a grupos de personas), con más razón prohíbe la amnistía (una medida que es colectiva por su propia naturaleza y que tiene efectos más incisivos que un indulto). De contrario se contesta que el indulto y la amnistía son instituciones distintas y que si la Constitución hubiera querido prohibir la segunda lo habría hecho expresamente: lo que se prohíbe es usar para grupos una institución que requiere motivación individual (3).

Por último, está la propia estructura del artículo 62.i CE, el que le concede al rey la competencia sobre el derecho de gracia. Está pensando claramente en indultos, pero el hecho es que usa la expresión derecho de gracia, y dice que el rey lo ejerce de acuerdo con la ley. Esta norma se compadece mal con una amnistía aprobada por ley: ahí es el legislador quien ejerce el derecho de gracia, no el rey. Cuando el penalista Jacobo Dopico planteó esta duda en Twitter, le respondieron con alguna propuesta interesante: la ley regula el ejercicio de la amnistía en este caso, pero esta se articula formalmente por medio de un Real Decreto que firma el rey, como en el caso de los indultos.

A mi entender, ninguno de estos escollos es insalvable, si bien los he expresado con brocha muy gorda. Pero, como decíamos, que la amnistía sea constitucional en abstracto no quiere decir que esta amnistía concreta vaya a ser constitucional. Así que de lo que tengo ganas es de tener por fin un texto de ley de amnistía, para al menos poder debatir sobre algo concreto.

 

 

 

(1) Hay algunas sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional sobre cuestiones concretas de la amnistía (como esta de 1986, en relación a una norma que le añadió un nuevo artículo a la Ley de 1977), pero tienen muy poca aplicación a la cuestión que nos ocupa.

(2) En caso de que la defraudación fuera de tal nivel que constituyera delito, entraba en vigor una regla que está en nuestro Código Penal desde hace décadas: no se te sanciona por delito fiscal si te pones en regla con Hacienda antes de que te pillen.

(3) Como curiosidad, decir que la sentencia del Tribunal Constitucional mencionada en la nota (1) dice expresamente que «es erróneo razonar sobre el indulto y la amnistía como figuras cuya diferencia es meramente cuantitativa, pues se hallan entre sí en una relación de diferenciación cualitativa», si bien lo dice de pasada y no es el argumento central.

 

 

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