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sábado, 28 de abril de 2018

La sentencia de la Manada


La sentencia de la Manada ha sido polémica. No podía ser de otra forma: estamos ante un caso muy mediático, que además resuena de alguna manera en nuestra conciencia colectiva. Todos tenemos cierta idea de lo que es una violación: una agresión sexual cometida en un callejón oscuro por una persona rara o con problemas mentales que le llevan a atacar a una desconocida. Es un estereotipo erróneo (la gran mayoría de agresiones sexuales se cometen hacia personas conocidas y en lugares corrientes), pero que tenemos muy implantado en nuestra cultura.

Y de repente salta el caso de la Manada. Los acusados son cinco hombres normales, es decir, que no tienen ninguna de esas notas con las que caracterizamos al “violador”. Son españoles, son jóvenes, están bien integrados en la sociedad, no tienen problemas mentales, tienen trabajo, dos de ellos son incluso funcionarios de seguridad… respiran normalidad por todos sus poros. Pero resulta que son acusados, con lo que parecen desde el primer momento pruebas abrumadoras, de cometer una violación estereotípica: hacia una desconocida, en un sitio apartado y oscuro, aprovechando la prevalencia que da el número, etc.

No es raro que las reacciones al caso hayan sido viscerales. De cómo se resuelva el asunto de la Manada van a derivar consecuencias muy importantes a nivel social. Me refiero a cómo entendemos como sociedad las violaciones, a cómo entendemos el consentimiento y a cómo entendemos el “sexo normal”. Porque si algo ha quedado claro en este procedimiento es lo siguiente: los miembros de la Manada no creen haber hecho nada malo. Con el matiz que luego diré, no parece que se conciban a sí mismos como delincuentes sexuales. Para ellos solo fue una noche de juerga más.

Quizás esto es algo que hay que reprocharle a las instituciones: que han respondido a lo mediático del caso. No me parece bien, por ejemplo, que la Audiencia Provincial de Navarra anunciara con antelación la salida del fallo, ni que lo leyera en público. Tampoco me gusta que el Ministerio Fiscal (que combina su condición de parte con la de institución pública) haya anunciado que va a recurrir. Esta clase de comportamientos abonan la tesis de que el tribunal ha sido presionado por la opinión pública y podrían fundamentar una hipotética sentencia absolutoria en segunda instancia. Así que mucho cuidado con estas cosas.

Hechas estas consideraciones previas, paso ya a analizar la sentencia.

Los hechos
La Audiencia Provincial de Navarra ha aceptado como hechos probados la versión de la denunciante. La recoge sin ambages ni matices, en toda su extensión. No la voy a comentar porque no quiero tampoco alimentar el morbo, pero viene a ser la siguiente: la chica fue a los Sanfermines, quedó separada de sus amigos, se encontró con los denunciantes, se fue con ellos, se lió con uno de ellos y en un momento dado los cinco la metieron en un cubículo aislado en un portal donde la sometieron contra su voluntad a penetraciones bucales, vaginales y anales. Para terminar, uno de ellos le quitó el móvil.

Por supuesto, la aceptación del relato de los hechos que hace la denunciante ha dado pie al run-run habitual: “es que una mujer te denuncia y te jode la vida, porque su palabra se acepta sin más”. En realidad es un poco más complejo. No voy a explicar cuáles son los requisitos que suelen aplicar los tribunales para conceder valor probatorio al testimonio de la víctima (alargaría este artículo más de lo debido, y además ya lo hice aquí), pero el tribunal dedica 62 de las 134 páginas de la sentencia a razonar por qué su testimonio le parece creíble. Más de sesenta páginas de análisis de las pruebas una por una (declaraciones de agentes de policía, pruebas periciales, los propios vídeos…) llevan a la única conclusión posible: que cinco chicos han sometido a una joven a prácticas sexuales no deseadas.

Una de las escasas defensas con las que han contado los de la Manada (si no a nivel jurídico sí a nivel de calle) es que ella no dijo que no en ningún momento. Hoy mismo ha salido un alcalde del PP a chulear con este tema. La sentencia desmonta este argumento. Analiza los vídeos que tomaron los condenados y de todos ellos deduce lo mismo: ella no responde, no interactúa, no hace nada. Dice la sentencia sobre los vídeos: “en ninguno de ellos apreciamos actitudes sugerentes del ejercicio recíproco de prácticas sexuales (…). No percibimos en dichos vídeos ningún signo que nos permita valorar bienestar, sosiego, comodidad, goce o disfrute (…) por parte de la denunciante” (FJ 3b, negritas mías).

La conclusión es la siguiente: “La situación que según apreciamos describen los videos examinados, nada tiene que ver, con un contexto en el que la denunciante estuviera activa, participativa, sonriente y disfrutando de las prácticas sexuales, según mantiene los procesados. Las grabaciones muestran como los procesados disfrutan de la situación e incluso posan en actitud jactanciosa alguno de ellos, mientras que nada de eso revelan las grabaciones respecto a la denunciante, quien según acabamos de razonar, en los dos últimos vídeos a partir de los que se interrumpió la grabación aparece agazapada, acorralada contra la pared por dos de los procesados y gritando” (FJ 3c, negritas mías).

Resalto esto porque muchas veces al hablar de esta clase de sucesos se trae a colación la palabra “consentimiento”. Como luego veremos, la sentencia concluye que en este caso hubo un consentimiento viciado por la superioridad manifiesta de los abusadores. Pero lo que aquí me importa es que el tribunal supera la noción de consentimiento como simple asenso para llegar a una idea más completa, que podríamos denominar “consentimiento activo” o “goce compartido”. Simplemente no es creíble que una chica a la que se graba siendo usada como un pelele haya prestado un consentimiento válido. Da igual que no dijera “No” en ningún momento: su pasividad en un momento que debería haber sido para ella de goce denota que nos encontramos ante un delito sexual.

La calificación como abuso
En el derecho español los ataques sexuales se agrupan en dos grandes categorías: agresiones y abusos sexuales.
  • Las agresiones sexuales consisten en la realización de actos no consentidos por medio de violencia (fuerza física) o intimidación (amenazas). Cuando el ataque consiste en penetración (1), el delito se denomina violación.
  • Los abusos sexuales consisten en la realización de actos no consentidos pero sin que medie violencia ni intimidación. Son, por tanto, una versión “menor” de la agresión sexual. Se aplica sobre todo a casos donde la víctima está dormida o privada de sentido (sumisión química) o tiene un trastorno mental del que se abuse.


Sin embargo, esta diferencia tan clara entre ambos tipos se ve matizada por el artículo 181.3 CPE, que castiga como abuso sexual los actos en los cuales la víctima haya consentido porque su libertad estaba coartada por una situación de “superioridad manifiesta” de la que se prevalió el agresor. Como cualquiera puede ver, es un subtipo que linda con la agresión sexual y que hace difícil distinguir entre ambas figuras. En este caso, la Audiencia ha apreciado que existe prevalimiento de superioridad y no violencia ni intimidación.

La sentencia descarta que haya violencia o intimidación. Por el contrario, describe una situación de superioridad manifiesta tanto objetiva como subjetiva, que basa en una serie de datos: el lugar del hecho (un cubículo estrecho, con una única salida), el hecho de que los acusados la rodearan, la diferencia de edad entre la víctima y los denunciados, el hecho de que ellos fueran cinco, etc. Con todos estos elementos se creó una “atmósfera coactiva” o “escenario de opresión” (palabras de la sentencia) debido a lo cual la víctima cayó en un estado de bloqueo emocional que le impidió reaccionar. En definitiva, hay una superioridad manifiesta creada por los acusados, que es suficiente para impedir la autodeterminación de la víctima y de la que aquellos se aprovecharon. Procede, por tanto, condenar por abuso sexual.

A mi entender, esa conclusión es incorrecta, y lo es a la luz de la jurisprudencia que existe sobre la violencia y la intimidación. Nuestros tribunales han debatido mucho sobre ambos conceptos. ¿La razón? Que no se usan solo para distinguir entre abuso y agresión sexual. También son la diferencia entre robo y hurto, funcionan como agravantes en un amplio catálogo de delitos (prostitución infantil, allanamiento de morada, delito contra los trabajadores…) y son requisito indispensable para considerar la comisión de otros, como el de extorsión o el de coacción a testigos judiciales. Es decir, que es algo de lo que se ha hablado largo y tendido.

Y si hay algo que ha quedado claro en esta discusión es que, para apreciarse, la violencia y la intimidación no tienen por qué ser irresistibles o invencibles sino solo adecuadas para, en el caso concreto, vencer la voluntad de la víctima. La sentencia cita al Tribunal Supremo: son supuestos de intimidación suficiente “aquellos en los que, desde perspectivas razonables para un observador neutral y en atención a las circunstancias del caso, la víctima alcanza razonablemente el convencimiento de la inutilidad de prolongar una oposición de la que podrían derivarse mayores males, implícita o expresamente amenazados por el autor, accediendo forzadamente a las pretensiones de éste”. En otras palabras, “basta que sean suficientes y eficaces en la ocasión concreta para alcanzar el fin propuesto, paralizando o inhibiendo la voluntad de resistencia de la víctima” (FJ 4 A por ambas citas, negritas mías).

Más aún: para analizar el caso no hay que valorar el comportamiento de la víctima, sino el del agresor. De nuevo en palabras del Tribunal Supremo citadas en la sentencia, “si éste ejerce una intimidación clara y suficiente, entonces la resistencia de la víctima es innecesaria pues lo que determina el tipo es la actividad o la actitud de aquél, no la de ésta” (FJ 4 A, negritas mías). La víctima no está obligada a resistirse a las amenazas para que éstas se tengan en cuenta; en derecho a nadie le es exigible un comportamiento heroico ni que ponga su vida en peligro.

Lo que resulta incomprensible es que, una vez sentada esta doctrina, el tribunal descarte la intimidación. Además, lo hace con cierta ligereza: pega dos páginas de jurisprudencia sobre el tema y termina por decir que “en las concretas circunstancias del caso, no apreciamos que exista intimidación”, para acto seguido pasar ya a analizar el subtipo de prevalimiento. Puedo compartir que no hay violencia física, pero la intimidación me resulta evidente. Y creo que a la Audiencia de Navarra debería resultárselo también, sobre todo después de describir los hechos como “una situación de compulsión” en la que los denunciantes “obligaron” a la víctima a realizar actos sexuales. El tribunal ve que la víctima está “agazapada, acorralada (…) y gritando”. Aprecia que esos gritos “reflejan dolor” y que “la denunciante estaba atemorizada” (FJ 3 a, por todas las citas). Después de eso no sé cómo se puede negar la intimidación.

Se suele definir la intimidación como “la amenaza de un mal”, pero la jurisprudencia permite la intimidación tácita o implícita, como hemos visto en las citas anteriores. Se habla a veces de "intimidación ambiental", que es la que deriva del contexto en que se producen los hechos. Estoy bastante seguro de que ninguno de los miembros de la Manada profirió amenaza alguna, pero hay que pensar en la situación, especialmente desde el punto de vista de la víctima: cinco desconocidos insisten en acompañarme, me guían hasta un portal, me introducen de un tirón, me meten en un cubículo estrecho y me empiezan a desnudar. ¿En serio hace falta que se expresen amenazas concretas para entender que estamos ante una violación? ¿No es el contexto bastante intimidante? ¿No conocemos todos casos donde, en circunstancias similares, la víctima se resistió y acabó muerta? No es necesario que los agresores digan “si no realizas actos sexuales con nosotros te damos una paliza y a lo mejor te matamos”: esa amenaza se deriva de la propia situación. Así lo han apreciado, en casos similares, distintas sentencias de otras Audiencias Provinciales.

Quiero terminar este apartado haciendo un comentario sobre legislación y enjuiciamiento. Estos días se ha echado mucha mierda sobre la Sección que dicta la sentencia, hasta el punto de que un Change donde se pide la inhabilitación de sus miembros lleva ya cerca de un millón de firmas. Yo, como ya digo, no coincido con su sentencia y creo que se debería haber dictado condena por agresión sexual. Pero los jueces trabajan con leyes, y es el legislador el que ha introducido una distinción, a mi juicio un tanto bizantina, entre agresión sexual por intimidación y abuso sexual por prevalimiento de una situación de superioridad.

Al fin y al cabo, la situación de superioridad (laboral, docente, económica o, como en este caso, determinada por el número de los agresores y el lugar de los hechos) no es más que la facilidad u oportunidad para causar un daño. Si yo soy tu jefe, te despido; si soy tu profesor, te suspendo; si dependes económicamente de mí, dejo de pagarte. Cuando alguien emplea esta situación de superioridad para conseguir un consentimiento viciado, ¿no está amenazando a la víctima de forma implícita con causar ese daño? ¿Dónde está la diferencia entre una amenaza y el prevalimiento de una situación de superioridad?

Pero, por otra parte, tampoco puedo dejar de ver la otra cara de la moneda. Si se aboliera el supuesto de prevalimiento, ¿qué pasaría con los supuestos que ahora se castigan como tal? ¿Se ampliaría el concepto de intimidación para cubrirlos… o quedarían impunes? Me da la sensación de que, hasta que pasara lo primero a nivel general, habría muchos casos en los que sucedería lo segundo. Por ello soy bastante prudente al opinar sobre lo que debería hacer aquí nuestro legislador: yo mismo no tengo ni la menor idea de cómo mejorar la protección de las víctimas.

Volviendo al caso concreto, la razón por la cual la sentencia ha sido tan criticada es precisamente por no apreciar intimidación. Por cierto, que la razón de estas críticas no ha sido tanto la diferencia de penas que habría supuesto sino el mensaje que se traslada a la sociedad sobre lo que es y lo que no es una violación y el estado en que deja eso a las víctimas potenciales. Esta actitud me parece digna de aplauso, pues en este caso lo fácil habría sido caer en el populismo punitivo y en pedir prisión permanente revisable, y no se ha hecho.

El hurto del móvil
La sentencia condena también a uno de los agresores a dos meses de multa por hurtar el móvil de la víctima. El tribunal descarta el robo por la misma razón por la que descarta la agresión sexual: por no apreciar la violencia ni la intimidación. En este caso, yo estaría de acuerdo en que se mantuviera esta calificación aunque se les condenara por agresión: la intimidación iba dirigida a vencer su resistencia para ejecutar actos sexuales con ella, no a apoderarse de sus pertenencias. El condenado se limitó a tomar el aparato de una riñonera que estaba en el suelo.

¿Por qué lo hizo? En las declaraciones ha dicho que por codicia. La afirmación se cae por su propio peso: un guardia civil (salario mínimo en torno a 1.300 € mensuales) no roba por codicia un Samsung de segunda mano valorado en 200 €. No tiene ningún sentido. En realidad fue, como aprecia la sentencia, para evitar que la víctima llamara a la policía de forma inmediata: para ello le quitó la SIM y la tarjeta de memoria y se llevó el teléfono, que conservó durante parte de la noche hasta tirarlo en una zona de desperdicios. Curiosa forma de actuar para alguien que actúa “por codicia”.

Más arriba he dicho que, en mi opinión, los miembros de la Manada no creen haber hecho nada malo. También he afirmado que iba a introducir un matiz: ese matiz es el hurto del móvil. Creo que es la prueba definitiva de que al menos uno de ellos se dio cuenta de que lo que acababa de hacer era un delito castigado con cárcel (2). Puedo creerme que unos hombres que llevan a una chica hasta un lugar apartado y le realizan actos sexuales a pesar de su pasividad no sean conscientes de que están agrediendo a otro ser humano. También puedo creerme que la graben sin su consentimiento y que luego se larguen y la dejen allí, todavía sin ser conscientes de cómo se llama lo que han hecho. Pero cuando le quitan el móvil dejo de creérmelo.

Por lo demás, el hurto del móvil ha sido uno de los motivos alegados por las defensas para afirmar que la denuncia tiene motivos espurios. Los otros dos han sido los vídeos (se supone que la chica no querría verse expuesta) y el hecho de que ellos la dejaran tirada con “ninguna caballerosidad” (FJ 3b). No abundaré en estos argumentos porque, a la luz de los hechos probados, no tienen demasiado interés.

El voto particular
La sentencia ha sido aprobada por mayoría: dos magistrados la apoyaron y el tercero la rechazó. Este último ha redactado un voto particular más largo que la propia resolución (unas 210 páginas frente a las 130 de la sentencia), que he de reconocer que no he leído más que por encima. Si he visto que magnifica todas las presuntas contradicciones de la víctima, que en los vídeos ve goce y disfrute y que acaba por concluir que solo hay el hurto de un móvil, sucedido después de una juerga consentida.

No comentaría este voto particular si no fuera por una cosa: está muy claro que busca darle argumentos al recurso de los defensores y fundamentar una hipotética sentencia absolutoria en segunda instancia. Es mucho más complejo y largo de lo que suelen ser los votos particulares. No ataca tal o cual argumento de la sentencia de la mayoría, sino que es una enmienda a la totalidad: afirma que los hechos fueron otros, que la calificación jurídica debe ser otra y que, en consecuencia, el fallo ha de ser otro. Se suele decir que el voto particular de hoy es la jurisprudencia de mañana, y parece que el autor de esta opinión disidente quiere que el mañana llegue muy pronto.

Al final, aquí lo que hay son dos versiones distintas. La primera dice que cinco tipos se llevaron a una desconocida a un lugar apartado, abusaron de ella, grabaron los hechos y se largaron. La segunda afirma que una chica decidió montarse una orgía con cinco desconocidos y luego les pidió 20 años de cárcel a cada uno porque no quisieron seguir la fiesta con ella. El voto particular apoya por completo esta última versión que, sinceramente, me resulta más bien increíble.



Hasta aquí mi (extenso) comentario de la sentencia de la Manada. Me he dejado cosas sin tratar, como el tema del delito continuado o los agravantes que habría que aplicar en caso de aceptarse la tesis de la agresión sexual, pero son relativamente menores o muy técnicos. Todas las partes han anunciado que van a recurrir, unas porque no renuncian a entender que fue violación y otras porque piden la absolución de los condenados. Viendo el relato de hechos, espero que se estimen los recursos de las acusaciones, se desestimen los de las defensas y esta pobre víctima pueda al fin obtener justicia.








(1) A efectos penales, hay penetración cuando hay acceso carnal por vías vaginal, anal u oral y cuando hay acceso de miembros o de objetos por las dos primeras vías.

(2) La sentencia no llega a decirlo de forma clara, pero tengo la sensación de que las cosas fueron a peor en el cubículo. Al principio la chica estaba simplemente pasiva y bloqueada; más adelante, la prueba habla de gritos y de que estaba agazapada. Dado que cogió el móvil en ese momento, quizás fue eso lo que le hizo darse cuenta.



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viernes, 27 de abril de 2018

Tres preguntas sobre el vídeo de Cifuentes

Esta semana ha sido noticia la dimisión de Cristina Cifuentes. La ya ex presidenta de la Comunidad de Madrid tenía hasta hace mes y medio una carrera política brillante y en ascenso, pero entonces empezaron a destaparse las irregularidades de su máster. El escándalo culminó anteayer, cuando OK Diario destapó un vídeo de 2011 en el que se ve a la ya expresidenta (que entonces era vicepresidenta de la Asamblea de Madrid) siendo retenida por un guardia de seguridad y sacando de su bolso dos botes de crema que acababa de robar.

El vídeo tiene muchas aristas desde el punto de vista político. Por ejemplo, se ha dicho que tiene narices que su carrera política acabe aquí. Hablamos de una señora que era jefa directa de los antidisturbios durante los años del 15-M y que se ha beneficiado (por decirlo de forma magnánima) de una trama de corrupción universitaria. Es bastante triste que después de todo eso se la cargue un vídeo donde aparece robando en un supermercado, sobre todo cuando este hecho es anterior a los otros dos que menciono. Parece que un pequeño atentado contra la propiedad privada pesa más que una gestión cruel durante sus años de delegada del Gobierno y que el corromper a una universidad entera para que le den un título que no se ha ganado.

Por supuesto, enseguida viene el matiz: el vídeo no ha sido más que la puntilla. No habría salido sin el escándalo del máster. Estoy de acuerdo con quienes lo interpretan como una “cabeza de caballo”, una advertencia con la cual los enemigos de Cifuentes dentro de la derecha dejan claro que pueden sacar mucha más mierda. A ello se debe el apresuramiento de una dimisión que, dice Cifuentes, estaba prevista para el 2 de mayo. El principal beneficiado, como es obvio, es Ciudadanos, que ya no tiene que enfrentarse a la incómoda disyuntiva que tenía encima hasta ahora: ¿apoyo a una corrupta demostrada o voto con la izquierda para investir a un candidato del PSOE? Ahora que Cifuentes se ha apartado del cargo de forma voluntaria, Rivera ya ha dicho que apoyará al candidato que designe el PP.

Analizada por encima la parte política, quedan en este caso tres preguntas jurídicas. Aquí van, una por una:

¿Se va a poder juzgar a Cristina Cifuentes por estos hechos?
Ésta es fácil: no. Lo que hizo la expresidenta se denomina “hurto”, y es el delito más simple de todos los que hay contra la propiedad: consiste en apoderarse de lo que no es de uno, sin más ni más. Además, dado que el botín valía menos de 400 €, estamos no ante un delito de hurto sino ante una falta. Las faltas ya no existen (ahora se llaman delitos leves), pero en 2011 sí existían y tenían un plazo de prescripción de seis meses. Los hechos están prescritos desde hace mucho tiempo.

¿Es legítima la retención practicada por un guardia de seguridad?
Tengo la impresión de que entre mis lectores hay bastantes personas que han vivido de cerca la práctica de robar en grandes superficies, sea como ejecutores de la misma o como amigos de quien lo hace. Yo mismo he de confesar que tuve una época bastante activa en el asunto, al menos hasta que me metí a estudiar Derecho (1). Y creo que todos los que nos hemos dedicado al noble arte del mangue nos hemos preguntado lo siguiente: ¿qué autoridad tiene un guardia de seguridad para detenerme? ¿De verdad pueden agarrarme y llevarme contra mi voluntad al cuartito de guardias? ¿Es lícito lo que se ve en el vídeo de Cifuentes?

En lo relativo a la detención de personas que han cometido un delito, los seres humanos nos clasificamos en dos grandes grupos: agentes de la autoridad y particulares. Los agentes de la autoridad tienen una habilitación bastante amplia para practicar detenciones; los particulares, por el contrario, solo pueden hacerlo en dos casos: personas fugadas de la justicia y personas pilladas en delito flagrante. Los guardias de seguridad son particulares, así que pueden detener exclusivamente en esos dos supuestos.

Dado que el mangui de supermercados (Cristina Cifuentes en nuestro ejemplo) no suele ser un fugado de la justicia, queda el tema de la flagrancia. La expresión “in fraganti” se usa mucho y, normalmente, se usa mal. Un delito flagrante es aquel que es presenciado por la persona que practica la detención. Flagrancia significa inmediatez, aprehensión por los sentidos. La LECrim utiliza la expresión “sorprendido en el acto”, y cubre tres casos: el del delincuente detenido en el momento del hecho, el del delincuente perseguido justo después de cometerlo (persecución en caliente) y el del delincuente sorprendido con efectos o instrumentos que permitan presumir que ha participado en un delito que acaba de cometerse.

Pasando al plano práctico: si no te ven metiéndote las cremas en el bolso no hay detención posible. Eso quiere decir que si sales de un supermercado y pita la alarma no tienes la menor obligación de quedarte allí, de abrir tu bolso o tu mochila ni de acompañar al segurata a ninguna parte. Que te obliguen podría ser constitutivo, por su parte, de un delito de detención ilegal, que es bastante más grave que un hurto. Por supuesto, tampoco pueden cachearte o identificarte. Si suena una alarma, puedes preguntarle al guardia con toda la seguridad del mundo: “oiga, ¿me ha visto usted coger algo que no es mío? ¿No? Pues adiós muy buenas”. Y puedes largarte. Que es lo que tendría que haber hecho Cifuentes, en vez de plegarse a una detención que no tenía por qué soportar (2).

Quizás hayas oído que hace años equipararon legalmente a los guardias de seguridad con agentes de la autoridad. En efecto, el artículo 31 de la Ley de Seguridad Privada considera que las agresiones y desobediencias a seguratas se consideran iguales que las realizadas contra la autoridad. Pero solo en el caso de que dicho personal de seguridad privada actúe en cooperación y bajo el mando de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Dicho en otras palabras: si se monta un operativo que mezcla seguratas y policías (por ejemplo, para mantener el orden en un estadio), aquellos se equiparan a éstos a efectos de protección. Por supuesto, este requisito no concurre cuando hablamos del guardia de seguridad del Eroski que había frente a la Asamblea de Madrid. Éste es un simple particular y no le debes más obediencia que a tu vecino del quinto.

¿Es legal conservar el vídeo?
Existe un lugar común: que los vídeos obtenidos por una cámara de vigilancia deben ser destruidos al mes de su captación. Por sorprendente que resulte, este lugar común es cierto. El artículo 6 de la Instrucción 1/2006 de la AEPD es taxativo al establecer este plazo, que es idéntico al previsto para las grabaciones obtenidas por cámaras policiales. De hecho, el guardia de seguridad que aparece en el vídeo ha salido a decir que el protocolo en su empresa era incluso más estricto que el que se prevé en la normativa, pues todos los vídeos se borraban a los 15 días.

Así pues, este vídeo debería llevar siete años destruido. Pero no lo está. Y dado que se trata de datos de carácter personal, su acceso y difusión podría dar lugar a responsabilidades penales. Con la redacción del Código Penal vigente en el momento de los hechos, hablamos de una pena de uno a cuatro años de cárcel para quien se apodere del vídeo y de dos a cinco para quien, aparte de apoderarse, lo ceda a terceros. Las penas son más graves si la filtración la produjo un encargado o responsable de dichos ficheros. Eso sí, dependiendo de cuándo se hayan producido los hechos, podrían estar prescritos: hablamos de un plazo de prescripción de cinco años.

En cuanto a Eduardo Inda, que ha difundido el vídeo pero no ha tomado parte en su apoderamiento, podría estarse enfrentando a una pena de uno a tres años de prisión y de doce a veinticuatro meses de multa. Sí, es periodista, pero no todo vale a la hora de conseguir exclusivas. Andar difundiendo vídeos de origen claramente delictivo está, a mi entender, fuera de los límites que permite la peculiar configuración de esta profesión.

En realidad lo más grave aquí es que haya quien, pocos días después de sucedidos los hechos, haya movido hilos para quedarse con una copia del vídeo por si en el futuro lo necesitaba. Hace pensar mucho en el funcionamiento de la política y en el funcionamiento de las cabezas de algunos políticos. Que alguien tenga guardado durante siete años un vídeo que demuestra una simple falta de hurto revela un estado de cosas más bien desagradable.



El vídeo de Cifuentes es un escándalo, y no solo por las razones que esgrimen quienes lo han filtrado. De momento ha provocado una dimisión, pero es el signo de unos tiempos que se parecen cada vez más a una novela de cyberpunk: si alguien te graba haciendo algo malo, ya puede decir la ley lo que sea que el archivo se va a guardar hasta que interese que sea borrado. Al fin y al cabo, el espacio de almacenamiento es barato. Y la poca vergüenza, ni te digo.






(1) Inserte chiste sobre abogados ladrones.

(2) Por supuesto no vivimos en un mundo perfecto, y es más fácil que cuele si eres una pija Cifuentes-style que si llevas pintas de perroflauta.




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viernes, 20 de abril de 2018

Laico, aconfesional y la madre que lo parió


“Es que España es un Estado aconfesional, no laico”. Es una frase corriente. Se dice desde posiciones pro-católicas para ver si comulgamos con ruedas de molino. Se afirma desde la izquierda, con resignación, esperando el día en que una reforma constitucional nos acerque al anhelado modelo francés. Y sin embargo, nadie puede precisar bien lo que significa. No es extraño. El derecho eclesiástico del Estado, que es el que regula la libertad religiosa (1), no es una disciplina que sobresalga por la claridad de sus conceptos. En medio de este marasmo voy a intentar terciar yo, a ver si nos aclaramos con el objeto del debate.

Como primera aproximación, podemos acudir al diccionario. La RAE nos dice que “aconfesional” y “laico” son sinónimos: el primer término significa “Que no pertenece ni está adscrito a ninguna confesión” y el segundo quiere decir “Independiente de cualquier organización o confesión religiosa”. Las diferencias son, como se ve, de matiz. En ambos casos se trata de adjetivos que denotan independencia de la religión. Aplicados al Estado, hablan de unas instituciones públicas separadas de lo confesional, que no reconocen de manera oficial ninguna religión. El opuesto de un Estado aconfesional o laico sería, por tanto, un Estado confesional.

Por supuesto, el diccionario no es un medio adecuado de definir conceptos técnicos. Sigamos, entonces, con los escritos de los eclesiasticistas. Y aquí es donde empezamos a patinar. Porque, por ejemplo, muchos consideran que hay una diferencia entre “laicismo” y “laicidad”: en ambos casos hablaríamos de un Estado sin religión oficial, pero el laicismo sería una postura beligerante, hostil o como mínimo indiferente hacia la religión (casi una especie de “ateísmo de Estado”) mientras que la laicidad valoraría de forma positiva el hecho religioso. El laicismo se vincula con un anticlericalismo más bien decimonónico, mientras que la laicidad sería la simple no sacralidad del Estado. En este sentido, no sería lo mismo un Estado “laico” (equiparable aquí a “aconfesional”: sin religión oficial) y un Estado “laicista” (que mira la religión con hostilidad).

Llegamos al quid de la cuestión. Aconfesional y laico son sinónimos, sí, pero un Estado no confesional puede adoptar muchas posiciones hacia la religión, desde su consideración positiva como un hecho sociológico que puede contribuir al bien común hasta su rechazo completo, pasando por cierta indiferencia. En esta escala, se tiende a usar el término “aconfesional” para las versiones más amables y complacientes con la religión, mientras que se prefiere “laico” o “laicista” para las que son más beligerantes. Es éste el sentido que hay que darle a la frase de que España es aconfesional y no laica. Hablamos de términos que tienen una honda significación histórica, por lo que las diferencias parecen mayores de lo que son.

Es precisamente por eso, por lo significativos que son los términos “aconfesional” y “laico”, que se decidió huir de ellos en el debate de la Constitución. La propuesta original del artículo 16.3 CE decía que “El Estado español no es confesional”, pero se modificó hasta que quedó la redacción actual: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Es una fórmula mucho más vendible, pero que en esencia significa lo mismo: separación de Iglesia y Estado y neutralidad religiosa por parte de éste. En ese sentido, se puede afirmar que el Estado español es laico.

Vale, tenemos un Estado laico o aconfesional, que lo mismo da. Pero ¿qué orientación tiene hacia las confesiones religiosas: positiva, indiferente o negativa? Parece claro que positiva. El artículo 16.3 CE, después de dejar clara la no confesionalidad del Estado, matiza: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Es decir, no hay religión oficial pero se valora el hecho religioso como algo positivo y beneficioso y se manda al Estado que coopere con las confesiones mayoritarias.

Nuestro Estado laico está, por tanto, más cerca de lo que se suele llamar “aconfesionalidad” que del malvado y anticlerical laicismo (2). Ahora bien, eso no significa que todo valga. La Constitución no dice nada más que lo que he citado; más en concreto, no explica en qué tienen que plasmarse esas relaciones de colaboración entre el Estado y las confesiones mayoritarias. Por ejemplo, parece lógico dentro de este marco que se suscribieran convenios con las religiones más grandes para garantizar asistencia religiosa a personas privadas de libertad (enfermos en hospitales públicos, reos penitenciarios, militares en misión) o para cambiar días festivos de origen católico por otros distintos. Pero el resto de cuestiones son mucho más discutibles.

La Constitución no obliga a financiar de forma directa a la Iglesia católica, ni a conceder exenciones de impuestos a las confesiones religiosas, ni a mantener una red paralela de colegios religiosos con concierto económico, ni a introducir la asignatura de religión (católica o la que sea) en el currículo educativo, ni mucho menos a que el Gobierno mande una representación oficial a las procesiones u ordene bajar la bandera a media asta durante la Semana Santa. La Constitución solo obliga a cooperar. Todos estos actos, que los fans del catolicismo quieren hacer derivar de este deber de colaboración, van de lo innecesario a lo puramente inconstitucional según vulneren más o menos el principio básico, que sigue siendo la no confesionalidad del Estado.

Así pues, menos lobos. Para muchos, “aconfesional y no laico” quiere decir “privilegio católico”, y ya no cuela. El catolicismo sigue siendo la religión más extendida de este país, pero la capacidad de sus sacerdotes de influir en la gente está en franca decadencia. Si aún aguanta como mayoritario en las encuestas es porque nos hemos inventado la cómoda categoría de “no practicante”, que viene a significar una persona que no va a misa, no cree en la mayoría de los dogmas, pasa del papa e incluso puede que no crea en Dios pero que se identifica como católico por razones culturales. Cada vez tienen menos lógica sus privilegios.

En este sentido, y como ya he comentado alguna vez, la respuesta del Estado no es reducir esos privilegios, sino aumentar los de las demás confesiones. La carambola es que a lo mejor así se consigue un modelo similar al que querían los constituyentes. El problema es, claro, que a muchos ese modelo no nos convence y preferiríamos un Estado que fuera más indiferente hacia la religión, que no la persiguiera pero que desde luego no la valorara como un hecho positivo. No quiero que se quemen iglesias, pero sí que las confesiones sean financiadas por sus fieles y que no tengan asignaturas en el sistema educativo público. Y ojo, que algo así podría implementarse dentro del marco del actual artículo 16.3 CE, pues ya hemos visto que es un precepto muy poco concreto, que no obliga a ningún acto determinado.

En resumen, la contraposición entre aconfesional y laico no tiene demasiado sentido. En ambos casos hablamos de un Estado que no tiene religión oficial, aunque se suele usar el primer término para aquellos que miran la religión de forma positiva y el segundo para quienes la contemplan con hostilidad. En España lo que tenemos es algo que formalmente se inclinaba hacia esta contemplación positiva del hecho religioso, pero que materialmente implicaba un privilegio católico importante. El descenso a la irrelevancia de la religión católica ha hecho que estos privilegios se extiendan a otras confesiones, pero en realidad no es necesario: sin cambiar una coma de la Constitución se podrían reducir los puntos de contacto entre el Estado y las religiones y acabar con ese incómodo olor a incienso que parece permearlo todo.

Sería tan bonito…





 (1) No confundir con el derecho canónico, que es el derecho interno de la Iglesia católica.

(2) Como curiosidad, tengo aquí delante el manual de Derecho Eclesiástico del Estado de Antonio Martínez Blanco, que aparte de ser de 1994 tiene un tufo a clerigalla que tira para atrás. Cita a diversos autores, que definen el régimen constitucional actual con expresiones tan pintorescas como “sana laicidad”, “laicidad con la cooperación suo modo entre las confesiones religiosas y el Estado”, “neutralidad confesional matizada con vínculos de cooperación” e incluso “laicidad respetuosamente neutral”.


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martes, 17 de abril de 2018

La Constitución de 1931, esa gran desconocida


Hace unos días celebrábamos el 82º aniversario de la proclamación de la II República. Es una fecha que a muchos nos llena de nostalgia por un régimen que nació lleno de esperanza y que se truncó tras una rebelión militar fruto de la cual es el sistema en el que vivimos ahora. Sí, difícil no ponerse melancólico. Por ello desde la izquierda se intenta crear (con escaso éxito) una conciencia republicana que nos lleve a la Tercera; también se estudia la Segunda para saber dónde fracasó y por qué se hundió.

Uno de los puntos más importantes de todo régimen es su Constitución. Sin embargo, la de la II República no es muy conocida. Por ello, esta entrada busca ser una especie de repositorio de aquellos puntos más destacados (por avanzados, progresistas o incluso curiosos) del texto constitucional de 1931. No es un análisis doctrinal, sino una sección de curiosidades que busca acercar al público esta norma tan peculiar. Quiero centrarme también en cosas en las que considero la Constitución de 1931 más avanzada que la que tenemos ahora.

Una Constitución siempre refleja la ideología de los actores que la aprobaron. Así, la de 1812 es liberal-progresista, la de 1837 también pero menos, la de 1845 es conservadora, la de 1869 demócrata y las de 1876 y 1978 pretenden ser de consenso. La de 1931, por su parte, fue aprobada por un Parlamento formado casi en su mayoría por grupos de izquierda. La verdad es que se nota. Se trata, eso sí, de una izquierda no comunista, sino más bien socialista (el PSOE, con 115 escaños de 470, era el partido más grande de las Constituyentes) y, sobre todo, burguesa.

Esos ideales de izquierda moderada están presentes en todo el texto: como veremos se habla de protección a los trabajadores, medidas democráticas, garantías de los derechos fundamentales, etc. Sin embargo, y al contrario de lo que se suele decir, no es una Constitución que impida gobernar a las derechas. De hecho, éstas lo hicieron durante más de dos años. En ese sentido, quizás los principales problemas legales de la República no estuvieron tanto en la Constitución como en normas inferiores; por ejemplo, el tener un sistema electoral que permitiera bandazos tan importantes como el que se dio desde 1931 hasta 1933 no ayudó nada a la estabilidad del régimen.

Vamos a ver, por tanto, los puntos más interesantes de esa vieja desconocida:

Definición del Estado, indefinición de la forma de Gobierno (artículo 1)
El artículo 1 define a España como “una república de trabajadores de todas clases”. Es una definición curiosa, que entronca directamente con ese carácter social que tiene este texto fundamental. Parece ser que fue una propuesta del PSOE y de los sindicatos. En consonancia con este carácter “laboral” de la república, se dedican los artículos 46 y 47 a proteger al trabajador: en esos dos preceptos se habla de regular la jornada, el salario y las vacaciones; de establecer una seguridad social y de protección especial para campesinos y pescadores.

Frente a esta terminología tan rotunda, resulta curiosa la indefinición en que queda la forma de Gobierno. Bien, España es una república democrática, pero ¿parlamentaria, semipresidencialista o presidencialista? La Constitución nada dice al respecto (1). Podemos descartar el presidencialismo con toda facilidad; la Constitución de 1931 establece que el jefe de Estado (presidente de la República) y el jefe de Gobierno (presidente del Consejo de Ministros) son personas distintas.

Pero entre semipresidencialismo y parlamentarismo no resulta fácil elegir. Por un lado, el presidente de la República estaba configurado como una figura de importancia constitucional, no como un mero elemento decorativo: nombraba libremente al presidente del Gobierno y podía oponerse a firmar decretos que creyera ilegales, por ejemplo. Este rasgo aleja al régimen del parlamentarismo. Pero por el otro, el presidente de la República no era elegido por sufragio popular (como se hacía, por ejemplo, en la república de Weimar, régimen semipresidencial por antonomasia en la época) sino por una asamblea formada por los diputados y por el mismo número de compromisarios elegidos al efecto.

Al final, podemos definir la forma de Gobierno de la II República española como una forma de semipresidencialismo similar a la que había entonces en Francia: un presidente de la república con un poder constitucional notorio pero que no era elegido directamente por el pueblo.

Laicismo (artículo 3)
La II República se tomó muy en serio la aconfesionalidad del Estado. Sin embargo, llama la atención que la fórmula seguida por el constituyente republicano en su artículo 3 (“El Estado español no tiene religión oficial”) sea casi idéntica a la redacción de la Constitución de 1978 (“Ninguna religión tendrá carácter estatal”). Y digo que llama la atención porque es curioso cómo, a partir de palabras tan similares, pueden derivarse enfoques tan distintos hacia la religión.

Así, el artículo 3 debe leerse en coordinación con los artículos 26 y 27, que son los que contienen toda la carga de hostilidad y desconfianza hacia las religiones que se suele achacar a la II República. Estos artículos incluían desde medidas liberalizadoras lógicas (extinción del presupuesto del clero, sumisión de las órdenes religiosas a la legislación tributaria, cementerios civiles) hasta disposiciones que difícilmente pueden ser justificadas en términos democráticos: aquí hablo de disolución de los jesuitas, prohibición de que las órdenes religiosas ejerzan el comercio o la enseñanza, régimen agravado de reunión y asociación, etc.

Renuncia a la guerra (artículo 6)
El artículo 6 declara que “España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional”. Es, que yo sepa, el único país que constitucionalizó las previsiones del pacto Briand-Kellogg, un tratado internacional firmado por unos 70 países en el que se condenaba la guerra, se desistía de su uso como herramienta política y se afirmaba el principio de solución pacífica de conflictos. Este pacto se juzga a veces como algo inútil (fue firmado en plena paz y no impidió que apenas diez años después estallara la Segunda Guerra Mundial) pero es el antecesor del artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas.

Estado integral con regiones autónomas (artículos 8 a 22)
La fórmula adoptada por el constituyente de 1931 para resolver el “problema catalán” fue la del llamado “Estado integral”. Se trataba de un Estado centralizado pero que concedía autonomía a ciertas regiones con hechos diferenciales marcados. ¿Por qué lo menciono? Porque este régimen influyó mucho en la Constitución italiana de posguerra, que fue a su vez uno de los inspiradores del constituyente español de 1978. En otras palabras: el sistema de autonomías actual es heredero (bien que por vía indirecta) del creado en la Constitución republicana.

Igualdad (artículo 25)
La Constitución de 1931 incluía varias menciones a la igualdad. Para empezar, declaraba en su artículo 2 que “Todos los españoles son iguales ante la ley”. De forma algo reiterativa, lo volvía a decir en el artículo 25, que tenía la importancia simbólica de ser el primer artículo del Título sobre derechos y deberes: “No podrán ser fundamentos de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas”. En ejercicio de esta igualdad, abolía los títulos de nobleza.

Además, la igualdad entre mujeres y hombres se mencionaba otra buena cantidad de veces: para los derechos electorales (artículo 36), para el acceso al funcionariado (artículo 40), para la igualdad entre cónyuges (artículo 43) y para la candidatura a diputado (artículo 53). Como sabemos, el debate del artículo 36 (si se concedía o no el voto a las mujeres) fue uno de los más enconados del proyecto constitucional. Los otros ámbitos no se discutieron tanto, o incluso se aceptaron sin más; nadie tenía problema, por ejemplo, en reconocerles a las mujeres el derecho a ser elegidas diputadas.

Por último, un apunte curioso: declaraba la igualdad de todos los hijos en relación a los deberes de sus padres hacia ellos. De hecho, prohibía que en los documentos oficiales constara el estado civil de los padres o la terminología de “legítimo / ilegítimo” (artículo 43); la propia Constitución predicaba con el ejemplo al usar la expresión “hijos habidos fuera del matrimonio”. Era la primera vez que esta igualdad se declaraba en un texto constitucional español.

Divorcio (artículo 43)
Dentro del extenso apartado dedicado a derechos sociales (una innovación en sí misma), me llama la atención que se constitucionaliza el derecho al divorcio en casos de mutuo acuerdo o con justa causa. Es un texto más avanzado que el de la Constitución actual, que se limita a decir que el legislador regulará “las causas de separación y disolución”. Así, bajo la Constitución de 1978 subsistió durante más de veinte años una regulación del divorcio que obligaba a una separación previa y que no permitía la disolución del vínculo matrimonial de mutuo acuerdo.

Unicameralismo (artículo 51)
La Constitución de 1931 establece un Parlamento de una sola Cámara, el Congreso de los Diputados. Rompe así con una asentada tradición de nuestro constitucionalismo, que empezó en el Estatuto Real de 1834: la de que el Parlamento se formara por dos Cámaras o, como se las llamaba en las distintas Constituciones, “cuerpos colegisladores”.

Sin embargo, prescindir del Senado era una decisión relativamente lógica en una Constitución parida por un grupo de liberales de izquierda. De forma tradicional, el liberalismo hablaba de una única Cámara que representara a la nación. Las primeras Constituciones liberales europeas (por ejemplo, la española de 1812) establecían este sistema. Si luego se introdujo el Senado fue para frenar posibles excesos revolucionarios de la Cámara Baja y por la influencia del llamado “liberalismo doctrinario”, según la cual la nación y el rey eran soberanos en pie de igualdad y cada uno de ellos tenía derecho a elegir a una de las dos Cámaras del Parlamento.

Abolida la monarquía y rechazado el miedo a los “excesos revolucionarios”, establecer un Parlamento de una sola Cámara era una idea lógica. Además, al fundarse un Estado unitario y centralista salvo por la autonomía de dos o tres regiones, ni siquiera cabía concebir el Senado como una Cámara de representación territorial, como hace hoy nuestra Constitución o como hacía en su época EE.UU.

Moción de censura parcial (artículo 64)
La Constitución republicana permitía al Parlamento votar una moción de censura contra un ministro concreto, al contrario que la Constitución actual, que solo permite aprobarlas contra el Gobierno en pleno. Esto facilita sin duda el control de la acción gubernamental. Me falta, eso sí, alguna referencia a que el presidente de la República no puede volver a nombrar ministro al destituido hasta que no pase un tiempo.

Referéndum e ILP (artículo 66)
El artículo 66 establecía dos mecanismos de participación democrática de lo más novedosos. El primero lo tenemos en nuestra Constitución actual, y consiste en la iniciativa legislativa popular. El segundo no está en nuestro sistema: se trata de la realización de referendos sobre leyes concretas una vez aprobadas en Cortes.

Para activar ambos mecanismos era necesario que lo pidieran el 15% del censo electoral, un número quizá demasiado elevado para que fueran efectivos.

Frenos y contrapesos (artículos 81 y 82)
Frente a esa idea de que la II República era una especie de Convención jacobina donde todo el poder lo tenía el Parlamento, la Constitución incluye una buena cantidad de frenos y contrapesos. He querido destacar dos, que se contienen en dos preceptos sucesivos.

El artículo 81 regula el control que ejerce el presidente de la República sobre las Cortes. En la Constitución se prevén unas Cortes reunidas durante cinco meses al año repartidos en dos periodos: pues bien, el artículo 81 permite al presidente convocar al Congreso fuera de estos periodos o suspender las sesiones ordinarias durante un tiempo.

Además, le permite disolver las Cortes, mandando convocar elecciones en el momento. Puede hacerlo dos veces durante su presidencia (que duraba seis años); si efectivamente decreta una segunda disolución, las Cortes surgidas de esas elecciones deben votar sobre la necesidad de disolver las anteriores. Si el voto es desfavorable al presidente, éste debe dimitir. Este mecanismo, que parece muy alambicado, se utilizó en 1936 para destituir a Alcalá Zamora. Éste, efectivamente, había disuelto las Cortes dos veces: en 1933 y en 1936. Lo que dijeron los partidarios de Alcalá Zamora fue que la primera disolución no contaba porque las Cortes disueltas eran constituyentes, y lo lógico habría sido disolverlas una vez aprobada la Constitución. No coló.

Por su parte, el artículo 82 regula el control que ejercen las Cortes sobre el presidente de la República. En cualquier momento el Congreso, por mayoría de tres quintos, puede iniciar el trámite para destituir al presidente. Entonces se convocan elecciones a compromisarios y se forma una asamblea con tantos compromisarios como diputados: éste era el medio ordinario por el cual se elegía presidente. Será esa asamblea quien decida si destituye al presidente (en cuyo caso elige a uno nuevo) o si lo mantiene (en cuyo caso queda disuelto el Congreso). Es evidente que se trata de una medida de último nivel, prevista solo para casos graves.

Tribunal Constitucional (artículo 121)
La existencia de un Tribunal Constitucional (un organismo jurisdiccional que vigilara que las leyes son acordes a la Constitución) era en 1931 bastante novedosa. Había sido postulada por Hans Kelsen en los años anteriores, y solo unos pocos países lo habían adoptado; España fue uno de ellos. Además, la Constitución le dio a este órgano la función de mediar entre el Estado y las regiones, la capacidad de resolver el recurso de amparo por vulneración de las garantías individuales y el juicio penal sobre el presidente de la República, los miembros del Gobierno y los del Tribunal Supremo.

Lo más curioso de este tribunal era sin duda su composición: un presidente designado por las Cortes, el presidente del Consejo de Estado, el del Tribunal de Cuentas, dos diputados, un representante de cada región (aunque no fuera autónoma), dos abogados y cuatro profesores de Derecho. Es decir, que había una composición mayoritaria de políticos, que no tienen por qué ser profesionales del Derecho. Esto aleja un poco del modelo kelseniano al así llamado Tribunal de Garantías Constitucionales.


Espero que este artículo haya servido para haceros conocer mejor la Constitución de 1931. Porque no es ni una norma caótica y disfuncional ni una ley perfecta; se trata simplemente de una construcción del intelecto humano dada en unas circunstancias muy concretas y que pretendía regir sobre una república que terminó demasiado pronto.





(1) Esto no es un defecto de la Constitución de 1931, sino algo común en nuestro constitucionalismo hasta ese momento. La más cercana a definir la forma de Gobierno era la de 1812, que hablaba de una “monarquía moderada hereditaria”. Ninguna de nuestras Constituciones previas había usado los términos “monarquía constitucional” o “parlamentaria”.




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viernes, 13 de abril de 2018

Desconcierto


La educación concertada me repugna. Es un problema de principios: no me parece bien que se dedique dinero de nuestros impuestos a garantizar los beneficios de empresas privadas (muchas de las cuales tienen además un marcado carácter adoctrinador) en vez de a mejorar un sistema público que tiene una carencia de medios perpetua. Pero es que, más allá de la cuestión ideológica, está el tema de las consecuencias prácticas.

El otro día leía a una profesora particular hablar sobre la diferencia entre los alumnos de la privada y los de la pública. No es que la pública sea la panacea, claro, pero los alumnos de la privada parecen estar en una extraña cámara de eco. En el caso concreto mencionado, se trataba de que los de la privada ni siquiera conocían el concepto “homofobia”. No es la primera vez que veo esta diferencia (yo mismo tengo experiencia como profesor particular) o que amigos míos que sufrieron la concertada me cuentan el cambio que fue pasar a la pública.

Esta anécdota me ha hecho volver a pensar en el tema de la educación obligatoria. Al fin y al cabo, ¿por qué los Estados democráticos instauran un servicio público consistente en una red de colegios e institutos? ¿Por qué se regula la educación como un derecho fundamental? ¿Por qué se establece la escolaridad obligatoria hasta los 16 años? A mi entender, se buscan dos objetivos. El primero es la igualdad de oportunidades: debe garantizarse que todo el mundo va a llegar a la edad adulta con una serie de conocimientos necesarios para manejarse en la vida y para acceder a niveles superiores de educación. El segundo es de cohesión social: se busca mostrar a los estudiantes una serie de valores (libertad, igualdad, respeto, solidaridad, civismo etc.) para mejorar la calidad democrática de la sociedad.

Esa y no otra es la función de la educación pública: transmitir una serie básica de conocimientos y de valores con el fin último de fomentar una ciudadanía igualitaria y democrática. Todo lo que esté más allá de esto, es una excentricidad que el Estado no debería asumir. ¿Quieres que tu criatura vaya al Colegio de los Padres Profesorios, que es muy prestigioso? ¿Deseas que vaya a un instituto propiedad de una fundación laica donde se aplica una metodología innovadora y sin deberes? Adelante, nadie te lo impide: haz la matrícula. Pero si no puedes pagarlo, el Estado no tiene la obligación de garantizártelo, igual que no tiene por qué garantizarte que tu retoño reciba clases de parapente.

Se podría contraargumentar que el modelo mixto (en el que conviven centros públicos y centros privados con concierto económico) es simplemente otra forma de garantizar que todo el mundo reciba esa formación mínima. Es lo que suelen decir los defensores del sistema español, que salpican esta idea con la afirmación de que los concertados “ahorran dinero” al Estado. Yo no voy a hablar del tema económico (1), sino de la idea de que el modelo mixto es equivalente al público. Y lo voy a hacer teniendo en cuenta la realidad española, en la que una abrumadora mayoría de colegios e institutos concertados son de carácter religioso católico: se habla de un 63% del total de centros privados.

Por el lado de los conocimientos, es obvio que no son los mismos los requisitos para acceder como profesor a la enseñanza pública que a la privada. No hablo del Máster de Acceso al Profesorado, sino de una oposición al final de la cual el profesor está encuadrado en una especialidad que solo le permite dar determinadas materias. En un centro privado, se contrata a quien quiere la dirección (sea mejor o peor docente) y no hay nada que impida poner a un geólogo a dar la asignatura de Física o, estirándolo mucho, la de Matemáticas. Sí, es cierto que hay centros que lo hacen bien, pero nada impide que los que lo hacen mal sigan considerándose colegios prestigiosos y merecedores de concierto.

Pero el principal problema que le veo a la educación concertada no va por la pata de los conocimientos, sino por la de los valores. Por decirlo mal y pronto, poner a curas y monjas a dirigir una educación que pretenda impartir valores democráticos es una mala idea lo mires por donde lo mires. Los centros católicos son lugares de adoctrinamiento: las órdenes religiosas no fundan colegios porque estén muy comprometidas con la educación, sino para captar vocaciones. El efecto “cámara de eco” del que hablaba más arriba genera un entorno contraproducente para llevar a cabo una educación en valores. ¿Cómo vas a educar a nadie en el respeto al otro si estás en una institución con una ideología oficial que aplasta cualquier discurso contradictorio? ¿De qué manera van a aprender tus alumnos a tratar con la diversidad si en tus aulas se tiende a la homogeneidad?

Porque esa es otra. Después de años en el sistema mixto, parece que lo que está cristalizando es una educación en tres niveles: las clases altas van a colegios privados sin concierto, la llamada “clase media” (es decir, trabajadores con ínfulas) va a colegios privados con concierto y los colegios públicos quedan para el resto. Hablo de inmigrantes, hablo de hijos de familias con poco dinero, hablo de alumnado con necesidades especiales y de todos esos estudiantes que, según una expresión que odio pero que se repite mucho, “bajan el nivel” (2). La mayoría están en el sistema público porque los concertados, como buenas empresas privadas que son, deciden a quiénes quieren de clientes (3).

Así que no, ni en conocimientos ni en transmisión de valores destaca la enseñanza concertada (4). Al final, el único argumento que tienen sus defensores es ese presunto “derecho a elegir”, que se interpreta como “derecho a que el Estado me subvencione el centro de mi preferencia”. Y no, mira. La creación de una red paralela de centros concertados es una decisión del legislador, mantenida más por razones ideológicas que de eficiencia (hay mucha más concertada en comunidades “del PP” que en comunidades “del PSOE), pero que podría suprimirse mañana mismo sin que se vieran afectados los derechos de nadie. El derecho a elegir centro es una facultad de configuración legal, que cede ante derechos fundamentales como el de educación.

¿Y qué pasa con el derecho de los padres a educar a sus hijos en sus propios valores morales y religiosos? Ese derecho sí está en la Constitución, pero se suele hacer de él una interpretación inflada: se hincha hasta convertirse en el derecho a que nadie más que yo transmita valores morales a mi hijo. Así transformado, se usa como arma para defenderse de una amplia variedad de materias, desde la educación sexual hasta la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Y es también la base de la exigencia de que me paguen el colegio que yo quiera. Por supuesto, en España la mayoría de padres son indiferentes en materia religiosa; solo esgrimen el derecho para poder sacar a sus hijos de la pública a bajo coste y meterlos en centros donde no estén esos “alumnos que bajan el nivel”.

En realidad ese derecho no tiene esa interpretación, claro. Si lo hinchas tanto se come todo lo demás. Los padres pueden transmitir a su prole sus propios valores, de acuerdo, pero nada más. Tienen que aceptar que no son los únicos actores en la formación ética de una criatura en crecimiento, y también que la protección estatal que debe brindarse a todo derecho no lo abarca todo. Si de verdad quieres darle a tu hijo una formación moral católica, estoy seguro de que en tu parroquia te sabrán orientar hacia recursos apropiados a tu situación económica. Pero exigir una red de centros religiosos paralela a las instituciones públicas es pasarse.

Suprimir los conciertos educativos va siendo una necesidad acuciante, antes de que cristalice esta tripartición social de la que hablaba más arriba. Puede que históricamente sí que fueran necesarios, dado el déficit de inversión que había en este tema, pero hoy en día la educación pública está en condiciones de asumir a la totalidad del alumnado. No tenemos ninguna necesidad de seguir subvencionando a proselitistas religiosos y a empresarios de la educación: con ello no se garantiza ningún derecho y sí se merma el más importante, el que debiera estar en el centro de todo y sin el cual apenas se pueden ejercitar los demás: el derecho a una educación de calidad.







(1) Aunque no me resisto a preguntarme de dónde sale el ahorro. Es decir, si es verdad que el Estado paga una cantidad menor en concepto de concierto de lo que pagaría si gestionara directamente ese centro, ¿cómo repercute esta reducción en los salarios del personal y en los gastos de mantenimiento? Sobre todo si tenemos en cuenta que el centro concertado es una empresa que busca sacar beneficio.

(2) Según el artículo enlazado más arriba, un escalofriante 82% de alumnos con necesidades especiales está en la pública.

(3) La educación concertada es gratuita, pero ya se encargan los colegios de que esa gratuidad no sea real: solicitudes de aportaciones “voluntarias”, afiliaciones más o menos forzosas al AMPA, uniformes que hay que comprar en un lugar determinado, etc. Se trata de una forma eficaz y oculta de discriminar.

(4) No soy yo mucho de comparar países, pero no puedo evitar pensar que si los mejores en calidad educativa apuestan por la pública por algo será. Parece que, en Europa, solo Bélgica y Malta tienen más porcentaje de alumnos que España en centros privados.


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