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miércoles, 29 de junio de 2022

El aborto en EE.UU.

La horrorosa sentencia del Tribunal Supremo de EE.UU., en la que elimina el derecho federal al aborto, nos ha dejado con el pie cambiado. La devolución de tal competencia a los Estados (que, en muchos casos, tenían diversos tipos de «cláusulas gatillo» que ilegalizaban el aborto de forma automática si Roe v. Wade era revocada) es un mazazo para todas las personas con capacidad de gestar. Supone tal retroceso de derechos que creíamos consolidados que no podemos más que tomarlo como una señal muy seria de advertencia. Como si hicieran falta señales, por otro lado. 

Una vez pasadas la estupefacción nos queda preguntarnos cómo ha sido posible algo así. ¿Cómo ha podido ocurrir? Bueno, parte de lo sucedido tiene que ver con su diseño institucional, un sistema absolutamente kafkiano que ellos defienden con una pasión digna de mejor causa. Vamos a verlo un poco y entenderemos cuál es el origen de esta nefasta sentencia, que no es otro que el siguiente: el sistema constitucional estadounidense (pensado para una minoría de varones blancos ricos y esclavistas) ha evolucionado muy poco, en su núcleo, desde 1787.

Reino Unido no tiene una Constitución codificada. En el sistema británico, el Parlamento es el legislador supremo y todas sus leyes forman parte de la Constitución, junto con sentencias, prerrogativas, convenciones y otras prácticas no escritas. Este sistema tiene la ventaja de que es muy adaptable, pero la desventaja de que una mayoría coyuntural puede hacer cambios importantes en la estructura del país. No existe ningún freno a los actos del Parlamento: como afirma el viejo dicho, el Parlamento puede hacerlo todo salvo convertir a una mujer en un hombre.

Cuando se produjo la revolución estadounidense, este sistema se consideraba atrasado. Lo que triunfaba dentro de los círculos más avanzados (es decir, liberales) era la idea de una Constitución: un documento básico que estableciera los sistemas de frenos y contrapesos que debe haber entre los tres poderes y que hiciera una declaración de derechos. Los liberales dieciochescos, siempre tan preocupados de establecer un sistema institucional que evitase la tiranía, no querían que ninguna mayoría coyuntural se cargara el sistema. Además, las trece colonias tenían cada una su Constitución y existía la idea de que esta era superior a las leyes estatales.

En EE.UU. se adoptó de forma expresa este principio de supremacía constitucional. El Artículo Sexto de su Constitución establece expresamente que la Constitución es la «suprema ley del país», que los jueces estatales deben observarla aunque su propia Constitución estatal diga lo contrario y que los cargos públicos juran o prometen sostener la Constitución. No cabe, por tanto, ninguna duda.

Pero claro, la idea de una Constitución suprema y superior a la ley ordinaria nos lleva de inmediato al problema obvio: ¿quién determina que una ley ha vulnerado la Constitución? El poder legislativo, que es quien representa directamente al pueblo, no puede ser, porque es quien acaba de aprobar esa ley. El ejecutivo tampoco, esta clase de cosas quedan muy lejos de su función. ¿Entonces? En Europa inventamos un siglo después los Tribunales Constitucionales, como organismo al margen del sistema encargado de esta tarea, pero en EE.UU. estaban empezando con el constitucionalismo moderno y tuvieron clara la opción: es el poder judicial quien debe pararle los pies al legislativo.

Esta idea no aparece en ninguna parte de la Constitución, quizás porque estaba tanto en el trasfondo de la época que no se consideró necesario (en algunas de las colonias sus jueces ya habían anulados leyes por inconstitucionales). Tuvo que ser el propio Supremo, en 1803, en la famosa sentencia Marbury v. Madison, el que se atribuyera la competencia. La cosa estaba clara: si la Constitución es la norma suprema del ordenamiento y el poder judicial debe hacerla cumplir, resulta que es labor del poder judicial analizar la constitucionalidad de las leyes.

Y ojo, que estoy diciendo «del poder judicial» y no «del Tribunal Supremo». Una característica del control de constitucionalidad en EE.UU. es que está descentralizado: no hay un gran órgano con competencias de revisión constitucional (como son los Tribunales Constitucionales europeos) sino que cualquier juez puede entender que una ley es contraria a la Constitución e inaplicarla, eso sí, solo en ese caso concreto. El Tribunal Supremo es el que fija, por vía de apelación y con efectos universales (ya no solo en ese caso concreto), si una ley es constitucional o no.

Esto les da a los jueces un poder enorme. Y más aún porque la Constitución de EE.UU. es increíblemente esquemática, lo cual significa muy interpretable: tiene un cuerpo principal que es básicamente un pequeño resumen del sistema de gobierno y luego 27 enmiendas, que añaden derechos, adaptan la norma a las circunstancias o regulan asuntos concretos. Nada más. No hay, por ejemplo, una distribución de competencias entre el nivel federal y los estatales, ni una declaración completa de derechos.

Es por eso que el control del Tribunal Supremo se ha convertido en el caballo de batalla de esta época: Trump presionó a Obama para que no nombrara jueces que le tocaban en su mandato y a cambio él designó todos los que pudo, siempre de su cuerda ideológica. Porque sí, en EE.UU. es el presidente quien nombra a los jueces del Tribunal Supremo, y el cargo de juez (federal o no) es vitalicio mientras se observe buena conducta: nombrar jueces conservadores y relativamente jóvenes es una forma de asegurarse el control del país contra un ejecutivo o un legislativo progresista. Históricamente esta es una maniobra más del poder.

Así, vayamos a Roe v. Wade, la sentencia de 1973 que estableció que hay un derecho federal al aborto. Roe era una mujer tejana que quería abortar; Wade, el fiscal del distrito, se oponía. Los tribunales le fueron dando la razón a Roe hasta que al final el Supremo lo confirmó. Pero lo confirmó con un razonamiento curioso. La Constitución no incluye el derecho a la intimidad (recordemos, norma escueta y con una declaración de derechos fragmentaria), pero sí reconoce el derecho al debido proceso, es decir, el derecho a no perder vida, libertad ni propiedad sin el debido proceso legal. Pues bien, a partir de ahí el Tribunal Supremo postuló la existencia de un derecho a la intimidad y, con base en este, un derecho federal al aborto en los primeros meses.

Esto era la base del derecho federal al aborto: una sentencia. El legislador federal nunca aprovechó esta doctrina para regular este derecho y darle unas bases más fuertes. Y así, pasa lo que pasa, que lo que un Tribunal Supremo se inventó otro se lo puede desinventar. La doctrina establecida la semana pasada dice, de forma muy resumida, que la norma del debido proceso se ha usado para reconocer derechos que no existen en la Constitución, pero «cualquier derecho de este tipo debe estar profundamente arraigado en la historia y tradición de esta nación e implícito en el concepto de libertad ordenada». El aborto no lo está y Roe v. Wade estuvo equivocada desde el principio. Lo que significa «arraigo profundo en la historia de la nación» no queda claro, pero uno de los jueces ya ha firmado una opinión concurrente en la que pide cargarse otros derechos que tenían el mismo fundamento, como la anticoncepción, la libertad sexual o el matrimonio igualitario.

Creo que ha quedado bastante claro cómo ciertas características del sistema federal estadounidense han propiciado esta sentencia: el esquematismo y la antigüedad de la Constitución dejan mucho margen a la interpretación, que puede variar; los jueces tienen mucho poder para iniciar casos constitucionales que tiene luego que resolver el Supremo; el nombramiento presidencial de jueces vitalicios lleva al control político de los cargos. El resultado son sentencias con más contenido político que jurídico, como lo ha sido esta o como lo fue Roe en su momento. Es lo que tiene que las líneas fundamentales de tu sistema político no hayan variado en más de dos siglos, que todas las lecciones aprendidas en otros sistemas constitucionales te resultan ajenas.

En Europa, en principio, estamos más seguros. Nuestras Constituciones son más largas y más concretas, y nuestros Tribunales Constitucionales, si bien tienen elección política, también tienen plazos de mandato y renovaciones parciales. Como vimos hace unas semanas, el de España se renueva en un tercio cada 3 años y el cargo de cada magistrado dura 9. Ese sistema impide, en teoría, que nadie controle el sistema a futuro. Claro, luego ves el sistemático bloqueo del PP, que el Gobierno está intentando saltarse como puede (la vía actual parece ser reformar su propia reforma y permitir que el CGPJ en funciones elija magistrados del TC), recuerdas que precisamente la ley del aborto lleva 12 años en un limbo sin que se resuelva el recurso… y se te retuerce un poco la tripa ante las supuestas seguridades europeas.

Al final, el problema aquí es que los procesos de control constitucional tienen escasa legitimidad democrática. Si una ley ha sido aprobada por una mayoría de parlamentarios (que representan, se supone, a una mayoría del pueblo), ¿por qué la tiene que echar para atrás un órgano no democrático que afirma que es contraria a la Constitución? Las decisiones de los órganos de control constitucional no suelen tomarse por unanimidad, y a veces tienen que hilar muy fino para determinar si una ley es constitucional o no. Entonces ¿por qué esa mayoría de un órgano de control no democrático (6 jueces en el caso de la sentencia que comentamos) puede imponerse a la mayoría parlamentaria?

Estos problemas son inherentes a cualquier forma de control constitucional, que, a su vez, es necesaria si se establece la supremacía de la Constitución. No es algo ni mejor ni peor, sino una característica del sistema. Pero sí que es un riesgo, porque, cuando vuelve el fascismo (y el fascismo siempre vuelve), le basta con controlar a muy pocas personas para hacerle la vida imposible a buena parte de la población.

En nuestras manos está el evitarlo.

 

 

 

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martes, 14 de junio de 2022

Antecedentes penales

Un tuit del Ministerio de Justicia en el que explica el procedimiento para cancelar antecedentes penales ha molestado mucho al facherío de esta red social. ¿La razón? Que el tuit está orientado a extranjeros que quieren obtener el permiso de residencia o la nacionalidad y se encuentran con que sus antecedentes son un problema. El mensaje se ha llenado de respuestas con la vomitera de «el extranjero violador al que le regalan la nacionalidad», que es ya la respuesta esperable en esta clase de asuntos. 

Así que vamos a hablar un poco de los antecedentes penales.

 

¿Qué son los antecedentes penales?

Los antecedentes penales son la inscripción en un único registro de todas las condenas penales que pesan sobre una persona. Cada vez que alguien es condenado por un delito, esta condena se inscribe en el Registro Central de Penados y Rebeldes, que no es de consulta pública: solo pueden consultarlo el interesado y los trabajadores del sistema judicial (policías, jueces, etc.).

 

¿Qué no son los antecedentes penales?

No hay que confundir los antecedentes penales con los llamados antecedentes policiales, que no son más que el registro interno que lleva la Policía de las veces que una persona ha sido detenida, de por qué y de qué medidas se tomaron. Este registro, por cuanto es de actuaciones provisionales y no de condenas, no es relevante para nada.

Tampoco hay que confundir los antecedentes penales (o, más bien, su cancelación) con la prescripción de los delitos. En ambos casos hablamos de plazos, pero no es lo mismo. La prescripción de los delitos es el tiempo que tiene que pasar entre comisión del delito e inicio del procedimiento, de tal forma que si transcurre ese tiempo ya no se puede imponer la condena. La cancelación de antecedentes exige que transcurra un plazo desde el final del procedimiento. Hay alguna otra diferencia, como que no todos los delitos prescriben mientras que todos los antecedentes son cancelables, pero no son tan relevantes.

 

¿Qué delitos generan antecedentes penales?

Todos los delitos cometidos por mayores de edad generan antecedentes penales, desde el hurto más pequeño hasta el asesinato más grave. Antes de la reforma penal de 2015, que convirtió las faltas en delitos leves, estas faltas no llevaban aparejadas antecedentes penales, pero ahora sí.

Los delitos cometidos por menores se inscriben en un registro especial, que se tiene en cuenta para menos aspectos. Por ejemplo, las penas impuestas en ese registro no salen en el certificado de antecedentes penales, aunque sí en el certificado de delitos sexuales que se requiere para ciertos trabajos.

 

¿Qué consecuencias tiene tener antecedentes penales?

Los antecedentes penales impactan en muchos aspectos de la vida del sujeto. Puede ser relevante a efectos de futuras condenas (permiten la aplicación de la agravante de reincidencia, si el delito es similar), de suspensión de la pena (que solo es posible para delincuentes primarios), de cumplimiento de la sentencia (en muchas cárceles se separa a los delincuentes primarios de los reincidentes), etc.

Fuera del mundo penal y penitenciario, tiene también diversas consecuencias: inadmisión al funcionariado, obstáculos al tramitar el expediente de buena conducta e integración para acceder a la nacionalidad, denegación del derecho de asilo si es extranjero, prohibición de obtener un permiso de armas, imposibilidad de obtener un visado para ciertos países, denegación de la colegiación, prohibición de desempeñar ciertos puestos de trabajo, etc. Muchas de estas consecuencias se aplican solo por ciertos delitos. En general, cuanto más grave sea el hecho más restricciones hay.

 

¿Por qué se cancelan los antecedentes penales?

La cancelación de antecedentes penales es una medida básica de reinserción. Recordemos que la Constitución obliga a los poderes públicos a establecer mecanismos de reinserción. No se puede reinsertar a nadie contra su voluntad, pero sí es obligatorio dar posibilidades a quien quiera hacerlo. Muchas de las instituciones de nuestro sistema penal deben leerse bajo esta luz rehabilitadora.

La posibilidad de que el delito desaparezca de los archivos (al final, eso y no otra cosa es la cancelación de antecedentes) y deje de condicionar la vida de su autor es una forma bastante obvia de recompensar al que se ha reinsertado. Como vamos a ver de inmediato, para que se cancelen los antecedentes es necesario cumplir la pena y luego estar cierto tiempo sin delinquir, lo cual es un criterio razonable para decidir que lo que sucedió en el pasado no debe marcar la vida futura del delincuente.

 

¿Cómo se cancelan los antecedentes penales?

Para cancelar los antecedentes penales es necesario, en primer lugar, haber cumplido la pena. Cabe recordar que en España, salvo el indulto, no hay beneficios penitenciarios que acorten la duración de la pena: el tercer grado o la libertad condicional son periodos de cumplimiento de la condena (1), igual que la estancia en prisión en régimen cerrado u ordinario. Si alguien ha sido condenado a veinte años de prisión, hasta que no cumpla esos veinte años no podrá empezar a cancelar antecedentes penales. Por supuesto, si del mismo delito se derivan varias penas, se toma la mayor.

En caso de que la pena se haya suspendido, se toma como fecha del cumplimiento aquella que habría sido de no haberse decretado la suspensión. Lo explico: los delincuentes primarios que cometen delitos no muy graves (pena menor de 2 años en el caso general) pueden acceder a una suspensión de pena, lo que significa que no entran en prisión pero deben comprometerse a no delinquir y a cumplir otra serie de normas de conducta durante un periodo variable. Este periodo puede ser superior a la pena impuesta: por ejemplo, la pena puede ser de 6 meses y la suspensión durar 1 año. Pues, obviamente, se entiende que la pena quedó cumplida a los 6 meses de dictarse, que es cuando se habría cumplido de no haberse dictado la suspensión.

Hasta 2015 también era obligatorio haber abonado la responsabilidad civil (es decir, la indemnización por los daños causados por el delito) o, al menos, estar en proceso de hacerlo. Esto ya no es así.

En segundo lugar, para obtener la cancelación de antecedentes es necesario que pase cierta cantidad de tiempo desde que se cumplió la condena (ojo, no desde que se impuso: desde que se cumplió) y que, durante este tiempo, el condenado no cometa nuevos delitos. Este plazo va desde los 6 meses para delitos leves a los 10 años para los delitos graves. El famoso asesino y violador extranjero no podrá pedir la nacionalidad hasta que no permanezca sin delinquir 10 años desde que salió libre.

 

¿Qué novedades hay en este tema?

El tuit de la discordia era la explicación, por parte del Ministerio de Justicia, de cómo solicitar por vía electrónica la cancelación de antecedentes. Los escasos desinformados que han abierto el vídeo, también se han ofendido por la frase que dice que «se ha desarrollado un sistema robotizado de automatización que cancela de oficio la mayoría de penas que cumplen con los requisitos marcados». ¡Destinar dinero a esto! ¡Inaceptable! 

Es cierto. Es inaceptable. Es inaceptable que el Ministerio de Justicia vaya tan tarde. Que para saber si procede la cancelación de antecedentes solo es necesario contar un plazo y ver si la misma persona tiene condenas posteriores. Podría llevar una década automatizado. Como todo en Justicia, por otra parte, que es una rama del Estado cuya automatización es tardía y deficiente.

El mecanismo que se empleaba hasta ahora es el de la omisión de antecedentes: si alguien tiene unos antecedentes penales que deberían haber sido cancelados y no lo fueron, no se le tienen en cuenta. Pero claro, eso se aplica solo a causas penales: en otras cuestiones, como expedientes de nacionalidad, visados, permisos y demás, es necesario presentar un certificado de antecedentes limpio. Y es lo que se impulsa ahora: un procedimiento automatizado para que el certificado concuerde mejor con la realidad.

Qué grave, ¿eh?

 

 



(1) Esto no es exactamente así en el caso de la libertad condicional, pero, para lo que nos importa, un penado en libertad condicional no ha terminado de cumplir su condena.

 

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sábado, 11 de junio de 2022

La elección del Tribunal Constitucional

La historia del CGPJ okupa sigue coleando. Como sabemos, este órgano debería haberse renovado en 2018, pero no se hizo, en buena medida por presiones del PP, que lleva desde entonces bloqueando los nombramientos. Frente a un CGPJ amigo ¿qué importan minucias tales como la lealtad institucional hacia el Gobierno? Nada en absoluto, y menos para un partido tan abiertamente cortijero y desleal como es el PP. 

Este domingo, 12 de junio de 2022, termina el mandato de cuatro de los miembros del Tribunal Constitucional. Elegir a sus sucesores es vital para cargarse la mayoría conservadora del órgano. El problema es que el CGPJ está implicado en esta decisión, y eso significa que, mientras siga en funciones, no va a poder elegir a nadie. Y eso, a su vez, condiciona la elección que haga el Gobierno. Pero vamos por partes.

El Tribunal Constitucional es la pieza clave del sistema jurídico español. A veces se le llama «el legislador negativo»: si el legislador es el que introduce leyes dentro del sistema jurídico, el TC es quien las saca por apreciar que son contrarias a la Constitución. En esta función es inapelable: lo que diga va a misa. También es inapelable en otras competencias, como dirimir los conflictos de competencia entre órganos constitucionales o entre distintas Administraciones. Por último, es el supremo garante de los derechos fundamentales, aunque en este papel sí que cabe recurrir sus decisiones ante el TEDH.

Identificar quién es el órgano que manda de verdad en un sistema político no siempre es fácil. Una clave es preguntarse quién cabe revisar sus decisiones. Si no puede hacerlo nadie, si es la última instancia, entonces es que tiene un poder considerable. Es el caso del Tribunal Constitucional. Su composición es importantísima y, pasado el tiempo de los magistrados que producían sentencias de gran calidad técnica, no queda otra que repartírselo entre progresistas y conservadores. Lo que está intentando hacer el Gobierno ahora es, precisamente, romper la mayoría conservadora.

El Tribunal Constitucional está formado por doce magistrados: cuatro los elige el Congreso, cuatro el Senado, dos el Gobierno y dos el CGPJ. Es el reparto previsto en la Constitución, lo cual hace muy graciosos todos esos titulares que dicen que el Gobierno nombra «unilateralmente» a los dos vocales que le corresponden.

Para impedir que el Gobierno de turno controle el Tribunal Constitucional hay establecidos mandatos largos y renovaciones parciales. El cargo de cada magistrado del Tribunal Constitucional dura nueve años, pero el órgano se renueva por tercios. Así, en un momento dado el Senado elige a sus cuatro magistrados, tres años después el Congreso elige a los suyos y tres años después el Gobierno y el CGPJ eligen cada uno a los suyos. Cuando pasen otros tres años, el Senado reiniciará el ciclo. Si hay retraso al elegir cualquiera de estos tercios, a los nuevos magistrados se les descuenta el tiempo de retraso. Es decir, que los que deberían haber sido elegidos por el Congreso en 2019 pero acabaron por serlo en 2021 terminarán su mandato en 2028 y no en 2030.

Creo que ya se va entendiendo por dónde va el problema. Esta semana el mandato que termina es el de los cuatro magistrados que fueron elegidos hace nueve años por el CGPJ y por el Gobierno. Y, mientras que el Gobierno ya baraja nombres para sus dos propuestas, el CGPJ está paralizado. Quiero decir legalmente paralizado. No puede designar a sus dos magistrados del Tribunal Constitucional, ni a otros cargos que sería de su competencia nombrar.

¿Recordáis que hace año y medio el Gobierno estaba planteándose modificar la LOPJ para concretar el régimen del CGPJ en funciones? La idea era desactivar un poco el potencial dañino de un Consejo bloqueado, al quitarle la capacidad de hacer nombramientos. Ya hablamos de la propuesta, por la cual el PP puso el grito en el cielo, llamó a la Unión Europea e hizo las pantomimas habituales. Pues bien, salió adelante. Desde marzo de 2021, el CGPJ en funciones tiene atribuidas solo las tareas de puro trámite, entre las que no se incluye nombrar cargos constitucionales. Y, como no se ha renovado, el órgano sigue en funciones.

Esta ley, que coarta las atribuciones del CGPJ cuando está en funciones fue, por supuesto, recurrida ante el Tribunal Constitucional. Pero está en vigor hasta que este no se pronuncie. Así que ya tenemos armado el problema: de los cuatro vocales que tienen que entrar en esta renovación del TC, dos no pueden ser elegidos. El órgano que debe nombrarlos no tiene competencia para ello mientras esté en funciones. Ups.

Así que la pregunta se convierte en: ¿son posibles las renovaciones parciales del Tribunal Constitucional? Si el Gobierno elige a sus dos vocales y el CGPJ no elige (no puede elegir) a los dos suyos, ¿qué pasa? ¿Entran los dos del Gobierno en espera que el CGPJ deje de estar en funciones o el Gobierno debe esperar al otro órgano? Porque, si es esto segundo, la renovación de estos cuatro magistrados del TC puede volver a tardar años.

En principio, la Constitución parece taxativa: «Los miembros del Tribunal Constitucional serán designados por un período de nueve años y se renovarán por terceras partes cada tres» (artículo 159.3 CE). Renovación por tercios quiere decir cuatro magistrados en cada renovación, no dos ahora y los otros dos cuando el CGPJ se desbloquee. Más aún cuando el presidente del órgano se elige después de cada renovación. ¿Qué sucede, a efectos de esta elección interna, si la renovación es parcial? ¿Se entiende hecha con los primeros dos magistrados o con los últimos dos? (1) Según esta interpretación, el Gobierno no puede nombrar a sus dos magistrados hasta que el CGPJ no nombre a los suyos.

Pero hay otra interpretación, menos literal. Si Gobierno y CGPJ son dos instituciones distintas, tampoco sería tan raro que se descoordinaran, y más cuando el CGPJ no es que no quiera elegir a los dos magistrados del TC que le competen, es que no puede. Legalmente no puede. Desde esta perspectiva, nada obsta para que el Gobierno nombre a sus magistrados, pero la renovación no se entendería hecha (a efectos de elección interna del presidente del TC) hasta que el CGPJ no designe a los suyos.

Esta segunda solución tiene, además, precedente histórico. El Tribunal Constitucional se constituyó en 1980, y en aquel momento el CGPJ no estaba todavía constituido. El TC echó a andar con 10 magistrados y los dos que restaban se añadieron más tarde ese mismo año, cuando el órgano de gobierno de los jueces empezó también a funcionar. A nadie le pareció entonces que el Gobierno tuviera que esperar a que un CGPJ impedido legalmente para nombrar a nadie (por la sencilla razón de que aún no existía) pudiera, en efecto, realizar su designación.

Va a ser el propio Tribunal Constitucional el que resolverá si el nombramiento del Gobierno está bien o mal hecho. Lo decidirá, como es lógico, antes de que estos nombramientos entren en vigor, así que en unas semanas sabremos qué posición ha adoptado. Yo creo que hay base suficiente para admitir a los dos magistrados del Gobierno, que sería la solución más conforme con la estabilidad institucional, pero a saber. A lo mejor nos tenemos que esperar a que el PP quiera desbloquear el CGPJ.

Porque controlar los órganos de gobierno judicial sirve para esto. Precisamente para esto.

 

 

 

 

(1) Lo que no se plantea es el problema de descoordinar los mandatos de ambas parejas de magistrados, porque, como ya hemos visto, los periodos de nueve años son fijos. Los magistrados que deben ser elegidos en junio de 2022 terminarán su mandato en junio de 2031 con independencia de cuándo sean, de hecho, elegidos.


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viernes, 10 de junio de 2022

Trabajadoras domésticas

Ayer se ratificó en España el convenio nº 189 de la OIT, que afecta a las empleadas del hogar. Lo pongo en femenino porque es un colectivo que está formado básicamente por mujeres, y eso ha tenido cierta importancia en la evolución jurídica reciente de la cuestión. Es una victoria importante, y más importante será cuando el Estado se ponga las pilas y legisle de acuerdo al nuevo convenio. 

La OIT (Organización Internacional del Trabajo) es una agencia de la ONU destinada a mejorar las condiciones laborales de los trabajadores. La forman 187 países (solo 6 países de la ONU no son miembros) y aprueba toda clase de documentos para promover sus fines. Los más importantes son los convenios: tratados internacionales que, como tales, deben ser ratificados por los Estados antes de que tengan aplicación para dichos Estados. Los convenios de la OIT son normas de mínimos: se trata de bases que los Estados parte deben cumplir, pero nada impide que cada Estado, en su legislación interna, los mejore. El penúltimo de estos convenios, aprobado en 2011, es, precisamente, el 189, sobre trabajadores domésticos.

Las trabajadoras domésticas son aquellas empleadas que trabajan realizando labores de cuidados para un empleador que es una persona particular: limpian, preparan la comida, atienden a personas dependientes, cuidan del jardín, etc. No entran en esta categoría otras personas que se dedican a ámbitos análogos pero para una empresa, como pueden ser las limpiadoras de hotel, el personal de cocinas o las auxiliares de dependencia. Solo quienes trabajan para particulares.

En España existen una serie de relaciones laborales especiales, que no están sujetas al Estatuto de los Trabajadores sino a otras normas, generalmente reales decretos. ¿Por qué? Pues porque se trata de relaciones que tienen perfiles especiales, por la relación que hay entre trabajador y empresario, por el tipo de trabajo o por el lugar donde se ejerce la prestación. Son, por ejemplo, el personal de alta dirección, los penados, los deportistas, los artistas y, para el caso que nos ocupa, las trabajadoras domésticas. Esta relación se considera especial por prestarse en un espacio de intimidad ajeno a las lógicas de la economía de mercado y por la relación de confianza que se puede establecer entre empleada y empleador.

La norma que regula esta relación especial es el Real Decreto 1620/2011. Además, a cada relación laboral se anuda un régimen de Seguridad Social: las trabajadoras domésticas cotizan dentro del Régimen General (como los demás trabajadores) pero en un sistema especial para ellas (que definitivamente no es como los demás trabajadores). Veamos algunas de las diferencias tanto de la relación laboral especial como del sistema especial de la Seguridad Social:

 

Alta en la Seguridad Social

La norma general es que es el empleador quien tiene que dar de alta en la Seguridad Social a sus trabajadores. Sin embargo, en caso de empleadas de hogar que trabajen menos de 60 horas mensuales para el mismo empleador, les puede corresponder a ellas ese trámite si así lo pactan con dicho jefe.

Supongo que la idea detrás de la norma es que el empleador es un particular que no tiene por qué saber nada de Seguridad Social, mientras que la trabajadora es una profesional. Pero, dado que se trata de un campo copado en buena medida por mujeres migrantes y/o sin formación universitaria (es decir, gente que puede tener problemas serios para entender la burocracia), no parece muy justificado.

 

Cálculo del SMI

En general, el salario se divide en dos partes: un salario base (retribución básica por unidad de tiempo) y complementos (por circunstancias especiales). El SMI tiene que ver con el salario base: el salario base debe ser igual o superior al SMI, y luego se suman los complementos que haya.

En la relación especial de trabajadoras domésticas no es así. El SMI incluye todos los conceptos retributivos, sean de base o de complementos. Además, se calcula por horas: es de 7,82 € por hora, lo cual es algo superior al SMI diario o mensual, porque, como hemos dicho, incluye conceptos retributivos distintos al salario base. Aun así, como la mayoría de las trabajadoras del hogar no tiene un único empleador sino muchos (lo cual implica que no llegan a las 40 horas semanales, porque muchas horas de su jornada efectiva las pierden en desplazamientos que nadie les paga), no es que sea una cantidad como para tirar cohetes.

 

Cotizaciones

En cotizaciones hay dos normas a comentar. La primera es que las empleadas que trabajen menos de 60 horas mensuales para el mismo empleador pueden pactar con este ser ellas las que ingresan las cotizaciones. Es decir, el empleador paga estas cotizaciones, pero, en lugar de ingresarlas en la Seguridad Social, se las da a su trabajadora, que será quien deba realizar el ingreso. Esta norma tiene el mismo sentido que la relativa a las altas, así que no insisto en ella.

En segundo lugar, las bases de cotización son por tramos. No tienen relación directa con el salario ganado, sino que son una cuantía fija en cada tramo. Este sistema beneficia, dentro de cada tramo, a quienes cobran menos que esta cuantía fija (porque cotizan por más cantidad de la que cobran, lo que se reflejará en sus prestaciones futuras) y perjudica a quienes cobran más (por la misma razón).

 

Jornada laboral y tiempo de presencia

Una de las cosas que se observa al leer el Real Decreto que regula la relación especial es que replica en muchos de sus aspectos el Estatuto de los Trabajadores. Y ello es, paradójicamente, discriminatorio, porque el Estatuto está pensado para ser una norma mínima, mejorada por los convenios colectivos. Aquí no hay convenio colectivo y es difícil conseguir uno: las trabajadoras domésticas son precarias y solo recientemente han empezado a organizarse. Además ¿quién constituiría la patronal que tendría que firmar ese convenio? En cuanto a conseguir mejoras por vía del contrato de trabajo individual, es algo completamente vedado, por lo que diremos más abajo.

Algo así se ve muy bien en la regulación de la jornada máxima. Es de 40 horas semanales, como en el Estatuto de los Trabajadores. Pero, mientras que en otros sectores este es un mínimo que se va superando gracias a la negociación colectiva (1), esas ventajas están ausentes del mundo de las empleadas del hogar. El Estado debería haber suplido esa función a través de una regulación más favorable que la del Estatuto.

Además, aparte de esas 40 horas semanales, hay un tiempo de presencia que puede durar hasta 20 horas semanales (en promedio mensual) y que, aunque se retribuye, no cuenta como parte de la jornada. Se trata de horas en las que no se trabaja pero que tampoco son de tiempo libre, porque la trabajadora debe permanecer a disposición del empleador por si surge algo. No hay que decir que el tiempo de presencia es una rareza propia de este tipo de relación laboral (que se aplica, sobre todo, a las internas) y que no está en el Estatuto de los Trabajadores.

 

Despido

El despido disciplinario tiene establecida una indemnización si es declarado improcedente: 20 días por año trabajado con un máximo de 6 mensualidades. Esta indemnización es inferior a la prevista en el Estatuto de los Trabajadores para el mismo caso (33 días/año con un máximo de 24 mensualidades) e, incluso, para el despido objetivo procedente (20 días/año con un máximo de 12 mensualidades).

Pero, en realidad, da igual. Lo más normal es que el empleador no tenga que acudir al despido disciplinario, porque tiene a su disposición una herramienta más cómoda, que es el desistimiento del empleador. El desistimiento del empleador es el sueño dorado de los liberales: una modalidad de despido absolutamente libre, sin necesidad de alegar causas. Le da un preaviso, le paga una indemnización menor incluso que la del despido improcedente (12 días/año con un máximo de 6 mensualidades) y a la calle.

Esto es a lo que nos referíamos más arriba cuando hablábamos de la imposibilidad de que la trabajadora consiga mejoras negociándolas individualmente. Este despido libre, este desistimiento, rompe por completo el equilibrio del contrato, que en los de trabajo ya es precario. Cualquier acción que quiera realizar la trabajadora para mejorar su situación se ve detenida de inmediato por esta espada de Damocles.

 

Prestación por desempleo

Para completar el cuadro, cuando la trabajadora es despedida (o «desistida») no tiene prestación ni subsidio por desempleo. Sí, las trabajadoras del hogar no tienen paro. El resto de prestaciones sí, aunque hasta 2020 había una regla especial para el cómputo de las jornadas a tiempo parcial. Fue también en 2020, durante el confinamiento, cuando el Gobierno aprobó un subsidio especial de desempleo para este colectivo, subsidio que sigue vigente. Aun así, la obligación de acudir a este subsidio cierra todo un esquema que parece construido para garantizar la impunidad del empleador.

Una de las resoluciones que han llevado a que se ratifique el convenio nº 189 tiene que ver con esto. En febrero de este año el Tribunal de Justicia de la Unión Europea determinó que este sistema incurría en discriminación indirecta. La discriminación indirecta es aquella norma que, aunque en teoría es neutra en cuanto al género, en la práctica no lo es. El hecho de que las personas que trabajan en hogares ajenos no tengan prestación por desempleo es, en principio, algo no discriminatorio, puesto que se aplica tanto a hombres como a mujeres. Pero, dado que el sector está copado por mujeres en una proporción superior al 90%, esta norma es discriminatoria.

 

FOGASA

El Fondo de Garantía Salarial es una institución pública que cubre el impago de los salarios por parte del empleador. Es una garantía obvia para cualquier trabajador, sobre todo si el despido ha sido irregular o la empresa ha quebrado. Pues bien, las trabajadoras del hogar tampoco tienen derecho a acudir al FOGASA. Solo en fecha tan reciente como marzo de este año un Juzgado español, aplicando la misma doctrina sobre discriminación indirecta que había sentado el TJUE el mes anterior, le concedió a una trabajadora del hogar el derecho a acudir al FOGASA.

 

 

Estas son, a día de hoy, las principales características de la relación especial de trabajadoras del hogar y de su encuadramiento en la Seguridad Social. Como se ve, no son tantos cambios, pero sí son relevantes, y siempre en contra de este grupo de trabajadoras.

Y, contra esto, ¿qué dice el convenio nº 189 de la OIT? No gran cosa, porque tiene que poder aplicarse a países muy diferentes. No puede entrar a fijar el salario mínimo o las formas de despido. Pero sí que puede establecer normas generales. Por ejemplo, exigir «condiciones de empleo equitativas» para todas las trabajadoras y respeto a la privacidad para las internas (artículo 6). O fijar igualdad de trato entre trabajadoras domésticas y resto de trabajadores, en especial la consideración del tiempo de presencia como horas de trabajo (artículo 10). O prever condiciones de Seguridad Social no menos favorables que las del resto de trabajadores (artículo 14).

Como se ve, no basta con el convenio. Es necesaria una labor legislativa para adaptarlo al derecho interno. El Estado español tiene un año para ello, que es el tiempo que tarda el convenio en entrar en vigor desde que se ratifica. Sin embargo, de acuerdo con lo publicado en prensa, el borrador de Real Decreto estaría ya preparado y es, según las asociaciones de trabajadoras del hogar, satisfactorio.

A ver si es verdad y si se fijan de una vez condiciones dignas de trabajo para un colectivo tan importante como discriminado.

 

 

 

 

(1) Por poner un ejemplo, la jornada laboral en academias y demás centros de enseñanza no reglada es de 34 horas semanales.

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