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miércoles, 28 de julio de 2021

Imputado por criticar al rey

El Tribunal Constitucional, ese guardia de la porra del régimen del ’78, no da puntada sin hilo. A iniciativa suya, se ha imputado a Roger Torrent, actual conseller de Cataluña, por un delito de desobediencia que cometió cuando era presidente del Parlamento autonómico. ¿En qué consistió ese delito? En permitir que se aprobara una resolución independentista y otra antimonárquica en noviembre de 2019.

Repasemos los hechos. En octubre de 2018 se produjo el famoso referéndum de independencia y la consiguiente declaración-de-independencia-pero-no. En respuesta, el rey hizo un discurso muy duro. En el futuro, cuando alguien serio estudie el papel de las instituciones en la descomposición del régimen del ’78, va a fijarse muy en serio en ese discurso cuando llegue al capítulo sobre la Corona. El Parlament respondió a ese discurso con una declaración política en la que reprobaba el acto regio.

El asunto acabó en el Tribunal Constitucional, que respondió con una de las sentencias más vergonzosas que ha tenido el honor de evacuar tan insigne órgano, y mira que tiene auténticas joyas. En ella se argumentaba que el Parlament catalán carece de competencias para «censurar» los actos reales, y que por tanto las declaraciones en ese sentido son una invasión competencial y un ataque a la propia forma de Estado de nuestro querido país. Ahí es nada, ¿eh?

Por eso digo que el Tribunal Constitucional no da puntada sin hilo. ¿Para qué vale una sentencia semejante? A priori para nada. Pero el hecho es que el Parlament catalán, presidido por Torrent, reiteró su posicionamiento antimonárquico hasta dos veces, una en julio de 2019 y otra en noviembre del mismo año. En ese momento el independentismo estaba muerto: los líderes del procés estaban en la cárcel o en fuga, y de lo que se trataba era de hacer como que nada había sucedido para recuperar un poco la normalidad. Aun así, el Tribunal Constitucional anuló la declaración republicana de julio y prohibió nuevas aprobaciones.

Así pues, cuando en noviembre se planteó y aprobó la nueva declaración republicana (junto con otra sobre la autodeterminación), el Tribunal Constitucional le pidió al Ministerio Fiscal que procediera por un delito de desobediencia. Es este el juicio que empieza a tramitarse ahora. Y lo más probable es que Torrent acabe condenado, porque de hecho ha desobedecido órdenes directas del Tribunal Constitucional, e incluso maniobró para aprobar esta resolución antes de que se le comunicara su suspensión.

El delito de desobediencia es, pese a que solo tiene tres artículos en el Código Penal, una de las piezas claves del sistema constitucional.

-             El artículo 410 castiga a aquellas autoridades o funcionarios públicos que se nieguen a cumplir resoluciones judiciales o decisiones de la autoridad superior, salvo que estas sean claramente ilegales (1). La pena es de 3 a 12 meses de multa y de 6 meses a 2 años de inhabilitación para cargo público.

-             El artículo 411 contiene una conducta más grave: la desobediencia reiterada. Si una autoridad sigue incumpliendo las órdenes de sus superiores cuando estos ya han desaprobado su conducta desobediente previa, le cae una pena de 12 a 24 meses de multa y de 1 a 3 años de inhabilitación para cargo público.

-             El artículo 412 contiene una figura hermana de la desobediencia: la denegación de auxilio a la Administración de Justicia u otro servicio público (cuando se lo requiriera la autoridad competente), o a un particular que se lo solicite (cuando su cargo le obligue a prestarlo).

 

Como podrá comprenderse, estos artículos, sobre todo el primero, son la única manera de mantener la obediencia de la Administración hacia las resoluciones de los tribunales. Si una autoridad o funcionario desobedece a un superior, dentro de la Administración hay mecanismos suficientes para castigarlo: el régimen disciplinario. Pero si desobedece a un juez, el único medio para restaurar la legalidad es este delito de desobediencia.

Cabe notar que la imputación de un delito es siempre individual. Así que, por ejemplo, si una Administración no paga una indemnización a la que le ha condenado un juez, no se imputará como desobediente a esa Administración (en abstracto), sino a los concretos funcionarios y autoridades responsables del impago. A personas con nombres y apellidos. La amenaza de algo así pone las pilas a cualquiera. El Tribunal Constitucional no es un órgano judicial pero sí emite resoluciones obligatorias, y por ello tiene sentido la aplicación del tipo penal de desobediencia si cualquier autoridad las incumple.

Pero claro, hay una diferencia sustancial entre el Tribunal Constitucional y un órgano jurisdiccional. Las sentencias de órganos jurisdiccionales pueden ser corregidas en instancias superiores. Hay primera instancia, segunda instancia, casación, e incluso recurso al TC y al TEDH para los casos más graves. Es menos probable que una barbaridad permanezca, porque el caso lo ve más gente. En el Tribunal Constitucional, por el contrario, solo hay doce magistrados (a veces menos) decidiendo cuestiones que afectan a todos, y esas sentencias no las va a revisar nadie salvo que afecten a derechos fundamentales y lleguen al TEDH. Y, para entonces, en España ya se habrán ejecutado.

Al final el Tribunal Constitucional no es más que un recinto cerrado de doce señores (a veces se les cuela alguna señora (2)) a quienes nadie va a cuestionar salvo, muy de vez en cuando, el TEDH. En un entorno así, es vital mantener fuertes los controles internos para evitar la deriva del órgano y de su jurisprudencia. No parece que sea así. La división entre magistrados progresistas y conservadores, la baja calidad jurídica de algunos de sus miembros y el aumento de competencias del órgano juegan en su contra. Y sí, sé que es la segunda vez en un mes que me quejo de esto, pero, como bien ha dicho uno de sus magistrados, la deriva de este órgano produce fatiga intelectual.

Lo único que tiene un órgano de este tipo es su autoridad. Y esa autoridad se la da la calidad técnica de sus sentencias, que deben proteger la Constitución pero también facilitar el encaje de todo el mundo en el sistema constitucional y favorecer una interpretación garantista y extensiva de los derechos fundamentales. Si se desvía de esa función, si se convierte en el guardia de la porra de un sistema que se hunde, entonces pierde toda su legitimidad. Cuando el régimen del ’78 se vaya al carajo, se llevará con él al Tribunal Constitucional y a toda su jurisprudencia.

Y, la verdad, a estas alturas del partido, no seré yo quien lo lamente.

 

 

 

 

 

 

 

(1) Gracias a este límite un funcionario no puede alegar obediencia debida ante órdenes manifiestamente ilegales, como la de torturar a un sospechoso. Un policía que tortura a instancias de su superior es claramente culpable.

(2) Ese «a veces» es literal: 6 mujeres de un total de 63 miembros que ha tenido el órgano. Menos de un 10%.

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martes, 27 de julio de 2021

Anulando una sentencia bifóbica

Si las apelaciones sirven de algo, es por cosas como estas. El abogado valenciano Javier Vilalta, cuyo matrimonio había sido declarado nulo por un Juzgado valenciano, ha obtenido satisfacción en la Audiencia Provincial. Se levanta la nulidad del matrimonio y, sobre todo, se elimina la indemnización de 3.000 € establecidos a favor de la exesposa de Vilalta, que era lo más sangrante de todo.

Ya hablé de este caso en su momento. Por si alguien no lo recuerda, se trata de ese hombre que fue demandado de nulidad matrimonial debido a que su exesposa creía que era homosexual. La posible sentencia ya no podía romper el vínculo matrimonial (que había quedado disuelto por divorcio muchos años antes), pero sí podía determinar que se decretara que dicho vínculo no había existido nunca. Porque nulidad significa eso: inexistencia de raíz, desde el origen.

En mi artículo de octubre yo terminaba confiando en que le darían la razón a Vilalta. Antes de que terminara el mes tuve que comerme mis palabras, cuando la jueza de primera instancia decretó la nulidad del matrimonio. Me encantaría poder leer esa sentencia (que, al ser de un simple Juzgado, no está en CENDOJ), porque lo que ha trascendido de ella es bastante increíble. Por lo que se ha publicado en prensa, la jueza no apreció mala fe en la «ocultación» de Vilalta ni entendió que su matrimonio fuera una mera pantalla social. Y, sin embargo, decretó la nulidad por la causa prevista en el artículo 73.4 CC: error en las cualidades personales del otro cónyuge que, por su entidad, hubieran sido determinantes de la prestación del consentimiento.

Según la jueza de instancia, y siempre de acuerdo con lo que dice la prensa, la orientación sexual de tu cónyuge es una de esas circunstancias esenciales que, si se engaña sobre las mismas, permite anular el matrimonio. Esto quizás podría aceptarse acerca de la homosexualidad, pero no sobre la bisexualidad: si tu cónyuge es bisexual (es decir, puede realizar contigo ese ayuntamiento carnal que tan importante parece cuando hablamos de matrimonio), realmente, ¿a ti qué te importa su orientación? Por supuesto, Vilalta intentó alegar su bisexualidad, pero a la jueza no le pareció suficiente.

Ahora esta sentencia se ha revocado. Por desgracia, el texto de la resolución de la Audiencia Provincial tampoco ha trascendido aún. Y es una pena, porque a mí me gustaría conocer cuáles han sido las razones de la revocación. Hay dos opciones: que la Audiencia Provincial considere probada la bisexualidad de Vilalta o, por el contrario, que impugne todo el argumentario de la jueza de instancia y rechace que la orientación sexual sea una de esas circunstancias que permiten anular el matrimonio si se miente sobre ellas.

El alcance de ambos argumentos sería muy distinto. La doctrina de que la homosexualidad ocultada del cónyuge permite anular el matrimonio es vieja, muy vieja. Es uno de los casos clásicos de aplicación del artículo 73.4 CC. Si la Audiencia Provincial se ha limitado a apreciar la bisexualidad de Vilalta no pasaría nada, pero si ha anulado todo el argumento de primera instancia sería un avance importante en la interpretación de este artículo. Al menos importante en cuanto a su fondo, porque tampoco es que haya muchos casos de estos.

Al final, que Vilalta tenga que estar paseándose por los tribunales para probar que no es homosexual sino bisexual es un ataque LGTBfobo en sí mismo. Lo es, en primer lugar, por lo difícil que resulta esa prueba. Si Vilalta se hubiera acostado con hombres pero no hubiera estado con más mujeres que su ex esposa, de repente esa relación ya no bastaría para probar su bisexualidad, porque precisamente se le está acusando de haberla fingido. Pero si hubiera estado con más mujeres, ¿por qué tendría que traerlas a declarar? ¿Por qué tienen que verse en el trámite de explicar, ante dos abogados y un juez, cuál fue el tipo y calidad exactos de las relaciones que tuvieron con Vilalta? ¿Dónde queda el derecho a la intimidad?

Todo este proceso se reduce a esto: las identidades son, en general, mucho más líquidas y porosas de lo que nos solemos creer. Son etiquetas, trajes de talla única que sirven para dar una idea rápida de quiénes somos, para reivindicar derechos y para buscar contenido afín en Internet. Pero no describen, ni siquiera de forma parcial, la historia ni las prácticas de la persona. A esta idea remiten términos de nuevo empleo como «sáficas» y «aquileos»: mujeres que tienen relaciones afectivo-sexuales con mujeres y hombres que tienen relaciones afectivo-sexuales con hombres, respectivamente, sin necesidad de entrar en su orientación sexual, en si son asexuales o alosexuales, en con quién más tienen relaciones, en estereotipos o en expectativas.

Y es que términos más tradicionales, como «homosexual» o «bisexual», que se supone que también describen solo prácticas, están cargados de connotaciones y estereotipos que muchas veces no reflejan bien la realidad de quien se identifica con esas etiquetas. Estoy bastante seguro de que al caso de Vilalta va por ahí. Su exesposa pudo aceptar que tuviera otra pareja hombre (al parecer la conocía, ya que los excónyuges estaban en buenos términos), pero le demandó de nulidad cuando supo que Vilalta había estado con hombres «antes, durante y después del matrimonio». Convirtió un caso de cuernos -reprobables, sin duda- en una situación en la que un hombre homosexual se había casado con ella para conseguir cierto estatus social. Lo cual llevó a este a intentar probar su bisexualidad delante de un juez.

Pero claro, si las etiquetas apenas sirven para describir lo que hace el sujeto, ¿cómo podemos usarlas en un juicio? Javier Vilalta es un hombre que tiene relaciones afectivo-sexuales con otros hombres, y además las ha tenido con al menos una mujer, su ex esposa. Aun suponiendo que las relaciones sexuales previas al matrimonio hayan ido más allá de «escarceos adolescentes» (como las define él), ¿de verdad son una circunstancia esencial de la persona cuya ocultación conlleva nulidad matrimonial? ¿Es que ahora tendremos que confesar todo nuestro historial sexual al casarnos, para que nuestro cónyuge valore si hay cosas que no le gustan? ¿De verdad algo así es determinante de la prestación del consentimiento? ¿En serio pesa más que su relación -real en el momento del matrimonio- con la que fue su esposa? Yo diría que no a todas esas preguntas. Y ello sin pronunciarme sobre si Vilalta es o no es homosexual y sin pretender traer a sus parejas mujeres a declarar al juicio.

La anulación de la sentencia de instancia es una buena noticia. Esperemos que la ex cónyuge no intente seguir recurriendo y que acepte, de una vez, que las cosas son más complicadas de lo que parecen.

 

 

 

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martes, 20 de julio de 2021

El Tribunal Constitucional y el estado de alarma

La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma está provocando muchas reacciones. Tal es así que, con solo una nota de prensa y cuatro frases filtradas sin contextualizar a El País (sí, pese a todo lo que has leído sobre el tema, la sentencia aún no está publicada en ninguna parte), ya hay reacciones, artículos de prensa, hilos de Twitter y un debate muy arduo sobre la legitimidad democrática del TC y sobre las diferencias entre figuras legales. Yo, que no quiero ser menos, quiero sumarme a ese debate. No sobre la sentencia, claro (no he podido leerla, por lo que ya he dicho) sino sobre todo lo que lo ha rodeado.

En marzo de 2020, el Gobierno se enfrentaba a una cuestión difícil. Había una pandemia que provocaba varias decenas de muertos al día y miles de hospitalizaciones que amenazaban con colapsar el sistema hospitalario. Los expertos decían que era necesario establecer una cuarentena: evitar que la gente saliera de casa salvo para cuestiones esenciales. Para ello, el Gobierno decidió echar mano de los estados excepcionales previstos en la Constitución.

Descartado el estado de sitio (el más grave de los tres), quedaban dos: el estado de alarma y el estado de excepción. Como sabemos, escogió el estado de alarma. Y a priori parecía buena idea, ya que uno de los presupuestos que permiten declarar el estado de alarma es, como bien dice el artículo 4.b de su ley reguladora, «Crisis sanitarias, tales como epidemias». Eso era lo que había en marzo de 2020.

Pero una norma no solo tiene presupuestos habilitantes, sino consecuencias jurídicas. Y las consecuencias jurídicas del estado de alarma son también claras: tanto la Constitución como la ley reguladora deja claro que no puede suspender derechos fundamentales. Se pueden tomar medidas como «Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos», que ciertamente inciden sobre derechos fundamentales (más en concreto, la libertad de circulación del artículo 19 CE), pero que no implican su suspensión.

Aquí está la crítica al estado de alarma, que lleva haciéndose desde marzo de 2020, que yo comparto en cierta medida y que ahora el TC parece que avala: que una limitación de derechos como la que se dio en marzo de 2020 (y en las sucesivas prórrogas) es tan intensa que puede hablarse de verdadera suspensión del derecho. Recordemos el artículo 7.1 del decreto de estado de alarma, precepto ahora anulado: durante las 24 horas del día, solo se podía salir a la calle por motivos tasados, como adquirir alimentos, ir al trabajo, acudir al hospital o cuidar a dependientes.

La discusión entre qué medidas son limitación y cuáles son suspensión del derecho no es fácil ni es una ciencia. Debe hacerse caso por caso, y atendiendo a conceptos como la recognoscibilidad: lo que queda después de aplicar las medidas, ¿sigue siendo reconocible como libertad de circulación? Parece que el Tribunal Constitucional entiende que no, y podemos entender por qué lo dice: si solo puedo salir de mi casa por razones tasadas -y además tan estrictamente tasadas-, está claro que ya no tengo libertad de circulación (1).

Entonces, cae de suyo decir que el estado de alarma no es la herramienta adecuada y que debería haberse acudido al de excepción, que sí contempla la suspensión del derecho fundamental a la libre circulación, tanto en su configuración constitucional como en la legal. En efecto, el artículo 55.1 CE permite suspender la libre circulación cuando se acuda a este mecanismo. Tiene razón el TC, ¿no?

Pues tampoco está tan claro. Porque en el estado de excepción nos pasa lo contrario de lo que nos sucedía con el de alarma: las consecuencias jurídicas son las que queremos, pero los presupuestos habilitantes no cuadran con la crisis del COVID. En efecto, este estado solo se puede declarar «Cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para restablecerlo».

Ya en los primeros meses del confinamiento pude leer artículos que intentaban cuadrar, a veces incluso a martillazos, lo que estaba sucediendo con esta previsión legal. Es difícil. Como mucho se podría decir que el COVID-19 afectaba al «normal funcionamiento (…) de los servicios públicos esenciales para la comunidad», porque colapsaba los hospitales. Pero para declarar el estado de excepción es necesario que este normal funcionamiento se vea tan gravemente alterado que no pueda restaurarse por medios ordinarios.

¿Debería el Gobierno haber permitido que la situación se degradara hasta este punto? Ni siquiera voy a hablar del coste político, que resulta obvio. Es más simple. Los poderes públicos tienen la obligación de velar por la salud pública. Una decisión consistente en dejar de emplear las potestades extraordinarias porque estás esperando a que la cosa se hunda hasta que estén claramente justificadas no es una decisión aceptable.

En marzo de 2020, entonces, el Gobierno se enfrentaba a una papeleta compleja. Debía actuar ya, no solo porque se lo pedían todos (incluso el propio partido nazi cuyo recurso ahora ha anulado el estado de alarma) sino porque era su responsabilidad jurídica. Era obvio que procedía un estado excepcional. Pero los dos caminos tenían problemas: estábamos en el presupuesto habilitante del estado de alarma, pero esa figura no llegaba a lo que queríamos; no estábamos en el presupuesto habilitante del de excepción, que era el que permitía tomar las medidas necesarias.

En ese sentido, el estado de alarma fue el mal menor. Y lo fue por varias razones:

  • Es más rápido. El estado de alarma lo declara el Gobierno. El estado de excepción lo propone el Gobierno y lo acepta el Congreso después de introducirle los cambios que quiera.
  • Puede durar más. El estado de excepción tiene una duración de 30 días prorrogables por otros 30. Tras esa prórroga, supongo que se podría haber intentado una nueva declaración, pero aquello habría estado cerca del fraude de ley. El estado de alarma, por el contrario, dura 15 días y luego se puede renovar las veces que haga falta y por el tiempo que haga falta. Ya estaba la experiencia del estado de alarma de 2010, por la crisis de los controladores, que se renovó por un mes sin que nadie pusiera pegas.
  • Es la herramienta pensada para crisis sanitarias. El estado de excepción está pensando más en insurrecciones civiles y otros atentados al orden público. En este sentido, un cierto exceso en las medidas tomadas con la herramienta correcta no es tan grave como la aprobación de una medida mucho más autoritaria y potencialmente más lesiva.

 

Creo que, en marzo de 2020, el Gobierno no podía hacer otra cosa que declarar el estado de alarma. Y por ello pienso que, atendiendo al caso concreto y ponderando los intereses en juego, el TC debería haber declarado constitucional su aplicación. Limitar un derecho fundamental hasta que se parece a una suspensión es grave, sin duda, pero peores habrían sido cualesquiera otras alternativas, incluida la inacción.

Para terminar, dos palabras sobre los otros dos actores del conflicto. En primer lugar, el partido nazi siempre en su línea: reclamó el estado de alarma, votó a favor de su primera prórroga y luego lo ha recurrido y ganado. Una nueva muestra de deshonestidad institucional, similar a otras muchas a las que ya nos tiene acostumbrados.

En cuanto al Tribunal Constitucional, no voy a detenerme en el hecho de que, tras la destitución de Valdés (magistrado del «bloque progresista», ahora mismo juzgado por violencia de género), el órgano está dominado por los conservadores. Quiero hablar de otra cosa. Se ha dicho estos días que la decisión del TC ha sido antidemocrática, porque se ha adoptado por una mayoría escasa, de seis votos a favor contra cinco en contra.

La cosa es que la propia existencia del Tribunal Constitucional, aunque adopte sus decisiones por unanimidad, es antidemocrática. Esto se ha denunciado desde la aparición de esta clase de órganos, en los años ’30: que una mayoría de magistrados no elegidos, a veces (como en este caso) muy exigua, pueda imponerse al legislador democrático, es claramente un límite a la democracia.

No, el problema no es que el Tribunal Constitucional no sea democrático: ese es un precio que pagamos por una mayor separación de poderes. El problema es que el Tribunal Constitucional español es muy malo. No es ya solo esa división tan sonrojante entre magistrados «progresistas» y «conservadores», qué va. Esa división podría tener un pase si estos magistrados no fueran, en general, absolutas nulidades jurídicas, algunas veces demasiado conectados con la sede de aquellos partidos que les nombraron. Así salen esas sentencias, todas cortadas por el mismo patrón: muchos argumentos y un lenguaje jurídico suave y preciso para acabar defendiendo lo que Alana Portero ha denominado «pantomima de lo razonable».

El Tribunal Constitucional es el guardia de la porra de un sistema que se descompone, y sus decisiones lo corrompen más que apuntalarlo. Hoy es esto, mañana será otra cosa. Cada vez es menos creíble todo lo que hace y dice. Y es un problema, porque es el único órgano que puede enmendarle la plana al legislador, el supremo garante de nuestros derechos fundamentales y la autoridad que expulsa del derecho a cualquier norma (y hasta a cosas que no son normas) que considere oportuno. Se supone que debería tener la autoridad que da la sabiduría y el depurado conocimiento técnico.

Esto, hoy en día, no es así. Y no parece que vaya a serlo próximamente.

 

 

 

 

 

 

(1) No se puede decir lo mismo del estado de alarma de octubre, por cierto. Este era mucho más leve, porque solo imponía el toque de queda durante siete horas al día. 



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jueves, 8 de julio de 2021

Seguridad nacional

 La última polémica artificial montada por los fascistas para socavar al Gobierno ha quedado eclipsada por el asesinato homófobo de A Coruña, pero tenía pinta de ir a ser muy jugosa. ¡El Gobierno del malvado Perrosanxe prepara una nueva ley que permitirá someter a los españoles a trabajos forzosos y quitarles sus bienes! ¡Nada menos! Luego, cuando uno escarba en la noticia, ve que en realidad no hay ni un solo documento publicado, por lo que cualquier análisis de la bondad o maldad de la reforma de la Ley de Seguridad Nacional tendrá que esperar a que los tengamos.

Y sí, he dicho «reforma», porque la Ley de Seguridad Nacional es una ley que se aprobó en 2015 (gobernaba el PP) con el objetivo de coordinar distintos aspectos relativos a la defensa del territorio y la ciudadanía: estados excepcionales (alarma, excepción y sitio), defensa nacional, funcionamiento de las FCSE, protección de la seguridad ciudadana y de las infraestructuras críticas, acción exterior del Estado o incluso seguridad privada. La idea, siempre según la exposición de motivos de esta ley de 2015, es que las amenazas al país están sujetas a constante mutación y es necesario tener un sistema flexible que lo abarque todo.

La seguridad nacional es un «espacio de actuación pública nuevo, enfocado a la armonización de objetivos, recursos y políticas ya existentes en materia de seguridad». Conseguir esta seguridad nacional debe ser, según la norma, un objetivo compartido por todas las Administraciones, pero también por empresas y sociedad civil. En definitiva, que esta idea de implicar a los particulares en tareas de seguridad está ya en la propia norma vigente. Resulta muy revelador al respecto el artículo 5, que habla de promover una «cultura de Seguridad Nacional que favorezca la implicación activa de la sociedad en su preservación y garantía», para lo cual se harán campañas de sensibilización e información.

La ley de 2015 tiene un marcado carácter coordinador. Como dice la exposición de motivos, «no afecta a la regulación de los distintos agentes e instrumentos que ya son objeto de normas sectoriales específicas, sino que facilita su inserción armónica en el esquema de organización general». Vaya, que se supone que esta ley no modifica las normas sobre defensa, seguridad ciudadana o inteligencia (por poner tres ejemplos), sino que facilita su coordinación.

Uno de los conceptos más importantes es el de Estrategia de Seguridad Nacional, que es el marco de referencia de la política de seguridad nacional: analiza el entorno y los riesgos, define líneas de acción y promueve la optimización de recursos. La aprueba el Gobierno a instancias del presidente y dura cinco años. De hecho, toda la ley gira sobre la supremacía absoluta del Gobierno en materia de seguridad nacional: son el Gobierno y/o su presidente, apoyados por el Consejo de Seguridad Nacional, quienes establecen estrategias y declaran situaciones. ¿Y las Cortes? Bien, gracias. Por medio de una comisión mixta Congreso-Senado, debaten cuestiones de seguridad nacional, conocen la Estrategia de Seguridad Nacional ya aprobada y reciben una comparecencia anual del Gobierno. Decidir, lo que es decidir, poco.

Hay otros dos elementos interesantes en esta ley: el Sistema de Seguridad Nacional y las normas sobre gestión de crisis. El Sistema de Seguridad Nacional (SSN) es un conjunto de órganos, recursos y procedimientos previstos para esta materia. Es una estructura fundamentalmente analítica: debe evaluar los factores de riesgo, detectar necesidades, proponer medidas de planificación y coordinación, etc. Su director es el presidente del Gobierno y su órgano de trabajo es un Departamento de Seguridad Nacional creado en 2012 (también por el PP), que está adscrito a Presidencia y tiene rango de Dirección General.

Dentro del sistema la pieza central es el Consejo de Seguridad Nacional, una comisión delegada del Gobierno que se encarga de asistir al presidente. Dicta directrices, supervisa y coordina el SSN, analiza que se esté cumpliendo la Estrategia, aprueba un informe anual, propone normas, etc. Su composición la decide el Gobierno, pero como mínimo forman parte de él el presidente del Gobierno, los vicepresidentes y una buena cantidad de ministros, secretarios de Estado y cargos militares.

En cuanto a la gestión de crisis, se desarrolla a partir de una declaración de «situación de interés para la Seguridad Nacional»: se trata de una situación grave, de dimensiones amplias, urgente y que requiere medidas transversales para su resolución. La declara el presidente del Gobierno y, una vez declarada, la resuelven los distintos órganos integrados en el SSN. Y aquí viene una norma importante: es necesario solventarla con los medios ordinarios, sin que se suspendan los derechos fundamentales de los ciudadanos. Esto entronca con una especie de «estado de alarma blandito», porque en este tampoco se pueden suspender los derechos fundamentales, solo limitarlos o restringirlos.

Las normas sobre declaración de situación de interés siguen recordando a las del estado de alarma. El Real Decreto debe definir la crisis y el territorio al cual afecta, la duración de la misma, el nombramiento de una autoridad funcional y la fijación de sus competencias y, por último, la determinación de los recursos necesarios. ¿Y las Cortes? De nuevo bien, gracias: el Gobierno debe informar al Congreso de las medidas adoptadas y de la evolución de la situación. Esto ya no es tan parecido al estado de alarma: aquí el Congreso no tiene ninguna facultad de prórroga.

 

¿Y cómo se financia todo esto? El Sistema, la gestión de las crisis… ¿quién lo paga? Pues en realidad no queda muy claro. Lo que sí sabemos es que el texto actual, el que está en vigor, ya permite recabar «recursos humanos y materiales» de titularidad privada. Existe un catálogo de recursos humanos y de medios materiales de sectores estratégicos, y también planes para capacitar a las personas y adecuar medios e instalaciones públicos y privados. Cualquiera puede ver que estas normas son muy abstractas y generalistas. Por ello, la DF 3ª de la ley obliga al Gobierno a que, en el plazo de un año, proponga una ley sobre «preparación y disposición de la contribución de recursos a la Seguridad Nacional».

Como siempre, en España la provisionalidad es ley. Ese año ya se ha cumplido sobradamente (recordemos que la ley es de 2015) y ningún Gobierno, ni popular ni socialista, ha propuesto tal ley. Y resulta que es justo esa ley la está preparando ahora el Ejecutivo, y la que ha provocado revuelo. Según la nota de prensa se trata de una modificación de la ley de 2015 con el objetivo de «reforzar los mecanismos a disposición del Estado para acceder a los recursos necesarios para la gestión de crisis». ¡Justo lo que le manda hacer la DF 3ª del texto en vigor!

El enfoque de la «seguridad nacional» me parece pésimo. Consiste, en esencia, en dotarse para responder a las crisis de una serie de mecanismos especiales que van más allá de los previstos en la Constitución para este mismo objeto. Hablamos, ya hemos visto, de una especie de pseudo-estado de alarma sin control parlamentario. Pero, una vez que hemos aceptado este enfoque (y el PP debe de haberlo aceptado, puesto que aprobó la ley de 2015), las medidas concretas a tomar no parecen tan graves.

Se ha hablado de requisas temporales de bienes, de ocupación temporal de bienes o industrias y de la suspensión de actividades. Todas ellas son medidas ya previstas para el estado de alarma y que no son particularmente problemáticas a nivel legal, ya que al fin y al cabo la propiedad está sometida a su función social y no es un derecho fundamental. En cuanto a la posibilidad de imponer prestaciones personales sin indemnización (vaya, trabajo obligatorio no remunerado), resulta que es algo que ya está previsto en el artículo 30.4 CE y desarrollado en normas como la ley de protección civil o la ley de haciendas locales. Incluso cosas como la función de jurado o de mesa electoral podrían entrar aquí.

No hablo demasiado de los pormenores de la reforma porque, como ya he dicho, no la conocemos. Sin duda reforzará los poderes del Estado para dotarse de recursos con los que responder a las crisis de seguridad nacional. Serán medidas legales pero peligrosas en malas manos, y por ello será muy cuestionable la ausencia de control parlamentario. Pero todo esto son preocupaciones que nos competen a los ciudadanos: el PP, que aprobó el marco legislativo que esta nueva norma viene a desarrollar, no tiene derecho a quejarse.

 

 

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