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miércoles, 31 de diciembre de 2014

Lenguaje inclusivo

Si lees este blog de forma habitual puede que te hayas dado cuenta de que yo no uso lenguaje inclusivo. En realidad sí intento que lo que escribo englobe al mayor número de gente posible (y por eso a veces abuso de las perífrasis y frases hechas), pero no empleo genéricos con a, con x, con @ ni con e. Las razones por las que no lo hago quedan para otro día. Hoy quiero hablar de otra cosa: en general las razones que se esgrimen contra el lenguaje inclusivo me parecen débiles, más propias de la vaguería y de las pocas ganas de cambiar que de un pensamiento conservador articulado. Voy a discutir el tema.

Podemos empezar con una afirmación en la que creo que todo el mundo estará de acuerdo: el lenguaje es importante. Las palabras que se emplean para describir una realidad no son neutras, siempre añaden una carga valorativa. Si me vas a decir que no estás de acuerdo con esta premisa sé coherente y promete que nunca más vas a decir “no es una crisis, es una estafa”, a afirmar que “no se llama copago sino repago”, a criticar que Podemos defina al grupo dominante en esta sociedad como “casta” ni a atacar la retórica neoliberal que emplea el Gobierno. Si el lenguaje no es importante no lo es para nada en absoluto, y nunca procede corregirle a un adversario político el uso que hace del mismo.

Entonces, si el lenguaje es importante, no parece que haya nada de malo en querer diferenciar el genérico del masculino. Al fin y al cabo, uno de los postulados tradicionales del feminismo dice que, en el patriarcado, el hombre es lo general y la mujer lo particular. Para poder construir un mundo en el que no sea así debemos tener un lenguaje que nos permita nombrarlo. Diga lo que diga la RAE.

En general sacar a la RAE en una discusión me parece mala idea. El trabajo de esta institución puede tener dos significados: descriptivo (dice cómo se habla en la realidad) o normativo (establece cómo se debe hablar). Si el trabajo de la RAE es descriptivo no puede usarse para corregir a otros hablantes. Sin embargo, si es prescriptivo (1), eso no significa que sus normas deban cumplirse ciegamente. La RAE no deja de ser un grupo de señores (y alguna señora) con privilegio económico. No son objetivos. En consecuencia, los criterios que usan para establecer normas lingüísticas no son absolutos ni palabra divina: podemos discutirlos y priorizar otros, como puedan ser la justicia social o la mejor representación de todas las realidades.

Normalmente al llegar a este punto de la discusión aparece la analogía biológica: comparar al idioma con un ser vivo. “Bueno, es que el lenguaje evoluciona”, se dice. “No puede cambiarse así, a golpe de diccionario”. El problema de la analogía biológica es que puede volverse muy fácilmente contra quienes la esgrimen. Sí, los seres vivos evolucionan por selección natural, pero ¿acaso no existe la selección artificial (para intentar crear especies más eficientes), y no fue de hecho observando la misma, entre otras cosas, como se llegó a la conclusión de que la otra era posible? Y si eso es así con los animales, ¿por qué no va a poder hacerse con un idioma, que es una construcción humana (2)?

Los idiomas son las estructuras más democráticas del mundo: la lengua la define quienes la hablan, y en ese sentido sí vive una evolución espontánea que las autoridades académicas sólo pueden aspirar a recoger. Pero precisamente por eso no hay nada de malo en proponer cambios y esperar que la masa de hablantes los acepte. Lo más que puede pasar es que sean rechazados, ¿no? Y sí, tampoco tengo nada en contra de usar los resortes del poder (prensa, diccionarios, educación pública) para enseñar y difundir la nueva gramática. Por supuesto siempre habrá gente que ponga el grito en el cielo y hable de neolengua, demostrando así que no ha leído la obra de Orwell: la neolengua es un instrumento pensado para sacar realidades de la mente de los hablantes y que éstos no puedan criticar al poder. El lenguaje inclusivo tiene el objetivo contrario: la representación más fiel de realidades diversas.

En definitiva: no hay nada de malo en pretender guiar la evolución de un idioma, incluso desde las instituciones. Lo peor que puede pasar es que la masa de hablantes no acepte las modificaciones y que, por tanto, la tentativa fracase. Entonces, ¿hay alguna razón para oponerse, aparte de la falta de ganas de acometer un cambio tan grande? No parece, pero la tradición, la invocación a la RAE y la inercia son lastres demasiado poderosos. Es muy sencillo limitarse a decir que “el idioma no funciona así” sin pensar en si debería hacerlo. Y eso es un error, porque no podemos olvidar que la lengua es una construcción humana: podemos influir sobre ella y tenemos el deber de hacerlo para evitar la preterición de millones de seres humanos.






(1) Como de hecho son el Diccionario o la Gramática, aunque en el preámbulo de la 23ª edición del DRAE (antepenúltimo párrafo) haya un descargo de responsabilidad más propio de una obra descriptiva.

(2) La pregunta es evidentemente retórica: puede hacerse y de hecho se hace. Un ejemplo: desde que la RAE aceptó “gais” como plural de “gay” yo cada vez lo veo en más sitios, incluso en colectivos LGTB, cuando hasta hace dos o tres años se usaba el anglicismo.


martes, 23 de diciembre de 2014

Lotería de Navidad

La Navidad es época de tradiciones. El discurso del rey, la cena con la familia, las cenas de empresa, los árboles y regalos, los pesados que nos quejamos… todo es tradicional en estas fechas. Y la Lotería no iba a ser menos. Desde cerca de un mes antes empieza a haber colas en las administraciones más famosas. Yo vivo en Madrid y es de ver la cantidad de gente que acude a comprar décimos a doña Manolita, como si eso fuera a aumentar sus probabilidades o, en magufo, a “mejorar su suerte”.

Pero hoy no quiero hablar de la tontería que es preferir un número por encima de otro en un juego donde todas las opciones son equiprobables. Eso ha sido desmontado ya por activa y por pasiva, y dará igual la cantidad de veces que se haga porque no es una elección racional. Como mucho puedes convencer a personas concretas y aun así siempre les quedará el “bueno, bueno, pues yo de todas formas voy a comprar el número con la fecha de mi cumpleaños, que seguro que da suerte”.

No, hoy quiero reflexionar sobre otra cosa: sobre la locura colectiva que hay en este país con la lotería de Navidad. Aunque bueno, digo “en este país” pero no lo sé. ¿Es sólo en España? ¿En otros países llegan a semejantes niveles de estupidez? Que si el décimo del trabajo, el del bar, el de la familia… en 2013 el gasto medio por habitante rondó los 61 €, y en algunas provincias llegó hasta las tres cifras. Sí, hay zonas donde lo normal es dejarse 100 € en lotería de Navidad.

Hay quien llama a ese gasto “inversión”. Desde cierta perspectiva tienen razón: se trata de un producto donde tú metes tu dinero esperando sacar una cierta rentabilidad. Como el riesgo de perderlo es altísimo, la rentabilidad también es muy elevada. Pero aun así no compensa. Es mejor gastar el dinero que cuesta un décimo en, no sé, cualquier otra cosa. Yo hoy mismo he pagado 25 € por un arreglillo doméstico que me traía loco, y tan feliz, pero no tiene por qué ser algo tan prosaico. Algo que te apetece, un extra para la cena de Nochebuena, un regalo para alguien a quien quieres… cualquiera de esas cosas se pueden comprar con el dinero de uno o dos décimos y te van a reportar mucha más felicidad que las especulaciones sobre qué hacer con todos esos millones.

“¿Pero qué más te da, Vimes?”, podría pensar alguien. “Deja a la gente co su ilusión. ¿Qué te importa en qué se gaste nadie su dinero?” Pero el hecho es que me da, porque en un país con seis millones de parados me preocupan sinceramente esos niveles de gasto. La lotería no sólo es una esperanza vana sino también una esperanza individual. Es “a ver si me toca y puedo salir de aquí”. Es todo lo contrario a una lucha colectiva. Y aunque la gente tiene pleno derecho a estar alienada, no voy a negar que me duele ver a mis vecinos gastar dinero en algo así.

Y luego está el Gobierno. El anuncio navideño de la lotería de este año es simplemente vomitivo. Todo el mundo lo ha visto: un tío que no compró un décimo (se insinúa que por su pésima situación económica) en el bar donde ha tocado baja a felicitar al dueño y descubre que éste le ha guardado la participación que solía comprar. No sé ni por dónde empezar a criticarlo. Debe ser que, como los últimos años han vendido menos porque la gente prefiere dedicar su dinero a no ser desahuciada y a no morirse de hambre, hacía falta sacar un spot donde se le recuerde a la plebe que el gasto en la cancamusa navideña no es negociable ni prescindible. Y además lo visten de solidaridad. “Si decides recortar en lotería de Navidad y luego toca, igual no tienes un Antonio que te guarde el décimo”, eso es lo que viene a decir el supuestamente emotivo anuncio.

Así que no, no he comprado lotería de Navidad este año, ni lo haré en los siguientes. No he seguido con emoción el sorteo, no me importa que haya estado muy repartido y no pretendo “reinvertir” el reintegro en El Niño. ¿Y sabéis qué? Que sonará presuntuoso, pero ojalá todo el mundo hiciera lo mismo.




lunes, 15 de diciembre de 2014

El papa del siglo XXI

Sigue desarrollándose el escándalo de los abusos sexuales a menores en el Arzobispado de Granada. En este blog ya se habló de ello: terminaba ese post afirmando que Jorge Bergoglio probablemente tenga una intención real de evitar que la Iglesia Católica siga siendo un nido de pederastas, pero no por ningún afán puramente humanitario sino para lavarle la cara a la Iglesia. En ese artículo sostuve, y sigo afirmando, que Francisco es el papa del siglo XXI, en el sentido de que tiene muy clara su misión: modernizar las formas y la imagen pública de la Iglesia Católica para que pueda seguir siendo un grupo de presión conservador.

Sin embargo, parece que no a todo el mundo en la izquierda le resulta tan evidente esa afirmación. Así parecen opinar ciertos líderes de Podemos y algunos columnistas de la izquierda como éste o éste, que se dedican a ridiculizar a los eurodiputados españoles que se negaron a escuchar la homilía que su santidad soltó en el Parlamento Europeo el 25 de noviembre. Que si comecuras, que si tontos, que si cantamañanas que buscaban dar la nota, que si anticuados… Tras las palabras de estos columnistas y del sesudo líder de Podemos parece latir la asombrosa idea de que Bergoglio es un papa progresista.

La expresión “papa progresista” es un oxímoron. Un papa no puede ser progresista, casi por definición. La Iglesia Católica es, lo admitirá todo el mundo, un grupo de presión. Tiene un Estado, influye en las conciencias de millones de personas, tiene mucho dinero y bastante autoridad moral en según qué sitios… nadie puede dudar de que ejerce poder. Y los líderes de un grupo de poder tienen que ser conservadores, porque son los encargados de mantener el negocio. No van a dar pábulo a nuevas doctrinas e ideologías que dicen, esencialmente, que no hay que hacerles caso.

La Iglesia Católica es experta en eso, en admitir los avances siglos después y a regañadientes. Desde teorías científicas hasta concepciones éticas complejas, la Iglesia primero las ignora, luego las rechaza, después se ablanda y al final las acepta con la boca pequeña. Así que sí, durante las últimas décadas los papas han sido conservadores y han nombrado a cardenales conservadores. Resulta complicado para un materialista pensar que de repente, en 2013, el Espíritu Santo les dijo que en realidad lo que lleva queriendo todos estos años es un pontífice rojo pero que tenía el pinganillo escacharrado.

El papa no puede ser progresista. Y, en consecuencia, no lo es. Tomemos por ejemplo el mismo discurso que ha hecho que a cierta izquierda se le haga el culo pepsicola. Es cierto, dice cosas muy bonitas sobre los derechos de la persona y la soledad del ser humano. También se empeña en hablar como pastor (término suyo, no mío; ¿la Eurocámara se compone de ovejas?), en referirse al ser humano como “el hombre”, en deslizar puyitas sobre el aborto y en concluir que Europa debe volver los ojos a Dios para solucionar los males que la aquejan, ya que en caso contrario perderá su identidad (1). Es, en definitiva, un discurso de papa. Algo más avanzado que el de su antecesor, conforme, pero aún con un tufo a sotana revenida que tira de espaldas.

Pero bueno, ¿y el resto del mensaje? ¿Es que sólo me he fijado en las referencias a Dios, y las estoy destacando por joder (2)? Pues no, pero es que si le quitas al discurso la parte específicamente evangelizadora se queda totalmente vacío. Se lo podrías atribuir a cualquiera: a Rajoy en un mitin, a Pablo Iglesias en un artículo, al rey en Nochebuena… No dice nada. Es una pieza oratoria política pensada para agradar más o menos a todo el mundo. Y la izquierda “progre” llamándolo discurso de extraordinaria profundidad y aldabonazo a favor de los más necesitados.

Por supuesto, no hay que olvidar otras declaraciones que ha hecho Bergoglio desde que inició su reinado, como las relativas a los homosexuales, que suponen una simple conmutación de términos: donde antes decía “odia el pecado, ama al pecador” ahora se dice “ama al pecador, odia el pecado”. O afirmaciones previas a su elección, como que el matrimonio igualitario “es la pretensión destructiva al plan de Dios”. Cabe recordar que la prensa “de izquierdas” argentina le aborrecía antes de que se impusiera el orgullo patrio de tener un papa del país.

No, Jorge Bergoglio no tiene nada de progresista, salvo que volvamos a 1950. Entonces su discurso ante la Eurocámara sí habría sonado casi revolucionario. Ahora no es más que empaquetar morralla evangelizadora en la ideología propia de la época con el fin de continuar haciéndonosla tragar. Es lo mismo que todos esos gestos de caridad que hace: como Ratzinger y Wojtyla no le lavaban los pies a los presos y no iban en utilitarios, se pretende que se olvide que la caridad es vertical y que no vale más que para perpetuar una brecha socioeconómica insalvable.

Así que no, vais a disculpar que no me trague al papa del siglo XXI. Sigo con una sana desconfianza hacia esa gigantesca operación de marketing político que es el pontificado de Jorge Bergoglio. Por muchos discursos que haga.






       (1) Sin duda mi parte favorita es ésa en la que dice que hay que evitar que la fuerza de la democracia “sea desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que las hacen más débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder financiero al servicio de imperios desconocidos”. Probablemente “interés multinacional no universal (por mucho que ellos digan) y antidemocrático” sea una buena definición de la Iglesia.

       (2) Aunque así fuera, quiero reiterar que las referencias al dios cristiano y a la religión católica no son anecdóticas. Son la esencia del discurso, la solución que propone para, en sus palabras, "devolver la esperanza al futuro, de manera que (...) se encuentre la confianza para perseguir el gran ideal de una Europa unida y en paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los derechos y consciente de los propio deberes". No es un error fijarse en esta parte del discurso; al contrario, lo es olvidarla y centrarse sólo en que el papa ha dicho cosas muy bonitas y generales sobre los derechos fundamentales y la dignidad humana.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Campañas que victimizan

Este está siendo un año negro en materia de violencia de género. No sólo el número de asesinatos -resulta difícil contabilizar el número de mujeres y menores que están siendo víctimas de un delito tan grave (1)- sino la crudeza de algunos de ellos o el hecho de que muchas de las víctimas hubieran denunciado previamente permiten calificar de terribles estos últimos doce meses. Se da la circunstancia de que se cumplen diez años de la aprobación de la Ley Integral contra la Violencia de Género y el establecimiento de órganos judiciales especiales para instruir este tipo de delitos… y el sistema no parece estar funcionando.

Hay que tener claro que los feminicidios, las lesiones y, en general, las consecuencias físicas, no son más que la punta del iceberg de una escalada de agresiones que empieza en comentarios, chistes y pequeños chantajes emocionales. No sólo duelen los golpes, y muchas veces éstos ni llegan. La dicotomía que propone la calaña varonista que a veces comenta en este blog entre “agresión física = hombres” y “agresión psicológica = mujeres” es falsa como prácticamente todo lo que dicen estos defensores de la injusticia. El destrozo psicológico que realiza un maltratador antes de atreverse a ponerle la mano encima a su víctima es importante.

Por eso me parece adecuado que las campañas de información y sensibilización se centren en esos primeros momentos. Me refiero, por ejemplo, a la campaña “Hay salida”, que estos días inunda nuestras televisiones y nuestras marquesinas de autobuses, pero también al programa “No te cortes” de la Comunidad de Madrid, cuyos carteles están en centros de salud y polideportivos. Se habla de control de móvil y redes sociales, de ridiculización o de aislamiento, y todo eso está bien.

Lo que ya no está tan bien es que la práctica totalidad de campañas estén centradas en la víctima (2). “Reconoce estas señales”, “está mal que te haga tal o cual”, “las cosas claras desde el principio”, “denuncia”, “cuéntalo”, “sal”. Sí, es importante que las víctimas sepan que cuentan con ayuda, pero empeñarse en centrar en ella el foco de responsabilidad es un victim blaming de libro. Las frases “puedes salir si quieres” y “si no saliste es porque realmente no querías hacerlo” están separadas por el espesor de una sombra, y cargar las espaldas de la mujer con más y más presión sólo va a servir para que se victimice aún más si no tiene capacidad para obedecer todos esos consejos bienintencionados. Y hay que contar también con la disonancia que se produce entre las campañas, tan optimistas, y el trato real que puede llegar a recibir una víctima en un despacho de abogados, una comisaría o un juzgado.

¿Dónde están las campañas dirigidas al entorno, es decir, a los familiares, amigos y compañeros de trabajo de la potencial víctima? Son personas que pueden detectar fácilmente síntomas de violencia machista, pero su potencial se está desaprovechando. Si yo no sé interpretar las señales (cambios de personalidad, alejamiento paulatino, “absorción” por la pareja…) o si no sé cómo actuar ante ellas, no puedo hacer nada.

Y, más importante, ¿dónde están las campañas dirigidas a potenciales agresores? Conozco algunas, pero son muy pocas y lo enfocan mal: en general usan el discurso de “si maltratas no eres un Hombre De Verdad”, cuando creía que de lo que se trataba era de negar la mayor: no hay “hombres de verdad” ni “mujeres de verdad”; hay hombres, mujeres y gente que no es ni lo uno ni lo otro. Creo que reforzar el modelo de la masculinidad, aunque sólo sea para decir que los maltratadores no se ajustan a él (algo que, además, es mentira), es una mala decisión estratégica, porque es este modelo el que provoca la violencia de género. Este tipo de discursos está a un paso de decir que “si maltratas eres un marica”, algo que nadie aceptaría. Lo mismo se puede decir de las que ponen a figuras masculinas diciendo “si la maltratas a ella me maltratas a mí”. No, no, así no.

¿Qué podría decir una hipotética campaña bien enfocada dirigida a hombres? Evidentemente no puede ser algo tan burdo como “no le pegues a tu novia”. A mi juicio debería centrarse en los primeros estadios de la violencia para hacer comprender a un potencial agresor que son inaceptables, pero sin poner en duda su masculinidad. Un posible esquema podría ser mostrar a un hombre recibiendo de alguien más grande y fuerte las mismas frases de desprecio, minusvaloración y burla que él le dice a su novia. Otro, un agresor siendo rechazado por sus amigos y familiares. Sería cuestión de pensarlo desde un enfoque crítico.

Y sí, los mismos de siempre se quejarían: que si se culpabiliza a los hombres y que si no sé qué. Pero eso es absurdo, porque en muchas otras campañas de sensibilización se apela a los posibles agresores. Por ejemplo, los tres últimos tuits de la cuenta de Twitter de la Policía en el momento de escribir esta entrada: no permitas que se vulnere la intimidad de otros, no conduzcas borracho, si pones anuncios sexuales a nombre de otros te vamos a detener. ¿En serio no se puede hacer lo mismo para la violencia de género?

En conclusión: está bien que las campañas hablen de las fases tempranas de la violencia, pero eso no basta para cancelar el gran, enorme error de que sólo se centren en la víctima. Tiene que ser el agresor el que tome sobre sus espaldas la responsabilidad de no maltratar.





       (1) Llevo tiempo preguntándome si los hombres muertos a manos de otros hombres cuando el móvil del agresor es celos o venganza (por ejemplo, matar al amante, al nuevo novio, al amigo, al familiar… de tu pareja o ex pareja) deberían computar, al menos socialmente, como víctimas de violencia de género. Me inclino a pensar que sí.


       (2) Y que, de un tiempo a esta parte, parezca que las únicas víctimas potenciales son las adolescentes y jóvenes.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Victimización secundaria

Estos días anda corriendo por las redes sociales un vídeo bastante impactante. En él se muestra la traumática experiencia que es para una mujer denunciar un delito de violencia de género. A pesar de que lo que se enseña es una actuación, no hechos reales, sirve para ilustrar el calvario institucional que es, de hecho, denunciar el maltrato machista. Hay suficientes mujeres que pueden contar una experiencia traumática con las fuerzas de seguridad o los órganos judiciales para que el asunto sea considerado una mera anécdota o casos aislados.

El fenómeno por el cual la víctima pasa por el sistema de justicia más como una mercancía a procesar que como una persona con necesidades a atender se denomina “victimización secundaria”. No es exclusivo de los casos de violencia de género (en general nuestro proceso penal se orienta muy poco hacia la víctima), pero en éstos es más sangrante: el desconocimiento de cómo funciona esta clase de delitos puede tener efectos devastadores cuando se combina con la particular debilidad psicológica en que se suele encontrar la víctima. No es casualidad que las asociaciones de ayuda a mujeres que han sufrido maltrato recomienden a denunciante no parecer recuperada ante los jueces (no ir maquillada ni con ropas alegres a las vistas): la probabilidad de encontrarse con uno que se cree el mito del “tipo” de mujer maltratada es alta.

Conviene recordar que la victimización secundaria en casos de violencia sobre la mujer está prohibida en tratados internacionales de los que es parte España. Me refiero al Convenio de Estambul de 2011, que está en vigor desde agosto de este año. Su artículo 15 obliga a formar a los profesionales para impedir este fenómeno, y el 19 a regular procedimientos de ayuda que expresamente lo eviten. ¿Qué están haciendo los poderes públicos para cumplir estas obligaciones? O, más apropiadamente: ¿están haciendo algo? Me temo la respuesta.

Cuando se habla de victimización secundaria la patulea MRA (que siempre está al acecho para esparcir mentiras) suele decir grandes tonterías sobre el proceso. Que a ver si no se va a tener que interrogar a la víctima y realizar pruebas, me han llegado a decir. Como si eso tuviera algo que ver. Como si allanar el camino, dejar de tratar a la víctima como basura y formar a los profesionales que tratan con ella tuviera algo que ver con la ineludible práctica de la prueba. Porque sí, esto es una cuestión de profesionales y dinero invertido: de lo más bajo a lo más alto, de policías a jueces, se acusa la falta de medios, de formación y, muchas veces, de empatía.

Una de las mentiras más difundidas en materia de violencia de género es que denunciar es fácil, que una vez hecho eso el Estado te da condena inmediata, paguita, pisito, la custodia de los niños y pedicura gratis. Y no es así. No lo es en absoluto. Se trata (con una alta probabilidad) de una odisea. Se convierte la búsqueda de justicia en un calvario que la víctima prefiere no recorrer si puede evitarlo. ¿Y quién podría culparla? ¿De verdad es tan raro que se retiren denuncias (1) y que tantos procesos terminen por incomparecencia de la víctima? El sistema no es que ayude precisamente.

Termino ya: el Estado tiene la obligación, no sólo moral sino también jurídica, de reformar los procedimientos de atención a las víctimas y la formación de los profesionales para asegurar que los procedimientos judiciales en todos los delitos, pero especialmente en materia de violencia de género, sean lo menos hostiles posible para la víctima. En definitiva, de garantizar que se hace justicia.






(1) Aunque el concepto de “retirar una denuncia” no es técnicamente correcto. En este artículo del Teniente Kaffee se explica muy bien.



lunes, 1 de diciembre de 2014

Estructuras y personas

Hoy he estado en una charla sobre anarquía relacional. Se trata de un modelo de no-monogamia que propugna la no adscripción de las relaciones afectivas que una persona tenga a categorías tales como pareja, primo, amiga o amante, pues todas esas clases actúan como limitadores. Si yo tengo una pareja se espera de nosotros que hagamos ciertas cosas (dependiendo de la edad y del momento puede ser vivir juntos, casarnos, criar prole…) que definen a esa categoría de relación. Yo no puedo hacer con un amigo lo que hago con una pareja (el ejemplo más señalado es el de la crianza)… salvo que esa persona y yo “subamos” de categoría (1).

La charla me ha parecido muy interesante, pero de lo que quiero hablar es de algo que he pensado al margen. En el turno de preguntas ha habido un debate entre la ponente y algunas personas que han levantado la mano. Aunque todo ha transcurrido dentro de los cauces de la buena educación, no ha habido forma de que se pusieran de acuerdo porque parecía que estaban hablando de cosas distintas. Al final me he dado cuenta: la que daba la charla estaba hablando de paradigmas estructurales (la sociedad monógama, el poliamor, la anarquía relacional) y las personas que preguntaban se referían a personas (si tal persona hace cual, si mi abuela hizo lo otro).

Nos cuesta pensar en términos de paradigmas, sistemas o estructuras. Tendemos incluso a personalizar, a decir que “el capitalismo” busca tal cosa o que “el patriarcado” hace tal otra (2), olvidando que las estructuras no son más que el nombre que le ponemos a un conjunto complejísimo de relaciones humanas que siguen unas ciertas pautas o reglas. Por sí mismas no “hacen” nada: son consecuencia de que las personas hagan cosas parecidas ante estímulos semejantes. Por la misma razón solemos creer que una declaración sobre la forma en que funciona un sistema queda refutada por una anécdota en la que se cuenta un caso en que no funcionaron así.

Como las estructuras son tan grandes permiten comportamientos aparentemente contradictorios. Por ejemplo: no se puede negar que vivamos en una estructura social monógama aportando pruebas de parejas donde ha habido cuernos, incluso aunque haya muchas parejas que de fieles sólo tienen el nombre. Porque la estructura no sólo se define por lo que hace la gente, sino por lo que la gente cree que hace, lo que la gente dice en público que hace, lo que las leyes y las normas sociales dicen que tiene que hacer la gente y, en definitiva, por lo que se espera que la gente haga. Por mucha gente que haya que ponga cuernos la estructura social sigue siendo monógama, porque los cuernos siguen siendo una traición de las expectativas que se supone que tiene que generar una pareja.

Las estructuras también saben evolucionar y adaptarse a nuevas condiciones, fagocitando la resistencia. Vuelvo a hablar de la monogamia: ¿el matrimonio hasta la muerte ya no es viable por toda una serie de razones? Pues que sea disoluble, pero que nada cambie. No hemos dejado de vivir en una estructura centrada en la pareja monógama por mucho que el divorcio sea legal y que haya quien prefiere no casarse: yo encuentro a una persona que me gusta, me corresponde, nos mudamos juntos, nos casamos, nos divorciamos, “rehago mi vida” encontrando a otra pareja… y en todo momento he estado centrando mi vida en buscar a alguien que aguante mi asqueroso optimismo recién despertado y mis manías a la hora de organizar la compra. No me he planteado otros modelos.

Otro error suele ser confundir la estructura con las leyes que la protegen y asumir, en consecuencia, que porque no hay leyes que prohíban una determinada conducta ésta puede realizarse sin consecuencias. Ninguna ley impide a un niño de 5 años ir a clase vestido de princesa, pero no lo va a hacer porque le han educado en que los niños llevan otra ropa y porque sabe que si lo hace le van a llamar “princesa” hasta que tenga edad de afeitarse. Nada obliga a las mujeres a afeitarse bigote, sobacos y piernas, pero basta con ver las reacciones al #sobaquember de hace un año para entender que es una conducta socialmente sancionada. Y así sucesivamente: que una conducta sea legal no quiere decir que no se eduque contra ella o que no se critique fuertemente a quien la ponga en práctica, aunque no haga daño a nadie.

Las estructuras o sistemas sociales (me he centrado aquí en la monogamia, pero hay otros de sobra conocidos) configuran la forma en que pensamos. Nos ayudan a tomar decisiones porque generan expectativas que se cumplen, pero a la vez condicionan nuestra libertad. Creo que nunca nos libraremos de ellas, porque son, lo repito, el nombre que le damos a la forma en que actuamos colectivamente. Pero creo que podemos transformarlas para que limiten nuestra libertad lo menos posible. Eso sí, hay que tener en cuenta una cosa: más libertad significa menos expectativas… y más necesidad de trabajar en los vínculos.




(1) Podéis encontrar más información aquí.

(2) Creo que en esta forma de hablar está el origen de ciertas afirmaciones, hechas normalmente por varones con todo el pack de privilegios, en el sentido de que “el patriarcado nos oprime a todos” o, específicamente, “también me oprime a mí”.