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miércoles, 28 de febrero de 2018

Profesiones jurídicas XI - Los gestores administrativos


La profesión de gestor administrativo es una de éstas que, a la chita callando, ha ido creciendo en estos últimos años. Vivimos en una época de autónomos, falsos y verdaderos, y de pequeñas empresas. Como los trámites administrativos pueden ser muy complicados, la gente prefiere pagarle a un profesional una cantidad fija mensual y asegurarse de que todo va a estar bien hecho. Al fin y al cabo, estar al tanto de la normativa tributaria, administrativa, registral y de tráfico es un esfuerzo constante, puesto que las leyes pueden cambiar bastante y además hay regulación estatal, autonómica y municipal.

El gestor administrativo es, en palabras llanas, una persona que representa a un particular ante la Administración a la hora de hacer trámites. Recibe de su cliente toda la información necesaria y presenta los formularios en nombre de éste. ¿En qué se diferencia entonces de un abogado? Este profesional también defiende los intereses de un cliente ante los poderes públicos, y podría ser que ambas figuras se confundieran. Pero la distinción es clara: el trabajo del gestor es más burocrático y menos creativo; se enfoca hacia la realización correcta de trámites y no hacia la emisión de argumentos que te puedan hacer ganar un pleito (1). Por poner un ejemplo: presentar la autoliquidación del IRPF de un autónomo es tarea del gestor; recurrir una sanción tributaria es labor del abogado (2).

Esta profesión es, pese a su reciente repunte, bastante antigua. Al fin y al cabo, en cuanto nace una burocracia aparecen detrás las quejas de que es muy enrevesada y de que no hay manera de tratar con ella sin volverse loco. De aquí resulta que gestores administrativos ha habido siempre, bien que con otro nombre. En el siglo XIX, por ejemplo, recibían la sonora denominación de “agentes de negocios”. Fue el franquismo quien les dio el nombre y la regulación actual: su Estatuto profesional data de 1963 (3).

Igual que la profesión de administradores de fincas, de la que ya hablamos, es difícil decir exactamente a qué se dedican los gestores, porque se encargan de una pluralidad apabullante de asuntos. Por poner unos pocos ejemplos:
  • Fiscalidad: el gestor presenta por el cliente las autoliquidaciones de impuestos que procedan, y también los pagos fraccionados, declaraciones trimestrales, formularios censales y demás.
  • Tráfico: una gestoría puede llevar matriculaciones y bajas de vehículos o gestionar la solicitud de un permiso de conducir.
  • Extranjería: el gestor pide en nombre de su cliente el permiso de trabajo o el de residencia, o inicia el trámite para obtener la nacionalidad.
  • Licencias de caza y pesca, y los permisos de armas adecuados.
  • Solicitudes de subvenciones.
  • Temas registrales: inscripciones en registros y catastros de cualquier tipo, obtención de certificados, etc.


Además, muchas gestorías han ampliado su negocio a campos que no son estrictamente la gestión administrativa. No solo representan a su cliente en cuestiones burocráticas, sino que llevan la gestión laboral y contable de las empresas. Así, es común que en pequeñas y medianas empresas sea un gestor externo quien haga las nóminas y la contabilidad.

Una de las señas distintivas de la profesión son las encomiendas de gestión. Se trata de convenios que firman los colegios profesionales (o, en su representación, el consejo nacional) con distintas ramas de la Administración. Como su propio nombre indica, en estos acuerdos la Administración encomienda a estos profesionales la gestión de ciertos asuntos, de tal manera que sus oficinas se convierten en una suerte de dependencias ministeriales. Ya no es solo que el gestor pueda presentar cualquier papel en nombre del ciudadano, sino que la gestoría puede expedir documentación oficial (como por ejemplo el permiso de circulación provisional mientras se tramita el definitivo), convertirse en Punto de Información Catastral, etc.

En cuanto al ejercicio del trabajo, se trata de una profesión de colegiación obligatoria, como la mayoría de las jurídicas: tiene sentido que a los gestores se les exija el mismo requisito que a los abogados, puesto que también representan intereses de terceros. Para acceder a ella es necesario estar en posesión de un título universitario del ámbito jurídico o económico y además pasar una prueba de ingreso nacional. Este último requisito, curiosamente, se les ha exigido a los gestores desde el Estatuto de 1963 mientras que los abogados siempre han podido colegiarse sin necesidad de un examen (4).

Por lo demás, los gestores funcionan en régimen de libre competencia: son ellos quienes deciden sus honorarios, sus oficinas, etc. Al leer el Estatuto se observa un régimen de funcionamiento mucho más rígido que el que describo aquí, pero hay que tener en cuenta que esta profesión, como todas, se ha visto afectada por leyes y por sentencias que han ido liberalizando su ejercicio. Lo que sí parece que se mantiene es la necesidad de constituir una fianza para empezar a ejercer (aunque las cuantías están desactualizadas y ahora la cantidad máxima exigida es de 300 €) y que solo pueden actuar en la provincia donde están establecidos.

Queda así definida una profesión que, como digo, cada vez tiene más importancia.






(1) El propio Estatuto de la profesión es consciente de su similitud con la figura del abogado, y dedica el artículo 1 a deslindar ambas profesiones. El gestor se encarga de “toda clase de trámites que no requieran de la aplicación de la técnica jurídica reservada a la Abogacía”.

(2) Dicho esto, hay gestorías que ofrecen servicios como recursos de multas, pese a ser algo que se aparta estrictamente de lo que es un gestor. Sin embargo, ninguna gestoría va a llevar nunca procedimientos judiciales.

(3) Y se nota. El artículo 3 de dicho Estatuto le asigna a la profesión un santo patrón.

(4) En los últimos años, como ya expliqué en la entrada sobre abogados, sí se les exige un examen de colegiación, precedido además por un máster de abogacía.



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martes, 20 de febrero de 2018

No los llames héroes

Hace años, en este mismo blog catalogué una entrada con la etiqueta “Palabras que no soporto”. Pretendía que fuera el primer artículo de una serie que versaría sobre palabras y expresiones de uso común que he acabado por aborrecer. La idea era denunciar cómo ciertas palabras enmascaran la realidad o sirven para encarrilar el pensamiento en una dirección determinada. Al final no continué el proyecto, pero he decidido retomarlo porque en los últimos tiempos me he dado cuenta de que hay una palabra que cada vez me gusta menos. Me refiero al término “héroe”, en especial cuando se usa para catalogar profesiones enteras.

Lo oímos con frecuencia: los bomberos y los médicos (en realidad todo el personal sanitario) son héroes porque Salvan Vidas, así, en mayúsculas. También se afirma que los policías y los militares lo son, porque nos protegen como sociedad. En algún caso lo he oído sobre los socorristas. En círculos de izquierdas, supongo que para contraprogramar el descrédito que sufre esta figura, se habla también de los profesores de colegio e instituto en términos de heroicidad: ellos educan a nuestros niños, que, como nos enseñaron Los Simpson, son el futuro. ¿Cómo no van a ser héroes?

Pero el hecho es que no lo son. El héroe, por definición, es aquel que realiza una conducta arriesgada y virtuosa a la que no está obligado. Un héroe puede ser la chica que se lanza contra el terrorista que va a secuestrar el avión aun a riesgo de morir. El hombre que entra en una casa en llamas porque ha oído llorar a un niño. La mujer que se tira al agua a rescatar a alguien que se ahoga. El diputado que permanece de pie y ordena a los golpistas que se detengan. Personas que, en un momento determinado de sus vidas, decidieron hacer algo que nadie les exigía y que les ponía en peligro pero que beneficiaba a otro ser humano o a la colectividad. Alguien que destaca de entre los demás por un acto virtuoso puntual.

Leí hace poco una idea, atribuida a Philip Zimbardo, que expresa muy bien lo que quiero decir: la sustancia del héroe es la soledad. Un héroe es alguien que va contra la masa, que levanta la voz cuando todo el mundo calla y que dice "no" cuando la multitud acepta pasivamente. Alguien que ve muy claro que es la hora de optar entre lo que es fácil (el consenso, la pasividad) y lo que es correcto, que toma la decisión difícil y que luego, después de hacerlo, vuelve a la normalidad.

Una médica o un bombero no son héroes. Son más que eso: son profesionales. Personas que dedican sus vidas y sus carreras a intentar mejorar las condiciones de vida de otros. Gente que se levanta todas las mañanas y se va a curar enfermedades o a rescatar a gente de edificios en llamas. A veces se juegan el tipo y a veces no, pero lo suyo no es una decisión de un día sino un trabajo de años que necesita de una constancia ejemplar y que ha venido precedido de una formación. Su sustancia no es la soledad, sino el trabajo en equipo, la experiencia y el conocimiento profesional. Llamarlos héroes es, de alguna manera, rebajarlos.

Hay algo más. Algo más insidioso, que se me viene a la mente cada vez que oigo a alguien usar ese término, y que tiene que ver con el tema de las recompensas. No es lo mismo un héroe que un profesional. A un héroe, alguien que ha hecho algo puntual a lo que no estaba obligado, la mejor manera de recompensarle es con una ceremonia, un agradecimiento público y quizás un premio. Pero un profesional necesita más cosas: necesita un buen salario, unas condiciones de trabajo dignas, un contrato estable, un equipo en buen estado, etc. Como es lógico, un trabajador dedicado cuesta más dinero que un espontáneo.

Y no sé. Cada vez que veo a alguien usar el término “héroe” para referirse a un miembro de estas profesiones, se me revuelven las tripas. Porque me da por pensar que es lo que quieren quienes están demoliendo el Estado del bienestar: un sistema público que se sostenga, esencialmente, sobre los hombros de unos trabajadores a los que se les recortan recursos y a los que se les pide de forma rutinaria que hagan mucho más de lo que cualquier ley o convenio obliga. En definitiva, se trata de convertir a profesionales en héroes, que son mucho más baratos (un premio a la excelencia anual y arreando) y que además permite jerarquizar la profesión entre quienes se prestan a ese juego y quienes no. Todo ello tomando como rehenes a los ciudadanos, que son los que sufrirán si los profesionales no tragan con su conversión forzada en héroes.

En fin, supongo que serán paranoias mías, que soy un malpensado. Pero por si acaso, prefiero desterrar de mi lenguaje toda la terminología heroica y llamar a las cosas por su nombre.





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sábado, 17 de febrero de 2018

Alquileres de vivienda 4 - Reparaciones

En las dos entradas previas de esta serie analizamos la obligación principal del arrendador (ceder la casa durante el tiempo del contrato) y la del arrendatario (pagar la renta). Pero aparte de las obligaciones principales, en todo contrato hay deberes secundarios. En el caso del arrendamiento de vivienda, estas obligaciones están relacionadas sobre todo con las obras en el inmueble, y esto será lo que veamos en este artículo y en el siguiente. Por supuesto, antes de pasar a mayores, el recordatorio de todas las entradas: lo que voy a exponer es el régimen legal. Las partes pueden pactar otro diferente pero nunca más perjudicial para el arrendatario.

Las obras se pueden clasificar en dos grandes categorías: de conservación y de mejora. Las obras de conservación son las que buscan mantener el inmueble en las condiciones pactadas. Quizás sería más apropiado llamarlas “de reparación”, porque son obras que se producen sobre todo cuando se produce un deterioro (se ha roto una cañería, se ha estropeado la lavadora) y lo que buscan es arreglarlo. Las obras de mejora, por su parte, pretenden aumentar la utilidad o el valor del inmueble. En este artículo hablaremos solo de las obras de conservación; las de mejora quedan para el mes que viene.

El principio general en las obras de conservación es el siguiente: son de cargo del arrendador. El casero debe mantener la vivienda en las condiciones de habitabilidad pactadas sin que tenga derecho a elevar por ello la renta. Eso quiere decir que tiene que reparar todo lo que se rompa, aunque se trate de un servicio superfluo.

Por ejemplo: supongamos que, en una casa arrendada de alto nivel, se rompe el jacuzzi. El arrendador no puede escaquearse diciendo “la casa es habitable sin el jacuzzi, que es un mero lujo innecesario, así que no lo arreglo”. Ese argumento no es válido. El inquilino ha alquilado una casa con jacuzzi y el dueño debe realizar todas las reparaciones necesarias para que pueda disfrutar de ésta (1).

Así pues, las reparaciones las debe realizar el dueño a su costa. Pero ese principio general, como siempre, tiene excepciones. En este caso, tres:

1.- Destrucción de la vivienda. Si la vivienda se destruye, siempre que esa destrucción no sea imputable al arrendador, éste no tiene obligación de reconstruirla. Al contrario, el contrato termina. Hablamos de situaciones muy extremas, normalmente provocadas por desastres naturales, que conllevan una declaración de ruina o una pérdida total del inmueble.

2.- Daños causados por el inquilino. Como es lógico, si es el propio inquilino quien rompe algo (aunque sea sin querer) no puede pretender que sea el casero quien pague la reparación. A estos efectos hay que tener en cuenta que el arrendatario es responsable de los daños que realicen las personas de su casa y que todo el mundo responde por los daños que causen sus animales.

En general, de todas formas, esta excepción se usa poco. Salvo que el daño se pueda imputar de forma directa y clara al inquilino o a alguien de su casa (“tropecé y me cargué la mesa de cristal”), se asume que la reparación corresponde al dueño.

3.- Pequeñas reparaciones derivadas del desgaste. Aquí está la madre del cordero. Se considera que son de cargo del arrendatario las “pequeñas reparaciones que exija el desgaste por el uso ordinario de la vivienda”. Y la ley no dice más. No dice cuándo debe considerarse “pequeña” una reparación. Todos tenemos claro, por ejemplo, que cambiar una bombilla fundida o volver a poner el pomo de un armario son cosas pequeñas. Pero ¿y una reparación en la lavadora que, entre pieza y mano de obra, te cuesta 100 €? ¿Se considera pequeña o no?

No hay un criterio jurisprudencial uniforme para resolver este asunto. Muchos tribunales aplican un porcentaje que está en torno a 20% de la renta mensual, porque asumen que “pequeño” no es lo mismo para quien pague 300 € de alquiler al mes que para quien pague 1.100 €. Al final, lo más razonable es pactar en el contrato un límite concreto por debajo del cual las reparaciones se considerarán “pequeñas”. Pero no es práctica habitual.

¡Ojo! Para poder imputar la reparación al inquilino, no solo es necesario que sea pequeña, sino que derive del desgaste por el uso ordinario de la vivienda. Es decir, que si no está demostrado cuál es el origen de la rotura, paga el arrendador. No aceptéis que os hagan pagar cosas que no tenéis que pagar, por muy pequeñas que sean.



En cuanto a la ejecución de la obra, la ley regula solo el caso en que el dueño sea responsable: si es el inquilino quien debe realizarla, pues él se la guisa y él se la come y el asunto no tiene más. Pero si es el casero, sí que hay más trámite. Para empezar, el arrendatario debe poner en conocimiento del casero la necesidad de reparaciones. La ley le obliga a hacerlo “en el plazo más breve posible”, pero aunque no le obligara está claro que se va a dar prisa en notificar. Además, debe permitir que el arrendador o sus técnicos pasen a la vivienda con el fin de verificar su estado.

Una vez que empiecen las reparaciones, el arrendatario tiene que soportarlas aunque le sean muy molestas o aunque le priven de parte de la vivienda. Eso sí, si las reparaciones se alargan más de veinte días, debe disminuirse la renta en proporción a la parte de la vivienda de la que el arrendatario se vea privado: por ejemplo, si las reparaciones son en la cocina y esta constituye el 15% de superficie de la casa, la renta se reducirá en un 15%.

Si la obra es urgente, no es necesario este trámite: el inquilino puede comunicarle la circunstancia al arrendador, realizar la obra por sí mismo (lo cual quiere decir “pagando él a los operarios”) y exigir su importe al dueño. ¿Cuándo se considera que una obra es urgente? Cuando su realización evita un daño inminente o una incomodidad grave. El primer concepto está más claro que el segundo. A mi entender, una incomodidad grave es aquella que reduce la habitabilidad de la vivienda por debajo de lo que se considera mínimo: quedarse sin agua o sin luz, que se abra un boquete en la pared, tener una gotera sobre la cama…

No he hablado de los seguros de hogar. La Ley de Arrendamientos Urbanos no los menciona, pero es corriente que existan. Tanto inquilino como propietario pueden contratar un seguro de hogar para que ejecute las reparaciones de las que ellos sean responsables. Ahora bien, ¿es posible incluir en el contrato una cláusula por la cual el inquilino se obliga a contratar un seguro de hogar? La pregunta es pertinente, porque cada vez más las empresas dedicadas al alquiler obligan a los arrendatarios a tomar esta clase de seguros con una aseguradora amiga, con lo cual mejoran su beneficio.

La respuesta es “depende”. Si el seguro que se le ofrece al inquilino cubre todos los daños que se sufran en el inmueble, la cláusula es nula porque redistribuye en perjuicio del arrendatario el régimen de cargas previsto en la ley. Si es el inquilino quien tiene que pagar (o incluso contratar a su nombre) el seguro de hogar, la responsabilidad del arrendador desaparece: ante cualquier daño, quien respondería sería la empresa aseguradora pagada por el arrendatario.

Sin embargo, si el seguro que se le ofrece al inquilino cubre solo los daños que en principio sean responsabilidad suya (es decir, los que cause él mismo y los pequeños desperfectos derivados del desgaste), a mi juicio la cláusula sí es válida. Esto es así porque la ley permite que en el contrato se pacte cualquier garantía (además de la fianza) que asegure que el arrendatario va a cumplir. Y un seguro entra dentro de este concepto.

Por otra parte, tampoco es lo mismo incluir en el contrato la obligación de tomar un seguro que vendérselo directamente al inquilino. Si el contrato te obliga a adquirir un seguro, tienes que mantenerlo durante todo el tiempo del arrendamiento o se consideraría incumplimiento del contrato. Por el contrario, si directamente te endosan un seguro pero en el contrato de arrendamiento no se menciona nada al respecto, tienes plena libertad para cancelar el seguro en cuanto hayas entrado a vivir en la casa.

Y hasta aquí el artículo sobre obras de conservación. Por supuesto, lo mejor es que en vuestra casa arrendada no haya que hacer reparaciones, pero si hay que hacerlas, ya sabéis cómo actuar.








(1) Además, este argumento (el jacuzzi no se repara porque no es necesario para habitar la casa) es peligroso. Abre la puerta a que el arrendador se niegue a reparar casi cualquier cosa porque “podéis vivir sin esto”: el microondas, el lavavajillas, la televisión, uno de los lavabos si es que hay dos en la casa…




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sábado, 10 de febrero de 2018

Derechos y sentimientos

En este país no hay forma de librarse de los curas. Las noticias sobre gente denunciada por actos públicos de irreverencia religiosa son un goteo constante en nuestros medios de comunicación. Las condenas, por suerte, son más raras. Por eso me sorprendió ver la noticia del chaval al que han condenado a 480 € de multa por un acto en principio tan tonto como hacer un fotomontaje en el que le ponía su cara un Cristo. Luego ya vi que ha sido una sentencia de conformidad: el joven, que quizás estaba mal asesorado o que no tenía ganas de pleitear, ha aceptado una condena que podría haberse evitado con cierta facilidad. Porque éste es un caso fácil de ganar, como la mayoría de supuestos de escarnio.

Pero en fin, pese a que la condena sea por conformidad, ya tenemos el run-run de siempre. Que no hay derecho, que la libertad de expresión tiene límites, que cristianofobia, que si hay que castigar a quien lesione la libertad religiosa, etc. Y es aquí donde encontramos el primer problema: que los delitos de escarnio (por el que han condenado a este chico) y de profanación (por el que fue primero condenada y luego absuelta Rita Maestre) no son delitos contra la libertad religiosa, sino contra los sentimientos religiosos. Y eso es una cosa muy distinta.

Que digo la verdad puede comprobarse con la simple lectura del Código Penal. El escarnio y la profanación están incluidos en una Sección denominada “Delitos contra la libertad de conciencia, los sentimientos religiosos y el respeto a los difuntos”. Se suele considerar que cada tipo penal tutela un solo bien jurídico, por lo que en esta sección habrá artículos que protejan la libertad religiosa, otros que defiendan los sentimientos religiosos y un último grupo que ampare el respeto a los difuntos. Son bienes jurídicos heterogéneos aunque, por su cercanía, estén regulados en la misma sección.

Leamos pues los artículos contenidos en esta sección. Están los tipos de proselitismo forzoso y de interrupción de ceremonias (artículos 522 y 523), que tutelan la libertad de conciencia. Está el tipo de profanación de sepulturas (artículo 526) que tutela el respeto a los difuntos. Y están los tipos de escarnio y profanación (artículos 524 y 525), cuyo bien jurídico protegido son los sentimientos religiosos. Como si su colocación sistemática no fuera lo bastante clara, los propios artículos dicen que los actos tipificados deben ejecutarse “en ofensa de los sentimientos religiosos”.

Esta distinción es importante, porque no es lo mismo la libertad religiosa que los sentimientos religiosos. La libertad religiosa es un derecho fundamental que debe ser protegido a toda costa. Los sentimientos religiosos, por el contrario, son otra cosa; está mucho menos claro que se les deba brindar una protección penal. Al fin y al cabo los sentimientos no tienen una existencia física y ofenderlos puede ser la cosa más fácil o más difícil del mundo. ¿Cómo se demuestra que se ha herido un sentimiento?

Habrá quien me diga que hilo demasiado fino, que la protección o la defensa de los sentimientos religiosos es parte de la libertad religiosa. Esa posición parecen sostener incluso órganos oficiales, que confunden y mezclan ambos conceptos a su antojo. Para responder quiero proponer una comparativa:
  • Yo, en ejercicio de mi libertad de expresión (un derecho fundamental básico, recogido en nuestra Constitución y en los tratados internacionales sobre el tema) escribo una novela. Como padre de la criatura, siento que mi libro es estupendo. De repente, llega un crítico y le da una valoración negativa en una reseña cargada de ironía.
  • Yo, en ejercicio de mi libertad de reunión, monto una manifestación. Cuando termina estoy pletórico, porque hemos sido millones y quizás podamos cambiar las cosas. Al día siguiente, un locutor radiofónico dice que éramos cuatro gatos y nos llama ingenuos y populistas.
  • Yo, en ejercicio de mi libertad de asociación, me apunto a una ONG. Con el dinero que recaudamos y con el trabajo de voluntariado ayudamos a un colectivo que lo necesita. Un tuitero coge nuestro logo y hace un fotomontaje para reírse de nosotros.


En estos tres casos, es muy posible que mis sentimientos se vean agredidos. Yo he usado una libertad constitucional para realizar una acción que ha recibido burlas. Que me cabree es normal. Pero ¿de verdad sería lógico que yo acudiera al Estado a pedir que se condene al otro porque me ha herido en los sentimientos? ¿Tiene algún sentido que yo diga que han vulnerado mi libertad de expresión / reunión / asociación? ¿Sería aceptable que el Código Penal criminalizara las conductas del crítico, el locutor o el tuitero sobre la base de que ofenden mis sentimientos? La respuesta a las tres preguntas es la misma: no.

Entonces, ¿por qué la respuesta debería ser “sí” en el caso de que el derecho sea la libertad religiosa? Yo, en ejercicio de mi libertad religiosa, considero que el dios católico es el mejor. De repente viene uno a faltarle al respeto con un fotomontaje. Y el Estado, en vez de decirme que lo siente mucho pero que me toca envainármela, pone a mi disposición el tipo penal de escarnio a la religión para que interponga una denuncia mientras grito muy fuerte que se vulnera mi libertad religiosa. Es un doble rasero alucinante.

Pero venga, quizás la comparación anterior no sea muy convincente. Al fin y al cabo, cada derecho fundamental es distinto y no se pueden comparar unos con otros como si todos fueran idénticos. Pongamos entonces el ejemplo de la libertad ideológica, que es hermano de la libertad religiosa: en ambos casos se trata del derecho de creer en un cierto sistema de ideas, que en un caso son políticas y en el otro religiosas. Yo, en ejercicio de esta libertad, me hago comunista. Considero que el comunismo es lo mejor que le ha pasado a la humanidad desde la invención de la patata frita. Y entonces viene uno y hace un fotomontaje de su cara en el cuerpo de Lenin. Eso me ofende. ¿Por qué no puedo pedir que le pongan una multa? ¿Por qué es Lenin merecedor de menor protección que Jesucristo?

Se suele entender que el derecho fundamental a la libertad religiosa tiene dos vertientes: una interna (poder creer en lo que te dé la gana o en nada) y otra externa (poder manifestar tu fe mediante ritos y ceremonias). Reírse de una figura religiosa no daña ni a una ni a otra vertiente: ni te impide creer ni te impide manifestar tu creencia. Tu derecho a creer no incluye, no puede incluir, un derecho a prohibir que otros se burlen de tu objeto de adoración. Eso quiere decir que la protección de los sentimientos religiosos no puede considerarse parte de la libertad religiosa sino que será, en todo caso, un bien jurídico autónomo.

El problema, claro está, es que como bien jurídico autónomo no tiene mucho recorrido. Cuando alguien usa su libertad ideológica y de expresión para mofarse de una creencia, ser mitológico o dogma, decir de contrario que “es que esto me ofende” no es un argumento demasiado fuerte. La ofensa es libre: lo que molesta a unos no molesta a otros, incluso dentro de la misma comunidad. Los derechos fundamentales no deben limitarse por sentimientos: si a ti te ofende que yo haga un fotomontaje de tu dios pues ya lo siento, pero lo que no puede hacer el Estado es restringir mi libertad porque no te gusta lo que hago con ella.

Así que sí: los tipos penales de escarnio religioso y de profanación deben desaparecer. Deben desaparecer porque no tutelan nada digno de protección: no defienden la libertad religiosa sino solo los sentimientos de los fanáticos. Y eso, en una democracia, no debe ser protegido.






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viernes, 9 de febrero de 2018

¿Una revolución con sonrisas?

En todo este asunto del procés catalán hay un tópico que no deja de repetirse: el de “la revolución de las sonrisas”. Acuñado al principio por los independentistas, parecen habérselo adueñado los fachas para llenar los titulares de ingeniosos (no) juegos de palabras sobre el tema. Si nos ceñimos a su significado original, parece que remite a una idea curiosa: la de una revolución no violenta, amable, que busca construir en vez de destruir y que lo quiere hacer no por la fuerza de las armas sino por la de los votos y la ilusión de Todo Un Pueblo.

Solo hay un problema: que eso no es una revolución.

La prueba es que aquí no hay resultados. El procés se alarga y se alarga de manera indefinida. Hay quien diría que agoniza, que se resiste a morir. Otros podrían afirmar que ninguno de los políticos que lo ha sostenido quiere darlo por terminado (1) porque el independentismo es fuerte en las calles y los votantes castigarían a quien tomara esa decisión. Pero lo que no puede decir nadie, ni siquiera el observador más entusiasta, es que el procés esté hoy más cerca de la independencia de Cataluña de lo que lo estaba en octubre del año pasado.

Miremos la historia. ¿En qué casos un territorio consigue independizarse del Estado al que pertenece? Se me ocurren tres escenarios (2):
  • El caso más obvio es el de una independencia violenta, en la que la fuerza de las armas expulsa al Estado del territorio independentista. Caso típico: las independencias americanas.
  • Luego está el supuesto de que el Estado esté tan postrado o tan sumido en problemas internos que no sea capaz de oponerse a una secesión más o menos pacífica. Caso típico: la disolución de la URSS o la separación de Eslovenia de una Yugoslavia que se descomponía.
  • Por último, es posible que un segundo Estado, más fuerte que aquel del cual se intenta segregar el territorio, ampare la secesión por las razones que sean. Caso típico: las secesiones de Cuba y Filipinas, apoyadas militarmente por EE.UU. También puede ser que sea la ONU quien juegue el papel del segundo Estado: pienso ahora en todas las resoluciones de Naciones Unidas favorables a la descolonización.


En la realidad, los procesos secesionistas son complejos y suelen incluir los tres elementos (violencia, problemas en el Estado matriz y apoyo internacional) en proporciones variables. Pero el hecho es que en el procés catalán no hay nada de eso. La comunidad internacional apoya a España en este asunto: sí, en tal o cual país pueden organizarse manifestaciones de ánimo a los independentistas, pero los Estados y las organizaciones internacionales tienen clara su postura. Por otra parte, España no está tan postrada como para poder impedir una secesión no violenta.

En este escenario, la única arma con la que podrían contar los independentistas es precisamente la violencia. Un Estado que quiere y puede mantener el control de un territorio no lo suelta salvo que se le obligue. Pero los independentistas no solo han renunciado a la violencia, sino que aunque no fuera así serían incapaces de entrenar una fuerza militar suficiente. Sin esos mecanismos, no veo forma de que la independencia pueda salir adelante por mucho que se hagan declaraciones, manifestaciones o referendos.

El procés catalán y el rollo de la “revolución de las sonrisas” me parecen un triunfo del pensamiento positivo. El pensamiento positivo es esa ideología, tan tóxica y tan presente en todos lados, según la cual para conseguir tus objetivos no hay que quejarse y luchar por ellos sino más bien pensar en positivo. Los pensamientos moldean la realidad. Todo depende de un cambio de actitud: una actitud orientada hacia tus objetivos te permitirá conseguir dichos objetivos sin más. Las versiones más místicas de esta basura hablan de una “ley de la atracción”; las menos místicas vienen a decir que todo está interconectado y que si cambias tu actitud todo lo demás cambiará también.

Y yo veo mucho de eso en los políticos independentistas. Se proclama una república pero sus dirigentes siguen respondiendo a las citaciones de los tribunales del Estado y siguen yendo al Parlamento estatal. La cosa se alarga, hay elecciones (según la LOREG) y se discute si las leyes españolas permiten o no permiten investir a cierta persona como presidente de lo que –se supone– es un Estado independiente. El Tribunal Constitucional español dice que no y el presidente del Parlamento de la región independizada aplaza la investidura.

Así llevamos desde octubre: muchas sonrisas y nada que se parezca a una revolución. Ningún político independentista plantea una forma eficiente de desconectar Cataluña de España. No se hace nada en ese sentido. Los fans de la cosa no dejan de repetir el mantra de “nos vamos”, pero yo no veo que nadie se esté yendo a ninguna parte (3). Parece como si por tener una “actitud de república” todo debiera arreglarse solo, sin necesidad de realizar acciones que conduzcan a tener una república. La verdad es que desde fuera resulta cada vez más difícil tomarse en serio un proceso que se alarga a fuerza de golpes de efecto y que no consigue ningún resultado tangible.

El problema es que quien sí se lo ha tomado en serio es el Estado. El Estado ha aceptado el órdago y está utilizando un proceso que en principio era inocuo para iniciar una deriva autoritaria que llevaba tiempo deseando. Hemos visto guardias civiles saliendo al grito de “a por ellos”, presos políticos, autos que tienen en cuenta la ideología del imputado, jueces que deciden siguiendo criterios de oportunidad, llamaditas de los ministros a los magistrados del Tribunal Constitucional, al Gobierno anunciando decisiones judiciales, etc. Toda una panoplia de represión que nos ha caído encima. Y lo que te rondaré. Esta misma semana hemos sabido que RTVE pretende monitorizar los emails de sus periodistas.

Ojo: no quiero tampoco adscribirme a ese discurso tan rancio de “los catalanes han despertado a la extrema derecha” o “han provocado una represión que nos va a afectar a todos”. La extrema derecha llevaba ya un ratito desperezándose, y la culpa de la represión solo es de quien reprime. En un mundo que vira a la derecha a velocidades agigantadas, este resultado era previsible, sobre todo con el PP en el Gobierno. Cataluña solo es una excusa; de no haberse presentado, ya se habrían inventado cualquier otra cosa.

En este contexto, resulta muy deprimente que la independencia sea un proceso muerto dirigido por incapaces. Si fuera de otra manera, a lo mejor los catalanes podían escapar del vórtice de palos que se nos viene encima. Pero, tal y como están las cosas, se lo van a tener que comer junto con el resto de España.






(1) Ya vimos que Puigdemont, en cuanto se filtraron esos mensajes de WhatsApp en los que asumía la derrota, los achacó a un bajón puntual.

(2) El cuarto caso, que es el de que el Estado reconozca el derecho a la secesión del territorio y le permita ejercerlo sin que nadie le obligue es completamente excepcional y se debe a circunstancias históricas muy concretas.

(3) Salvo Puigdemont.



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