La horrorosa sentencia del Tribunal Supremo de EE.UU., en la que elimina el derecho federal al aborto, nos ha dejado con el pie cambiado. La devolución de tal competencia a los Estados (que, en muchos casos, tenían diversos tipos de «cláusulas gatillo» que ilegalizaban el aborto de forma automática si Roe v. Wade era revocada) es un mazazo para todas las personas con capacidad de gestar. Supone tal retroceso de derechos que creíamos consolidados que no podemos más que tomarlo como una señal muy seria de advertencia. Como si hicieran falta señales, por otro lado.
Una vez pasadas la estupefacción nos queda preguntarnos cómo ha sido posible algo así. ¿Cómo ha podido ocurrir? Bueno, parte de lo sucedido tiene que ver con su diseño institucional, un sistema absolutamente kafkiano que ellos defienden con una pasión digna de mejor causa. Vamos a verlo un poco y entenderemos cuál es el origen de esta nefasta sentencia, que no es otro que el siguiente: el sistema constitucional estadounidense (pensado para una minoría de varones blancos ricos y esclavistas) ha evolucionado muy poco, en su núcleo, desde 1787.
Reino Unido no tiene una Constitución codificada. En el sistema británico, el Parlamento es el legislador supremo y todas sus leyes forman parte de la Constitución, junto con sentencias, prerrogativas, convenciones y otras prácticas no escritas. Este sistema tiene la ventaja de que es muy adaptable, pero la desventaja de que una mayoría coyuntural puede hacer cambios importantes en la estructura del país. No existe ningún freno a los actos del Parlamento: como afirma el viejo dicho, el Parlamento puede hacerlo todo salvo convertir a una mujer en un hombre.
Cuando se produjo la revolución estadounidense, este sistema se consideraba atrasado. Lo que triunfaba dentro de los círculos más avanzados (es decir, liberales) era la idea de una Constitución: un documento básico que estableciera los sistemas de frenos y contrapesos que debe haber entre los tres poderes y que hiciera una declaración de derechos. Los liberales dieciochescos, siempre tan preocupados de establecer un sistema institucional que evitase la tiranía, no querían que ninguna mayoría coyuntural se cargara el sistema. Además, las trece colonias tenían cada una su Constitución y existía la idea de que esta era superior a las leyes estatales.
En EE.UU. se adoptó de forma expresa este principio de supremacía constitucional. El Artículo Sexto de su Constitución establece expresamente que la Constitución es la «suprema ley del país», que los jueces estatales deben observarla aunque su propia Constitución estatal diga lo contrario y que los cargos públicos juran o prometen sostener la Constitución. No cabe, por tanto, ninguna duda.
Pero claro, la idea de una Constitución suprema y superior a la ley ordinaria nos lleva de inmediato al problema obvio: ¿quién determina que una ley ha vulnerado la Constitución? El poder legislativo, que es quien representa directamente al pueblo, no puede ser, porque es quien acaba de aprobar esa ley. El ejecutivo tampoco, esta clase de cosas quedan muy lejos de su función. ¿Entonces? En Europa inventamos un siglo después los Tribunales Constitucionales, como organismo al margen del sistema encargado de esta tarea, pero en EE.UU. estaban empezando con el constitucionalismo moderno y tuvieron clara la opción: es el poder judicial quien debe pararle los pies al legislativo.
Esta idea no aparece en ninguna parte de la Constitución, quizás porque estaba tanto en el trasfondo de la época que no se consideró necesario (en algunas de las colonias sus jueces ya habían anulados leyes por inconstitucionales). Tuvo que ser el propio Supremo, en 1803, en la famosa sentencia Marbury v. Madison, el que se atribuyera la competencia. La cosa estaba clara: si la Constitución es la norma suprema del ordenamiento y el poder judicial debe hacerla cumplir, resulta que es labor del poder judicial analizar la constitucionalidad de las leyes.
Y ojo, que estoy diciendo «del poder judicial» y no «del Tribunal Supremo». Una característica del control de constitucionalidad en EE.UU. es que está descentralizado: no hay un gran órgano con competencias de revisión constitucional (como son los Tribunales Constitucionales europeos) sino que cualquier juez puede entender que una ley es contraria a la Constitución e inaplicarla, eso sí, solo en ese caso concreto. El Tribunal Supremo es el que fija, por vía de apelación y con efectos universales (ya no solo en ese caso concreto), si una ley es constitucional o no.
Esto les da a los jueces un poder enorme. Y más aún porque la Constitución de EE.UU. es increíblemente esquemática, lo cual significa muy interpretable: tiene un cuerpo principal que es básicamente un pequeño resumen del sistema de gobierno y luego 27 enmiendas, que añaden derechos, adaptan la norma a las circunstancias o regulan asuntos concretos. Nada más. No hay, por ejemplo, una distribución de competencias entre el nivel federal y los estatales, ni una declaración completa de derechos.
Es por eso que el control del Tribunal Supremo se ha convertido en el caballo de batalla de esta época: Trump presionó a Obama para que no nombrara jueces que le tocaban en su mandato y a cambio él designó todos los que pudo, siempre de su cuerda ideológica. Porque sí, en EE.UU. es el presidente quien nombra a los jueces del Tribunal Supremo, y el cargo de juez (federal o no) es vitalicio mientras se observe buena conducta: nombrar jueces conservadores y relativamente jóvenes es una forma de asegurarse el control del país contra un ejecutivo o un legislativo progresista. Históricamente esta es una maniobra más del poder.
Así, vayamos a Roe v. Wade, la sentencia de 1973 que estableció que hay un derecho federal al aborto. Roe era una mujer tejana que quería abortar; Wade, el fiscal del distrito, se oponía. Los tribunales le fueron dando la razón a Roe hasta que al final el Supremo lo confirmó. Pero lo confirmó con un razonamiento curioso. La Constitución no incluye el derecho a la intimidad (recordemos, norma escueta y con una declaración de derechos fragmentaria), pero sí reconoce el derecho al debido proceso, es decir, el derecho a no perder vida, libertad ni propiedad sin el debido proceso legal. Pues bien, a partir de ahí el Tribunal Supremo postuló la existencia de un derecho a la intimidad y, con base en este, un derecho federal al aborto en los primeros meses.
Esto era la base del derecho federal al aborto: una sentencia. El legislador federal nunca aprovechó esta doctrina para regular este derecho y darle unas bases más fuertes. Y así, pasa lo que pasa, que lo que un Tribunal Supremo se inventó otro se lo puede desinventar. La doctrina establecida la semana pasada dice, de forma muy resumida, que la norma del debido proceso se ha usado para reconocer derechos que no existen en la Constitución, pero «cualquier derecho de este tipo debe estar profundamente arraigado en la historia y tradición de esta nación e implícito en el concepto de libertad ordenada». El aborto no lo está y Roe v. Wade estuvo equivocada desde el principio. Lo que significa «arraigo profundo en la historia de la nación» no queda claro, pero uno de los jueces ya ha firmado una opinión concurrente en la que pide cargarse otros derechos que tenían el mismo fundamento, como la anticoncepción, la libertad sexual o el matrimonio igualitario.
Creo que ha quedado bastante claro cómo ciertas características del sistema federal estadounidense han propiciado esta sentencia: el esquematismo y la antigüedad de la Constitución dejan mucho margen a la interpretación, que puede variar; los jueces tienen mucho poder para iniciar casos constitucionales que tiene luego que resolver el Supremo; el nombramiento presidencial de jueces vitalicios lleva al control político de los cargos. El resultado son sentencias con más contenido político que jurídico, como lo ha sido esta o como lo fue Roe en su momento. Es lo que tiene que las líneas fundamentales de tu sistema político no hayan variado en más de dos siglos, que todas las lecciones aprendidas en otros sistemas constitucionales te resultan ajenas.
En Europa, en principio, estamos más seguros. Nuestras Constituciones son más largas y más concretas, y nuestros Tribunales Constitucionales, si bien tienen elección política, también tienen plazos de mandato y renovaciones parciales. Como vimos hace unas semanas, el de España se renueva en un tercio cada 3 años y el cargo de cada magistrado dura 9. Ese sistema impide, en teoría, que nadie controle el sistema a futuro. Claro, luego ves el sistemático bloqueo del PP, que el Gobierno está intentando saltarse como puede (la vía actual parece ser reformar su propia reforma y permitir que el CGPJ en funciones elija magistrados del TC), recuerdas que precisamente la ley del aborto lleva 12 años en un limbo sin que se resuelva el recurso… y se te retuerce un poco la tripa ante las supuestas seguridades europeas.
Al final, el problema aquí es que los procesos de control constitucional tienen escasa legitimidad democrática. Si una ley ha sido aprobada por una mayoría de parlamentarios (que representan, se supone, a una mayoría del pueblo), ¿por qué la tiene que echar para atrás un órgano no democrático que afirma que es contraria a la Constitución? Las decisiones de los órganos de control constitucional no suelen tomarse por unanimidad, y a veces tienen que hilar muy fino para determinar si una ley es constitucional o no. Entonces ¿por qué esa mayoría de un órgano de control no democrático (6 jueces en el caso de la sentencia que comentamos) puede imponerse a la mayoría parlamentaria?
Estos problemas son inherentes a cualquier forma de control constitucional, que, a su vez, es necesaria si se establece la supremacía de la Constitución. No es algo ni mejor ni peor, sino una característica del sistema. Pero sí que es un riesgo, porque, cuando vuelve el fascismo (y el fascismo siempre vuelve), le basta con controlar a muy pocas personas para hacerle la vida imposible a buena parte de la población.
En nuestras manos está el evitarlo.
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