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domingo, 30 de agosto de 2020

Escrache, manifestación y acoso


El acoso a Pablo Iglesias, Irene Montero y sus hijos (o, como lo llaman los fachas, “las legítimas manifestaciones delante del casoplón del Coletas”) ha llegado a extremos inauditos. Que el vicepresidente y la ministra tengan que abandonar sus vacaciones debido al acoso es algo que no había pasado nunca hasta ahora. Pero claro, como hace unos años se popularizó la práctica del escrache en casas de políticos de la derecha y de directivos bancarios, y como esa práctica venía del entorno de lo que ahora es Podemos, ya tenemos el contexto montado para que los acosadores y los tibios digan eso de: “¿No decíais que esto era tan bueno? Pues ahora que os toca a vosotros, no os quejéis”.

He escrito “el entorno de lo que ahora es Podemos” eligiendo muy bien las palabras. Cuando los escraches estuvieron en su punto más alto, en 2011 y 2012, Podemos aún no existía. Pero está claro que es un medio de protesta que han justificado líderes de este partido (incluso el propio Iglesias) y que se generó en el mismo caldo de malestar social del cual salió la formación morada. Entonces, ¿qué diferencia hay, si es que hay alguna, entre aquellas manifestaciones y estas? ¿Son estos los proverbiales lodos que vienen de aquellos barros? ¿Es correcto llamar acoso a lo que pasa ahora y escrache a lo que pasaba antes?

Estos días hemos podido leer a mucha gente intentando trazar una línea entre el escrache y el acoso. Por ejemplo, he leído (hay hasta una infografía) que el escrache congrega a personas que tienen una causa común, para hacerse oír por el responsable de su malestar y conseguir una solución, mientras que el acoso sería una acción ideológica, cuya finalidad es hacerle la vida imposible a un político que no te gusta hasta que dimita. Todo esto está muy bien, pero es una aproximación poco rigurosa (por decir algo suave), y además es más sociológica o política que jurídica.

Los derechos fundamentales, y el de reunión y manifestación lo es, no están para ejercerse de forma razonable y que no moleste. La libertad de expresión no sirve solo para decir cosas normales y sensatas, la libertad de asociación no sirve solo para montar asociaciones inocuas, el derecho al voto no sirve solo para votar a los de siempre. En ese sentido, manifestarse frente a la casa de un gobernante es a priori lícito, sea porque uno tiene una demanda política que no se ve satisfecha o porque está lleno de rabia debido a que alguien a quien aborrece ocupa un cargo público. Y pretender que alguien dimita es una demanda tan legítima como querer que se cambie una ley o una política pública.

Pero los derechos fundamentales, con toda su fuerza expansiva, no son absolutos. Limitan con ciertas necesidades sociales y, sobre todo, con los derechos fundamentales de otras personas. Así, el derecho a la intimidad, que tal y como ha sido interpretado por el TEDH incluye el derecho al disfrute tranquilo del propio hogar (doctrina que se ha usado contra industrias o prácticas que producían ruidos molestos) es una barrera obvia a las manifestaciones delante de la puerta de cargos públicos.

¿Dónde se traza el límite? Pues en abstracto no se puede saber, claro está. Cuando hay un conflicto entre dos principios jurídicos (como puedan ser dos derechos fundamentales) nunca se puede dar una solución general y válida para todos los casos: hay que estar al supuesto concreto. Pero, por ejemplo, una serie de prácticas que se me ocurre que alejarían un escrache del ejercicio lícito del derecho de manifestación y lo acercarían al acoso:

  • Gritar cuando la persona escrachada está dentro del domicilio, no solo en los momentos en que entra/sale.
  • Usar aparatos que aumenten el escándalo (bocinas de coche, cacerolas, etc.) o incluso instalarlos para que hagan ruido sin necesidad de intervención humana.
  • No emitir consignas políticas, sino limitarse a hacer ruido o gritar insultos.
  • Que el escrache dure semanas o incluso meses.
  • Que cada sesión diaria dure horas, o que sea continuo.
  • Realizarlo fuera de horas normales, interfiriendo con patrones de sueño.Perseguir a la persona escrachada, no solo por la calle sino también por toda España, incluso en viajes largos o de descanso.

Esta son ideas rápidas, a vuelapluma: un juez podría pensar que algunos de estos indicios no tienen nada que ver con el acoso y, por el contrario, tener en cuenta otros. Y no es una cuestión de blanco o negro: los escraches de los afectados por las malas prácticas bancarias (desde lanzamientos hipotecarios hasta preferentes y otros pufos) incurrieron sin duda en algunas de estas conductas, pero es que los que se han hecho contra Iglesias y Montero han realizado todas o casi todas. Resulta difícil considerar que esto no es un acoso, la verdad.

El Código Penal considera el acoso como una modalidad de las coacciones. Requiere una conducta insistente, reiterada y no autorizada que altere gravemente el desarrollo de la vida cotidiana de la víctima. El acoso tiene varias modalidades, de las cuales nos interesan dos: por un lado, vigilar, perseguir o buscar la cercanía física de la víctima; por otro, establecer o intentar establecer contacto con ella a través de cualquier medio de comunicación. Creo que la primera es especialmente aplicable a los casos de supuestos escraches que en realidad no lo son.

Me llama la atención que el Código Penal exija que el acoso se concrete en una conducta “no autorizada” porque, por pura lógica, esto sucede en todos los delitos: ningún comportamiento que esté autorizado (por ejemplo, amparado por un derecho fundamental) puede ser a la vez un delito. Hay incluso una causa de exención de la responsabilidad criminal que consiste en obrar “en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo” (artículo 20.7 CPE). En términos de este artículo, o el escrache es ejercicio lícito del derecho de manifestación -como es siempre a priori- o estamos ya dentro del terreno del delito de acoso. Y la presencia o ausencia de los indicadores de los que hemos hablado más arriba será lo que nos permita decidir.

Queda por preguntarse hasta qué punto los escraches de los primeros años de la década han influido en esta dinámica de acoso que ahora sufren el vicepresidente Iglesias y la ministra Montero. El “saber popular” parece opinar que sí. Yo no estoy tan seguro. Protestar delante de la casa del político al que odias (en vez de ante la sede de cualquier institución o en un recorrido pactado con la autoridad) no es una idea tan original ni tan rompedora. A la derecha ultramontana y protofascista que se ha desarrollado en el último lustro se le podría haber ocurrido por sí sola: no es que sean en general muy listos, pero organizarse para joder se les da de vicio.

Lo último, una reflexión: ser un cargo público tiene ventajas y privilegios variados, y quien recibe lo cómodo de una posición debe también aguantar lo incómodo de la misma. Si eres impopular (aunque sea una impopularidad artificial, generada desde los medios del bulo), soportar manifestaciones contra tu persona es parte de tu trabajo. Pero esas manifestaciones tienen que estar también dentro de los límites democráticos, porque si no ya no hablamos de manifestaciones o escraches, sino de acoso. Y eso ya no vale.



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martes, 18 de agosto de 2020

Fumar en la calle


La prohibición de fumar en espacios abiertos siempre que no se respete la distancia de seguridad me genera más preguntas que respuestas. A priori no es una medida que me parezca mal. Tanto debido a mis propios problemas de salud como por cuidar a la gente que me rodea, apoyo todas las medidas que impliquen que el aire esté más limpio, incluso aunque no haya pandemia de coronavirus. Quiero que se sustituyan las industrias contaminantes, que se creen zonas sin coches cada vez más amplias y, sí, que se prohíba fumar en espacios abiertos concretos como puedan ser paradas de autobús. Si pienso solamente en estos términos, soy muy favorable a esta medida e incluso quiero que se prolongue en el tiempo más allá de la emergencia sanitaria.

Pero abramos un poco la visión. Las normas jurídicas se pueden analizar en términos de su validez, de su eficacia y de su justicia. Sin dura la prohibición de fumar es válida (quienes gritan que es inconstitucional son los cuatro chalados de siempre), pero las preguntas sobre su eficacia y su justicia nos arrojan a debates importantes. Lo que han pactado el Gobierno y las Comunidades Autónomas es que se prohíbe fumar y vapear en cualquier espacio al aire libre, sea o no vía pública, cuando no se pueda respetar una distancia de 2 metros entre las personas. La justificación es que el humo del tabaco y la peculiar exhalación que se hace al expulsarlo podrían ayudar la difusión de los virus, y además que fumar es algo que debe hacerse sin mascarilla. Pronto esta regla empezará a aparecer en los boletines oficiales autonómicos y será obligatoria.

Entonces, ¿qué problemas tenemos respecto de la eficacia y la justicia de esta norma? Bueno, el problema de la eficacia es obvio. Hacer cumplir la prohibición de fumar en lugares concretos (hospitales, locales de ocio, centros educativos) es más o menos sencillo: se le dice al fumador que se vaya a fumar fuera y santas pascuas. Pedirle, como yo espero que se haga en el futuro, que fume fuera de las paradas de autobús, se puede arreglar incluso con rayas pintadas en el suelo. Pero ¿qué sucede cuando lo que se exige es que busque un lugar apartado de la gente, por donde literalmente no pase ni una persona?

Es una norma que tiene un gran potencial para generar más conflictos de los que resuelve. En terrazas, por ejemplo, los camareros ya se ven venir a los listos que se niegan a apagar el cigarro salvo que les demuestres con una cinta métrica que están a menos de dos metros de la siguiente mesa. En la calle, nadie va a apagar el cigarro solo por miedo al paso casual de otro ser humano. En paradas de autobús y colas para entrar en establecimientos asistiremos al típico “yo no voy a perder mi turno para irme a fumar, váyase usted si no quiere comerse el humo”. Y, al final, se convertirá en una norma perversa.

Una norma perversa es aquella que se incumple de forma generalizada y que la autoridad también inaplica. Es un concepto que procede de la sociología pero que enseguida se ha aplicado al derecho. Algunas manifestaciones de la Ley Antitabaco actualmente en vigor son ya una norma perversa: ¿quién no conoce bares de copas o discotecas que permanecen abiertos más allá de la hora de cierre y, como no pueden dejar salir a la gente a fumar a la puerta, permiten el consumo de tabaco en el interior? ¿Quién no ha ido nunca a un velador techado y delimitado por tres o incluso cuatro paredes (por tanto un espacio cerrado a efectos de la ley) y se ha encontrado a gente fumando porque “es el exterior”?

Si esto ya es así, es plausible que lo sea más cuando se implante la prohibición de fumar anti-COVID. Y por supuesto el problema de las normas perversas es que cuando se aplican lo hacen de forma arbitraria y ejemplarizante, no justa. La gente no las recibe como una sanción merecida por una falta que no debería haber cometido, sino como un caso de mala suerte: de miles de incumplidores me ha tenido que tocar a mí. Amén de otros inconvenientes, como por ejemplo que si en el futuro se quiere avanzar en la legislación antitabaco, una posible experiencia fallida en el pasado puede ser una rémora a la hora de regular.

Sin embargo, el debate sobre la eficacia puede que no sea para tanto. Al fin y al cabo, la gente va cumpliendo las precauciones anti-COVID, y digan lo que digan los conspiranoicos la población acepta bien las medidas. Esta es un poco más compleja porque interseca con una adicción (enseguida hablamos de esto), pero siempre hay que contar con el apego a la norma y con que no hay rebeliones generalizadas contra la misma. El debate que más me interesa es el relativo a la justicia de la norma.

La prohibición de fumar en las circunstancias que ya hemos descrito parece algo necesario desde la perspectiva de la salud. No niego que lo sea. Las autoridades sanitarias saben más que yo de cómo se transmite el virus (aunque su conocimiento sea, en este caso concreto, muy nuevo y cambie casi cada día, debido a que el virus se descubrió hace menos de un año), y si recomiendan que se fume lejos de los demás, será porque hay bases científicas para esa norma. Hasta aquí todos de acuerdo.

Pero también, centrarnos en los fumadores, o en general en el mundo del ocio (de las once medidas pactadas por Gobierno y Comunidades Autónomas, siete tienen que ver con ocio, reuniones y consumo de tabaco, y de las tres grandes recomendaciones que hizo el viernes Salvador Illa dos se referían a esto también) es un poco hipócrita mientras los autobuses y los trenes de Metro y Cercanías siguen llenos de gente que va a trabajar. Ojo, que no me parece mal que se tomen medidas sobre el consumo de tabaco o en general sobre el entorno de ocio, pero entonces vamos a ponernos duros también con los transportes públicos abarrotados o con los jefes que rechazan cualquier medida de protección.

Y por último, está la cuestión de la adicción. Esto parece que se olvida, pero fumar es una adicción. No es un comportamiento racional ni fácilmente controlable sin ayuda externa, y me refiero a terapia de deshabituación. Las leyes sobre venta, publicidad y restricciones al consumo han funcionado: la gente fuma menos que hace quince años (1). Pero no basta. Si queremos que los fumadores dejen de consumir, y sabiendo como sabemos que hay muchos que quieren hacerlo pero no pueden, ¿qué recursos se están destinando para ello? ¿La sanidad se está dedicando a esto con cierto nivel de prioridad? Me parece a mí que no. Y, en esas circunstancias, ¿es justo imponer nuevas restricciones al consumo?

Parece casi un callejón sin salida, ¿no? Existen buenas razones para prohibir el consumo de tabaco cerca de otros seres humanos, pero fumar no es un capricho ni un simple hábito, y no se prevé ningún apoyo extra para abandonarlo de forma definitiva. ¿Que por qué debería preverse? Porque hay muchos lugares donde esta norma es imposible de cumplir: aceras estrechas, vías públicas muy concurridas, espacios en los que solo cabe una persona, etc. Dejar a adictos en la situación de elegir entre no fumar o incumplir una norma jurídica (con la correspondiente sanción) es injusto y nos lleva de nuevo al debate sobre la eficacia.

Hoy he leído que la nueva norma no va de prohibir fumar, sino de evitar que me fumes encima. En la teoría me parece bien, sobre todo cuando ese humo puede ser vector de transmisión de un virus. Pero en la práctica, darle a la policía una norma perversa para que penalice a su libre albedrío un comportamiento adictivo (bien que socialmente tolerado) sin darles a estas personas mayores recursos para abandonar su adicción no me acaba de hacer sentir cómodo. A saber por qué.







(1) En 2006 fumaba un 30% de la sociedad española mientras que en 2019 es un 23%.


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jueves, 13 de agosto de 2020

¿Por qué hacemos chistes de Carrero Blanco?


Debe ser por la pandemia de coronavirus, pero hace mucho que no empuran a nadie por hacer chistes de Carrero Blanco. Desde el caso de Cassandra Vera, absuelta de forma definitiva en 2018, no ha habido intentos por parte del poder judicial de meterse en otro ridículo como aquel. Y sin embargo la gente sigue contando esos chistes. Cada vez que algo sube un poco alto, el chiste es ineludible, hasta el punto de que se ha vuelto ya algo cansino.

Y yo me pregunto: ¿por qué los seguimos contando? ¿Por qué estos chistes se han vuelto tan populares últimamente? Es más, ¿por qué los chistes de Carrero son más populares que los de Ortega Lara, Miguel Ángel Blanco o Irene Villa, víctimas también de ETA y que también tienen su propio repertorio de bromas? No soy sociólogo, así que lo que sigue no deja de ser una reflexión personal (lo cual no es más que una manera bonita de decir “voy a cuñadear un poco”) pero se me ocurren cuatro explicaciones.

1.- En España siempre nos ha gustado el humor negro
No sé si el pueblo español ha sufrido más (mucho más) que otras naciones en su historia reciente, pero creo que en nuestra cultura hay una cierta idea de que los palos siempre nos caen a nosotros. De que estamos siempre a la cola de Europa y del mundo, y de que este es un país de tercera. Quizás sea por eso, pero el humor negro (el que se hace sobre temas dolorosos como la muerte, el suicidio, las discapacidades, la guerra, las adicciones, la discriminación, etc.) siempre ha sido muy popular entre nosotros. Otra cosa es, claro, que se haga con mejor o peor fortuna.

A este respecto siempre recordaré con cariño aquella vez que un terrorista de ISIS amenazó a España con reconstruir el califato y, en cuanto fue reconocido como un español de Córdoba hijo de una señora llamada Tomasa Pérez Mollejas, Twitter se volcó en ridiculizarlo hasta el punto del cyberbullying. Eso es humor negro. Eso es una reacción que probablemente no se habría dado tanto en otros países. Y eso dice mucho de cómo nos enfrentamos nosotros a las cosas complicadas de la vida (como pueda ser un yihadista amenazando nuestro país): les sacamos punta y hacemos chistes.

2. El atentado de Carrero Blanco tenía una indudable vis comica
Decir esto en alto casi hace que te juegues la imputación, pero es que es cierto. Si hay un atentado terrorista al cual sacarle punta, ese es el de Carrero Blanco. Un presidente del Gobierno asesinado mientras volvía de misa, cosa que hacía siempre por el mismo camino. Unos terroristas excavando durante semanas el hoyo de las bombas sin que nadie les dijera nada. El coche, que no subió un par de metros sino que superó la fachada de un convento cercano y cayó en un balcón. El fraile al que asustó. El servicio de seguridad, que creyó durante cerca de media hora que Carrero estaba perfectamente a pesar de que el coche de escolta iba justo detrás. El audio de la DGS diciendo que el almirante estaría bien, que andaría “volando por ahí”. Los jesuitas saliendo a avisar de que había un coche en su terraza.

O sea, esto te lo ruedan Berlanga o Cuerda sin cambiar una línea y es Goya instantáneo. No hablamos de un tiro en la nuca, de una bomba en los bajos de un coche o de un pirado en una furgoneta. Hablamos de toda una larga secuencia de acciones que, si quieres sacarle punta, se la puedes sacar de verdad, porque es muy ridícula. Trágica también, pero ridícula. En la vida real estas dos características se entremezclan con frecuencia. Y en el atentado de Carrero Blanco lo hicieron como en ningún otro que haya sufrido este país.

3. El atentado de Carrero Blanco fue un tiranicidio
Carrero Blanco no es cualquier víctima. No es Irene Villa, que era una niña que pasaba por allí (el atentado iba dirigido contra su madre). No es Ortega Lara o Miguel Ángel Blanco, que eran respectivamente un funcionario y un concejal de un pueblo (o sea, donnadies). Con los tres anteriores empatizamos. Les pilló a ellos como les podría haber pillado a cualesquiera otros de similares características.

Ese no es el caso de Carrero Blanco. Carrero Blanco era el presidente del Gobierno de la dictadura franquista, y se le consideraba el “hombre fuerte” del régimen. Cuando se habla sobre el tema, todo el mundo, incluyendo historiadores serios, parece coincidir en que él era el único capaz de pilotar la transformación de España en un “franquismo sin Franco”. Si eso significa admitir que ETA hizo un favor a España al matarlo no voy a ser yo quien lo diga, que no querría yo que todos esos historiadores serios acabaran encausados por enaltecimiento del terrorismo. Mi objetivo en este artículo es otro.

Luis Carrero Blanco era un tirano. Un dictador. Un autócrata. Un hombre que se pasó toda su vida colaborando con Franco desde distintos puestos, haciendo más viable su dictadura, alargándola en el tiempo. Y se lo cargaron. La gente se ríe de eso mucho más que del asesinato de un cualquiera por razones obvias. Es una descarga de adrenalina. Un alivio cómico casi en sentido estricto. Con un cualquiera que sufre una desgracia (sea natural o sea a manos de otros seres humanos) se puede empatizar mucho más que con alguien así.

4. La persecución judicial causa el efecto inverso
Si ponemos a cien seres humanos en una habitación y colocamos un enorme botón rojo con el cartel “No pulsar bajo ningún concepto” es posible que diez de esos seres humanos se abstengan de pulsar el botón, setenta empiecen a preguntarse con distintos grados de hostilidad por qué no pueden pulsar el botón y los veinte restantes se lancen a ser el primero que lo pulse. No nos gusta que nos prohíban cosas, y menos cuando son tan inofensivas como un chiste sobre un señor que lleva casi cincuenta años muerto.

España ya no tiene un problema de terrorismo. Sin embargo, la Audiencia Nacional, en vez de disolverse y entregar las puñetas, sigue iniciando procedimientos por terrorismo. Los únicos delitos que le quedan son los de enaltecimiento en Internet, aunque qué se va a enaltecer si ETA ya no existe es un tema que queda por dilucidar. Yo solo sé que en las elecciones de 2023 votarán chavales que tenían cuatro años años la última vez que ETA cometió un atentado y cinco la última vez que mató a alguien.

En estas condiciones, empeñarse en perseguir chistes de Carrero Blanco causa el efecto inverso: la gente los hará más, aunque sea por puro espíritu de contradicción. No debemos subestimar el espíritu de contradicción.



Entonces, en el atentado de Carrero Blanco se suman toda una serie de circunstancias que lo hacen idóneo para que, en 2020, la gente siga haciendo bromas al respecto: el humor negro que hay en este país, las propias características del atentado y de la víctima y el hecho de que se siga intentando condenar a estos chistosos. Ya que las tres primeras características no van a cambiar, yo recomendaría a legislador, Fiscalía y Audiencia que, si de verdad quieren impedir que la gente diga que Carrero Blanco fue el primer astronauta español, trabajen sobre la última.

¿Ha sido este otro artículo sobre la necesidad de sacar del Código Penal el enaltecimiento del terrorismo? No estrictamente, pero un poco sí. Que nunca está de más recordar a qué absurdos se ha llegado con ese delito.


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martes, 11 de agosto de 2020

Juez Calamidad


En aquellos tiempos extraños previos a la popularización de Twitter y Facebook, cuando Internet en el móvil era algo limitado que tenían cuatro ricos y YouTube era un sitio inocente en vez de la plataforma del neofascismo, yo tenía Fotolog. Me impulsó a hacérmelo una amiga que estaba muy metida y yo accedí con una condición: nada de fotos de mi cara. De hecho, nada de fotos personales. Breves entradas de blog sobre temas políticos y jurídicos desde la atalaya de mis sobresalientes en primero de Derecho, porque eso es exactamente lo que querían leer mis colegas.

Sí, el marketing nunca se me ha dado bien.

La cosa es que en noviembre de 2008 publiqué un artículo titulado “Juez Calamidad” haciendo un fácil juego de palabras (a tenor de lo que dice Google, no soy el único al que se le ha ocurrido) con el apellido del juez ultraderechista Fernando Ferrín Calamita. Este pieza se había dedicado unos años antes a intentar bloquear la adopción de una niña por parte de la esposa de su madre. Se inventó toda clase de gestiones, exigiendo informes que eran innecesarios para un asunto de mero trámite y que además no dejaron de darle la razón a las solicitantes, y mantuvo el asunto en un cajón durante varios meses para no resolver ni en contra de la adopción (pues eso no habría aguantado en vía de recurso) ni, por supuesto, a favor. El caso acabó en el Supremo y Calamita fue condenado por prevaricación a una inhabilitación de diez años.

Lo cierto es que Vanesa de las Heras y Susana Meseguer, las dos mujeres a las que les tocó como juez este verdadero mastuerzo, tuvieron mala suerte. En marzo de 2007 se reformó la Ley de Técnicas de Reproducción Asistida (que se había aprobado del año anterior) y una mujer ya no tenía que adoptar al hijo biológico de su esposa para inscribir la filiación a su favor. Desde 2007, cuando una mujer está casada con otra y tiene un hijo biológico, se puede inscribir la filiación a favor de las dos mujeres sin necesidad de más trámites, como es lógico. Pero eso todavía no era así en 2006, y estas mujeres tuvieron que aguantarlo.

¿Por qué traigo de nuevo esta vieja historia a la palestra? Porque no es vieja. El ex juez Ferrín Calamita sigue acosando a las dos mujeres. Ahora se ha inventado que Vanesa y Susana, después de separarse, han entregado a la niña (que tiene, si sabemos contar, catorce años) a Servicios Sociales, como si fuera un mueble. Utiliza ese argumento para presumir en Facebook de tener razón cuando intentó denegar la adopción en 2006: él solo quería -y se supone que tenemos que creérnoslo- proteger a la pobre, pobre niña.

Por supuesto, todo el asunto es falso. Las madres han dejado claro que la niña sigue viviendo en casa con ellas. En esta cuenta de Twitter de una maestra murciana (que afirma conocer a Vanesa y a Susana) se afirma que sí se han separado (1), pero sea como sea lo que parece obvio es que estas señoras no han entregado a su hija a servicios sociales. Entre otras cosas porque esa clase de comportamiento villanesco es más propio del malo de una peli de Disney de los ’90 que de una persona de verdad.

¿Qué ha pasado ahí? ¿El ex juez Calamidad ha oído las campanas de la separación, no ha sabido dónde sonaban y las ha integrado en una paranoia que lleva catorce años macerando? No me extrañaría en absoluto. Este señor se siente perseguido. En el juicio ante el TSJ de Murcia donde le acusaban de prevaricación, se personó vestido contoga (y, supongo y espero, puñetas) para recordarle a todo el mundo que era juez. Luego escribió un libro sobre la cristofobia que había sufrido, pidió el indulto y amenazó con ir hasta el TEDH para demandar a España por vulnerar su libertad religiosa. Este es el nivel al que operamos.

Este señor, aparte de facha y mala persona (no es el único caso donde hace valer sus convicciones ultraderechistas), tiene que llevar encima una paranoia que no se la cree ni él. Alguien le dice, en plan teléfono escacharrado, que Vanesa y Susana ya no están juntas, y a él le falta tiempo para hacerse la composición de lugar. “Ah, yo ya sABÍA ESTO, ah, pobrE NIÑA adoptada por esa pareja de DEGENERADAS”. Las mayúsculas las he añadido yo para agregar efecto dramático, pero tengo la sensación de que su cabeza funciona más o menos así.

En la carta abierta que ha dirigido en Facebook a la pobre cría (y que ya ha borrado) llega a reconocer que “ha hecho gestiones” para averiguar el paradero de ella, aunque por supuesto nadie le ha dicho nada. Y si no te hace estremecer la idea de que este señor enfermizo y obsesivo ande persiguiendo a una niña de catorce años para comprobar si está traumatizada por haberse criado con dos mujeres, déjame decirte que tampoco me fío demasiado de ti. Esperemos que desde ahora se quede quieto y callado, pero con el repunte de la ultraderecha la verdad es que no lo creo. El bulo de las “lesbianas que abandonaron a su hija en servicios sociales cuando se separaron, de lo cual advirtió un pobre juez al que represaliaron por ello” ya está corriendo por todas partes, y más tracción que va a coger. El daño ya está hecho y la carrerilla tomada.

Este hombre está fuera de toda institución y lo va a estar ya para siempre. Gallardón se negó a concederle el indulto y el Tribunal Supremo, una vez transcurridos los diez años de inhabilitación, rechazó devolverle el puesto. Su única forma de recuperar el cargo de juez sería presentarse de nuevo a las oposiciones, y con 63 años que tiene no parece probable que eso vaya a pasar. Tampoco se ha dejado querer por ningún partido político y, con los cuadros de Vox ya formados, es improbable que vaya a ser nunca diputado.

Pero lo institucional no es el único modo de joder a una persona. El acoso y la persecución por redes sociales, la generación de bulos, las amenazas… todo eso va sumando. Si se hace durante años, y en especial cuando hay implicada una menor, desgasta. Nadie tiene la obligación de aguantar eso durante tanto tiempo ni de tener esa espada de Damocles pendida sobre su cabeza solo porque en 2006 a un juez se le puso en las narices que le molestaba que dos señoras se hubieran casado y hubieran tenido un hijo.

El ex juez Calamidad ya no es juez ni lo va a ser nunca. No ha sido la cristofobia la que se ha llevado por delante su carrera, sino su propia homofobia, que le llevó a prevaricar de manera evidente, burda y grosera. Catorce años después, nos demuestra que no ha aprendido nada. No es que sea una sorpresa, pero sí es triste y desagradable, ¿no?






(1) Ambas cosas podrían ser ciertas a la vez, por ejemplo si hubiera una custodia compartida en el domicilio familiar (a veces viviría Susana con la niña, a veces Vanesa) o incluso si se hubiera dado un divorcio o una separación judicial pero, por las razones que fuera, no hubiera cesado la convivencia.



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