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lunes, 6 de abril de 2015

Tríada de mordazas (II). La LSC: régimen general

La primera de las tres leyes-mordaza que vamos a analizar es la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana. El mismo nombre ya trae resonancias autoritarias: esta norma va a sustituir a la tristemente conocida Ley Corcuera, que habilitaba a la Policía a entrar en un domicilio sin orden judicial en determinadas circunstancias. El Tribunal Constitucional determinó que eso era inconstitucional… y esperemos que eso pase con muchos preceptos de la que entra ahora en vigor.

De la LSC se ha criticado mucho su régimen sancionador, pero en esta entrada no hablaremos de él, pues tiene materia suficiente como para llenar un artículo por sí solo. Aquí analizaremos otros aspectos, que han pasado más desapercibidos pero que nos prueban que esta ley es, íntegramente, un instrumento represivo que hace algo que debería asustar a cualquier ciudadano de bien: aumentar la parcela de poder y arbitrariedad de la Policía.

Por ejemplo, tomemos el artículo 16, que trata de la potestad que tiene la Policía en la identificación de personas. Puede hacerse en dos casos: cuando haya indicios de que han participado en un delito y cuando “se considere razonablemente necesario que acrediten su identidad para prevenir la comisión de un delito”. ¿Quién dijo redadas racistas o identificaciones arbitrarias? Esto es un empeoramiento con respecto al artículo 20 de la ley vigente, que permite a los cuerpos policiales realizar identificaciones cuando sea necesario para proteger la seguridad. Se introducen más conceptos jurídicos indeterminados y claro, ¿quién va a reclamar que le han identificado por sus pintas o por su color de piel?

Más ejemplos. El artículo 17.2 permite establecer controles para identificar y registrar personas y vehículos en determinados casos de delitos graves o que causen alarma social. Exactamente igual que el 19.2 de la ley vigente, con dos pequeñas excepciones: la nueva ley permite hacerlo también para prevenirlos, y además ya no hay que dar cuenta del resultado de la diligencia al Ministerio Fiscal. De nuevo, la letra de la ley aumenta la parcela de arbitrariedad.

Y está también el artículo 19.1, que establece que las diligencias de identificación, registro y demás no están sujetas a las mismas formalidades de la detención, aun cuando pueden incluir cacheos corporales o una privación de libertad de hasta 6 horas si hay que llevarse al interesado a comisaría para identificarle. Y uno se pregunta, ¿a qué formalidades están sujetas estas diligencias? Nadie espera que a alguien que no está acusado de nada se le provea de abogado, pero ¿y su derecho a hacer una llamada para comunicar su situación? ¿Y el acceso al médico o al intérprete? Esos derechos son razonables, pero no aparecen por ninguna parte. El Tribunal Constitucional tiene dicho que toda privación de libertad es una detención, y aunque desgraciadamente la práctica policial no suele hacer caso de esa previsión, es triste que la ley ampare vulneraciones de derechos tan evidentes.

Además, todas estas normas, y otras que no he citado, tienen algo en común: su volatilidad. Son deliberadamente vagas. Estamos hablando de reglas que permiten a la policía detener, registrar e identificar a personas, pero están llenas de conceptos jurídicos indeterminados. Por ejemplo, el artículo 20 permite practicar un cacheo “cuando existan indicios racionales para suponer que [esta medida] puede conducir al hallazgo de instrumentos, efectos u otros objetos relevantes para el ejercicio de las funciones de indagación y prevención”. O sea, cuando se le ponga al señor agente en las narices.

Vaguedad, indeterminación, arbitrariedad, impunidad. Éste es el sello de una ley enfocada a la burorrepresión, es decir, al control policial rutinario de cualquier actividad de protesta popular con fines presuntamente preventivos y precautorios. Algo de lo que tampoco se libra, como veremos en la entrada siguiente, el extenso capítulo (casi la mitad de la ley) dedicado al régimen de infracciones y sanciones.



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