La
semana pasada coincidieron en el tiempo dos buenas noticias. La primera, que el
Tribunal Constitucional revocaba la sentencia del Supremo que condenaba a CésarStrawberry por enaltecimiento del terrorismo. La segunda, que el actor Willy
Toledo era por fin absuelto de escarnio a los sentimientos religiosos, delito
del que venía acusado a causa de sus comentarios en los que se cagaba en el
dios de los católicos y en alguna de sus vírgenes. Son buenas noticias, ambas.
Y sin embargo la sensación que se me queda es agridulce.
Los
delitos de enaltecimiento del terrorismo y de escarnio a los sentimientos
religiosos no sirven, hoy en día, más que para reprimir actos de expresión
disidente. En el primero tenemos a la Fiscalía cazando a usuarios de Twitter;
en el segundo, a Abogados Cristianos denunciando a todo lo que se le pone por
delante. En el primer caso no es tan difícil que se llegue a condena, como
hemos podido ver en los casos de Cassandra Vera (primero condenada y luego
absuelta por el TS) o en este mismo de Strawberry (absuelto inicialmente por la
Audiencia Nacional, condenado en segunda instancia por el TS). En el segundo,
por el contrario, no hay una sola condena (1), pero la pena de banquillo te la
comes igual.
Caso
a caso, ambas victorias son, como digo, agridulces. Empecemos por el de
Strawberry. El cantante fue condenado después de que el Tribunal Supremo se
inventara una concepción absolutamente marciana del dolo para
reinterpretar los hechos probados por la Audiencia Nacional y poder darle la
vuelta a una sentencia absolutoria. Por si no os apetece leer el enlace, la
cosa fue más o menos así. En la primera sentencia, la Audiencia Nacional dijo
que Strawberry no tenía intención de enaltecer el terrorismo ni de humillar a
las víctimas. Esto es un hecho probado, así que el Tribunal Supremo no podía
tocarlo.
¿Qué
hizo el Supremo? Cambiar el significado de ese hecho probado. Decir que puede
que Strawberry no quisiera enaltecer el terrorismo (es decir, que su móvil u
objetivo al cometer los hechos no era enaltecer) pero que claramente tenía dolo
de cometer el delito de enaltecimiento. O sea, no quería enaltecer, pero sí
quería cometer un delito que consiste en enaltecer.
Esta
distinción tiene pleno sentido en otros delitos. Pensemos por ejemplo en un
homicidio. Una cosa es el dolo del homicidio (saber que estoy matando a una
persona y querer matar a esa persona) y otra mi móvil o razón para cometer ese
homicidio (por ejemplo, por venganza, por despecho, para heredar, etc.). Al
analizar el delito nos da igual el móvil: nos importa el dolo. Sin embargo, en
el delito de enaltecimiento la intención comunicativa del que emite el mensaje
presuntamente enaltecedor (si iba en serio o no, si su móvil era enaltecer el
terrorismo o, por el contrario, hacer una crítica mordaz) sí que es relevante
para determinar el dolo.
Eso
es lo que el TS negó, y eso es lo que el TC corrige, hasta el punto de decir
que la intención del emisor es “uno de los aspectos indispensables en el
análisis” de la conducta. Hace una extensa cita de jurisprudencia previa. Por
ejemplo, cita sus propias sentencias relativas al delito de justificación del
genocidio (un delito muy similar al de enaltecimiento del terrorismo) y dice
que es posible castigarlo “siempre que tal justificación opere como incitación
indirecta a su comisión”. Y sigue: “el legislador puede, dentro de su libertad
de configuración, perseguir tales conductas (…) siempre que no se entienda
incluida en ellas la mera adhesión ideológica a posiciones políticas de
cualquier tipo”.
O
sea, estas conductas (enaltecimiento del terrorismo, justificación del
genocidio, etc.) solo pueden castigarse cuando el autor del mensaje, más allá
de adherirse a tales o cuales posiciones políticas, haya verdaderamente
incitado a la comisión de nuevos hechos delictivos. La libertad de expresión no
es una bagatela, y menos cuando estamos en temas de discurso político, que se
considera central. Hay que ponderar muy bien cómo se limita, teniendo en cuenta
tanto las intenciones del emisor como el posible efecto desaliento que pueda
extenderse sobre otros emisores. El TC recuerda todo esto, constata que el TS
no lo ha hecho (antes bien, como digo, saldó el asunto diciendo que la intención
es irrelevante) y, por tanto, otorga el amparo.
El
segundo caso, el de Willy Toledo, es mucho más sencillo de analizar desde la
perspectiva jurídica, pero está empantanado por la propia actuación del
acusado. Toledo, en señal de protesta por el hecho de que le juzguen por algo tan
estúpido como cagarse en varias figuras religiosas (en Dios, en el dogma de la
virginidad de María y en la virgen del Pilar, más en concreto), ha dificultado
el procedimiento todo lo posible. Se negó a comparecer ante el Juzgado y acabó
siendo detenido; ya una vez en sede judicial, se acogió a su derecho a no
declarar (2).
Como
ya hemos analizado más de una, más de dos y más de cien veces (en ocasiones
creo que en este blog solo hablo de esto) los delitos contra los sentimientos
religiosos requieren un elemento intencional que es imposible declarar por
probado salvo que el acusado sea tan tonto de personarse ante el juez y decir
“sí, quería ofender y no quería ninguna otra cosa más”. A poco que se pueda
argumentar un ánimo de broma o un ánimo de crítica hacia la religión (y siempre
se puede) queda vedada la posibilidad de condenar.
Eso
quiere decir que el camino tradicional es denuncia-comparecencia-archivo. Aquí,
como Toledo decidió no declarar en instrucción, su abogado tuvo que currárselo
un poco más. La causa llegó a pasar a juicio y todo, y es allí donde se
ventilaron unos hechos que, precisamente, tenían conexión con el discurso
político del que hablábamos en el caso de Strawberry. Toledo no se cagó así
porque sí en Dios, en el dogma de la virginidad de María y en la virgen del
Pilar, sino que lo hizo para apoyar a las porteadoras del Coño Insumiso
(también encausadas por impulso de los Abogados Cristianos) y para criticar la
festividad del 12 de Octubre. O sea, se trataba de sendos mensajes políticos.
Así
pues, tenemos dos victorias. Pero dos victorias agridulces, o incluso amargas si
se quiere. ¿Por qué César Strawberry ha tenido que esperar al Constitucional
para que le arreglen lo suyo? ¿Por qué Willy Toledo ha acabado imputado por
hacer algo que hacemos todos los españoles en un momento u otro de nuestras
vidas? ¿Por qué sigue existiendo el delito de enaltecimiento del terrorismo a
pesar de que en 2020 se cumplen diez años desde la última vez que mató ETA?
¿Por qué en el maldito siglo XXI seguimos castigando el escarnio de los
sentimientos religiosos? ¿De qué vamos?
Los
problemas con la justicia que han tenido César Strawberry y Willy Toledo no
son, más que en una pequeña parte, judiciales. Sí, en el caso de Strawberry el
TS podría haber sido menos idiota, pero aparte de eso no había mucho más que
jueces y fiscales pudieran hacer (3). Son problemas legislativos. Son problemas
de que nuestro Código Penal castiga unos delitos que no tiene ya absolutamente
ningún sentido social castigar.
Por
eso estas dos victorias son agridulces. Porque Strawberry y Toledo pueden
dormir ya tranquilos, sí (Toledo algo menos, que su caso aún es recurrible),
pero mientras esos tipos penales sigan en el Código la espada de Damocles pende
sobre todas nuestras cabezas.
(1)
En puridad existió una, en febrero de 2018, pero fue de conformidad.
(2)
En el juicio sí declaró.
(3)
De hecho, en el caso de Toledo el Ministerio Fiscal pedía la absolución.
¿Te ha gustado esta entrada? ¿Quieres ayudar a que este blog siga adelante? Puedes convertirte en mi mecenas en la página de Patreon de Así Habló Cicerón. A cambio podrás leer las entradas antes de que se publiquen, recibirás PDFs con recopilaciones de las mismas y otras recompensas. Si no puedes o no quieres hacer un pago mensual pero aun así sigues queriendo apoyar este proyecto, en esta misma página a la derecha tienes un botón de PayPal para que dones lo que te apetezca. ¡Muchas gracias!
No hay comentarios:
Publicar un comentario