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jueves, 21 de marzo de 2024

Punitivismo

El populismo punitivo es una corriente que nunca acaba de morirse. Parece que lo tenemos controlado y de repente explota. ¡Más delitos, penas más altas, menos garantías! En los últimos tiempos, tenemos un alimentador notable de ese discurso debido a la presencia en El Salvador de Nayib Bukele, cuya bárbara política criminal parece haber conseguido un éxito temporal (al menos si no miras que las cifras de homicidios ya estaban descendiendo, y no miras demasiado tampoco las cifras de otros delitos) a cambio de tener a peña estabulada sin derechos ni pasar por delante de un juez.

Periódicamente hay quien nos recuerda a los españoles lo bien que nos iría si adoptáramos esa misma política. Por desgracia, no es solo entre la derecha. El asesinato de una cocinera de la cárcel de Mas d'Enric por parte de un preso que ya cumplía condena por el asesinato de otra mujer ha atizado estas ideas entre perfiles aparentemente progresistas y feministas, a alguno de los cuales les he leído cosas como que los delitos sexuales no deben tener atenuantes. Y no pasa una semana sin que vea a alguien opinar alguna barbaridad sobre los delincuentes más graves, la reinserción o las cárceles.

¿Para qué castigamos a la gente? ¿Por qué imponemos penas? Lo creáis o no, los filósofos del derecho y los penalistas llevan siglos haciéndose esa pregunta. Hay una división fundamental entre teorías absolutas y teorías relativas. Las teorías absolutas consideran que la pena es un fin en sí mismo, es decir, que el objetivo de imponer la pena es, precisamente, imponer la pena: castigar al delincuente y restaurar el orden social. Por tanto, la pena debe imponerse siempre, aunque no cause beneficios o incluso aunque cause perjuicios. Estas teorías son las más antiguas y han sido sostenidas por filósofos de honda raigambre, como Kant, pero hoy son poco populares.

Las teorías relativas consideran que la pena debe imponerse como medio para conseguir un fin mayor: la prevención del delito. Y esta prevención, a su vez, puede darse en relación a dos sujetos:

  • En la teoría de la prevención general, el objetivo de la prevención es la comunidad. Al imponer una pena a los culpables, anunciamos a la sociedad que los delitos se castigan y conseguimos, así, que haya menos.
  • En la teoría de la prevención especial, el objetivo de la prevención es el propio sujeto. Cuando le imponemos una pena, lo que buscamos es que no reincida. Y esto se puede conseguir de dos formas: rehabilitándolo (prevención especial positiva) o intimidándolo, recluyéndolo y hasta eliminándolo físicamente (prevención especial negativa).

 

Hoy en día las teorías absolutas, como digo, están un poco desfasadas. Y el debate entre las relativas, aunque sigue, está bastante matizado. En la práctica, la mayoría aceptamos que la pena cumple funciones tanto de prevención general como especial. Incluso hay quien dice que, dependiendo de la fase del proceso penal, se prima una u otra: en el juicio (que es público) prevalecería la prevención general y en la ejecución de la pena (que es privada) prevalecería la especial.

Sin embargo, no todos los sistemas penales funcionan bien para todas las teorías. En concreto, la prevención especial negativa choca con la positiva: inocuizar al sujeto (encerrándolo largas cantidades de tiempo, haciendo penoso su paso por prisión) es justo lo contrario de reinsertarlo y rehabilitarlo. Un sistema enfocado hacia una de estas finalidades no será efectivo para la otra y viceversa. La tentadora idea de centrar la reinserción en delincuentes primarios y delitos leves y la intimidación en reincidentes y delitos graves es complicada de ejecutar, por diversas razones (1).

La idea de reinserción como finalidad de la pena se popularizó durante los años 60 y 70. Cuando España aprobó su Constitución, en 1978, al concepto ya se le empezaban a ver los problemas, como por ejemplo:

  1. No se puede reinsertar a un sujeto contra su voluntad, por lo que establecer la rehabilitación como fin de la pena solo sirve si el reo colabora.
  2. Es muy clasista considerar que todos los delitos proceden de personas con problemas sociales. Los delitos de corrupción o los delitos contra la seguridad vial las cometen personas plenamente insertadas en la sociedad, por lo que la idea de rehabilitación es absurda en su caso.
  3. Reinsertar a alguien en una cárcel es francamente difícil, porque vivir encerrado no enseña a vivir en libertad. En este caso, el objetivo de la reinserción choca con el propio lugar donde se ejecuta la pena.

 

A pesar de ello, el artículo 25.2 establece que «las penas privativas de libertad (…) estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social», y añade algunas garantías para que así suceda: las penas no pueden consistir en trabajos forzados y el condenado goza de sus derechos fundamentales (salvo los que sea necesario limitar), así como del derecho a un trabajo remunerado, a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad. Este artículo está incluido entre los derechos fundamentales.

Es por todo esto que en España se considera que la reinserción no es tanto un objetivo de la pena (a pesar de la previsión constitucional) como un derecho del penado (2). El reo tiene que tener a su alcance las herramientas necesarias para su rehabilitación, y de él depende aprovecharlas o no. Este mandato se proyecta sobre todos los elementos de la pena: duración, lugar de cumplimiento, régimen de vida, cancelación de antecedentes penales y, sobre todo, medios de tratamiento.

Pero claro, hay un problema, y es que esta regulación, perfectamente razonable, es muy complicada, cuesta mucho dinero y, como su ejecución depende de muchas personas, a veces se cometen errores y pasa lo que no tendría que pasar (como que un tío condenado por apuñalar a una señora acabe trabajando en una cocina con otra señora). Es mucho más fácil ir a lo grueso: penas más altas, menos flexibilidad, menos tratamiento. A la mazmorra y a tirar la llave. Este punitivismo, que se aplica porque es facilísimo, entronca con las ansias de sangre de una parte importante de la población, que acaba aplaudiendo cada castigo ejemplar y diciendo «ya lo sabía yo» cada vez que una medida rehabilitadora falla.

El punitivismo es, por encima de todas las cosas, una ideología extremadamente infantil, que se queda en el aquí y en el ahora y no piensa en las consecuencias de sus actos. Cuando presencia un delito quiere castigos grandes, inmediatos y aparatosos (pena de muerte, cadena perpetua a pan y agua, trabajos forzados, antecedentes eternos) aunque dichos castigos vayan a producir más mal que bien. Es una versión paleta de las teorías absolutas de la pena: sanciones graves caiga quien caiga.

El punitivista hace una división binaria entre buenos y malos. Los buenos son él y sus conocidos, la sociedad biempensante. Los malos, todos los demás: el lumpen, la clase baja, los inmigrantes, los políticos (término que suele querer decir «los políticos que no sean de mi cuerda»), quien sea. Estas personas son malas por naturaleza, por lo que la reinserción es inútil. El delito no es un fenómeno complejo con mil causas y mil factores, sino una prueba de maldad, el gatillo que nos permite, como sociedad, castigar a una persona que ya era perversa antes de alzar el cuchillo o poner la bomba.

Si nosotros somos buenos y ellos son malos, podemos infligirles toda clase de padecimientos. Ver un diálogo entre punitivistas da cierta fascinación morbosa: cada cual la suelta más gorda que el anterior, intentando destacar su propia virtud, ciego al hecho de que están exigiendo auténticas barbaridades. Cosas que le ponen, de hecho, al mismo nivel moral que el delincuente cuyas maldades deplora. En especial cuando ellos mismos se ofrecen a ser ejecutores de las medidas, cosa que pasa con no poca frecuencia.

Si uno intenta cortar este desbarre hablando de los derechos de los presos, suele obtener siempre respuestas similares. Una popular es «¿y los derechos de la víctima qué?» Los derechos de la víctima los vulneró el delincuente, y por ello le estamos castigando. Convertir ese castigo en una tortura no reparará más a la víctima ni será mejor en ningún sentido. Otra contestación común, aunque a mí me aterroriza, es «Si cometes ciertos actos no eres humano y no tienes derechos humanos». Al margen de otras consideraciones, esta respuesta muestra como ninguna la profunda infantilidad de esta ideología. Negar humanidad a quienes cometen delitos que nos repugnan es tener una visión pueril y dulcificada de lo que es la humanidad. Sí, los genocidas, terroristas, asesinos y violadores son tan humanos como tú, porque la humanidad ha demostrado ser capaz de todas esas atrocidades y más.

Por último, este enfoque es totalmente inmune a las consecuencias de sus ideas. Cuando se le señala que estas políticas no reducen los delitos ni contribuyen a la prevención, el punitivista salta con variedades de «ese ya no delinque más». Lo cual, claro, no sirve de nada. Porque ese ya no delinquirá más, pero, salvo que lo mates, cuando salga va a estar completamente desocializado y, de hecho, sí delinquirá más. Y si lo matas o no lo dejas salir, la prevención general se nos va al carajo: ante la posibilidad de que algo así le pase a él, cualquier delincuente va a preferir escalar la situación y no dejar testigos. Como de hecho pasa en territorios con pena de muerte y demás, que increíblemente no han reducido sus delitos graves.

Esto último nos muestra que la ideología punitivista no solo es infantil, sino también peligrosa. Provoca crímenes más violentos, cometidos por personas que tienen menos que perder, y que, por tanto, nos amenazan más a todos. Por no hablar de que los condenados son el canario en la mina de los derechos fundamentales: por ellos empiezan siempre todos los recortes de libertades. Un Estado adscrito a la ideología punitivista es un Estado más fuerte, con menos controles y con más presencia policial. Algo que se puede volver muy fácilmente en contra de todos los biempensantes que nunca soñarían con cometer un delito.

Es muy fácil caer en el punitivismo. Ante hechos horribles, lo que nos pide el cuerpo es que el autor sea castigado con el más terrible de los sufrimientos. Hacer un ejercicio de empatía, pensar que nosotros mismos podemos delinquir en algún momento (no hay buenos y malos, hay personas que han delinquido y personas que no) y valorar las consecuencias de las políticas que defendemos es algo mucho más difícil, y requiere una serenidad que en caliente es difícil tener.

Pero es necesario. Nos lo jugamos todo.

 

 

 

 

 

 

(1) Desde que la esfera más punitiva acaba por absorber a la más rehabilitadora hasta que no parece muy justo tratar distinto a dos delincuentes que han cometido el mismo hecho solo porque uno es reincidente y el otro no.

(2) De hecho, los tribunales se han negado a levantar o a no imponer penas a personas que estaban ya rehabilitadas.


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